Fidelma estaba sentada con su hermano en el baluarte de las altas murallas de la abadía contemplando la ensenada. La pequeña bahía estaba tranquila y desierta, salvo algunas barca costeras y algunos barcos de pesca. La gran congregación de naves que llevaban al Rey Supremo y su comitiva, el arzobispo de Armagh y a Fianamail de Laigin y su séquito, se habían ido. Incluso el amenazante barco de guerra de Mugrón, que aparecía como una parte inamovible de aquel escenario, había levado ancla y había seguido a la flota de Laigin lejos de las costas de Muman. Lo que quedaba era un paisaje quieto y tranquilo.
– En verdad, Fidelma -Colgú se mostraba más bullicioso y expansivo y ya no parecía tenso o agotado-, has mostrado que tu reputación está justificada.
Fidelma se encogió de hombros con indiferencia.
– No hay nada de que estar satisfecho -replicó-. Si yo no hubiera sido el instrumento de la caída de esta gente malvada, habría sido otra persona. ¿No fue Eurípides el que dijo que la gente malvada por su propia naturaleza no puede nunca prosperar?
Colgú se puso súbitamente solemne.
– Creo que estás pensando más en Salbach que en el joven Nechtan, ¿no es así? Si no hubieras provocado la caída de Salbach en este escenario, creo que mucha gente habría perdido la vida por su maldad. Al menos los Corco Loígde pueden nombrar a un nuevo jefe, uno, confío, con más honor y humanidad que aquél. Y, según creo, quizás Osraige estará más satisfecho con la libertad para elegir a sus gobernantes originarios otra vez. Por lo que a mí respecta, el deshonor de Salbach es igualmente compartido por Scandlán.
Fidelma lo miró con aprobación.
– Eso está bien. Aunque no puedo probarlo, creo que Scandlán de Osraige estaba involucrado en esta conspiración para destruir cualquier oposición a su dinastía. En cuanto al joven Nechtan, si me acepta como abogada, lo defenderé -dijo Fidelma con firmeza-. Era prisionero de sus circunstancias y su miedo era grande.
– Pero su mano fue la que infligió los golpes en el pecho de Dacán -señaló Colgú.
– Y el terror guió sus pensamientos y le proporcionó la fuerza. Hay grados de culpabilidad en todas las cosas.
– Bueno, el espectro de la guerra ha disminuido gracias a ti, Fidelma.
– Al menos por esta vez -dijo Fidelma sonriendo-. Mi mentor, el brehon Morann de Tara, solía decir que el camino de la humanidad a través de la historia estaba precedido por bosques y seguido por desiertos y baldíos.
– No era optimista -dijo Colgú sonriendo irónicamente.
Fidelma hizo una mueca.
– Si uno es capaz de establecer una distancia con la gente, se da cuenta de que la humanidad tiene muy poco de encomiable -dijo Fidelma-. El gran arte y la filosofía no provienen de la condición humana. Surgen a pesar de la condición humana.
Los tañidos de la campana de vísperas hicieron que ambos levantaran la vista simultáneamente hacia el campanario de la abadía. Colgú sonrió a su hermana pequeña y le pasó el brazo por los hombros.
– Venga, vamos a comer bien. Ya habrá tiempo luego para la melancolía. Creo que la maldad te hace ser pesimista, hermanita.
Fidelma se dejó guiar hasta el refectorio por su hermano.
– Bueno, lo contrario sería pretender que todo está bien en la vida cuando se es tan desdichado. Vale -levantó la mano para acallar la protesta contrariada de su hermano-. No voy a decir nada más. Vayamos a comer. Fue Eurípides quien dijo que, cuando uno tiene el estómago lleno, cesa la controversia.
Los hermanos, cogidos del brazo, se dirigieron hacia los grises edificios de granito de la abadía.