Capítulo XVIII

Fidelma estaba sentada en el baluarte, junto al adarve que rodeaba la parte exterior de la muralla de la abadía y contemplaba la ensenada de abajo. La cala tranquila se había convertido de repente en un bosque de mástiles y palos que se alzaban desde incontables naves. Los barcos de guerra y las barca costaneras se habían congregado al abrigo del puerto, como un banco de peces en un lugar de desove; llevaban a los dignatarios procedentes de los dominios reales del Rey Supremo de Meath, así como los del propio Laigin. Los analistas, que tomarían nota del proceso, también habían llegado con el gran brehon. Un barco engalanado había traído a Ultan, arzobispo de Armagh, jefe apostólico de la fe en los cinco reinos y a sus consejeros.

Tan sólo los representantes de Muman habían llegado por tierra y a caballo. Y eso había sido una suerte para Fidelma. A lo largo de su vida, Fidelma había visto muchas muertes violentas y se había visto involucrada en muchas de ellas. Ciertamente, la muerte parecía una compañera constante de su profesión. No en uno, la muerte tenía mucho que ver con quien vivía cerca de la naturaleza y estaba acostumbrada a las realidades de la vida. Era tan natural morir como nacer y todavía muchos seguían temiendo la muerte. Incluso ese miedo era natural, admitía Fidelma, pues los niños a menudo tienen miedo de penetrar en la oscuridad y la muerte era una oscuridad desconocida. A pesar de sus reflexiones, éstas no aliviaban la profunda tristeza que sentía por la muerte de Cass. Tenía mucho que vivir, mucho que aprender. Ella se sentía terriblemente culpable, porque la causa de la muerte del soldado había sido su tozudez. Si ella hubiera escuchado su advertencia y no se hubiera precipitado hacia la guarida de Salbach, Cass todavía estaría vivo.

Lamentaba haber sido tan dura con él al discutir y deploraba su pecado de vanidad al hacer gala de su superioridad intelectual. Sin embargo, incluso ahora, una vocecita en lo profundo de su mente se preguntaba si estaba triste por Cass o triste por su propia moralidad. Se sentía incómoda con esa vocecita insistente. Recordaba un verso de una lección de griego, una línea de Bacchylides: «La más dura de las muertes para un mortal es la muerte que ve ante sí».

Intentó no pensar demasiado en la tristeza que sentía y se concentró en el asunto inmediato que tenía entre manos, buscando consuelo en un axioma de su mentor, el viejo brehon Morann de Tara: «El que es recordado no está muerto, pues, para estar verdaderamente muerto, se ha de haber caído totalmente en el olvido».

El sol se iba ocultando por entre las lejanas montañas del oeste, y al día siguiente, a tercias, la campana emplazaría a los interesados en la iglesia de la abadía, donde la corte del Rey Supremo se reuniría para oír las demandas de Laigin en lo concerniente a la muerte de Dacán.

– ¿Sor Fidelma? -levantó la cabeza y vio a la joven sor Necht de pie a escasa distancia, observándola con cara solemne-. No quiero molestaros.

Fidelma señaló la muralla que tenía al lado.

– Sentaos. No me molestáis. ¿Qué puedo hacer por vos?

– Primero quería deciros que siento la muerte de vuestro compañero, Cass -dijo la novicia mientras se sentaba torpemente, con la voz embargada por la emoción-. Era un buen hombre. A mí me hubiera gustado ser un guerrero como él.

Fidelma no pudo evitar esbozar una sonrisa divertida al oír aquello.

– ¿No parece una vana ambición para una joven novicia?

La muchacha se ruborizó intensamente.

– Quería decir…

– No importa -la tranquilizó Fidelma-. Perdonadme este humor de mal gusto. Es una defensa contra mi propia tristeza. ¿Decíais que había algo más?

La joven dudó y asintió con la cabeza.

– He venido a traeros una noticia. Los guerreros de vuestro hermano han capturado a Salbach y lo han traído a Ros Ailithir.

– Eso es sin duda una buena noticia -confirmó Fidelma con satisfacción.

– Al parecer, lo encontraron con su primo en una cita secreta.

– ¿Su primo? ¿Os referís a Scandlán, el rey de Osraige?

Sor Necht asintió con énfasis.

– ¿Han traído aquí también a Scandlán?

– Vino por decisión propia, gritando que era un ultraje que su primo fuera tratado así.

– ¿Salbach ha admitido que Intat actuaba bajo sus órdenes?

– Eso no lo sé, hermana. El abad Brocc me dijo que os buscara y os diera la noticia. Creo que Salbach se niega a responder a cualquier pregunta. Pero Brocc pregunta si queréis intentar interrogar a Salbach antes de la vista de mañana.

Fidelma se puso en pie inmediatamente.

– Claro que sí. ¿Dónde están ahora Brocc y mi hermano Colgú?

– Están en las estancias del abad -contestó sor Necht.

– Entonces voy para allí.

– Yo espero con ansia la asamblea de mañana -dijo sonriendo Necht-. Buenas noches, hermana.

Se giró y echó a correr. Durante un momento, Fidelma se quedó mirando al porte desgarbado de Necht mientras se perdía en la oscuridad de los pasillos de la abadía. Algunos pensamientos se le removieron, una confusión de ideas que no podía desarrollar. Fidelma se encogió de hombros y se encaminó hacia las habitaciones de Brocc.

Fidelma llamó a la puerta y, cuando Brocc contestó, entró. Su hermano estaba sentado donde normalmente lo hacía Brocc. Colgú sonrió cuando entró su hermana. Ambos compartían una jarra de vino.

– ¿Os ha encontrado sor Necht, prima? -preguntó innecesariamente el abad.

Fidelma inclinó la cabeza en señal de afirmación.

– Me ha dicho que tenéis a Salbach en una celda -contestó-. Eso está bien.

– Pero también tenemos que soportar a su primo de Osraige, que clama al cielo que se haya difamado de forma tan escandalosa su inocencia. -Colgú hizo una mueca irónica-. Sin embargo, no hay duda del papel que ha tenido Salbach en los atroces crímenes de Rae na Scríne y del hogar de Molua. A los dos compañeros de Intat, los convencieron rápidamente y descargaron la responsabilidad de sus actos en otros.

Fidelma arqueó las cejas expectante. Su hermano asintió con la cabeza como confirmando la pregunta que se hacía ella.

– Admitieron que Intat les había pagado para hacer lo que hicieron y, es más, juraron que fueron testigos de que Intat recibía las instrucciones de Salbach.

– Así es -añadió Brocc con satisfacción-. Pero negaron cualquier culpabilidad o conocimiento de los asesinatos de Dacán o Eisten. Mi scriptor ya ha puesto por escrito sus declaraciones para que las leáis y los retendremos en la abadía listos para testificar ante la asamblea mañana.

Fidelma sonrió aliviada y cogió las tablillas de cera que Brocc le tendía y les echó una mirada rápida.

– Hemos hecho grandes progresos hacia una solución. ¿Me pregunto si Salbach admitirá la verdad si le presento esta prueba?

– Vale la pena probarlo -admitió Colgú.

– Entonces voy a ir a interrogarlo en seguida.

Colgú se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– Entonces preferiría ir contigo -sonrió irónicamente a su joven hermana-. Necesitas que alguien te vigile.

Salbach estaba desafiante en su celda cuando entró sor Fidelma. Ni siquiera se molestó en saludar a Colgú, que entró con ella y se quedó justo pasada la puerta.

– Ah, ya me imaginaba que vendríais, Fidelma de Kildare -dijo con voz fría y sarcástica.

– Me alegro de haber satisfecho vuestras expectativas, Salbach -replicó Fidelma con la misma solemnidad-. La asamblea del Rey Supremo se reúne mañana.

Fidelma tomó asiento en la única silla de madera que había en la celda. Salbach frunció el ceño, titubeante ante su comportamiento seguro, pero continuó de pie, con los pies separados y los brazos cruzados delante. No dijo nada cuando Fidelma se permitió levantar los ojos y echar una mirada sobre él. Sentía repugnancia por aquel hombre que podía ordenar la muerte de niños sin el menor escrúpulo.

– Grella tiene que estar locamente enamorada de vos, Salbach, para no ver lo que hay detrás de la máscara que os ponéis para ella -dijo finalmente Fidelma.

La expresión de Salbach cambió momentáneamente y reflejó confusión, pero pronto se vio reemplazada por ira y aversión y le devolvió una mirada escrutadora.

– ¿Estáis segura de que llevo una máscara para ella? ¿Estáis segura de que tan sólo está ofuscada con la idea del amor o podéis admitir, en vuestro corazón, que ella pueda estar enamorada de mí y yo de ella?

Fidelma hizo una mueca de desagrado.

– ¿Amor? Cuesta entender esa emoción en vuestro corazón. No, yo veo ante mí el sufrimiento de los pequeños. No hay lugar para una emoción como el amor en el corazón de una persona que puede ordenar tal sufrimiento.

Sin embargo, Fidelma veía algo de perversidad en la situación. Quizá, Salbach, después de todo, sentía un encaprichamiento parecido al amor por la atractiva bibliotecaria de Ros Ailithir.

– ¿Me vais a responsabilizar de los actos de Intat? -preguntó Salbach con acritud.

– Sí. También deberíais saber que, si pagáis a unos hombres, su lealtad no se debe a un jefe, sino al dinero. Los mismos hombres de Intat han testificado que sois el jefe.

Salbach se quedó petrificado.

– ¿Y si digo que mienten?

– Entonces tenéis que probarlo ante la asamblea. Eso puede resultar difícil. Por lo que a mí respecta, sé que esos hombres no mienten, igual que vos sabéis que dicen la verdad.

Salbach sonrió con amargura.

– Entonces dejaremos que decida la asamblea del Rey Supremo. Será mi palabra como jefe de los Corco Loígde. Mi palabra y mi honor. Y ahora he de guardar silencio. No vamos a hablar más.

Fidelma se levantó y lanzó una mirada rápida a su hermano. Se dio cuenta de que sus ojos mostraban decepción.

– No esperaba menos, Salbach. Nos veremos en el tribunal cuando se reúna mañana. Pero, antes de que lo hagamos, pensad bien en el asunto, pues estáis condenado por los hombres a los que pagasteis. Dejadme que os diga unas palabras de Sócrates: «Las palabras falsas no son malas en sí mismas, pero infectan el alma con maldad». ¿Cuán infectada está vuestra alma, Salbach?

Fuera, Colgú dio rienda suelta a su frustración.

– No admite nada. ¿Si no lo hace, qué? Aunque pruebes su culpabilidad, Laigin seguirá considerando que Cashel es responsable.

– Espero tener la última pieza del rompecabezas colocada en su sitio en el momento de la asamblea -replicó Fidelma-. Mientras tanto, tengo que descansar un poco. Mañana será un día largo y tengo mucho en qué pensar.

Fue bastante después de la hora completa cuando Fidelma se despertó, todavía totalmente vestida y estirada en su cama bajo la oscuridad de su habitación, donde se había quedado dormida. Se despertó con una idea muy clara en la cabeza; se refería a la tarea incompleta que le iba azuzando la mente durante varios días. Se levantó y abandonó el hostal en silencio.

Fidelma entró en la iglesia de la abadía, que estaba totalmente a oscuras. Habían apagado todas las luces después del último servicio del día. Decidió no encender una lámpara y se movió con cautela por entre las sombras; la suave luz de la luna atravesaba las altas ventanas para iluminar su camino. Fue avanzando con cautela hacia el altar mayor. Al dar la vuelta a éste, se quedó mirando en la penumbra la losa de la tumba de san Fachtna.

Estaba segura de que ésta era la clave para la última pieza del misterio que le azuzaba la mente.

Llevaba varios minutos observando cuando se dio cuenta de que había algo raro. La losa estaba ligeramente torcida, hacía un poco de ángulo con la parte posterior del altar. Ella recordaba perfectamente que la losa debía estar paralela al altar.

Se puso de rodillas y empujó un poco.

Con gran sorpresa por su parte, la losa se movió fácilmente, como por un tobogán. Se detuvo cuando empezó a rechinar en la oscuridad y, con cautela, echó una mirada a su alrededor. No veía nada en el interior sombrío de la gran iglesia.

Se dirigió hacia el altar y cogió una de las largas velas de sebo, diciendo una breve oración de contricción por haberla quitado de la santa mesa del Señor. Luego regresó hacia la losa, encendió la vela y la colocó en el suelo. Se puso otra vez de rodillas y empezó a empujar la losa. Se volvió a mover y luego se detuvo como si hubiera encontrado un obstáculo.

Hizo una pausa un momento, sintiendo frustración, pero entonces se dio cuenta de que debía haber un mecanismo oculto. Se fue hasta el otro lado de la losa y empezó a empujarla como para cerrarla.

Entonces fue cuando se le apareció el mecanismo, pues vio, por el rabillo del ojo, que la pequeña estatua del querubín, que estaba a la cabeza de la losa, se movía sobre su peana.

Reprimiendo una exclamación, Fidelma se dirigió con rapidez hacia la figurita, la agarró y empezó a girarla en dirección contraria.

Era una palanca, un sistema inteligente de movimiento, pues, cuanto más lo hacía girar, más notaba que éste tiraba de algún mecanismo que, a su vez, empujaba la losa hacia un lado y la sacaba de la entrada de la tumba que había abajo. La vacilante luz de su vela dejó ver unas escaleras.

Levantando bien la vela, empezó a descender las escaleras hacia el interior de la tumba.

Conducían a una cripta, húmeda y fría.

No estaba a más de veinte pies por debajo del suelo de la iglesia. Era una sola cámara, por lo que dejaba ver la luz de la vela. Tenía unos treinta pies de largo y quince de ancho. Estaba construida casi como una réplica a pequeña escala de la gran iglesia de arriba, con una plataforma de piedra elevada en un extremo, como el altar mayor. Sin embargo, tal como percibió Fidelma, no era un altar, sino un sarcófago de piedra con una losa. Sobre ésta estaban grabadas unas palabras en ogham y en escritura latina, tanto en irlandés como en latín. Decía que Fachtna, hijo de Mongaig, descansaba allí.

Fidelma vio que había unos receptáculos para las velas en el sepulcro y, movida por la curiosidad, fue a examinarlos. La grasa no estaba fría. Las velas se habían usado recientemente.

De repente se dio cuenta de que en un rincón había un montón de ropas. Fue a examinarlas y encontró también un bulto de mantas, como si alguien estuviera durmiendo en la bóveda. También había una jarra de agua y un cuenco con fruta. En una de las camas, halló una vitela.

En un momento encontró los objetos extraídos de su marsupium: el borrador de la carta de Dacán a su hermano, la varilla quemada en ogham y otros objetos de la biblioteca relacionados con la familia de Illian. Parecía que los hubieran desechado.

Sonrió con gravedad.

Por fin las piezas se juntaba; todos los pequeños detalles informativos empezaban a encajar y formar un dibujo. Era una lástima que Cass no estuviera allí para entender que se recogían todos los fragmentos y se unían hasta que surgiera el dibujo.

Oyó un ruido arriba y se sobresaltó.

Había alguien en el altar mayor, arriba, en la iglesia. Estaban junto a la tumba abierta.

Se dio cuenta de que no podía volver por el mismo camino a la iglesia si no quería ser descubierta. Quienquiera que fuera, empezaba a bajar las escaleras hacia el interior de la tumba. Se dirigió con rapidez hacia el sarcófago, intentando ocultarse.

Oía voces por encima.

– Mira esto -oyó decir a una voz familiar-. Creí haberte dicho que cerraras la losa cuando salimos.

Una voz más joven, que ella reconoció como la de Cétach, respondió:

– Creía que lo había hecho, hermano. Estaba seguro de que no lo había dejado tan abierto.

– No importa. Baja. Vendré a dejarte salir a la hora de siempre. Pero mañana estate absolutamente callado, pues el tribunal se reunirá encima de ti. Ni un ruido. Recuerda que casi lo echas todo a perder durante el servicio de la semana pasada. Un grito y encontrarán el camino hasta aquí abajo. Y, si es así, todos lo lamentaremos.

Otra voz de niño empezó a lloriquear protestando.

La voz de Cétach lo amonestó; seguro que era Cosrach.

– No será por mucho tiempo -oyó Fidelma que decía la primera voz, con tono más convincente-. Padre y yo te podremos sacar de aquí mañana o así.

– ¿Vendrá padre con nosotros? -preguntó la voz de Cétach.

– Sí, pronto estaremos todos en casa, en Osraige.

Fidelma se escondió tras el sarcófago al oír unos pasos suaves que bajaban a la cripta. No tenía sentido enfrentarse a los hijos de Illian en aquel momento. Quedaban algunos cabos sueltos para que el misterio estuviera totalmente resuelto.

Detrás del sarcófago, le sorprendió ver una abertura oscura y penetró en aquella oscuridad. Era un pasadizo que giraba y se retorcía varias veces hasta llegar a un tramo de escaleras de piedra. Llevaban arriba.

La curiosidad hizo que las subiera hasta su fin, a unos cuatro pies de un techo de roca. Por un momento pensó que había llegado a un lugar sin salida, pero percibió una pequeña apertura, de dos pies de ancho y otros tres de alto. Una débil luz vacilante entraba a través de ella. Esta vez sí encendió su vela y vio la pálida luz de la luna. Se escabulló con cuidado por la apertura.

Se quedó sin respiración por la sorpresa nada más observar lo que había al otro lado.

Estaba asomada al interior de un pozo circular que a unos diez pies se abría al cielo. Giró la cabeza y cerca vio, bajo la luz tenebrosa, unos escalones de hierro junto a la apertura, lo bastante cerca para que pudiera alcanzarlos y subirse a ellos. En unos minutos fue trepando a gatas por el borde del pozo hasta el fragante jardín iluminado por la luna, en la parte posterior de la iglesia de la abadía.

Se sentó un momento en el borde del muro de piedra circular del pozo, sonriendo con verdadera satisfacción.

Ahora ya tenía todas las piezas principales. Era cuestión de clasificarlas y encajarlas en su sitio.

Tenía tiempo suficiente para revelar la enmarañada madeja en la asamblea de la mañana.

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