Cuan Dóir, el puerto de Dór, estaba a una corta cabalgada atravesando el cabo desde Ros Ailithir. De hecho, estaba a poco más de tres millas desde las puertas de la abadía. El sendero discurría a la vista del mar tormentoso, atravesando un paisaje salvaje de rocas graníticas, tojo y brezo, un paisaje desprovisto de árboles a causa de la cercanía del océano con sus dominantes vientos costaneros. Casi a mitad de camino de este sendero, cruzaron las ruinas de un antiguo círculo de piedra. Aquellos altos centinelas de granito gris permanecían como un testimonio silencioso de las creencias y prácticas de los ancestros, formando un círculo de unos treinta centímetros de diámetro y, justo un poco más allá, había una cabaña de piedra. Encajaba con gran naturalidad en aquel paisaje salvaje, azotado por los vientos, y conjuraba imágenes de tiempos pasados.
Un poco más allá, el camino descendía hacia una ensenada que parecía un puerto natural, igual que el que había en Ros Ailithir. Era una zona repleta de setos salpicados de fucsia que adornaban un escenario imponente. Había unos pocos barcos anclados en el pequeño puerto. Unas cuantas edificaciones constituían la población, pero la fortaleza de Salbach lo dominaba todo: una plaza fuerte redonda, con muros de piedra, bien situada para controlar todo lo que se aproximaba tanto por mar como por el camino hacia el puerto. Fidelma vio que, al igual que muchas de las fortalezas que conocía, sus muros, que se elevaban unos veinte pies, eran de piedra dispuestas en seco. Calculó que la fortificación circular tendría probablemente unos cien pies de diámetro, con una sola entrada, una amplia puerta con jambas inclinadas por la que sólo podía pasar un caballo y su jinete.
Unos guerreros armados holgazaneaban junto a esta puerta observando con curiosidad mal disimulada a Fidelma y a Cass, que subían cabalgando.
– ¿Está sor Grella de Ros Ailithir en el interior? -gritó Fidelma cuando se detuvieron. No se había molestado en desmontar.
– Ésta es la fortaleza de Salbach, jefe de los Corco Loígde -respondió de forma inflexible uno de los guardias de la puerta. No se molestó en cambiar de postura y siguió repanchigado contra la pared observándolos.
Fidelma decidió cambiar de táctica.
– Entonces quisiéramos ver a Salbach.
– No está aquí -respondió de forma pétrea.
– ¿Y dónde está; soldado? -preguntó Cass, avanzando para que el guerrero pudiera ver su collar de oro y lo reconociera como uno de los soldados de élite de Cashel.
El hombre no mostró haber visto el emblema. Le devolvió la mirada a Cass con insolencia.
– Se fue a caballo hace un rato. -Cuando Cass estaba a punto de replicar con violencia, el guerrero cedió y señaló con su lanza-. Probablemente esté cazando en el bosque de Dór, que está en aquella dirección.
– ¿Iba alguien con él? -preguntó Fidelma.
– A Salbach le gusta cazar solo.
Esta afirmación provocó una risita entre dientes en los otros miembros de la guardia, como si fuera una salida graciosa.
Fidelma hizo gesto a Cass de seguir y se giraron en dirección al bosque que les había indicado el guerrero.
– Si Grella no está con Salbach, ¿qué necesidad tenemos de ir en su busca? -inquirió Cass mientras se daba cuenta de su propósito.
– Quizá Salbach no caza solo -sugirió Fidelma-. Parece que esa idea hizo mucha gracia a los compañeros de nuestro taciturno amigo.
Condujeron sus caballos a paso tranquilo por el sendero que ascendía tortuoso desde la costa, atravesaron un terreno ondulado durante unas millas y luego penetraron en una zona boscosa que era, así lo percibió Fidelma, abundante en distintas especies de árboles, aunque predominaban las coniferas entremezcladas con muchos abedules y avellanos. El brezo crecía por todos lados en abundancia. Fueron siguiendo el camino principal que atravesaba el bosque.
De repente el boscaje desaparecía y dejaba paso a un río, que se abría paso tempestuoso camino abajo desde las colinas lejanas y se dirigía, describiendo una amplia curva, hacia el mar que estaba detrás de ellos. Era ancho, pero no parecía muy profundo. Fidelma estaba a punto de cruzar cuando Cass le advirtió suavemente que se detuviera.
Señaló con el dedo sin decir una palabra.
Fidelma vio a una corta distancia, en la otra orilla, una cabañita de leñador o bothán. Salía humo de la chimenea.
Al exterior, delante de la cabaña, había dos caballos. Uno estaba ricamente equipado mientras que el otro tenía un simple arnés.
Fidelma intercambió una mirada significativa con Cass.
– Atravesemos -le instruyó, y espoleó su caballo para que atravesara la rápida corriente de agua.
El sendero, de hecho, se había convertido en un vado natural y el agua no alcanzaría más de dos pies de profundidad en el punto más hondo. Hicieron avanzar con cuidado sus caballos hasta la otra orilla.
– Dejaremos nuestros caballos en este claro -dijo Fidelma señalando un lugar protegido un poco delante de ellos-. Luego nos encaminaremos a la bothán. Tengo el presentimiento de que encontraremos a Salbach y a nuestra bibliotecaria desaparecida.
Cass sacudió la cabeza perplejo, pero no dijo nada.
Fidelma decidió acercarse a la cabaña a escondidas, pues le habían sobrevenido una serie de pensamientos que le habían hecho llegar a una conclusión poco creíble, pero cuya progresión parecía encajar con los hechos recopilados hasta entonces.
Continuaron por un caminito que discurría paralelo a la orilla del río y que los condujo a un claro donde estaba la cabaña de leñador.
Se detuvieron en el límite de los árboles y Fidelma levantó la cabeza para escuchar.
Percibían el sonido de una risa de mujer proveniente del interior de la cabaña.
Fidelma sonrió con macabra satisfacción a Cass. Parecía que no se había equivocado.
Había empezado a avanzar en dirección a la cabaña cuando Cass la agarró por el brazo para detenerla.
Entonces oyó el suave trote de un caballo a medio galope.
Rápidamente retrocedió hacia el refugio que le ofrecían los arbustos y se agazapó junto a Cass.
Un jinete irrumpió en el claro que había ante la cabaña del leñador procedente de la dirección de lo que debía haber sido un sendero que atravesaba el bosque por el otro lado del claro. La figura era la de un hombre corpulento. Iba envuelto en una capa de lana, pero estaba despeinado y sucio.
– ¡Salbach! -gritó el guerrero refrenando el caballo ante la cabaña; adoptó una posición de descanso y se inclinó ligeramente hacia adelante sobre la perilla.
Pasaron unos momentos antes de que apareciera Salbach en la puerta de la cabaña poniéndose la camisa.
– ¿Qué hay? -gritó.
Salbach llevaba sobre el brazo una capa ribeteada de piel y se la echó sobre los hombros.
– La vista tendrá lugar en Ros Ailithir dentro de unos días. Y el barc de Ross está anclado en la ensenada. Deben de haber regresado.
Fidelma vio que Cass la miraba con ojos asombrados. Ella hizo una mueca y volvió a observar a los hombres.
– ¿Ella lo sabe? -preguntó Salbach.
– Lo dudo. No había nada que averiguar en Sceilig Mhichil.
– Bueno, yo creo que sé dónde pueden estar ocultos -decía Salbach.
– Esto complacerá al bó-aire -gruñó el guerrero.
Salbach iba caminando hacia su caballo y se subió con facilidad a la silla. Ni siquiera echó una mirada atrás a la cabaña.
– Os acompañaré a Cuan Dóir y de camino os daré mis instrucciones para Intat.
Fidelma vio que Cass aspiraba con fuerza.
Los dos jinetes, Salbach y el soldado, descendieron hasta el río y fueron al trote siguiendo las aguas poco profundas hasta que alcanzaron el vado. Fidelma y Cass oyeron el chapoteo de los cascos al atravesarlo.
Cass apretó los labios y silbó en silencio.
– Yo pensaba que se suponía que Salbach iba a enviar guerreros para capturar a Intat y juzgarlo por el crimen cometido en Rae na Scríne -susurró.
– Obviamente, Intat es un hombre de Salbach -replicó Fidelma levantándose y sacudiéndose las hojas de la falda-. Yo tenía grandes sospechas. Venid, creo que es momento de que tengamos unas palabras con nuestra bibliotecaria desaparecida.
Atravesó el claro con paso ligero hasta la puerta de la cabaña y la empujó sin formalidades.
Sor Grella, que todavía no estaba totalmente vestida, se dio la vuelta y se los quedó mirando con cara de consternación.
Fidelma sonrió sin ganas.
– ¿Bien, sor Grella? Parece que habéis decidido abandonar la vida religiosa.
Sor Grella, boquiabierta y con cara pálida, miraba detrás de Fidelma a Cass, quien le devolvía una mirada igualmente asombrada por encima del hombro de Fidelma. Grella rompió el encanto agarrando una prenda para cubrirse.
Fidelma percibió su turbación, se giró y lanzó una mirada de reprobación a Cass.
El joven soldado, sonrojado, retrocedió y se quedó en la puerta.
– Vestios, Grella -le ordenó Fidelma-, y luego hablaremos.
– ¿Dónde está Salbach? -susurró la antigua bibliotecaria-. ¿Qué vais a hacer?
– Salbach se ha ido a caballo -contestó Fidelma-. Y la respuesta a la segunda pregunta, bueno, eso depende. Ahora apresuraos y vestios.
Fidelma vio una silla y se sentó.
Grella empezó a vestirse deprisa.
– ¿Me vais a llevar de vuelta a la abadía?
Fidelma se permitió esbozar una sonrisa cínica.
– Tenéis que responder por vuestra conducta tanto ante la ley eclesiástica como ante la civil.
– No hay pecado en mi comportamiento. Salbach planea hacerme su segunda esposa. Yo he abandonado la abadía.
– ¿Sin informar al abad? ¿No sabes que Salbach ya está casado?
– Su mujer es vieja -replicó Fidelma, como si eso lo explicara todo.
– ¿Al igual que Dacán? -preguntó Fidelma inocentemente.
Grella sacudió la cabeza sorprendida. Luego, recuperando el aplomo, se encogió de hombros.
– ¿Así que lo habéis descubierto? Sí, como lo era Dacán. Arrugado, viejo y débil, lo era. Por eso me divorcié de él.
– Desde la llegada de la fe a esta tierra, la costumbre de tomar una segunda mujer o un segundo marido, o una concubina, ha sido condenada por los obispos -comentó Fidelma-. Si Salbach os toma por segunda esposa, la iglesia os condenará igualmente.
Grella se rió sarcásticamente.
– Hace unos años, Nuada de Laigin tenía dos mujeres. La ley civil todavía da derecho a tener una segunda esposa.
– Conozco la ley, Grella. Pero vos sois religiosa y deberíais saber que las reglas de la fe son con frecuencia contrarias a las leyes civiles.
– Pero vuestro trabajo es defender las leyes civiles -espetó Grella.
Fidelma no insistió más en el asunto, pues sabía que, aunque la iglesia se oponía a la poligamia, que había estado muy extendida en tiempos pasados, tan sólo tenía un éxito limitado. Finalmente un brehon, al escribir el texto legal del Bretha Crólige, había indicado: «Hay discusión en la ley irlandesa respecto a si es más apropiado muchas uniones sexuales o una sola, pues la gente elegida por Dios vivía en pluralidad de uniones, así que resulta más fácil elogiarla que condenarla». Grella tenía razón. Pero no era la moralidad de su relación con Salbach de los Corco Loígde lo que preocupaba a Fidelma.
– ¿Habíais planeado no regresar a la abadía? ¿Por qué no os llevasteis ningún objeto personal?
Grella se mordió los labios. Acabó de vestirse y se acomodó el pelo. Se colocó delante de Fidelma con las manos en las caderas.
– No tengo que excusarme. Hay pocas cosas mías en la abadía y lo que necesite me lo puede proporcionar Salbach. En cuanto a regresar, quizás lo hubiera hecho después de convertirme en la esposa de Salbach. Nadie se hubiera atrevido a levantar ninguna acusación en mi contra. Hubiera contado con la protección de Salbach.
– Salbach tiene que responder ante las leyes tanto como vos, Grella. Tenéis que responder a ciertas preguntas, y al momento. ¿Sabíais que vuestro anterior marido, Dacán, había venido a Ros Ailithir con una misión especial?
– ¿Qué sabéis exactamente? -inquirió Grella. En lugar de reflejar ira sus ojos mostraban alarma.
– Sé que estuvisteis casada con Dacán.
– Os lo debe haber dicho Mugrón. Una casualidad estúpida, que me viera en Cuan Dóir.
– Os vio allí con sor Eisten -dijo Fidelma con calma. Grella no mordió el anzuelo.
– ¿Y qué importa eso? Ya os he hablado de mi relación con Salbach.
– ¿Por qué llevasteis a sor Eisten a la fortaleza de Salbach?
Grella frunció el ceño un momento.
– Salbach me lo pidió. Había oído que Eisten se ocupaba de un orfanato en Rae na Scríne. Quería conocer a ella y a los niños. Sabía que yo tenía cierta amistad con la joven.
– ¿Y ella se llevó a los niños allí? -Fidelma estaba anonadada.
Pero Grella sacudió la cabeza en señal de negación.
– Ella me acompañó a Cuan Dóir, pero se negó a llevar a los niños. No quería que viajaran a causa de la peste amarilla.
– ¿A Salbach le molestó que no los llevara?
Grella la miró con curiosidad.
– ¿Por qué habría de molestarse?
Fidelma se reclinó en su silla y de momento no contestó.
– ¿Sabíais que Eisten ha sido asesinada?
El rostro de Grella se puso tenso. Era evidente que conocía la noticia y, bajo la máscara de su rostro, Fidelma vio que la bibliotecaria estaba preocupada.
– Me enteré hace unos días.
– ¿No antes?
Sacudió la cabeza en señal de negación y, por algún motivo, Fidelma supo que estaba diciendo la verdad.
– Parece que os preocupa. Me habéis dicho que teníais cierta amistad. ¿Hasta qué punto?
– Desde que Eisten estudió en la biblioteca conmigo, este mismo año, hemos sido almas amigas.
¡Almas amigas! Sí, Eisten le había dicho a Fidelma que tenía un alma amiga en la abadía. ¿Para qué había pedido Eisten a Fidelma hablar con ella la última vez que se habían visto? ¿Las almas amigas pueden traicionar la confianza?
– ¿Así que compartíais secretos?
– Sabéis cuál es la función de la anamchara -espetó Grella. Por su expresión Fidelma se dio cuenta de que no era probable que hablara más de aquel asunto.
– Ya me habéis dicho que sabíais en qué estaba trabajando Dacán -dijo Fidelma, cambiando de tercio.
– Os lo dije cuando vinisteis a verme a la biblioteca.
– Pero no añadisteis el dato específico de que en realidad estaba buscando los descendientes de la casa originaria gobernante de Osraige.
Grella lanzó una mirada nerviosa a Fidelma.
– ¿Cómo sabéis eso? -preguntó.
– Leí los escritos de Dacán.
Grella se llevó una mano a la garganta.
– ¿Los… los habéis visto?
Fidelma la examinó con atención.
– Registré vuestra habitación, Grella. Fuisteis ingenua al pensar que podíais ocultar ese material. O que podíais engañarme con una mala interpretación de las varillas en ogham.
Para su sorpresa, pues creía que la mujer negaría rotundamente cualquier conocimiento de ello, Grella se encogió de hombros.
– Creí que nadie las encontraría. Estaba segura de que las había guardado perfectamente bien. Pensé en destruirlas.
– ¿No sabíais que yo las había sacado de allí hace una semana?
– Ya os he dicho que no he vuelto a la abadía desde entonces.
– ¿No? -Fidelma dejó el tema por el momento-. Bien, sabíais que Dacán estaba buscando al heredero de Illian, que afirmaba ser el aspirante legítimo al reino de Osraige.
– Eso ya lo he admitido -asintió Grella.
– ¿Y se lo dijisteis a Salbach?
La mujer se encogió de hombros con inseguridad, pero no respondió.
– El primo de Salbach es Scandlán, el actual rey de Osraige, ¿no? Así que Salbach tendría interés en asegurarse de que no se descubriera al hijo de Illian.
– Yo simplemente pensé que Salbach debía saber que alguien buscaba al descendiente de Illian -replicó Grella-. Trataba de evitar cualquier guerra futura en Osraige. Illian causó un gran derramamiento de sangre cuando intentó destronar a Scandlán.
– Entonces dijisteis a Salbach lo de Dacán. Salbach se dio cuenta de que Laigin quería reafirmar su potestad sobre Osraige y tal vez establecer un rey dependiente que obedecería más a Laigin que a Muman.
Grella se mostró indiferente.
– Si vos lo decís.
– Por lo tanto, Dacán era un peligro para la familia de Salbach en Osraige. ¿Fue por ese motivo por el que matasteis a vuestro ex marido?
Por un momento el asombro que mostró Fidelma pareció genuino.
– ¿Quién me acusa de haberlo matado? -exigió Grella.
– Las tiras con las que lo ataron eran de lino rojo y azul. ¿Tenéis alguna falda de lino roja y azul?
– Claro que no -negó Grella con poca convicción.
– Así que, si os digo que, mientras registraba vuestra habitación, descubrí tal falda, de la que se habían rasgado unas tiras que correspondían a las ataduras con las que sujetaron a Dacán antes de matarlo, ¿seguiríais negando que sois su propietaria?
Grella se ruborizó y se mostró menos segura de sí misma.
– ¿Es vuestro ese vestido? -insistió Fidelma-. Es mejor para vos que digáis la verdad si no tenéis nada que ocultar.
Grella bajó los hombros en señal de resignación.
– Ese vestido es mío, cierto, pero no me lo he puesto desde que llegué a Ros Ailithir. Había pensado en darlo a los pobres, pero… -Se quedó mirando a Fidelma a los ojos con seriedad-. Tal vez traicionara la confianza del viejo Dacán y dijera a Salbach lo que estaba haciendo, y creo que se justifica lo que hice, pero yo no lo maté. Después de todo, ¿por qué matar a Dacán? Hubiera conducido a Salbach hasta el heredero de Illian. Eso era lo que quería Salbach.
Fidelma se detuvo al percibir la lógica de su argumentación, pero luego continuó.
– ¿Y negáis que, en estos últimos días, habéis regresado a la abadía y habéis entrado en la habitación del abad para sacar algunas de las pruebas de su armario personal?
Grella se quedó mirando fijamente sin comprender.
Fidelma se dio cuenta de que la mujer estaba diciendo la verdad. Su intuición le decía que, si Grella no era culpable, sabía suficiente para revelar quién era y posiblemente, enfrentada a la acusación que se respaldaba en la prueba que tenía Fidelma, confesaría.
– ¿Sabíais que había un bolsa con pruebas que dejé en el armario del abad? -insistió Fidelma con desesperación.
– Seguro que no -respondió Grella-. ¿Cómo iba a hacerlo si no sabía que habíais sacado nada de mi habitación? Ya os he dicho que no he vuelto a la abadía desde hace una semana.
– Elegisteis un mal momento para iros de la abadía. Resulta sospechoso. ¿No os parece?
– Me sugirió Salbach que viniera con él aquella noche. Llevo demasiado tiempo ocultando mi afecto por Salbach. Ya era hora de que nuestro amor saliera a la luz del día.
– Perdonadme si me repito: la elección del momento es una gran coincidencia.
– Yo no asesiné a Dacán -replicó Grella con firmeza.
Fidelma contuvo un suspiro.
– Decidme entonces, ¿por qué ocultasteis los papeles de Dacán?
– Eso es simple. No quería que nadie más supiera en lo que estaba trabajando Dacán. Era mejor que Laigin no encontrara al hijo de Illian. Si no lo encontraban, no podrían usar al heredero de Illian para derrocar al primo de Salbach.
– ¿Y Salbach os agradecería esta información?
– Yo amo a Salbach.
– ¿Así que todo lo que hicisteis fue por… amor… a Salbach?
Los ojos de sor Grella eran dos indignadas llamaradas de fuego.
– Bueno -dijo Fidelma levantándose-, ahora está haciendo eso mismo: exige Osraige como precio de honor por el asesinato de Dacán. Parece que esa misma guerra que afirmáis que queríais evitar va a tener lugar.
Grella también se levantó.
– Permitidme que os suplique como mujer, Fidelma. Me casé con Dacán cuando tenía quince años. Fue un matrimonio concertado según esta nueva costumbre de la fe, donde no tuve ni voz ni voto. Estuve tres años con ese anciano. No podía engendrar hijos y, basándome en ese motivo, pedí el divorcio. Para no avergonzarse en una vista ante el brehon, en la que se discutiría tal asunto, Dacán me otorgó el divorcio sin discusión. Me enseñó muchas cosas, y por ello le estoy agradecida. Me enseñó lo suficiente para poder ir a un colegio eclesiástico, el colegio de Cealla, estudiar y conseguir mi titulación. Lo extraño es que, en cierta manera, apreciaba a ese anciano, a pesar de lo antipático que era, como si hubiera sido mi padre. Yo no lo maté, Fidelma de Kildare. Soy culpable de varias cosas, pero yo no lo maté.
– Sor Grella, algo dentro de mí hace que quiera creeros. Sin embargo, la prueba va en contra vuestra. La prueba de los escritos ocultos. Las tiras con las que lo ataron. Vuestra repentina desaparición de la abadía después de que no me explicarais la verdad sobre vuestro matrimonio con Dacán y otras cosas. -Fidelma apretó los labios pensativa-. Sabíais que Dacán buscaba al heredero de Illian. La noche anterior a su muerte, escribió a su hermano que había descubierto dónde se escondía el heredero de Illian. Las pruebas sugieren que lo matasteis para evitar que encontrara al heredero de Illian y satisfacer a vuestro amante, Salbach.
– ¡No! Eso no es cierto. ¡No podéis sostener que soy culpable de ese acto!
– ¿No? Tal vez no. Parece que tendrá que ser la asamblea del Rey Supremo la que decida.
– Sin embargo, en el fondo, Fidelma, sabéis que no es cierto.
– Me ha nombrado el rey de Cashel. Tan sólo puedo cumplir con mi deber. Tengo que prevenir una guerra. ¡Cass!
El joven soldado entró en la cabaña. Miró al rostro pálido y preocupado de Grella y luego a la expresión severa que mostraba Fidelma.
– Cass, sor Grella regresará con nosotros a Ros Ailithir como prisionera.
– ¿Así que ha confesado? -Cass mostró gran alivio en su rostro.
Grella siseó furiosa.
– ¿Confesar algo que no he hecho? Llevadme presa a la abadía. Salbach me liberará, ¡un día u otro!
– No contéis con ello -sonrió Cass.
Regresaron juntos a Ros Ailithir. Fidelma iba a la cabeza mientras que Cass cabalgaba vigilando de cerca a sor Grella. Fidelma estuvo callada durante un rato, absorta en sus pensamientos. Algo le molestaba. Si sor Grella decía la verdad, ella no estaba más cerca que antes del asesino de Dacán. Ni siquiera había probado la relación entre Salbach e Intat. Aunque Grella hubiera matado a Dacán y hubiera traicionado a su alma amiga, Eisten, ¿también la hubiera asesinado? ¿Y dónde estaban los hijos de Illian? ¿Por qué estaba tan seguro Dacán de que había un heredero en la edad de elegir? ¿Dónde estaban estos chicos llamados «Primus» y «Víctor»…? «Víctor» y «Primus»… «Primus»…