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Ha venido a Nueva York a trabajar en Días felices, de Samuel Beckett. Será Winnie, la mujer enterrada hasta la cintura en el Acto I y luego enterrada hasta el cuello en el Acto II, y la dificultad a que se enfrenta, el formidable desafío, consistirá en aguantar en esos angostos emplazamientos durante hora y media, pronunciando un monólogo equivalente a sesenta páginas, con alguna que otra interrupción por parte del desventurado y por lo común invisible Willie, y no recuerda haber representado en el pasado un papel teatral, ni el de Nora ni el de la señorita Julia, ni el de Blanche ni el de Desdémona, que fuera tan agotador como éste. Pero le encanta Winnie, responde profundamente a la combinación de patetismo, comedia y terror de la obra, y aunque Beckett sea sumamente difícil, cerebral, a veces oscuro, el lenguaje es tan límpido y preciso, de una sencillez tan esplendorosa, que sentir cómo las palabras le salen de los labios le procura verdadero placer físico. Lengua, paladar, labios y garganta en completa armonía mientras pronuncia las largas y titubeantes divagaciones de Winnie, y ahora que al fin ha llegado a dominar y memorizar el texto, los ensayos han ido mejorando de forma continua, y cuando dentro de diez días empiecen las funciones de preestreno, espera estar preparada para realizar la clase de interpretación a que aspira. Tony Gilbert se ha mostrado duro con ella y cada vez que el joven director la interrumpe por hacer un gesto inadecuado o no marcar la pausa de manera suficiente, se consuela pensando que le suplicó que viniera a Nueva York a hacer de Winnie, que una y otra vez le ha repetido que ninguna actriz en activo podría sacar mejor partido a ese papel. Ha sido duro con ella, sí, pero la obra es dura y ella ha trabajado mucho precisamente por eso, incluso dejando que su cuerpo se echara a perder con objeto de ganar los diez kilos necesarios para convertirse en Winnie, para habitar a Winnie («De unos cincuenta años, bien conservada, de preferencia rubia, regordeta, brazos y hombros desnudos, corpiño escotado, busto generoso…»), y se ha documentado mucho preparándose, leyendo a Beckett, estudiando su correspondencia con Alan Schneider, el primer director de la obra, y ahora sabe que «tiento» es un buen trago, que «rafia» es un cordel fibroso utilizado por jardineros, que las palabras que dice Winnie al principio del Acto II, «Salve, sagrada luz», son una cita del Libro III del Paraíso perdido, que «verde sombra» procede de la Oda a un ruiseñor, y que «ave del alba» viene de Hamlet. El mundo en que está ambientada la obra nunca ha estado claro para ella, un mundo sin oscuridad, un ámbito de luz ardiente e inacabable, una especie de purgatorio, quizás, un páramo poshumano de posibilidades en continua disminución, de movimiento cada vez menor, pero también sospecha que ese mundo podría ser simplemente el escenario en que ella actúe, y aunque en esencia Winnie está sola, hablando consigo misma y con Willie, también es consciente de que se encuentra en presencia de otros, de que el público está ahí, en la oscuridad. «Alguien me sigue mirando. Aún se preocupa por mí. Eso es lo que me parece tan maravilloso. Ojos en mis ojos.» Eso lo comprende. Su vida entera ha girado en torno a eso, exclusivamente.

Es el tercer día del año, la tarde del sábado, 3 de enero, y Morris está cenando con Mary-Lee y Korngold en el Odeon, no muy lejos del ático de Tribeca que han alquilado para sus cuatro meses de estancia en Nueva York. Llegaron a la ciudad justo cuando él hacía los preparativos para marcharse a Inglaterra, y aunque en los últimos meses han hablado varías veces por teléfono, hacía mucho que no se veían, desde 2007, cree recordar, quizá desde 2006. Mary-Lee acaba de cumplir cincuenta y cuatro, y su breve y polémico matrimonio ya no es más que un vago recuerdo. No le guarda rencor ni animadversión, en realidad le tiene bastante cariño, pero sigue siendo un enigma para él, una desconcertante mezcla de ternura y distancia, una perspicaz inteligencia oculta tras unos modales bruscos y turbulentos, sucesivamente generosa y egoísta, graciosa y aburrida (se vuelve insistente en ocasiones), vanidosa y a la vez con una absoluta indiferencia hacia sí misma. De ello da muestra el sobrepeso adquirido para su nuevo papel. Siempre ha estado orgullosa de su esbelta silueta, bien conservada, se ha preocupado por el contenido en grasa de cada trozo de comida que se lleva a la boca, ha convertido en religión el hecho de comer adecuadamente, y ahora, debido a su trabajo, con toda tranquilidad ha mandado su dieta a tomar viento. A Morris le intriga esa versión más amplia y pletórica de su ex mujer y le dice que está preciosa, a lo que ella responde, riendo e inflando luego las mejillas: Una enorme y preciosa hipopótama. Pero está guapa, piensa él, sigue siendo bonita incluso ahora, y a diferencia de la mayoría de las actrices de su generación, no se ha estropeado el rostro con cirugía estética ni inyecciones para quitar las arrugas, por la sencilla razón de que pretende seguir trabajando todo el tiempo que pueda, hasta bien entrada la vejez si es posible, y, como una vez le dijo en broma, si todas las tías de sesenta años van a parecer treintañeras de extraño aspecto, ¿quién va a hacer papeles de madre y abuela?

Lleva mucho tiempo actuando, desde los veintipocos años, y en el atestado restaurante no hay una sola persona que no sepa quién es, miradas y miradas se dirigen a su mesa, hay «ojos en sus ojos», pero ella finge no prestar atención, está acostumbrada a esas cosas, aunque Morris nota que en el fondo le gusta, que esa especie de silenciosa adulación es un regalo que siempre le viene bien. No muchos actores logran permanecer en activo durante treinta años, en particular las mujeres, y sobre todo las mujeres que trabajan en el cine, pero Mary-Lee ha sido lista y flexible, ha estado dispuesta a reinventarse a cada paso a lo largo de toda su trayectoria. Incluso durante la primera racha de éxitos cinematográficos que propiciaron su carrera, se tomaba tiempo libre para trabajar en el teatro, siempre con obras buenas, las mejores, el Bardo y sus herederos modernos, Ibsen, Chéjov, Williams, Albee, y luego, a los treinta y tantos, cuando los grandes estudios dejaron de hacer películas para mayores, no vaciló en aceptar papeles en films independientes de bajo presupuesto (muchos de ellos producidos por Korngold), y después, con más años a sus espaldas, cuando llegó al punto en que empezaba a hacer de madre, dio el salto a la televisión interpretando el papel protagonista en una serie llamada Martha Kane, abogada, que Morris y Willa veían de cuando en cuando, y por espacio de cinco años el programa atrajo a millones de espectadores y ella se hizo aún más popular, lo que quiere decir famosa de verdad. Drama y comedia, papeles de buena y de chica perversa, dinámica secretaria y buscona drogadicta, esposa, amante, cantante y pintora, policía secreta y alcaldesa de una gran ciudad: ha interpretado todo tipo de personajes en toda clase de películas, muchas bastante decentes, algunas de ellas rollos insoportables, pero ninguna actuación mediocre que Morris pueda recordar, con una serie de escenas memorables que lo emocionaron del mismo modo en que lo había conmovido cuando la vio por primera vez en 1978 en el papel de Cordelia. Se alegra de que interprete a Beckett, cree que ha sido inteligente al aceptar un papel de tan enormes proporciones, y mientras la mira ahora desde el otro lado de la mesa, se pregunta cómo esa mujer tan atractiva pero enteramente corriente, esa mujer de humor cambiante y una pasión vulgar por los chistes verdes, es capaz de transformarse en personajes tan diversos y completamente diferentes, de dar la sensación de que lleva toda la humanidad en su interior. ¿Es que aparecer frente a un público de desconocidos y desnudarse las entrañas requiere un acto de valor o es una obsesión, una necesidad de ser mirado, una insensata falta de inhibición lo que impulsa a alguien a hacer eso? Nunca ha sido capaz de determinar la línea que separa la vida del arte. Renzo es igual que Mary-Lee, ambos son cautivos de sus actos, durante años se han lanzado de un proyecto a otro, han producido duraderas obras de arte y sin embargo su vida ha sido una cagada, ambos divorciados dos veces, con una enorme capacidad para compadecerse de sí mismos, en el fondo inaccesibles a los demás: no seres humanos fallidos, exactamente, pero tampoco triunfadores. Almas mutiladas. Los heridos ambulantes, abriéndose las venas y sangrando en público.

Le parece raro estar con ella ahora, otra vez sentado a una mesa de un restaurante neoyorquino, frente a su ex mujer y su marido, extraño porque el amor que una vez sintió por ella ha desaparecido por completo y sabe que Korngold es mucho mejor marido para Mary-Lee de lo que él hubiera sido, y es afortunada de tener a un hombre como ése que se ocupe de ella, que la sostenga cada vez que se tambalee, que le procure los consejos que ella ha escuchado y seguido durante años, que la quiera de un modo que apacigüe sus inquietudes y malos humores, mientras que él, Morris, nunca estuvo a la altura de la tarea de quererla de la forma en que necesitaba ser amada, jamás podría haberle dado consejos sobre su carrera, ni haberla ayudado a mantenerse en pie ni a comprender lo que levantaba remolinos en esa preciosa cabeza suya. Ella es mucho mejor persona de lo que era hace treinta años y todo el mérito es de Korngold, lo admira por haberla rescatado después de dos fracasos matrimoniales, por tirar las botellas de vodka y los frascos de pastillas que empezó a acumular a raíz de su segundo divorcio, por permanecer a su lado en momentos desgarradores, y además de lo que Korngold ha hecho por Mary-Lee, Morris lo admira pura y simplemente por sí mismo, no sólo porque se portó bien con su hijo durante los años en que el muchacho aún estaba con ellos, no sólo porque sufrió la desaparición de Miles como un auténtico miembro de la familia, sino porque además hace muchos años que descubrió que Simon Korngold es una persona absolutamente amable, y lo que a Morris más le gusta de él es el hecho de que nunca se queja. Todo el mundo está padeciendo la crisis, la recesión, cualquiera que sea la palabra que la gente emplee para referirse a la nueva depresión, incluidos los editores de libros, por supuesto, pero Simon se encuentra en una situación mucho peor que la suya: la industria del cine independiente ha quedado destruida, productoras y distribuidoras están cerrando una tras otra y ya hace dos años que realizó su última película, lo que significa que este otoño se ha retirado extraoficialmente y en vez de hacer cine ha aceptado un trabajo para enseñar cinematografía en la Universidad de California, pero no está amargado por eso, o al menos no da muestras de resentimiento, y lo único que dice para explicar lo que le ha pasado es que tiene cincuenta y ocho años y que producir cine independiente es labor para jóvenes. La agotadora búsqueda de capital puede destrozarte la moral a menos que estés hecho de acero, añade, y el fondo de la cuestión es que él ya no tiene temple para eso.

Pero eso viene después. La conversación sobre Winnie y «Salve, sagrada luz» y los hombres de acero no empieza hasta después de que hayan hablado de por qué Mary-Lee ha llamado a Morris hace tres horas para invitarlo a cenar con tan poca antelación. Hay noticias. Ése es el primer punto del orden del día, y momentos después de entrar en el restaurante y ocupar sus asientos a la mesa, Mary-Lee le cuenta lo del mensaje que ha encontrado en el contestador automático a las cuatro de esa misma tarde.

Era Miles, afirma. He reconocido su voz.

Su voz, dice Morris. ¿Quieres decir que no ha dicho su nombre?

No. Sólo el mensaje, un recado breve y confuso. Tal como repito, íntegramente. «Hum.» Larga pausa. «Lo siento.» Larga pausa. «Volveré a llamar.»

¿Estás segura de que era Miles?

Absolutamente.

Korngold dice: Sigo tratando de averiguar lo que quiere decir «lo siento». ¿Siente haber llamado? ¿Siente estar tan azorado como para no dejar un mensaje como es debido? ¿Siente todo lo que ha hecho?

Imposible saberlo, contesta Morris, pero yo me inclinaría por lo de azorado.

Algo va a pasar, asegura Mary-Lee. Muy pronto. Cualquier día.

He hablado con Bing esta mañana, informa Morris, sólo para asegurarme de que todo iba bien. Me ha dicho que Miles tiene novia, una joven cubana de Florida que ha venido a Nueva York a estar con él una semana o así. Creo que se ha marchado hoy. Según Bing, Miles pensaba ponerse en contacto con nosotros en cuanto ella se marchara. Eso explicaría el mensaje.

Pero ¿por qué llamarme a mí y no a ti?, pregunta Mary-Lee.

Porque Miles piensa que todavía sigo en Inglaterra y no estaré localizable hasta el lunes.

¿Y cómo sabe él eso?, pregunta Korngold.

Al parecer, llamó a mi oficina hace dos o tres semanas y le dijeron que el día 5 volvería al trabajo. Eso es lo que me ha dicho Bing, en cualquier caso, y no veo por qué iba a mentirme el muchacho.

Le debemos mucho a Bing Nathan, afirma Korngold.

Se lo debemos todo, conviene Morris. Intenta imaginarte estos siete años pasados sin él.

Tendríamos que hacer algo por él, sugiere Mary-Lee. Extenderle un cheque, regalarle una vuelta al mundo en crucero, algo.

Lo he intentado, contesta Morris, pero no quiere dinero. Se mostró muy ofendido la primera vez que se lo ofrecí, y aún se incomodó más la segunda. Me dijo: No se cobra dinero por comportarse como un ser humano. Un joven con principios. Eso es de respetar.

¿Qué más?, pregunta Mary-Lee. ¿Alguna noticia sobre cómo le va a Miles?

No mucho, contesta Morris. Dice Bing que en general se muestra muy reservado, pero que a la demás gente de la casa le cae estupendamente y él se lleva bien con todos. Callado, como de costumbre. Un tanto deprimido, como es habitual, pero luego se animó cuando llegó la chica.

Que ya se ha ido, recuerda Mary-Lee, y él ha dejado un mensaje en mi contestador diciendo que volverá a llamar. No sé qué voy a hacer cuando lo vea. ¿Cruzarle la cara de un bofetón…, o darle un abrazo y besarlo?

Las dos cosas, sugiere Morris. Primero la bofetada y luego el beso.

Después de eso dejan de hablar de Miles y pasan a Días felices, el futuro del cine independiente, la extraña muerte de Steve Cochran, las ventajas e inconvenientes de vivir en Nueva York, la novedosa opulencia de Mary-Lee (que inspira las mejillas infladas y el comentario de preciosa hipopótama), las próximas novelas de Heller Books, y Willa, ni que decir tiene que hay que preguntar por Willa, es de rigor, pero Morris no tiene deseos de contarles la verdad, ninguna gana de desahogarse y hablarles de su miedo a perderla, de que ya la ha perdido, de manera que dice que Willa está radiante, en plena forma, que el viaje a Inglaterra ha sido como una segunda luna de miel y que le resultaría difícil recordar una época en que haya sido tan feliz. Esa respuesta viene y se va en cuestión de segundos, y luego pasan a otras cosas, otras digresiones, otros comentarios sobre una serie de asuntos importantes e insignificantes, pero Willa ya está en su cabeza, no puede quitársela del pensamiento, y al ver a Korngold y su ex mujer al otro lado de la mesa, la intimidad y afabilidad de su forma de relacionarse, la furtiva y tácita complicidad que existe entre ellos, comprende lo solo que está, la soledad en que vive, y ahora que la cena está llegando a su conclusión teme volver al piso vacío de la calle Downing. Mary-Lee ha bebido el vino suficiente para encontrarse en uno de esos estados suyos expansivos y pródigos, y cuando salen los tres a la calle y se despiden, abre los brazos y le dice: Dame un abrazo, Morris. Un largo y fuerte abrazo para esta vieja gorda. Él abraza el voluminoso abrigo lo bastante fuerte para sentir la carne en su interior, el cuerpo de la madre de su hijo, y entonces ella le responde con la misma fuerza, y luego, con la mano izquierda, le da unas palmaditas en la nuca, como diciéndole no te preocupes más, pronto acabarán estos tiempos aciagos y todo quedará perdonado. Vuelve a la calle Downing a pie, con todo el frío, la bufanda roja bien enrollada al cuello, las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, y esta noche el viento que sopla del Hudson es especialmente fuerte mientras él se dirige por Varick hacia el West Village, pero no se detiene a parar a un taxi, esta noche quiere andar, el ritmo de sus pasos lo tranquiliza como a veces lo hace la música, como los niños se calman cuando sus padres los mecen para que se duerman. Son las diez, no muy tarde, aún pasarán varias horas hasta que se vaya a la cama, y piensa que cuando abra la puerta del piso se instalará en el cómodo sillón del cuarto de estar y pasará las últimas horas del día leyendo un libro, pero cuál, se pregunta, qué libro entre los miles que atestan las dos plantas del dúplex, quizá la obra de Beckett si llega a encontrarla, piensa, la que Mary-Lee está representando ahora, de la que han hablado esta noche, o si no esa de Shakespeare, el pequeño proyecto que ha emprendido en ausencia de Willa, releer todo Shakespeare, las palabras que han llenado sus horas durante estos últimos meses entre la salida del trabajo y el sueño, y ahora le toca La tempestad, según cree, o quizás El cuento de invierno, y si esta noche le resulta imposible leer, si sus pensamientos están tan enredados con Miles y Mary-Lee y Willa como para no poder concentrarse en la lectura, verá una película por televisión, el único sedante en el que siempre se puede confiar, el tranquilizador parpadeo de imágenes, voces, música, el tirón de las historias, siempre las historias, los miles, los millones de narraciones, y sin embargo uno nunca se cansa de ellas, siempre hay espacio en el cerebro para una más, para otro libro, otra película, y tras servirse un whisky en la cocina, se dirige al salón pensando en cine, se decidirá por una película si es que esta noche ponen alguna que merezca la pena ver.

Antes de que pueda sentarse en el cómodo sillón y encender la tele, sin embargo, el teléfono empieza a sonar en la cocina, de modo que da media vuelta y va a cogerlo, sorprendido por lo avanzado de la hora, preguntándose quién podrá llamar un sábado a las diez y media de la noche. El muchacho es el primero que se le ocurre, Miles, que después de llamar a su madre quiere probar con su padre, pero no, no puede ser, Miles no lo llamará hasta el lunes como muy pronto, a menos que suponga, quizá, que su padre ya ha vuelto de Inglaterra y está pasando el fin de semana en casa, o, si no eso, tal vez sólo quiera dejar un mensaje en el contestador, tal como ha hecho esta tarde en el de su madre.

Es Willa, que llama desde Exeter a las tres y media de la madrugada, Willa que solloza angustiada, que dice que tiene un ataque de nervios, que su mundo se está viniendo abajo, que ya no quiere vivir. Sus lágrimas son incesantes y la voz que sale a través de ellas apenas se oye, muy aguda, como de una criatura, y es un verdadero derrumbe, dice él para sí, una persona más allá de la ira, de la esperanza, una persona enteramente consumida, desdichada, infeliz, pulverizada por el peso del mundo, una tristeza tan agobiante como el lastre de la vida. Él no sabe qué hacer, aparte de hablar con ella en el tono más reconfortante que es capaz de adoptar, decirle que la quiere, que cogerá el primer avión para Londres mañana por la mañana, que debe aguantar hasta que él llegue, menos de veinticuatro horas, sólo un día más, y le recuerda la crisis que le sobrevino alrededor de un año después de la muerte de Bobby, las mismas lágrimas, la misma voz debilitada, las mismas palabras, y ella superó entonces aquel trance lo mismo que ahora se sobrepondrá a éste, debe hacerle caso, él sabe de lo que está hablando, siempre se ocupará de ella y no debe responsabilizarse de cosas de las que no tiene la culpa. Hablan durante una hora, dos horas, y el llanto acaba cediendo, al fin empieza a calmarse, pero justo cuando él piensa que ya puede colgar sin peligro, las lágrimas arrancan de nuevo. Le necesita tanto, dice ella, no puede vivir sin él, se ha portado horriblemente, de manera mezquina, vengativa y cruel, se ha convertido en una persona horrorosa, en un monstruo, y ahora se odia a sí misma, nunca podrá perdonárselo, y él trata de tranquilizarla de nuevo diciéndole que debe irse a dormir, que está agotada y ha de irse a la cama, que él estará allí mañana mismo, y finalmente, al cabo, le asegura que se irá a acostar y aunque no consiga dormir le promete que no hará ninguna estupidez, se portará bien, se lo jura. Cuelgan al fin y antes de que caiga otra noche sobre la ciudad de Nueva York, Morris Heller está de vuelta en Inglaterra, yendo de Londres a Exeter para encontrarse con su mujer.

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