El sábado 2de mayo lee en el periódico de la mañana que Jack Lohrke ha muerto a los ochenta y cinco años. El breve obituario relata las tres ocasiones en que escapó milagrosamente a la muerte -los camaradas caídos en la batalla de las Ardenas, el accidente de avión después de la guerra, el autocar despeñado por un barranco-, pero se trata de un artículo muy corto, superficial, que pasa sin detenerse por la mediocre carrera de El Afortunado en las ligas mayores con los Giants y los Phillies y sólo menciona un detalle que Miles no conocía: en el partido más célebre del siglo XX, la final del campeonato de la liga nacional de 1951, el desempate entre los Giants y los Dodgers, Don Mueller, el defensor derecho de los Giants, se rompió el tobillo al pisar la tercera base en la última entrada, y si en vez de ganar el partido con la carrera del triunfo los Giants no hubieran anotado, Lohrke habría sustituido a Mueller en la siguiente entrada, pero fue Branca quien realizó el lanzamiento, Thomson dio un batazo bueno y el partido terminó antes de que el nombre de El Afortunado apareciese en la hoja de anotación. El joven Willie Mays esperando turno, Lohrke el Afortunado haciendo ejercicios de calentamiento para sustituir a Mueller como defensor derecho, y entonces Thomson golpeó el último lanzamiento de la temporada mandando la bola por encima de la cerca del jardín izquierdo y los Giants ganaron el campeonato, se llevaron el trofeo. La necrológica no dice nada de la vida privada de Jack Lohrke el Afortunado, ni una sola palabra sobre matrimonio, hijos ni nietos, no da información acerca de las personas que lo quisieron, simplemente el detalle soso e insignificante de que el santo patrono de la buena suerte trabajó en el departamento de seguridad de la Lockheed cuando se retiró del béisbol.
En cuanto termina de leer el obituario, llama al piso de la calle Downing para acompañar a su padre en el sentimiento por la muerte del hombre de quien tanto hablaron durante los años que los acompañó la buena suerte, los años anteriores a que nadie supiera nada de carreteras en las Berkshires, antes de que enterraran a nadie y de que nadie se fugara de casa, y su padre ha leído, por supuesto, el periódico de la mañana mientras bebía el café y se ha enterado de que El Afortunado ha desaparecido de este mundo. Mala racha, observa su padre. Primero Herb Score en noviembre, luego Mark Fidrych en abril y ahora esto. Miles dice que lamenta no haber escrito una carta a Jack Lohrke para decirle que había sido un personaje muy importante en su familia, y su padre le contesta, sí, eso ha sido un estúpido descuido, ¿por qué no se les había ocurrido años atrás? Miles responde que quizá fuera porque pensaban que su héroe iba a vivir eternamente y su padre se echa a reír, diciendo que Jack Lohrke no era inmortal, sólo afortunado, y aunque lo considerasen su santo patrono, Miles no debe olvidar que los santos también mueren.
Ya ha pasado lo peor. Sólo veinte días para que lo liberen de esa cárcel, luego de vuelta a Florida hasta que Pilar acabe el instituto y después otra vez Nueva York, donde pasarán la primera parte del verano buscando un sitio para vivir en la zona norte de la ciudad. En un asombroso gesto de generosidad, su padre les ha ofrecido quedarse con él en la calle Downing hasta que encuentren apartamento, lo que significa que Pilar no tendrá que pasar una noche más en la casa de Sunset Park, cosa que la asustaba incluso antes de que empezaran a llegar las órdenes de desalojo y ahora le da verdadero pánico. ¿Cuánto tiempo más antes de que aparezca la poli para echarlos? Alice y Ellen ya se han decidido a largarse, y aunque Bing se puso rojo de furia cuando anunciaron su decisión mientras cenaban hace dos noches, las chicas se mantuvieron firmes y Miles cree que su postura es la única sensata que cabe adoptar ya. Se marcharán en cuanto Ellen consiga encontrar a Alice un sitio asequible, lo que probablemente sucederá a mediados de la semana próxima, y si sus circunstancias personales fueran semejantes a las de ellas, él también se marcharía. Sólo veinte días, sin embargo, y mientras tanto no debe abandonar a Bing, sobre todo cuando la empresa se está viniendo abajo, cuando Bing lo necesita tan desesperadamente a su lado, y por tanto piensa quedarse hasta el día 22 y reza para que la poli no se presente antes de esa fecha.
Desea contar con esos veinte días, pero no lo consigue. Obtiene el día y la noche del segundo, el día y la noche del tercero, y a primera hora de la mañana del cuarto se oye un fuerte golpe en la puerta de entrada. Miles duerme profundamente en su habitación de la planta baja detrás de la cocina, y para cuando se despierta y se viste a toda prisa, la casa ya está invadida. Oye pasos que suben pesadamente las escaleras, oye a Bing que grita airadamente a pleno pulmón «¡Quítame las putas manos de encima!», oye a Alice decir a voz en grito que dejen su ordenador en paz, y oye gritar a los polis «¡Fuera de aquí! ¡Largaos!», no sabe cuántos hay, cree que dos, pero pueden ser tres, y cuando abre la puerta de su cuarto, cruza la cocina y llega al vestíbulo de la entrada, la conmoción en el piso de arriba se ha convertido en clamoroso tumulto. Mira a su derecha, ve que la puerta de la calle está abierta y allí se encuentra a Ellen, parada en el porche tapándose la boca con la mano, los ojos desorbitados de miedo, de terror, y luego vuelve la cabeza a la izquierda y fija la mirada en la escalera, en lo alto de la cual ve a Alice, a la corpulenta Alice que forcejea para liberarse de los brazos de un poli enorme, y entonces, cuando alza un poco más la vista, ve a Bing, también en el rellano, con las muñecas esposadas mientras otro poli gigantesco le tira del pelo con una mano y le hinca la porra en la espalda con la otra, y justo cuando está a punto de dar media vuelta y salir corriendo de la casa, ve que el primer poli empuja a Alice escaleras abajo, y mientras la chica cae rodando hacia él, abriéndose la cabeza contra uno de los escalones de madera, el poli enorme que la ha empujado baja corriendo tras ella, y antes de que Miles pueda pararse a pensar lo que hace, le sacude un puñetazo en la mandíbula con el puño bien apretado, y cuando el poli cae derrumbado por el golpe, Miles da media vuelta, sale disparado de la casa, pasa junto a Ellen parada en el porche, alarga la mano izquierda, le coge la mano derecha, la arrastra consigo, bajan los escalones del porche y echan a correr.
Justo a la vuelta de la esquina hay una entrada al cementerio de Green-Wood y hacia allí se dirigen, sin saber si los persiguen o no, pero Miles piensa que si en la casa hay dos polis en vez de tres, entonces el que ha salido ileso estará atendiendo al que él ha golpeado en la mandíbula, lo que significaría que nadie va tras ellos. A pesar de todo, corren todo lo que pueden, y cuando Ellen se queda sin aliento y es incapaz de seguir, se dejan caer un momento sobre la hierba y apoya la espalda contra la lápida de un tal Charles Everett Brown, 1858-1927. A Miles le duele tremendamente la mano y teme habérsela roto. Ellen quiere llevarlo a Urgencias a que le hagan una radiografía, pero él dice que no, que sería muy peligroso, debe mantenerse oculto. Ha agredido a un agente de policía y eso es un delito, un delito grave, y aunque espera no haberle roto la mandíbula al cabrón ese, aunque no le pesa haber partido la cara a alguien que tira a una mujer escaleras abajo, y nada menos que a Alice Bergstrom, la mujer más buena del mundo, no hay duda de que se ha metido en un buen lío, el peor en que se ha visto nunca.
No lleva el teléfono móvil y ella tampoco. Están sentados en el césped del cementerio sin poder acudir a nadie, sin saber si han detenido a Bing o no, sin saber si Alice está bien o no, y por primera vez Miles está demasiado conmocionado para formular un plan de actuación. Ellen le dice que se ha despertado pronto, como de costumbre, a las seis y cuarto o seis y media, y que había salido al porche a tomarse el café cuando llegaron los polis. Fue ella quien abrió la puerta y los dejó entrar. ¿Qué podía haber hecho, más que abrirles y dejarlos pasar? Subieron a la planta de arriba, eran dos, y ella se quedó en el porche mientras subían, y entonces se armó el follón, ella no lo veía, se había quedado en el porche, pero Bing y Alice estaban gritando, los dos polis también gritaban, todo el mundo gritaba, Bing debió de ofrecer resistencia, presentar pelea, y sin duda Alice tenía miedo de que la echaran antes de que pudiera recoger sus papeles, sus libros, sus películas y su ordenador, el ordenador en que tiene guardada toda su tesis, tres años de trabajo en una pequeña máquina, y por eso fue por lo que reaccionó de esa manera y empezó a forcejear con el poli, la tesis de Alice, la batería de Bing y los dibujos de ella de los cinco últimos meses, centenares y centenares de dibujos, y todo se ha quedado dentro, en la casa que seguramente ya está sellada, prohibido el paso, y todo perdido para siempre. Le dan ganas de llorar, está demasiado furiosa para gimotear, no había necesidad de empujar ni zarandear a nadie, por qué no podían los polis comportarse como personas en vez de como animales, y no, no podría llorar aunque quisiera, pero por favor, Miles, le dice, rodéame con los brazos, abrázame, Miles, necesito que me abracen, y Miles estrecha a Ellen contra su pecho y le acaricia la cabeza.
Tienen que hacer algo con su mano. Ya se le está hinchando, la zona en torno a los nudillos se le ha puesto morada, y aunque no hay huesos rotos (ha comprobado que puede mover los dedos un poco sin que aumente el dolor), tiene que ponerse hielo para mitigar la hinchazón. Hematoma. Cree que ésa es la palabra que está buscando: acumulación de sangre localizada en un tejido, un pequeño charco de sangre que chapotea justo debajo de la piel. Deben ponerle hielo en la mano, y también tienen que comer algo. Ya llevan cerca de dos horas sentados en la hierba del cementerio y tienen hambre, aunque no está muy claro que alguno de los dos se encuentre en condiciones de comer nada que les pusieran delante. Se ponen en pie y echan a andar, avanzando con rapidez entre las tumbas en dirección a Windsor Terrace y Park Slope, a la entrada del cementerio en la calle Veinticinco, por donde salen de la necrópolis, y una vez que llegan a la Séptima Avenida siguen andando sin parar hasta la calle Seis. Ellen le dice que la espere fuera y entra en una tienda de móviles T-Mobile para hablar con su nuevo novio, su antiguo novio, es una historia complicada, y unos momentos después, abre la puerta del apartamento de Ben Samuels en la calle Cinco, entre la Sexta y la Séptima Avenida.
No pueden quedarse mucho tiempo ahí, dice ella, sólo unas horas, no quiere implicar a Ben en eso, pero al menos es algo, una oportunidad de descansar un poco hasta que se les ocurra lo que pueden hacer. Se lavan, Ellen prepara unos sándwiches de queso y luego llena una bolsa de plástico con cubitos de hielo y se la da a Miles. Él quiere llamar a Pilar, pero es muy pronto, ahora está en el instituto, y no enciende el teléfono hasta que vuelve al apartamento a las cuatro de la tarde. ¿Qué hacemos ahora?, pregunta Ellen. Miles piensa un momento y entonces recuerda que su padrino vive cerca de allí, justo a unas manzanas de donde ahora están sentados, pero cuando llama al número de Renzo, no cogen el teléfono, es el contestador automático quien le habla, y sabe que Renzo está o bien trabajando o bien fuera de la ciudad, y por tanto no se molesta en dejar un mensaje. No queda nadie salvo su padre, pero igual que Ellen se muestra reacia a involucrar a su novio, él se niega a considerar la idea de meter en este lío a su padre, que es la última persona del mundo a quien ahora quiere pedir ayuda.
Como si fuera capaz de leerle el pensamiento, Ellen dice: Tienes que llamar a tu padre, Miles.
El niega con la cabeza. Imposible, contesta. Ya he hecho pasar por demasiadas cosas a ese hombre.
Si tú no lo haces, lo haré yo.
Por favor, Ellen. Déjalo en paz.
Pero Ellen insiste y un momento después ya está marcando el número de Heller Books en Manhattan. Miles se disgusta tanto por lo que hace Ellen que sale de la cocina y se encierra en el cuarto de baño. No lo puede soportar, se niega a oírlo. Preferiría darse una puñalada en el corazón que oír hablar a Ellen con su padre.
Pasa el tiempo, no sabe cuánto, tres, ocho minutos, dos horas, y entonces Ellen llama a la puerta y le dice que salga, que su padre está al corriente de lo que ha pasado esta mañana en Sunset Park y lo está esperando al otro lado de la línea telefónica. Abre la puerta, ve que Ellen tiene los ojos llenos de lágrimas, le pasa suavemente la mano izquierda por la cara y se dirige a la cocina.
La voz de su padre dice: Hace una hora se han presentado dos detectives en la oficina. Afirman que has roto la mandíbula a un agente de policía. ¿Es cierto?
Tiró a Alice por las escaleras, contesta Miles. Perdí los estribos.
Bing está en la cárcel por resistirse a la autoridad. Alice se encuentra en el hospital, con conmoción cerebral.
¿Es grave?
Está consciente, le duele la cabeza, pero no hay lesiones irreversibles. Probablemente le darán el alta mañana por la mañana.
¿Y adónde irá? Ya no tiene sitio donde vivir. Es una persona sin hogar. Como todos nosotros.
Quiero que te entregues, Miles.
Ni hablar. Me encerrarán durante años.
Circunstancias atenuantes. Brutalidad policial. Sin antecedentes. Dudo que pises la cárcel.
Es su palabra contra la nuestra. El poli dirá que Alice tropezó y se cayó, y el jurado lo creerá. Hemos entrado ilegalmente en propiedad ajena, somos una pandilla de okupas, vagabundos gorrones.
No querrás pasarte el resto de la vida huyendo de la policía, ¿verdad? Ya has huido demasiado. Es hora de dar la cara y afrontar las consecuencias, Miles. Y yo la daré contigo.
No puedes. Tienes buen corazón, papá, pero esto es sólo cosa mía.
No, no es sólo tuya. Vas a tener un abogado. Y yo conozco unos cuantos que son cojonudos. Todo va a salir bien, créeme.
Lo siento. Lo lamento mucho, coño.
Escúchame, Miles. Hablar por teléfono no resuelve nada. Tenemos que discutirlo en persona, cara a cara. En cuanto cuelgue, me voy derecho a casa. Coge un taxi y vete para allá lo antes posible. ¿De acuerdo?
De acuerdo.
¿Lo prometes?
Sí, lo prometo.
Media hora después, está sentado en el asiento trasero de un Dodge de alquiler con conductor, camino de la calle Downing en Manhattan. Ellen ha ido al banco con la tarjeta de él y ha vuelto con mil dólares del cajero automático, se han despedido con un beso y, mientras el coche avanza entre el nutrido tráfico hacia el puente de Brooklyn, se pregunta cuánto tiempo pasará antes de que vuelva a verla. Ojalá pudiera ir al hospital para visitar a Alice, pero sabe que no es posible. Ojalá pudiera ir a la cárcel en que han encerrado a Bing, pero sabe que es imposible. Se aprieta el hielo contra la mano hinchada y mientras la mira, piensa en el soldado sin manos de la película que vio con Alice y Pilar en el invierno, el joven soldado que vuelve a casa de la guerra, incapaz de desnudarse e irse a la cama sin la ayuda de su padre, y tiene la impresión de haberse convertido en ese muchacho, que no puede hacer nada sin que su padre lo ayude, un chico sin manos, un muchacho que no debería tener manos, un chico a quien las manos no han traído sino problemas en la vida, sus coléricas y agresivas manos, esas manos que empujan llenas de furia, y entonces le viene a la memoria el nombre del soldado de la película, Homer, Homer Nosecuántos, como el poeta Homero, que escribió la escena sobre Odiseo y Telémaco, padre e hijo juntos después de tantos años, lo mismo que su padre y él, y el nombre de Homero le hace pensar en el hogar, como en la expresión «sin hogar», todos están ahora sin hogar, tal como ha dicho a su padre por teléfono, Alice y Bing son personas sin hogar, y él también, la gente de Florida que vivía en las casas que él limpiaba son personas sin hogar, sólo Pilar tiene hogar, ahora ella es su techo, y de un puñetazo lo ha destruido todo, ya nunca vivirán juntos en Nueva York, ya no hay futuro para ellos, ya no hay esperanza, y aunque ahora huya a Florida para estar a su lado, no habría esperanza para ellos, y si se queda en Nueva York para defenderse en los tribunales, tampoco podrán esperar nada, ha decepcionado a su padre, ha fallado a Pilar, ha defraudado a todo el mundo, y mientras el coche cruza el puente de Brooklyn y contempla los enormes edificios de la otra orilla del East River, piensa en las construcciones perdidas, en los edificios derruidos e incendiados que ya no existen, los inmuebles perdidos y las manos perdidas, y se pregunta si vale la pena tener esperanza en el porvenir cuando no hay futuro, y de ahora en adelante, dice para sí, dejará de tener esperanza en nada y vivirá exclusivamente para hoy mismo, para este momento, este instante fugaz, el ahora que está aquí y ya no está, el momento que se ha ido para siempre.