Lo han invitado a la fiesta de Fin de Año en cuatro sitios distintos de Manhattan: el East Side y el West Side, el norte y el centro de la ciudad, pero después del funeral, el almuerzo con Renzo y las dos horas pasadas en casa de Marty y Nina, no tiene ganas de ver a nadie. Vuelve a su piso de la calle Downing, incapaz de dejar de pensar en Suki, sin poder liberarse de la historia que le ha contado Renzo sobre el actor muerto en el barco a la deriva. ¿Cuántos cadáveres ha visto en la vida?, se pregunta. No los muertos que yacen embalsamados en sus ataúdes abiertos, las figuras de museo de cera desprovistas de sangre que ya no parecen haber sido humanos, sino verdaderos cadáveres, muertos vivos, por así decir, antes de que los haya tocado el escalpelo del director de la funeraria. Su padre, hace treinta años. Bobby, hace doce. Su madre, cinco años atrás. Tres. Sólo tres en más de sesenta años.
Va a la cocina y se sirve un whisky escocés. Ya se ha trasegado un par de ellos en casa de Marty y Nina, pero no se siente en absoluto tambaleante ni mareado, tiene la cabeza despejada, y después del copioso almuerzo ingerido en el delicatessen, que aún siente como una piedra en el estómago, tampoco tiene ganas de cenar. Decide acabar el año poniéndose al día con los manuscritos que debía haber leído en Inglaterra, pero comprende que eso sólo sería una argucia, un truco para dirigirse al confortable sillón de la sala de estar y, una vez sentado en esa butaca, no volver a la novela de Samantha Jewett, que ya ha decidido no publicar.
Son las siete y media, faltan cuatro horas y media para que empiece otro año, el cansino ritual de petardos y matracas, las ráfagas de embriagadas voces que resonarán a medianoche por el barrio, siempre el mismo estallido en esta noche particular, pero aún está lejos de eso, solo con su whisky y sus pensamientos, y si puede ahondar lo bastante en ellos ni siquiera oirá las voces ni el clamor cuando llegue el momento. En mayo pasado hizo cinco años de la llamada de la asistenta de su madre, que acababa de entrar en el apartamento con su llave. Él estaba en la oficina, según recuerda, un martes por la mañana alrededor de las diez, hablando con Jill Hertzberg sobre el último manuscrito de Renzo y de si utilizaban una ilustración para la portada o sólo un diseño gráfico. ¿Por qué recordar un detalle así? Por ningún motivo, ninguna razón que se le ocurra, salvo que la razón y la memoria casi siempre están enfrentadas, y luego estaba en un taxi cruzando Broadway hacia la calle Ochenta y cuatro Oeste, tratando de no pensar en el hecho de que su madre, que el sábado había estado bromeando con él por teléfono, ya estaba muerta.
El cadáver. En eso es en lo que piensa ahora, el cadáver de su madre tendido en la cama hace cinco años, y el terror que sintió al bajar la vista y mirarla a la cara, la piel entre grisácea y azulada, los ojos medio abiertos o medio cerrados, la aterradora inmovilidad de lo que una vez había sido una persona viva. Así yacía desde más o menos cuarenta y ocho horas antes de que la descubriera la asistenta. Aún vestida con su camisón, su madre estaba leyendo la edición dominical del New York Times cuando murió, sin duda de un súbito y catastrófico ataque al corazón. Una pierna desnuda le colgaba fuera de la cama, y se preguntó si habría intentado levantarse cuando le empezó el ataque (¿a buscar una pastilla, a pedir ayuda?), y si había sido así, teniendo en cuenta que sólo se había movido unos centímetros, tuvo la impresión de que la muerte le había sobrevenido en cuestión de segundos.
La miró un breve instante, después durante unos momentos, y luego dio media vuelta y se dirigió al salón. Era demasiado para él, verla en aquel estado de paralizada vulnerabilidad era más de lo que podía soportar. No recuerda si volvió a mirarla cuando llegó la policía, si fue necesario hacer una identificación formal del cadáver o no, pero está seguro de que cuando llegaron los enfermeros a llevarse el cuerpo en una bolsa de caucho negra, no pudo mirar. Permaneció en el salón con la vista fija en la alfombra, observando las nubes por la ventana, escuchando su propia respiración. Simplemente era demasiado para él y fue incapaz de volver a mirar.
La revelación de aquella mañana, el contundente, indiscutible y elemental conocimiento que finalmente llegó a su conciencia cuando los enfermeros la sacaban en camilla del apartamento, la idea que ha continuado persiguiéndolo desde entonces: no puede haber recuerdos del seno materno, ni para él ni para nadie, pero acepta como un artículo de fe, o se esfuerza en comprender mediante un salto de la imaginación, que su propia vida como ser sensible empezó como parte de aquel cuerpo ahora muerto que sacaban por la puerta, que su vida había empezado dentro de ella.
Era una hija de la guerra, igual que la madre de Renzo, como la de todos, ya hubieran sus padres combatido o no en la guerra, ya tuvieran sus madres quince, dieciséis o veintidós años cuando estalló la contienda. Una generación extrañamente optimista, piensa ahora, dura, responsable, trabajadora y un tanto estúpida también, quizá, pero todos se tragaron el mito de la grandeza americana y vivieron con menos deudas que sus hijos, los jóvenes de Vietnam, los airados hijos de la posguerra que vieron cómo su país se convertía en un monstruo enfermo y destructor. Con agallas. Ése es el calificativo que le viene a la cabeza cuando piensa en su madre. Con agallas y sin pelos en la lengua, tenaz y cariñosa, imposible. Volvió a casarse dos veces después de la muerte de su padre en el 78, perdió a sus nuevos maridos por culpa del cáncer, uno en el 92, el otro en 2003, e incluso entonces, en el último año de su vida, a la edad de setenta y nueve, ochenta años, aún esperaba cazar a otro marido. Yo nací casada, le dijo una vez. Se había convertido en la Mujer de Bath, y por adecuado que ese papel pudiera haber sido para ella, hacer de hijo de la Mujer de Bath no había sido enteramente agradable. Sus hermanas habían compartido esa carga con él, desde luego, pero Cathy vive en Millburn, Nueva Jersey, y Ann está en Scarsdale, demasiado lejos, en la periferia de los barrios bajos, y como él era el mayor y por otra parte su madre confiaba más en los hombres que en las mujeres, era a él a quien acudía con sus problemas, que jamás clasificaba como tales (todas las palabras negativas habían sido expurgadas de su vocabulario), sino que denominaba «cositas», como en: Tengo que hablar contigo de una cosita. Ceguera deliberada es como lo llamaba él, una insistencia contumaz en buscar siempre victorias morales, el mal que por bien no venga, una actitud de después de la tempestad viene la calma frente a las circunstancias más desgarradoras -enterrar a tres maridos, la desaparición de su nieto, la muerte accidental del hijastro de su hijo-, pero ése era el mundo de donde procedía, un universo ético hecho con retazos de los manidos criterios morales de las películas de Hollywood: valor, agallas y nunca digas me muero. Admirable en cierto modo, sí, pero también desesperante, y con el paso de los años llegó a comprender que casi todo eso era artificial, que en el interior de su espíritu presuntamente indomable también había miedo y pánico y una tristeza agobiante. ¿Quién podía reprochárselo? Tras sobrevivir a las diversas enfermedades de sus tres maridos, ¿cómo no convertirse en la mayor hipocondríaca del orbe? Si sabes por experiencia que todos los cuerpos deben traicionar y traicionarán a la persona a que corresponden, ¿por qué no vas a pensar que un retortijón de estómago es el preludio de un cáncer, que un dolor de cabeza significa tumor cerebral, que una palabra o un nombre olvidados son augurio de demencia senil? Pasó sus últimos años yendo al médico, a docenas de especialistas de esta afección o aquel síndrome, y es cierto que tenía problemas de corazón (dos angioplastias), pero nadie pensaba que corriera verdadero peligro. Él se figuraba que seguiría quejándose de sus enfermedades imaginarias hasta los noventa años, que le sobreviviría a él, que los enterraría a todos, y entonces, de repente, menos de veinticuatro horas después de que estuviera contándole chistes por teléfono, había muerto. Y una vez aceptado el hecho de su muerte, lo que más le asustaba es que sentía alivio, o al menos que se sintió en parte aliviado, y se odia a sí mismo por ser lo bastante insensible para reconocerlo, pero sabe que tiene suerte por haberse librado de la amargura de verla pasar por una larga vejez. Dejó el mundo en el momento justo. No padeció un sufrimiento prolongado, no cayó en la decrepitud ni la senilidad, no tuvo caderas rotas ni pañales de adulto, ni lanzó al espacio miradas vacías. Una luz que se enciende, que se apaga. La echa de menos, pero puede vivir con el hecho de que está muerta.
Siente más la ausencia de su padre. Está lo bastante endurecido como para admitir eso, también, pero su padre ya lleva treinta años muerto y él se ha pasado media vida caminando junto a ese fantasma. Sesenta y tres, sólo un año más de los que él tiene ahora, en buena forma física, aún jugaba al tenis cuatro veces por semana, todavía lo bastante fuerte para dar una paliza a su hijo de treinta y dos años en tres sets de juego individual, probablemente lo suficiente para echar un pulso y ganarle, riguroso no fumador, su consumo de alcohol cercano a nulo, nunca enfermo de nada, ni siquiera resfriados ni gripe, un tipo de hombros anchos y uno noventa de estatura, sin grasa, ni tripa ni cargado de espaldas, que parecía diez años más joven de su edad, y entonces por un problema sin importancia, un acceso de bursitis en el codo izquierdo, el proverbial codo de tenista, sumamente doloroso, sí, pero nada grave, va al médico por primera vez en muchísimos años, un matasanos que le receta comprimidos de cortisona en vez de algún analgésico suave, y su padre, no acostumbrado a tomar pastillas, llevaba la cortisona en el bolsillo como si fuera un frasco de aspirinas y se tragaba una cada vez que el codo se hacía notar, forzando así el funcionamiento de su corazón, ejerciendo una presión indebida en su sistema cardiovascular sin saberlo siquiera, y una noche, cuando estaba haciendo el amor con su mujer (pensamiento que consuela: saber que sus padres seguían activos en el terreno sexual a esas alturas de su matrimonio), durante la noche del 26 de noviembre de 1978, mientras Alvin Heller se acercaba al orgasmo en brazos de su mujer, Constance, más conocida como Connie, le falló el corazón, se le reventó, le estalló en el pecho y ahí se acabó todo.
Nunca tuvieron esos conflictos que tan a menudo veía él en las familias de sus amigos, chicos abofeteados por sus padres, que les gritaban, padres agresivos que tiraban a la piscina a sus aterrorizados hijos de seis años, padres desdeñosos que se burlaban de sus hijos adolescentes por gustarles una música discordante, por llevar ropa inapropiada, que los miraban de mala manera, padres veteranos de guerra que pegaban a sus hijos de veinte años por resistirse al reclutamiento, padres débiles que temían a sus hijos ya crecidos, padres desconectados que no podían recordar los nombres de los hijos de sus hijos. De principio a fin, nunca se habían producido antagonismos ni dramas parecidos, sólo algunas bruscas diferencias de opinión, leves castigos impuestos de forma mecánica por pequeñas infracciones a las normas, alguna palabra severa cuando no se portaba bien con sus hermanas o se olvidaba del cumpleaños de su madre, pero nada de importancia, nada de bofetadas, ni gritos ni coléricos insultos, y a diferencia de la mayoría de sus amigos, jamás se sintió avergonzado de su padre ni se volvió contra él. Al mismo tiempo, sería erróneo suponer que estaban especialmente unidos. Su padre no era de esos progenitores sentimentales que buscaban compadreo y pensaban que su hijo debería ser su mejor amigo, era simplemente un hombre que se sentía responsable de su mujer y sus hijos, una persona tranquila, ecuánime, con talento para ganar dinero, habilidad que el hijo no llegó a apreciar hasta los últimos años de su vida, cuando se convirtió en el principal patrocinador y socio fundador de Heller Books, pero aunque no estuvieran unidos en el sentido en que lo están algunos padres con sus hijos, aunque de lo único que hablaran alguna vez con verdadera pasión fuera de deportes, él sabía que su padre lo respetaba, y ser objeto de esa ininterrumpida consideración desde el principio hasta el final era más importante que cualquier abierta manifestación de cariño.
Cuando era pequeño, a los cinco o seis años, se sentía decepcionado porque, a diferencia de los padres de la mayoría de sus amigos, el suyo no había combatido en la guerra, y mientras ellos habían estado en lejanas partes del mundo matando japoneses y nazis y convirtiéndose en héroes, su padre se había quedado en Nueva York, inmerso en los intrascendentes detalles de su empresa inmobiliaria, comprando edificios, administrando, restaurando inmuebles sin parar, y no lograba entender por qué a su padre, que parecía tan fuerte y sano, lo habían rechazado en el ejército cuando quiso alistarse. Pero en ese momento era aún muy joven para conocer la grave lesión que tenía en el ojo, para saber que estaba legalmente tuerto del ojo izquierdo desde los diecisiete años, y como su padre había dominado el arte de vivir con esa desventaja hasta el punto de equilibrarla por completo, no comprendía que una persona tan dinámica como él fuese un discapacitado. Más adelante, cuando tenía ocho o nueve años y su madre le contó finalmente la historia de la lesión (su padre nunca le habló de ella), comprendió que no era muy diferente de una herida de guerra, que una parte de su vida quedó destrozada en aquel campo de béisbol del Bronx en 1932 del mismo modo que el brazo de un soldado de un disparo en un campo de batalla europeo. Era el lanzador principal del equipo de béisbol de su instituto, un zurdo de buena pegada que ya empezaba a llamar la atención de los cazatalentos de las ligas mayores, y cuando se puso en el montículo por Monroe aquel día de primeros de junio, poseía un historial imbatido y lo que parecía un lanzamiento imposible de batear. En su primer turno del partido, justo cuando los defensas ocupaban sus posiciones a su espalda, lanzó una bola rápida al parador en corto de Clinton, Tommy DeLucca, pero la pelota en línea que volvió hacia él como una flecha iba bateada con tal fuerza, con tan feroz potencia y velocidad, que no tuvo tiempo de alzar el guante para protegerse la cara. La misma lesión que destruyó la carrera de Herb Score en 1957, el mismo disparo quebrantahuesos que cambia el rumbo de una vida. Y si aquella pelota no se hubiera estrellado contra el ojo de su padre, ¿quién podría decir que no lo hubieran matado en la guerra…, antes de casarse, antes de que nacieran sus hijos? Ahora Herb Score también está muerto, piensa Morris, muerto desde hace seis o siete años, Herb Score, con el profético segundo nombre de Jude, y recuerda la conmoción de su padre cuando leyó en el periódico matinal sobre la lesión de Score y que, durante años, justo hasta el final de su vida, se refería cada cierto tiempo a Score, afirmando que aquel accidente era una de las cosas más tristes que jamás había ocurrido en la historia del béisbol. Ni una palabra sobre sí mismo, ni el más ligero indicio de relación personal alguna. Sólo Score, pobre Herb Score.
Sin ayuda de su padre, la editorial jamás habría nacido. Morris era consciente de que no tenía madera de escritor, y menos cuando podía compararse con el ejemplo del joven Renzo, su compañero de cuarto en la residencia universitaria de Amherst durante cuatro años, aquella inmensa y agotadora lucha, las solitarias y largas horas, la acuciante necesidad y la sempiterna incertidumbre, de manera que optó por lo más parecido, enseñar literatura en vez de producirla, pero al cabo de un tiempo abandonó los estudios de doctorado en Columbia, al comprender que tampoco estaba hecho para la vida académica. Acabó en el mundo editorial, en cambio, donde pasó cuatro años haciendo todo tipo de trabajos en dos empresas diferentes y encontró al fin un sitio para él, una misión, una vocación, el término que mejor se aplique a una sensación de compromiso y determinación, pero había demasiadas frustraciones y componendas en los estratos más altos del mundillo y cuando, en el espacio de dos breves meses, el director rechazó su recomendación de publicar la primera novela de Renzo (la siguiente al manuscrito quemado) y desestimó igualmente su propuesta de publicar la primera novela de Marty, acudió a su padre y le dijo que quería marcharse de la egregia casa en que trabajaba para fundar una pequeña editorial propia. Su padre no sabía nada de libros ni del negocio editorial, pero algo debió de ver en los ojos de su hijo que le decidió a invertir a fondo perdido una parte de su capital en una empresa que lo tenía casi todo para fracasar. O tal vez consideró que el presumible fracaso serviría de lección al muchacho, contribuyendo a expulsar el gusanillo de su pensamiento y haciéndolo volver a la seguridad de un trabajo normal. Pero no fracasaron, o al menos las pérdidas no fueron tan mayúsculas como para hacerles pensar en dejarlo, y después de aquel catálogo inaugural de sólo cuatro libros su padre volvió a rascarse el bolsillo y aportó una nueva inversión equivalente a diez veces la cantidad del desembolso inicial, y de pronto Heller Books remontaba el vuelo, una entidad pequeña pero viable, una editorial de pies a cabeza con oficina en la parte baja del oeste de Broadway (alquileres regalados por entonces en un Tribeca que aún no era Tribeca), una plantilla de cuatro personas, una distribuidora, catálogo bien concebido y un creciente plantel de autores. Su padre nunca se entrometió. «El socio silencioso», se denominaba a sí mismo, y durante los últimos cuatro años de su vida utilizó esas palabras para anunciarse cuando llamaba por teléfono. Nada de «Soy tu padre», ni «Tu viejo al habla» sino, indefectiblemente, el cien por cien de las veces, «Hola, Morris, soy tu socio silencioso». ¿Cómo no echarlo de menos? ¿Cómo no tener la impresión de que hasta el último libro que ha publicado en estos treinta y cinco años es un producto salido de la invisible mano de su padre?
Son las nueve y media. Tenía intención de llamar a Willa para felicitarle el año, pero ahora son las dos y media en Inglaterra y sin duda lleva horas durmiendo. Vuelve a la cocina a servirse otro whisky, el tercero desde que ha vuelto al piso, y sólo ahora, por primera vez en toda la noche, se le ocurre comprobar el contestador automático, cuando piensa de pronto que Willa podría haber llamado mientras él estaba en casa de Marty y Nina o volviendo del Upper West Side. Hay doce mensajes nuevos. Uno por uno, los escucha todos; pero ni palabra de Willa.
Lo está mortificando. Por eso ha aceptado el trabajo en Exeter para este año y por eso nunca llama: porque lo está castigando por la absurda indiscreción que cometió hace dieciocho meses, una estúpida flaqueza sexual que lamentó ya cuando se metía en la cama con su cómplice en el delito. En circunstancias normales (pero ¿es que alguna vez hay algo normal?) Willa nunca se habría enterado, pero poco después de que cometiera la falta ella fue al ginecólogo para su control bianual y él le dijo que tenía algo llamado clamidias, una afección leve pero desagradable que sólo podía contraerse por contacto sexual. El médico le preguntó si últimamente se había acostado con alguien aparte de su marido, y como la respuesta fue no, el culpable no podía ser otro que el mencionado marido, así que cuando Willa le soltó la noticia a la cara aquella noche, no tuvo más remedio que confesar. No aportó nombres ni detalles, pero admitió que cuando ella estaba en Chicago presentando su ensayo sobre George Eliot, él se había acostado con otra. No, no tenía una aventura amorosa, sólo ocurrió aquella vez y no tenía intención de volver a hacerlo nunca más. Lo sentía, afirmó, lo lamentaba profunda y verdaderamente, había bebido demasiado, había sido un tremendo error, pero aun cuando le creyó, cómo podría reprocharle el hecho de haberse enfadado, no sólo por haberle sido infiel por primera vez en su matrimonio, no, eso ya era bastante horrible, sino porque además le había pegado una enfermedad. ¡Una enfermedad venérea!, gritó Willa. ¡Qué asco! ¡Metes tu pene de tarado en la vagina de otra mujer y acabas contagiándome a mí! ¿Es que no te da vergüenza, Morris? Sí, contestó él, le daba una vergüenza horrorosa, más de la que nunca había sentido en la vida.
Lo atormenta pensar ahora en aquella noche, la estupidez de todo el asunto, la breve y frenética cópula que condujo a tan pertinaz descalabro. Una invitación a cenar de Nancy Greenwald, agente literaria de cuarenta y pocos años, alguien con quien llevaba tratando seis o siete años, divorciada, nada fea, aunque hasta aquella noche nunca había pensado mucho en ella. Una cena de seis personas en el apartamento de Nancy en Chelsea, y la única razón por la que aceptó fue porque Willa estaba de viaje, una cena bastante aburrida según resultó, y cuando los otros cuatro invitados recogieron sus cosas y se marcharon, él consintió en quedarse a tomar la última copa antes de irse andando a casa, al Village. Entonces fue cuando pasó, unos veinte minutos después de que los demás se fueran, un polvo rápido y desenfrenado sin ninguna importancia para nadie. Tras anunciar Willa lo de las clamidias, se preguntó cuántos otros penes de tarado se habrían solazado en la vagina de Nancy, aunque lo cierto era que a él no le había procurado mucho desahogo, porque incluso mientras se entregaban el uno al otro, él se sentía tan mal por traicionar a Willa que no logró concentrarse en el supuesto placer del momento.
Después de su confesión, tras la ronda de antibióticos que purgaron los microbios venéreos del organismo de Willa, pensó que ahí acabaría todo. Sabía que le había creído cuando le dijo que sólo había sido una vez, pero aquella pequeña falta de atención, aquella ruptura de la camaradería después de casi veinticuatro años de matrimonio, había mermado la confianza de Willa. Ya no se fía de él. Cree que anda merodeando por ahí en busca de mujeres más jóvenes y atractivas, y aunque es incapaz de hacer nada en este momento en particular, está convencida de que tarde o temprano ha de volver a ocurrir. Él ha hecho todo lo posible por convencerla de lo contrario, pero sus argumentos parecen caer en saco roto. Ya es demasiado viejo para tener aventuras, le dice, sólo quiere pasar el resto de sus días con ella y morir en sus brazos. Y ella le contesta: Un hombre de sesenta y dos años aún es joven, una mujer de sesenta es vieja. Él dice: Después de todo lo que han pasado juntos, todas las pesadillas y amarguras, los golpes que han recibido, las desgracias que han debido superar, ¿qué importancia puede tener una cosa tan insignificante como ésa? Y ella contesta: Puede que estés un poco harto, Morris. Tal vez quieras empezar de nuevo con otra mujer.
El viaje a Inglaterra no ha servido de nada. Llevaban separados tres meses y medio cuando por fin fue para allá a pasar las vacaciones de Navidad y comprendió que ella estaba utilizando su forzosa separación como una prueba, para ver si a la larga era capaz de vivir sin él. Hasta ahora, el experimento parece ir bastante bien. Su enojo parece haberse convertido en una especie de deliberado desapego, un distanciamiento que le ha producido una sensación de incomodidad durante toda la visita, sin estar nunca seguro de lo que debía decir ni cómo había de comportarse. La primera noche, en la cama, se mostró reacia a mantener relaciones sexuales, pero luego, justo cuando él se estaba apartando, lo abrazó y empezó a besarlo como antes, entregándose a las antiguas intimidades como si no hubiera problemas entre ellos. Eso fue lo que más le confundió: su silenciosa compañía en la cama por la noche seguida de jornadas malhumoradas, incoherentes, ternura e irritabilidad alternadas con pautas completamente imprevisibles, la impresión de que lo estaba echando a empujones de su lado al tiempo que trataba de aferrarse a él. Sólo hubo un estallido virulento, una discusión en toda regla. Ocurrió el tercer o cuarto día, cuando aún estaban en el apartamento de Exeter, mientras sacaban las maletas para preparar su excursión a Londres, y la pelea empezó como tantas otras en los últimos años, con Willa atacándolo por no querer tener hijos de los dos, por conformarse con el hijo de cada cual, pero no ansiar una familia formada por los dos, ellos dos y su propio hijo, sin los fantasmas de Karl y Mary-Lee cerniéndose en el ambiente, y ahora que Bobby estaba muerto y Miles seguía desaparecido, había que fijarse en ellos, declaró, no eran nada, no tenían nada, y la culpa era de él por convencerla de que no tuvieran un hijo tantos años atrás, y ella había sido una puñetera estúpida por hacerle caso. En principio, él no discrepaba, nunca había mostrado su desacuerdo con ella, pero cómo iban a saber lo que pasaría, y para cuando Miles se marchó, ya eran demasiado mayores para pensar en tener niños. No se tomó a mal que sacara a relucir de nuevo el tema, era completamente lógico que sintiera ese dolor, esa pérdida, la historia de los pasados doce años no podría haber producido otro resultado, pero entonces ella dijo algo que lo dejó conmocionado, que le dolió tanto que aún no se ha recuperado del golpe. Pero Miles ha vuelto a Nueva York, anunció él. Se pondrá en contacto con ellos el día menos pensado, esta semana o la otra, y pronto se cerrará todo ese desdichado capítulo. En vez de contestarle, Willa cogió su maleta y la tiró al suelo llena de ira: un gesto furioso, una reacción más violenta de lo que jamás había visto en ella. Es demasiado tarde, le gritó. Miles está enfermo. Miles no es buena persona. Miles los ha destrozado y desde ese mismo momento se lo arranca del corazón. No quiere verlo. Aunque llame, no quiere verlo. Nunca más. Se acabó, le dijo, se ha terminado, y todas las noches se pondrá de rodillas a rezar para que no llame.
En Londres las cosas fueron un poco mejor. El hotel era terreno neutral, una tierra de nadie desprovista de asociaciones con el pasado, y pasaron varios días buenos recorriendo museos y sentándose en pubs, viendo a antiguos amigos y cenando con ellos, curioseando en librerías, sin mencionar la sublime indulgencia de no hacer nada en absoluto, que pareció tener un efecto reconstituyente en Willa. Una tarde, ella le leyó en voz alta el capítulo más reciente del libro que está escribiendo sobre las últimas novelas de Dickens. A la mañana siguiente, mientras desayunaban, le preguntó sobre su búsqueda de un nuevo inversor y él le contó la entrevista que había mantenido en octubre con el alemán en la feria de Frankfurt, su conversación del mes pasado con el israelí en Nueva York, los pasos que había dado para encontrar la liquidez que necesitaba. Varios días buenos, o al menos no malos, y entonces llegó el correo de Marty y la noticia de la muerte de Suki. Willa no quería que volviese a Nueva York, argumentando acalorada y convincentemente que, en su opinión, el funeral sería demasiado para él, pero al pedirle que lo acompañara, sus rasgos se pusieron en tensión, pareció desconcertada por la sugerencia, que a su entender era completamente razonable, y luego le dijo que no, que era imposible. Le preguntó por qué. Porque no podía, contestó ella, y repitió sus palabras mientras buscaba una respuesta, claramente en conflicto consigo misma, desprevenida, incapaz de tomar decisiones cruciales en ese momento, porque no estaba preparada para volver, dijo, porque necesitaba más tiempo. Una vez más, ella le pidió que se quedara, que permaneciera en Londres hasta el 3 de enero, tal como habían planeado en un principio, y él comprendió que lo estaba poniendo a prueba, obligándolo a elegir entre ella y sus amigos, y si no la escogía a ella, se sentiría traicionada. Pero tenía que volver, afirmó, era impensable no hacerlo.
Una semana después, sentado en su piso neoyorquino en la noche de fin de año, bebiendo whisky en el salón en penumbra y pensando en su mujer, se dice que un matrimonio no puede salvarse ni irse a pique por la simple cuestión de marcharse de Londres unos días antes de lo previsto para asistir a un funeral. Y tanto si sobrevive como si se derrumba por esa causa, quizás es que está destinado a deshacerse de todos modos.
Corre peligro de perder a su esposa. Corre el riesgo de perder su empresa. Mientras le quede un soplo de aliento, dice para sus adentros, recordando esa frase gastada y familiar que siempre le ha gustado, mientras le quede un soplo de aliento no permitirá que ocurra ninguna de esas dos cosas.
¿Dónde se encuentra ahora? Con un pie en la extinción irremediable y otro en la posibilidad de que la vida siga. En general, la situación es poco prometedora, pero hay algunos signos alentadores que le han dado motivos de esperanza; o, si no una esperanza real, la sensación de que aún es demasiado pronto para sucumbir a la renuncia y la desesperación. Cuánto se parece a su madre siempre que se pone a pensar de esa manera, con cuánta obstinación sigue ella viviendo en su interior. Que se derrumbe la casa a su alrededor, que su matrimonio sea pasto de las llamas y el hijo de Connie Heller encontrará el medio de reconstruir la casa y apagar el fuego. Lohrke el Afortunado caminando tranquilamente bajo un diluvio de balas. O si no, los sioux oglala y su danza de los espíritus, convencidos de que los proyectiles del hombre blanco se esfumarán en el aire antes de que lleguen a tocarlos. Bebe otro whisky y se va dando tumbos a la cama. Exhausto, tan agotado que ya está dormido cuando empiezan los petardos y los gritos.