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Es el segundo domingo de noviembre de 2008 y está en la cama con Pilar, hojeando la Enciclopedia del Béisbol en busca de nombres raros y divertidos. Ya lo han hecho un par de veces antes y para él cuenta mucho que Pilar sea capaz de ver el aspecto cómico de esa absurda actividad, de comprender el espíritu dickensiano que encierran las dos mil setecientas páginas de la versión ampliada, revisada y actualizada de la edición de 1985, que compró por dos dólares el mes pasado en una librería de segunda mano. Esta mañana recorre la lista de los lanzadores, porque son lo primero que siempre lo atrae, y no tarda mucho en dar con su primer hallazgo prometedor del día. Boots Poffenberger. Pili frunce el rostro en un esfuerzo por no reírse, luego cierra los ojos, contiene la respiración y no puede resistir más de unos segundos. Expele el aire en un tornado de gritos, alaridos y explosivas carcajadas. Cuando se calma el acceso, le quita el libro de las manos, acusándolo de habérselo inventado. Él afirma: Eso nunca lo haría. Estos juegos no son divertidos a menos que te los tomes en serio.

Y ahí está, en medio de la página 1977: Cletus Elwood Poffenberger, el Botas, nacido el 1 de julio de 1915 en Williamsport, Maryland, un diestro de un metro setenta y ocho de estatura que jugó dos años con los Tigers (1937 y 1938) y una temporada con los Dodgers (1939), y que anotó a lo largo de su carrera dieciséis victorias y doce derrotas.

Continúa con Whammy Douglas, Cy Slapnicka, Noodles Hahn, Wickey McAvoy, Windy McCall y Billy McCool. Al oír ese último nombre, Pili gruñe de placer. Está entusiasmada. Durante el resto de la mañana, él ya no es Miles, sino Billy McCool, su adorable y querido Billy McCool, el as del equipo, el as de bastos, el as de corazones.

El día 11, lee en el periódico que ha muerto Herb Score. Es muy joven para haberlo visto lanzar, pero recuerda la historia que le contó su padre sobre la noche del 7 de mayo de 1957, cuando Gil McDougald, jugador de cuadro de los Yankees, bateó una bola en línea que le dio en la cara, acabando así con una de las carreras más prometedoras de la historia del béisbol. Según su padre, que en aquella época tenía diez años, Score era el mejor zurdo que nadie hubiera visto jamás, posiblemente incluso mejor que Koufax, que por entonces también lanzaba pero que no vio reconocidos sus méritos hasta varios años después. El accidente ocurrió exactamente un mes antes de que Score cumpliera veinticuatro años. Era su tercera temporada con los Indians de Cleveland, después de su hazaña de 1955, su año de novato (16-10, 2,85 de promedio de carreras limpias permitidas, 245 strikeouts) y una actuación aún más impresionante al año siguiente (20-9, 2,53 de promedio de carreras limpias permitidas, 263 strikeouts). Luego llegó el lanzamiento de McDougald de aquella fría noche de primavera en el Municipal Stadium. La pelota derribó a Score «como si le hubieran disparado con un rifle» (palabras de su padre), y mientras su cuerpo inmóvil yacía desmadejado en el campo, no dejaba de manarle sangre de la nariz, la boca y el ojo derecho. Tenía rota la nariz, pero más tremenda era la herida del ojo, en el que padecía una hemorragia tan grave que casi todo el mundo creyó que iba a perderlo o a quedarse ciego de por vida. En los vestuarios, después del partido, McDougald, completamente deshecho, prometió dejar el béisbol «si Herb se quedaba tuerto». Score pasó tres semanas en el hospital y se perdió el resto de la temporada, con visión borrosa y dificultades de percepción, pero el ojo se le acabó curando. Cuando trató de volver a la temporada siguiente, sin embargo, ya no era el mismo lanzador. Le faltaba el aguijón de su bola rápida y se había vuelto errático, incapaz de hacer un solo strike. Siguió a trancas y barrancas durante cinco años, ganando sólo diecisiete juegos en cincuenta y siete aperturas, y luego recogió el petate y se marchó a casa.

Al leer su necrológica en el New York Times se queda pasmado al enterarse de que Score estaba gafado desde el principio, de que el accidente de 1957 sólo fue uno de los descalabros que lo asediaron a lo largo de toda su vida. En palabras del redactor de su obituario, Richard Goldstein: «Cuando tenía tres años lo atropelló la camioneta de una panadería, que le produjo graves lesiones en las piernas. Se perdió un año de instituto al contraer fiebres reumáticas, se rompió un tobillo al resbalar en el suelo mojado de unos vestuarios y se dislocó el hombro izquierdo al escurrirse en el césped húmedo del perímetro del campo cuando jugaba en las ligas menores». Sin mencionar que se lesionó el brazo izquierdo en 1958, el año de su vuelta, resultó gravemente herido en un accidente de coche en 1998 y sufrió un derrame cerebral en 2002, del que nunca se recuperó. No parece posible que un hombre haya tenido tanta mala suerte en el transcurso de una sola vida. Por una vez, Miles se siente tentado de llamar a su padre, de charlar con él de Herbert Jude Score y los imponderables del destino, las rarezas de la vida, las conjeturas sobre si no hubiera pasado esto o lo otro, de todo lo que solían hablar tanto tiempo atrás; pero ahora no es el momento y si la ocasión llega alguna vez no deberá ser con una llamada interurbana, así que vence el impulso y se guarda la historia hasta que vuelve a estar con Pilar por la noche.

Mientras le lee la necrológica, se alarma por la tristeza que inunda el rostro de ella, la honda desdicha que emana de sus ojos, la boca fruncida, la abatida inclinación de sus hombros. No lo sabe, pero se pregunta si no estará pensando en sus padres y su brusca y terrible muerte, la mala suerte que se los arrebató cuando aún era tan joven y tanto los necesitaba todavía, y lamenta haber sacado el tema a colación, se siente avergonzado de haberle causado ese dolor. Para levantarle el ánimo, deja el periódico a un lado y se dispone a relatarle otra historia, otra de las muchas que solía contarle su padre, pero ésa es especial, constituyó una tradición durante años, y espera que eso borre la melancolía de sus ojos. Lohrke el Afortunado, empieza. ¿Ha oído hablar de él? No, claro que no, contesta ella con una sonrisa muy tenue al oír ese nombre. ¿Otro jugador de béisbol? Sí, confirma él, pero no muy destacado. Un jugador de cuadro de los Giants y los Phillies que aparecía en diversas posiciones en los últimos años cuarenta y primeros cincuenta, con 240 puntos en su haber como bateador, sin particular interés salvo por el hecho de que ese individuo, Jack Lohrke, alias El Afortunado, es la mítica encarnación de una teoría de la vida que sostiene que no todo es mala suerte en la vida. Fíjate en esto, le dice. Cuando sirvió en el ejército en la Segunda Guerra Mundial, no sólo sobrevivió a la invasión del día D y la batalla de las Ardenas, sino que una tarde, en lo más reñido del combate, iba con otros cuatro soldados, dos a cada lado, cuando estalló una bomba. Los otros cuatro resultaron muertos en el acto, pero Lohrke salió sin un rasguño. En esto, prosigue, que acaba la guerra y El Afortunado va a coger un avión que lo llevará de vuelta a California. En el último momento, aparece un comandante o coronel y, utilizando su rango, le arrebata el asiento y él se queda sin plaza en el vuelo. El avión despega, se estrella y mueren todos los pasajeros.

¿Es una historia verdadera?, pregunta Pilar.

De cabo a rabo. Si no me crees, míralo en la enciclopedia.

Qué cosas más raras sabes, Miles.

Espera. Aún queda otra cosa. Estamos en mil novecientos cuarenta y seis, y El Afortunado ha vuelto a la Costa Oeste, donde juega en las ligas menores. Su equipo está de gira, viajando en autocar. Paran a comer en algún sitio y el director recibe una llamada en la que le informan de que han ascendido a Lohrke a una liga superior. El jugador debe incorporarse enseguida a su nueva formación, de inmediato, de modo que en vez de volver en el autocar con su antiguo equipo, recoge sus pertenencias y se va a casa en autostop. El autocar prosigue su marcha, tienen un largo viaje por delante, horas y horas de carretera, y ya muy de noche se pone a llover. Circulan a mucha altura, por alguna región montañosa, envueltos en sombras y humedad; el conductor pierde el control del volante, el autocar se precipita dando vuelcos por un barranco y nueve jugadores resultan muertos. Horroroso. Pero nuestro hombrecillo se ha librado otra vez. Fíjate en las posibilidades, Pili. La muerte va tres veces a su encuentro y las tres consigue escapar.

Lohrke el Afortunado, musita ella. ¿Vive todavía?

Me parece que sí. Ya debe de tener ochenta y tantos años, pero sí, creo que sigue en este mundo.

Unos días después, Pilar recibe la nota del examen de selectividad. Son buenas noticias, iguales o mejores de lo que esperaba. Con su ininterrumpida serie de sobresalientes en el instituto y esos resultados del examen, él está convencido de que la admitirán en cualquier universidad a la que se dirija, cualquiera del país. Olvidando su juramento de no ir a comer a restaurantes, a la noche siguiente la lleva a uno para celebrarlo y durante la cena hace esfuerzos para no tocarla en público. Está muy orgulloso de ella, le dice, quiere besar cada centímetro de su cuerpo, comérsela entera. Hablan de las diversas posibilidades que se le abren y él insiste en que considere la posibilidad de marcharse de Florida, de intentarlo con alguna de las universidades más antiguas y respetadas del norte del país, pero Pilar se muestra reacia a considerar tal paso, no se imagina tan lejos de sus hermanas. Nunca se sabe, asegura él, las cosas pueden cambiar para entonces y no cuesta nada intentarlo; sólo para ver si te admiten. Sí, contesta ella, pero las solicitudes son caras y no tiene sentido tirar el dinero para nada. No te preocupes por el dinero, replica Miles. Pagará él. Ella no debe preocuparse por nada.

Al final de la semana siguiente, Pilar está hasta arriba de formularios. No sólo de las universidades estatales de Florida, sino de Barnard, Vassar, Duke, Princeton e incluso de Brown. Los rellena, redacta todos los trabajos (que él lee de cabo a rabo pero no modifica ni corrige, pues no es necesario cambio alguno) y luego vuelven a su vida normal tal como la han conocido hasta entonces, antes de que empezara la locura de la universidad. A finales de ese mes, Miles recibe una carta de un antiguo amigo de Nueva York, un miembro de la pandilla de «chicos desquiciados» con quienes andaba en el instituto. Bing Nathan es la única persona del pasado que le sigue escribiendo, el único que ha estado al tanto de todas sus direcciones a lo largo de los años. Al principio, le desconcertaba esa disposición suya a hacer una excepción con Bing, pero al cabo de los seis u ocho meses de su marcha, comprendió que no podía cortar por completo la comunicación, que necesitaba al menos un vínculo con su antigua vida. No es que Bing y él hubieran estado especialmente unidos. Lo cierto es que lo encontraba un poco desagradable, un tanto repelente a veces, pero Bing lo admira: por motivos desconocidos ha alcanzado la condición de personaje excelso a sus ojos y eso significa que puede confiar en él, contar con él para que le mantenga informado de los cambios que se vayan produciendo en Nueva York. Ése es el asunto. Fue Bing quien le dijo que había muerto su abuela, quien le contó que su padre se había roto una pierna, que habían operado a Willa de un ojo. Su padre ya tiene sesenta y dos años, y Willa, sesenta, y no van a vivir para siempre. Bing se mantiene a la escucha. Si algo les pasa a alguno de los dos, lo llamará por teléfono al instante.

Bing le informa de que ahora vive en una zona de Brooklyn llamada Sunset Park. A mediados de agosto, ocupó con un grupo de gente una casa abandonada frente al cementerio de Green-Wood y desde entonces viven allí como inquilinos ilegales. Por causas que se desconocen, la electricidad y la calefacción siguen funcionando. Podrían cortarlas en cualquier momento, desde luego, pero por ahora parece que tienen un fallo en el sistema y ninguna de las dos compañías de gas y electricidad, Con Ed y National Grid, ha ido a cortar el servicio. Viven con cierta inseguridad, desde luego, y al despertarse cada mañana contemplan la amenaza de un desalojo inmediato y forzoso, pero mientras la ciudad cede a la presión de los malos tiempos económicos se han perdido tantos puestos de trabajo dependientes del gobierno que la pandilla de Sunset Park parece escaparse al radar municipal, y ni policías ni funcionarios judiciales han venido a darles la patada. Bing no sabe si Miles anda buscando un cambio de aires, pero uno de los primeros miembros del grupo se ha marchado hace poco de la ciudad, y, si la quiere, hay una habitación libre para él. La anterior ocupante se llamaba Millie y sustituirla por Miles parece alfabéticamente coherente, le sugiere. «Alfabéticamente coherente.» Otro ejemplo del ingenio de Bing, que nunca ha sido su punto fuerte, pero el ofrecimiento parece sincero, y mientras Bing sigue describiendo a la demás gente que vive allí (un hombre y dos mujeres: un escritor, una pintora y una estudiante de doctorado, todos cerca de los treinta, pobres y pasando apuros, todos inteligentes y con dotes para lo suyo), resulta evidente su intento de hacer que Sunset Park resulte lo más atractivo posible. Bing concluye que según sus últimas informaciones el padre de Miles está bien y Willa se fue a Inglaterra en septiembre, donde pasará el año académico como profesora visitante en la Universidad de Exeter. En una breve posdata, añade: Piénsatelo.

¿Es que quiere volver a Nueva York? ¿Ha llegado por fin el momento de que el hijo pródigo vuelva con humildad a casa a recomponer su vida? Seis meses atrás, probablemente no lo habría dudado. Incluso hace un mes le habría tentado considerarlo, pero ahora es imposible. Pilar se ha apropiado de su corazón y la simple idea de marcharse sin ella le resulta insoportable. Al doblar la carta de Bing y meterla de nuevo en el sobre, da las gracias en silencio a su amigo por haberle aclarado la cuestión en términos tan crudos. Ya no importa nada salvo Pilar, y cuando llegue el momento, es decir, cuando pase un poco más de tiempo y ella cumpla otro año, le pedirá que se case con él. No está nada claro que acepte, pero tiene toda la intención de pedírselo. Ésa es la respuesta a la carta de Bing. Pilar.

El problema consiste en que Pilar no es sólo Pilar. Es miembro de la familia Sanchez, y aunque sus relaciones con Angela estén un tanto tirantes en este momento sigue tan unida como siempre a Maria y Teresa. Las cuatro chicas continúan de luto por sus padres, y por mucho cariño que Pilar le tenga, su familia sigue siendo lo primero. Después de vivir con él desde el mes de junio, ha olvidado lo resuelta que estaba a volar del nido. Siente nostalgia de su vida anterior y no pasa una semana sin que vaya al menos dos veces a casa de sus hermanas. Él rara vez la acompaña, lo menos posible. Maria y Teresa son corteses y hablan sin parar de cosas inocuas, compañía aceptable pero pesada durante más de una hora seguida, y Angela, que es todo lo contrario de aburrida, no le cae bien. No le gusta el modo en que lo mira, observándolo con una extraña combinación de desprecio y seducción en los ojos, como si no llegara a creerse que su hermana haya sido capaz de pillarlo: no es que ella tenga el menor interés por él (¿cómo podría alguien interesarse por un mugriento operario que se dedica a sacar basura de casas abandonadas?); se trata de una cuestión de principio, porque la razón dicta que él se sienta atraído por ella, la hermana guapa, cuya función en la vida es la de ser una mujer atractiva y ver cómo los hombres se prendan de ella. Eso ya es malo de por sí, pero aún pesa sobre él el recuerdo de los sobornos con que la compró el verano pasado, los incontables regalos robados que le hizo diariamente durante una semana, y aunque fue por una buena causa, no puede evitar un sentimiento de repulsión por la avidez de Angela, su ansia inagotable por esos objetos estúpidos y desagradables.

El 27, deja que Pilar lo convenza para ir a casa de las Sanchez a la cena de Acción de Gracias. Acepta sabiendo que es un error, pero quiere tenerla contenta y sabe que si no va se quedará en el apartamento rumiando su mal humor hasta que ella vuelva. Durante la primera hora, todo va razonablemente bien y se sorprende al descubrir que en el fondo se está divirtiendo. Mientras las cuatro chicas preparan la comida en la cocina, sale al patio con el novio de Maria, un mecánico de coches de veintitrés años llamado Eddie, a echar un ojo al pequeño Carlos. Eddie resulta ser aficionado al béisbol, un estudioso del juego, instruido y bien informado, y a consecuencia del reciente fallecimiento de Herb Score entablan conversación sobre el trágico destino de varios lanzadores a lo largo de las últimas décadas.

Empiezan a hablar de Denny McLain, de los Detroit Tigers, el último hombre que ganó treinta partidos y sin duda el último que hará una cosa así, el mejor lanzador estadounidense de 1965 a 1969, cuya carrera quedó destruida por un afán compulsivo por el juego y cierta tendencia a incluir gánsteres en su círculo de amistades. Desaparecido de la escena cuando tenía veintiocho años, más adelante fue a la cárcel por tráfico de drogas, estafa y extorsión, se hinchó a comer hasta lograr un colosal peso de ciento cincuenta kilos, y en los noventa volvió a prisión por robar dos millones y medio de dólares del fondo de pensiones de la empresa en que trabajaba.

Él se lo buscó, concluye Eddie, así que no me da lástima. Pero fíjate en un tío como Blass. ¿Qué coño le pasó?

Se refiere a Steve Blass, que jugó con los Pittsburgh Pirates desde mediados de los sesenta a mediados de los setenta, sistemático ganador de dos dígitos, lanzador estrella de la serie mundial de 1971, que siguió jugando y en 1972 realizó su mejor temporada (19-8, 2,49 de promedio de carreras limpias permitidas), y entonces, nada más acabar aquella misma temporada, el último día del año, Roberto Clemente, su futuro compañero del Salón de la Fama, se mató en un accidente de aviación cuando iba a entregar paquetes de ayuda humanitaria a los supervivientes de un terremoto en Nicaragua. A la temporada siguiente, Blass era incapaz de lanzar strikes. Había perdido su excelente control de antes, lo eliminaba un bateador tras otro -ochenta y cuatro veces en ochenta y nueve entradas- y su registro cayó a 3-9 con 9,85 de promedio de carreras limpias permitidas. Volvió a intentarlo al año siguiente, pero al cabo de un partido (cinco entradas lanzadas, siete bateadores con base por bolas), dejó para siempre el juego. ¿Fue la muerte de Clemente la causante del súbito desplome de Blass? Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero, según Eddie, en los círculos del béisbol casi todo el mundo cree que Blass padecía algo llamado «culpa del superviviente»: sentía un cariño tan grande por Clemente que sencillamente no pudo continuar después de la muerte de su amigo.

Al menos Blass tuvo seis o siete años buenos, dice Miles. Piensa en el pobre Mark Fidrych.

Ah, contesta Eddie, Mark Fidrych, el Pájaro, y entonces empiezan a ensalzar la breve y rutilante carrera de la súbita figura que deslumbró al país por espacio de unos meses asombrosos, el muchacho de veintiún años que tal vez fue la persona más encantadora que jamás jugó al béisbol. Nadie había visto nunca nada igual -un lanzador que hablaba con la pelota, que se hincaba de rodillas y alisaba el polvo del montículo, cuyo inquieto ser parecía electrizado por continuas sacudidas de frenética y nerviosa energía-; no parecía un hombre, sino una máquina con forma humana en perpetuo movimiento. Durante una temporada fue predominante: 19-9, un 2,34 de promedio de carreras limpias permitidas, primer lanzador en el Juego de las Estrellas de las grandes ligas, novato del año. Meses después, se lesionó el cartílago de la rodilla mientras andaba haciendo el payaso por los exteriores en los entrenamientos de primavera, y luego, peor aún, se rompió el hombro nada más empezar la temporada oficial. El brazo se le quedó muerto y El Pájaro desapareció tal cual: de lanzador a ex lanzador en un abrir y cerrar de ojos.

Sí, dice Eddie, una pena, pero ni punto de comparación con lo que le pasó a Donnie Moore.

No, ni punto de comparación, conviene Miles asintiendo con la cabeza.

Es lo bastante mayor como para haber vivido personalmente esa peripecia, y aún recuerda la asombrada expresión en los ojos de su padre cuando alzó la vista del periódico en el desayuno veinte años atrás y anunció que Moore había muerto. Donnie Moore, un lanzador de relevo de los California Angels, fue convocado al campo para cerrar la novena entrada frente a los Boston Red Sox en el quinto partido de la serie de campeonato de la liga americana de 1986. Los Angels llevaban una carrera de ventaja, estaban a punto de ganar su primer banderín, pero con dos eliminados y un corredor en primera base Moore realizó uno de los lanzamientos más desafortunados jamás vistos en los anales del deporte: el que Dave Henderson, jardinero del Boston, sacó del campo para hacer un cuadrangular, el que cambió el curso del partido y condujo a la derrota de los Angels. Moore nunca se recobró de la humillación. Tres años después de aquel lanzamiento que le cambió la vida, ausente ya del béisbol, acosado por problemas económicos y conyugales, tal vez loco de remate, Moore entabló una discusión con su mujer en presencia de sus tres hijos. Sacó una pistola, disparó tres tiros a su mujer sin causarle la muerte y luego volvió el arma contra sí mismo y se voló la tapa de los sesos.

Eddie mira a Miles y sacude la cabeza, incrédulo. No lo entiendo, afirma. Lo que hizo no fue peor que lo de Branca con aquel lanzamiento a Thomson en el cincuenta y uno. Pero Branca no se suicidó, ¿verdad? Ahora Thomson y él son amigos, recorren juntos el país firmando puñeteros bates de béisbol y en todas las fotos salen sonriéndose uno al otro, dos viejales estúpidos sin ninguna preocupación en el mundo. ¿Por qué no anda Donnie Moore por ahí, firmando bates con Henderson, en vez de yacer en su tumba?

Miles se encoge de hombros. Cuestión de carácter, sugiere. Cada hombre es distinto de todos los demás y cuando ocurren cosas horribles, cada cual reacciona a su manera. Moore se volvió chaveta. Branca no.

Le resulta tranquilizador hablar de esas cosas con Eduardo Martinez a la luz de la última hora de la tarde en este jueves de Acción de Gracias, y aunque el tema pueda considerarse un tanto sombrío -historias de fracaso, decepción y muerte-, el béisbol es un universo tan vasto como la vida, y por tanto todas las cosas de la vida, ya sean buenas o malas, trágicas o cómicas, caen dentro de su ámbito. Hoy están examinando casos de desesperación y esperanzas malogradas, pero la próxima vez que se vean (suponiendo que vuelvan a encontrarse), podrían pasarse la tarde entera con montones de anécdotas divertidas que les darían dolor de estómago de tanto reír. Eddie le parece un chaval serio, bienintencionado, y le emociona que el nuevo novio de Maria se haya puesto chaqueta y corbata para ir ese día de fiesta a casa de las Sanchez, que se acabe de cortar el pelo y que el aire esté inundado del aroma a la colonia que se ha echado para la ocasión. El muchacho es una compañía agradable, pero tan agradable como útil es el simple hecho de que Eddie se encuentre allí, de que se le haya proporcionado un aliado masculino en ese país de mujeres. Cuando los llaman para cenar, la presencia de Eddie en la mesa parece neutralizar la hostilidad de Angela hacia él, o al menos desviar su atención y reducir la cantidad de miradas desafiantes que normalmente suele dirigirle. Ahora hay otro a quien mirar, otro desconocido que calibrar y juzgar, a quien considerar digno o indigno de otra de sus hermanas menores. Eddie parece pasar la prueba, pero a Miles le intriga que Angela no se haya molestado en llevar a nadie para que la acompañe en esa velada, que por lo visto no tenga novio. El marido de Teresa está muy lejos, naturalmente, y él ya contaba con que no tuviera compañía masculina, pero ¿por qué Angela no ha invitado a un hombre para que cenara con ellos? A lo mejor no le gustan los hombres a la Señorita Guapa, piensa. Quizás el trabajo en el club Blue Devil le haya quitado las ganas de esas cosas.

Hace diez meses que el sargento Lopez no viene a casa, y la cena empieza con una oración silenciosa para que siga sano y salvo. Momentos después de empezar, todo el mundo alza la vista mientras Teresa sofoca una oleada de lágrimas. Pilar, sentada junto a ella, le rodea los hombros con el brazo y la besa en la mejilla. Él vuelve a mirar al mantel y se resiste a dirigir sus pensamientos hacia Dios. Dios no tiene nada que ver con lo que está ocurriendo en Irak, dice para sus adentros. Dios no tiene nada que ver con nada. Se imagina a George Bush y Dick Cheney de espaldas a un muro y fusilados, y entonces, por el bien de Pilar, por el de todos los presentes, espera que el marido de Teresa tenga la suerte suficiente para volver de una pieza.

Empieza a pensar que saldrá de esta prueba sin que Angela provoque alguna situación desagradable. Ya han dado cuenta de varios manjares, todo el mundo está atacando el postre y después, como gesto de buena voluntad, se ofrece a fregar los platos, a hacerlo él solo sin ayuda de nadie, y cuando haya lavado y secado los innumerables recipientes, vasos y utensilios, después de restregar cacerolas y sartenes y colocarlo todo en los armarios, volverá a la sala de estar a buscar a Pilar, les dirá que es tarde, que tiene que trabajar al día siguiente y se marcharán, ellos dos solos, saldrán tranquilamente por la puerta y se meterán en el coche antes de que nadie pronuncie una palabra más. Un plan excelente, quizá, pero en el momento en que acaba su tarta de calabaza (nada de comida cubana hoy, todo estrictamente norteamericano, desde el enorme pavo con su relleno hasta la salsa de arándanos, pasando por las batatas y el postre tradicional), Angela deja el tenedor, se quita la servilleta del regazo y se pone en pie. Tengo que hablar contigo, Miles, le dice. Salgamos al patio, allí estaremos solos, ¿vale? Es muy importante.

No es importante. Ni lo más mínimo. Angela necesita algo, eso es todo. Se acerca la Navidad y quiere que le cubra las necesidades otra vez. ¿A qué se refiere?, pregunta él. Cosas, contesta Angela. Como hizo el verano pasado. Imposible, niega él, robar va contra la ley y no quiere perder su trabajo.

Ya lo hiciste antes, le recuerda ella. No hay razón para que no puedas hacerlo otra vez.

Imposible, repite Miles. No puedo arriesgarme, no quiero líos.

Eres un mentiroso de mierda, Miles. Todo el mundo lo hace. Oigo historias, sé lo que pasa. Ese trabajo de limpiar casas vacías es como entrar en unos grandes almacenes. Pianos de cola, barcos de vela, motocicletas, joyas, toda clase de cosas caras. Los operarios arramblan con todo lo que pueden afanar.

Yo no.

No te estoy pidiendo un velero. Y ¿para qué quiero un piano si ni siquiera sé tocar? Solo cosas bonitas, ¿sabes lo que te digo? Cosas buenas. Que me hagan feliz.

Te has equivocado de puerta, Angela.

Pero mira que eres idiota, ¿eh, Miles?

Vayamos al grano. Supongo que tratas de decirme algo, pero lo único que oigo son tonterías.

¿Te has olvidado de la edad que tiene Pilar?

No lo dirás en serio…

¿No?

No te atreverías. Es tu hermana, ¿recuerdas?

Una llamada a la poli y estás frito, amigo mío.

Corta el rollo. Pilar te escupiría en la cara. No volvería a dirigirte la palabra.

Piensa en esas cosas, Miles. Objetos bonitos. Grandes montones de cosas bonitas. Es mucho mejor que pensar en la cárcel, ¿no te parece?

De vuelta a casa en el coche, Pilar pregunta de qué quería hablarle Angela, pero él evita contarle la verdad; no quiere que sepa el desprecio que siente por su hermana, lo mucho que la odia. Murmura algo sobre la Navidad, un plan secreto que están tramando entre los dos y que concierne a toda la familia, pero no puede decir ni una palabra porque Angela le ha hecho prometer que guardará silencio hasta nuevo aviso. Eso parece satisfacer a Pilar, que sonríe ante la perspectiva de esa grata sorpresa que las aguarda a todas, y cuando se encuentran a mitad de camino del apartamento, ya no hablan de Angela, sino que cambian impresiones sobre Eddie. Pilar lo encuentra simpático y nada mal parecido, pero se pregunta si será lo bastante espabilado para Maria, ante lo cual él no ofrece comentario alguno. En su opinión, la cuestión es si Maria es lo bastante espabilada para Eddie, pero no tiene la menor intención de ofender a Pilar insultando la inteligencia de su hermana. En lugar de eso, extiende la mano derecha y empieza a acariciarle el pelo, mientras le pregunta qué le parece el libro que le ha dejado esta mañana, Dublineses.

Al día siguiente Miles va a trabajar, convencido de que la amenaza de Angela no es sino un farol, un desagradable numerito concebido para minar su resistencia y conseguir que vuelva a robar cosas para ella. No va a caer en esa maniobra tan absurda y transparente, y aunque lo maten no le dará absolutamente nada: ni un palillo, ni una servilleta de papel usada ni siquiera un pedo de Paco.

El domingo por la tarde, Pilar va a casa de las Sanchez a pasar un par de horas con sus hermanas. Una vez más, no le apetece ir con ella y se queda en el apartamento para preparar la cena mientras ella está fuera (él es quien hace la compra y la comida), y cuando vuelve a las seis, Pilar le comunica que Angela le ha dicho que no se olvide del acuerdo que tienen entre los dos. Dice que no puede esperar eternamente, añade Pilar, repitiendo las palabras de su hermana con una expresión confusa e inquisitiva en los ojos. ¿Qué demonios quiere decir con eso?, le pregunta. Nada, contesta Miles, desechando la nueva amenaza con un brusco movimiento de cabeza. Absolutamente nada.

Dos días más de trabajo, tres, cuatro días más, y entonces, a última hora del viernes, justo después de acabar la última operación de limpieza de la semana, mientras se aleja de otra casa vacía y cruza la calle para ir al coche, ve a dos individuos apoyados en las puertas delantera y trasera del Toyota rojo, dos hombres voluminosos, uno anglosajón y el otro latino, dos tipos muy corpulentos con aspecto de defensas de fútbol americano, culturistas profesionales o gorilas de club nocturno, y si son gorilas, concluye, quizá trabajen en un establecimiento llamado Blue Devil. Lo más sensato sería dar media vuelta y echar a correr, pero ya es demasiado tarde, esos dos lo han visto acercarse y si se lanza a la carrera sólo logrará empeorar las cosas, porque no cabe la menor duda de que al final acabarán atrapándolo. No es que él sea un alfeñique ni que rehúya las peleas. Mide casi uno noventa, pesa noventa kilos y al cabo de años de trabajar en tareas que le han exigido más esfuerzo físico que mental está en una forma más que pasable: fornido, musculoso, atlético. Pero no tanto como cualquiera de los dos tipos que lo aguardan, y como son dos contra uno, sólo le queda la esperanza de que hayan venido a hablar y no para demostrar sus dotes combativas.

¿Miles Heller?, pregunta el anglosajón.

¿ Qué puedo hacer por ustedes?, pregunta él.

Tenemos un mensaje de parte de Angela.

¿Por qué no me lo da ella misma?

Porque no la escuchas cuando te habla. Piensa que prestarás más atención si nosotros te damos el recado de su parte.

Vale, escucho.

Angela está cabreada y empieza a perder la paciencia. Dice que tienes una semana más y que si para entonces no respondes, cogerá el teléfono y hará esa llamada. ¿Entendido?

Sí, lo he entendido.

¿Seguro?

Sí, sí, seguro.

¿Seguro, seguro?

Sí.

Bien. Pero sólo para asegurarme de que no vas a olvidar que estás seguro, te voy a hacer un regalito. Como si fuera un cordel de esos que se atan en el dedo cuando quieres acordarte de algo. ¿Sabes a lo que me refiero?

Creo que sí.

Sin más preámbulo, el gorila se echa hacia atrás para coger impulso y le da un puñetazo en el estómago. Es un cañonazo, un golpe asestado con una fuerza tan colosal y de efectos tan devastadores que le hace perder el equilibrio y caer al suelo mientras el aire se le escapa de los pulmones, y junto con el aire que le sale como un estallido por la tráquea también expulsa todo el contenido de su estómago, el almuerzo y el desayuno, pequeños restos de la cena del día anterior, y todo lo que había dentro de él hace un momento ahora está fuera; y allí se queda tendido, vomitando y jadeando, agarrándose las tripas de dolor mientras los dos individuos corpulentos se alejan ya hacia su coche y lo dejan solo en la calle, un animal herido derribado de un solo golpe, un hombre que desearía estar muerto.

Una hora después, Pilar lo sabe todo. El farol no es tal, y por tanto no puede seguir ocultándoselo. De pronto se encuentran en una situación delicada y es fundamental que conozca la verdad. Al principio se pone a llorar y se niega a creer que su hermana pueda actuar de ese modo, amenazándolo con mandarlo a la cárcel, dispuesta a destrozarle a ella la felicidad a cambio de unas cuantas cosas insignificantes; nada de eso tiene sentido. No son los objetos, explica él. Eso sólo es una excusa. No le cae bien a Angela, desde el principio se ha puesto en contra suya y la felicidad de Pilar no le importa nada si tiene que ver con él. No entiende a qué se debe tal animosidad, pero ahí está, es un hecho y no hay más remedio que aceptarlo. Pilar quiere subirse al coche, ir a la casa y cruzarle la cara a Angela de un bofetón. Eso es lo que se merece, conviene él, pero no puedes hacerlo todavía. Tendrás que esperar a que me vaya.

Es una solución horrible, impensable, pero no queda otra dadas las circunstancias. Tiene que marcharse del estado. No hay alternativa. Debe salir de Florida antes de que Angela coja el teléfono y llame a la policía, y no podrá volver hasta la mañana del veintitrés de mayo, cuando Pilar cumpla los dieciocho. Está tentado de pedirle que se case con él ahora mismo, pero pasan demasiadas cosas a la vez, ambos están abatidos, con los nervios destrozados, y no quiere presionarla ni confundirla, complicar un asunto ya complejo de por sí cuando disponen de tan poco tiempo.

Le dice que un amigo tiene un cuarto para él en alguna parte de Brooklyn. Le da la dirección y promete llamarla todos los días. Dado que volver a casa de su familia ya está fuera de lugar, Pilar se quedará en el apartamento. Extiende un cheque para pagar con antelación seis meses de alquiler, pone el coche a nombre de ella y la lleva luego al banco, donde le enseña a utilizar el cajero automático. Hay doce mil dólares en su cuenta. Retira tres mil para él y deja los nueve mil restantes para ella. Tras ponerle en la mano la tarjeta bancaria, la rodea con el brazo y se alejan juntos bajo la brillante luz del sol de media tarde. Es la primera vez que la toca en público, y lo hace con plena conciencia, como un desafío.

Hace una pequeña maleta con dos mudas de ropa, la cámara y tres o cuatro libros. Deja todo donde está, para convencerla de que volverá.

A primera hora de la mañana siguiente, va sentado en un autocar con rumbo a Nueva York.

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