MORRIS HELLER
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Es el último día del año y ha vuelto de Inglaterra una semana antes para asistir al funeral de la hija de veintitrés años de Martin Rothstein, que se ha suicidado en Venecia la víspera de Nochebuena. Ha publicado la obra de Rothstein desde la fundación de Heller Books. Marty y Renzo eran los únicos norteamericanos en el primer catálogo, dos estadounidenses junto a Per Carlsen de Dinamarca y Annette Louverain de Francia, y treinta y cinco años después les sigue publicando a todos, forman el núcleo de los escritores de la casa y es consciente de que sin ellos no sería nada. La noticia le llegó la noche del 24, un correo electrónico masivo enviado a cientos de amigos y conocidos que leyó en el ordenador de Willa en su habitación del hotel Charlotte Street, en Londres, el severo y descarnado mensaje de Marty y Nina de que Suki se había quitado la vida, con aviso de que seguiría información sobre la fecha del funeral. Willa no quería que él asistiera. Pensaba que le afectaría demasiado, había habido muchos funerales ese año, ahora se estaban muriendo demasiados amigos, y ella sabía lo destrozado que estaba por todas esas pérdidas, ésa fue la palabra que empleó, «destrozado», pero él contestó que tenía que estar allí por ellos, sería imposible no acudir, el deber de la amistad lo exigía, y cuatro días después cogió un avión de vuelta a Nueva York.

Ahora estamos a 31 de diciembre, a última hora de la mañana del último día de 2008, y cuando se apea del metro de la línea Uno y sube las escaleras hasta la esquina de Broadway con la calle Setenta y nueve, la atmósfera está cargada de nieve, una nevada espesa y húmeda que cae de un cielo blanquecino, gruesos copos que remolinean entre la tempestuosa penumbra, disipando el color de los semáforos, blanqueando el capó de los coches que pasan, y cuando llega al centro social de Amsterdam Avenue, parece que lleva un sombrero de nieve. Suki Rothstein, Susanna de nombre, la niña que vio por primera vez dormida en el brazo derecho de su padre hace veintitrés años, la joven que se licenció summa cum laude en la Universidad de Chicago, la artista en ciernes, la pensadora precozmente dotada, escritora, fotógrafa, que fue a Venecia el pasado otoño para trabajar en calidad de interna en la Colección Peggy Guggenheim y allí fue, en el servicio de señoras de ese museo, sólo unos días después de dirigir un seminario sobre su propia obra, donde se ahorcó. Willa tenía razón, él lo sabe, pero ¿cómo no estar destrozado por la muerte de Suki, cómo no ponerse en la piel de su padre y sufrir los estragos de su absurda muerte?

Recuerda cuando se encontró con ella hace unos años en la calle Houston a la luminosidad de última hora de la tarde de final de primavera o principios de verano. Iba camino del baile de su instituto, engalanada con un vistoso vestido rojo, tan encarnado como el tomate más rojo de Jersey, y la sonrisa resplandecía en su rostro cuando se la encontró aquella tarde, rodeada de amigos, feliz, saludándolo y despidiéndose de él con un beso cariñoso, y desde aquel día en adelante mantuvo esa imagen de ella en su memoria como la personificación por excelencia de la exuberancia y esperanza juveniles, un ejemplo singular de la dorada juventud. Ahora piensa en la fría humedad de Venecia en pleno invierno, los canales desbordándose y dejando las calles hasta las rodillas de agua, la estremecida soledad de las habitaciones sin calefacción, una cabeza estallando por la fuerza de la oscuridad que reina en su interior, una vida rota por el exceso y la escasez de este mundo.

Entra en el edificio arrastrando los pies junto a más gente, una multitud que poco a poco va sumando doscientas o trescientas personas, y ve toda una serie de rostros conocidos, el de Renzo entre ellos, pero también el de Sally Fuchs, Don Willingham, Gordon Field, toda una serie de viejos amigos, escritores, poetas, artistas, editores y mucha gente joven también, docenas y docenas de hombres y mujeres jóvenes, amigos de la infancia de Suki, del instituto, de la universidad, y todo el mundo habla en voz baja, como si alzarla por encima de un murmullo fuera una ofensa, un insulto contra el silencio de los muertos, y cuando observa los rostros a su alrededor, todos parecen estupefactos, agotados, un tanto ausentes, destrozados. Se abre paso hasta una pequeña sala al fondo del pasillo donde Marty y Nina están recibiendo a los asistentes, los invitados, el cortejo fúnebre, sea cual sea el término empleado para describir a la gente que acude a un funeral, y mientras se adelanta para rodear con los brazos a su viejo amigo, las lágrimas corren por las mejillas de Marty que entonces lo abraza y apoya la cabeza en su hombro diciendo Morris, Morris, Morris mientras su cuerpo se sacude contra él en un espasmo de jadeantes sollozos.

Martin Rothstein no está hecho para tragedias de esa magnitud. Es una persona llena de ingenio y eufórico encanto, un escritor animadísimo, de frases barrocas, festivamente construidas, con un olfato satírico perfecto, un agitador intelectual con grandes pasiones, incontables amigos y un sentido del humor semejante al de los cómicos del Borscht Belt. Ahora llora amargamente, abrumado por la pena, por la forma más cruel y lacerante del dolor, y Morris se pregunta cómo puede esperarse que un hombre en tales condiciones se ponga a hablar delante de toda esa gente cuando empiece la ceremonia. Y sin embargo, poco después, cuando la comitiva fúnebre se ha instalado en el auditorio y Marty sube al escenario para pronunciar su panegírico, está tranquilo, tiene los ojos secos, parece completamente recobrado de la crisis nerviosa sufrida en el recibidor. Lee un discurso que lleva escrito, un texto que sin duda ha sido posible por el largo tiempo que han tardado en expedir el cadáver de Suki de Venecia a Nueva York, alargando el intervalo entre la muerte y el entierro, y en esos días inquietos y vacíos en que esperaba la llegada del cadáver de su hija, Marty se puso a escribir esa alocución. Con Bobby, no había habido palabras. Willa no había sido capaz de escribir ni decir nada, el accidente los había dejado apabullados, en un estado de muda incomprensión, un dolor callado y sangrante que duró meses, pero Marty es escritor, se ha pasado toda la vida componiendo palabras y frases, párrafos, libros enteros, y el único modo que tenía de reaccionar ante la muerte de su hija era escribiendo sobre Suki.

Han colocado el féretro en el escenario, un ataúd blanco rodeado de flores rojas, pero no es una ceremonia religiosa. Ningún rabino ha venido a oficiarla, no se rezan oraciones, y nadie que sube al estrado trata de extraer sentido ni consuelo de la muerte de Suki: sólo se constata el hecho, su horror. Alguien toca un solo de saxofón, otro toca al piano una coral de Bach, y en un momento dado, Anton, el hermano pequeño de Suki, con laca de uñas roja en honor de su hermana, toca, como canto fúnebre y sin acompañamiento, una melodía de Cole Porter (Cada vez que nos decimos adiós / me muero un poco), en una interpretación tan drásticamente lenta, tan empapada de melancolía, tan angustiosa, que la mayor parte de los congregados está llorando cuando llega al final. Se acercan escritores al atril y leen poemas de Shakespeare y Yeats. Amigos y compañeros de estudios cuentan anécdotas de Suki, la rememoran, evocan «la apasionada intensidad de su espíritu». El director de la galería donde expuso su única muestra habla sobre su obra. Morris no se pierde una palabra, escucha cada nota tocada y cantada, a punto de desintegrarse en cualquier momento durante la hora y media de ceremonia, pero es el discurso de Marty lo que está más cerca de derrumbarlo, una valerosa y abrumadora muestra de elocuencia que lo estremece con su franqueza, la brutal precisión de su pensamiento, la rabia, la pena, la culpa y el amor que empapa cada una de sus expresiones. Durante los veinte minutos que dura el discurso de Marty, Morris se imagina tratando de hablar de Bobby, de Miles, del Bobby muerto hace mucho y del Miles ausente, pero sabe que nunca tendría valor para enfrentarse a un público y expresar sus sentimientos con tan descarnada sinceridad.

Después hay un intervalo. Sólo los Rothstein y sus parientes más cercanos irán al cementerio de Queens. Todo el mundo está invitado al apartamento de Marty y Nina a las cuatro de la tarde, pero ahora el cortejo fúnebre deberá dispersarse. Se alegra de que le eviten la dura prueba de ver cómo descienden el féretro a la fosa, la excavadora volviendo a rellenar la sepultura, a Marty y Nina deshechos en lágrimas. Renzo lo alcanza en el vestíbulo de entrada y salen juntos en plena nevada con idea de buscar un sitio para comer. Renzo es lo bastante inteligente como para haberse traído un paraguas y, mientras Morris estornuda a su lado, le pasa el brazo por el hombro. Ninguno dice una palabra. Son amigos desde hace cincuenta años y cada uno sabe lo que está pensando el otro.

Acaban en un delicatessen judío de Broadway, en la parte baja de la calle Ochenta, una vuelta a su niñez neoyorquina, una cocina casi desaparecida a base de carne picada de hígado, sopa de albóndigas matzo, sándwiches de fiambre y pastrami, cocido, tortitas de queso, pepinillos en vinagre. Renzo ha estado de viaje, no se han visto desde la publicación de Los diálogos de la montaña en septiembre y Morris tiene la impresión de que su amigo está cansado, más demacrado que de costumbre. ¿Cómo es que se han hecho viejos?, se pregunta. Ambos tienen sesenta y dos años, y aunque se encuentran en buen estado de salud y ninguno de los dos está calvo, ni gordo ni ya para el arrastre, el pelo se les ha vuelto gris, tienen entradas en la frente y han llegado a ese punto de la vida en que las mujeres con menos de treinta años, quizás incluso de cuarenta, ni los miran al pasar. Recuerda a Renzo cuando era joven, un escritor novel recién salido de la universidad que vivía en un apartamento de cuarenta y nueve dólares al mes del Lower East Side, en un edificio de viviendas junto al tendido ferroviario con una bañera en la cocina y seis mil cucarachas manteniendo congresos políticos en todos los armarios, tan pobre que durante tres años tuvo que conformarse con una sola comida al día mientras trabajaba en su primera novela, que acabó destruyendo porque no le parecía lo bastante buena, cosa que hizo frente a las protestas de Morris y la oposición de su novia, quienes la encontraban realmente buena, y ahora fíjate, piensa Morris, cuántos libros desde aquel manuscrito quemado (¿diecisiete, veinte?), publicados en todos los países del mundo, incluso en Irán, por amor de Dios, cuántos premios literarios, cuántas medallas, llaves de ciudades, doctorados honorarios, cuántos libros y disertaciones escritos sobre su obra, y nada de eso le importa, se alegra de tener algo de dinero, de estar libre de las agobiantes penalidades de los primeros años, pero su fama le deja frío, no tiene ningún interés en sí mismo como presunto personaje público. Sólo quiero desaparecer, dijo una vez a Morris, en el más tenue de los murmullos, con la mirada perdida y una expresión afligida en los ojos, como si estuviera hablando para sus adentros. Sólo quiero desaparecer.

Piden la sopa y los sándwiches, y cuando el camarero latinoamericano se aleja con los menús (un camarero latino en un restaurante judío, a los dos les gusta eso), Morris y Renzo empiezan a hablar del funeral, cambiando impresiones de lo que acaban de presenciar en el salón de actos del centro social. Renzo no conocía a Suki, sólo la vio una vez cuando era pequeña, pero conviene con Morris en que el discurso de Rothstein ha sido un trabajo muy convincente, casi increíble cuando se considera que lo escribió en las circunstancias más espantosas, en un momento en que poca gente habría tenido fuerzas para dominarse y escribir una sola palabra, y mucho menos el panegírico apasionado, complejo y lúcido que han oído esta mañana. Renzo no tiene hijos, dos ex mujeres pero ningún hijo, y teniendo en cuenta lo que Marty y Nina están pasando ahora, considerando lo que Willa y él han tenido que pasar, primero con Bobby y luego con Miles, Morris siente algo cercano a la envidia al pensar que Renzo tomó hace muchos años la acertada decisión de no querer saber nada de hijos, de evitar el irremediable desastre y la potencial desolación de la paternidad. Casi espera que Renzo se ponga a hablar de Bobby ahora, tan evidente es el paralelismo, y seguro que comprende lo difícil que ha sido este funeral para él, pero precisamente porque Renzo lo entiende, no habla de ello. Es muy discreto para eso, muy consciente de lo que Morris está pensando para entrometerse en su dolor, y apenas unos segundos después de que Morris entienda a su vez esa renuencia a inmiscuirse en su vida, Renzo cambia de tema, eludiendo a Bobby y el sombrío territorio de los hijos muertos, y le pregunta cómo se las arregla para capear la crisis, refiriéndose a la económica, y en qué situación se encuentra Heller Books en ese mar de dificultades.

Morris le dice que el barco sigue a flote, pero un poco escorado a estribor, y durante los últimos meses han estado arrojando por la borda el exceso de carga. Su principal preocupación es mantener el personal tal como está, y hasta el momento no ha tenido que prescindir de nadie, pero el catálogo de publicaciones se ha recortado en un veinte o veinticinco por ciento. El año pasado publicaron cuarenta y siete libros, frente a treinta y ocho esta temporada, pero sus ganancias sólo han disminuido un once por ciento, en gran medida gracias a Los diálogos de la montaña, que va por la tercera edición, con cuarenta y cinco mil ejemplares de tapa dura vendidos. Hasta dentro de un tiempo no se conocerán las cifras de las ventas navideñas, pero aunque resulten inferiores a lo esperado, no prevé un desastre absoluto. Louverain, Wyatt y Tomesetti han publicado libros potentes este otoño y la serie policíaca en rústica parece haber tenido buena acogida, pero son tiempos difíciles para primeras novelas, muy complicados, y se ha visto obligado a rechazar a buenos escritores jóvenes, libros que hace un par de años habrían tenido alguna oportunidad, y eso le parece preocupante, porque el propósito de Heller Books es precisamente el de fomentar nuevos talentos. Sólo hay programados treinta y tres libros para 2009, pero Carlsen está en la lista, Davenport también y luego, ni que decir tiene, cuentan con la novela corta de Renzo, el breve volumen que escribió justo después de Los diálogos de la montaña, el imprevisto libro en que tantas esperanzas ha puesto, y quién sabe, si todas las librerías independientes de Estados Unidos no quiebran en los próximos doce meses, podría resultar un año bastante decente. Al oírse hablar, casi empieza a sentirse optimista, pero a Renzo sólo le cuenta parte de la historia, dejando al margen el hecho de que cuando empiecen a venir las devoluciones de Los diálogos de la montaña las cifras de ventas descenderán entre siete y diez mil ejemplares, sin mencionar que 2008 va a ser la peor temporada de la casa en treinta años, y tampoco le informa de que necesita un nuevo inversor que ponga más capital en la empresa o el barco se hundirá de aquí a dos años. Pero no es preciso que se entere de nada de eso. Renzo escribe libros y él los publica, y Renzo seguirá escribiendo y publicando libros aunque él haya cerrado el negocio.

Después de que llegue la sopa, Renzo pregunta: ¿Qué noticias hay del chico?

Está aquí, contesta Morris. Desde hace dos o tres semanas.

¿Aquí, en Nueva York?

En Brooklyn. Viviendo en una casa abandonada de Sunset Park con otra gente.

¿Te lo ha dicho nuestro amigo el batería?

Nuestro amigo el batería es uno de los que vive allí. Ha invitado a Miles a que viniera de Florida y el chico ha aceptado. No me preguntes por qué.

A mí me parecen buenas noticias.

Puede. El tiempo lo dirá. Bing dice que piensa llamarme, pero hasta ahora, ningún mensaje.

¿Y si no llama?

Entonces todo sigue igual.

Piénsalo, Morris. Lo único que tienes que hacer es subirte a un taxi, ir a Brooklyn y llamar a la puerta. ¿No te dan tentaciones?

Claro que me tienta. Pero no puedo hacerlo. Él fue quien se marchó y él es quien tiene que volver.

Renzo no insiste y Morris le agradece que deje ahí la cuestión. Como padrino del chico y viejo amigo del padre, Renzo ha venido participando en esa grotesca historia desde hace siete años, y a estas alturas queda poco por decir. Morris le pregunta por su reciente viaje, sus escapadas a Praga, Copenhague y París, su lectura en el teatro Max Reinhardt de Berlín, el premio que le han dado en España, y Renzo afirma que ha sido una distracción bienvenida, que últimamente ha estado bajo de moral y le ha sentado bien cambiar de aires durante unas semanas, estar en un sitio distinto del interior de su propia cabeza. Morris le ha oído decir esa clase de cosas desde que puede recordar. Renzo siempre tiene un bajón de ánimo, cada libro que termina siempre es el último que escribirá en la vida y luego, por la razón que sea, el bajón se interrumpe misteriosamente y está de nuevo en su habitación, escribiendo otro libro. Sí, dice Renzo, sabe que ya ha dicho eso antes, pero ahora es diferente, no sabe por qué, esta vez la parálisis empieza a tener carácter permanente. Terminó Paseo nocturno afinales de junio, prosigue, hace más de seis meses, y desde entonces no ha hecho absolutamente nada. Fue un libro muy breve, sólo ciento cincuenta y tantas páginas, pero pareció exigirle todo lo que tenía, lo escribió en una especie de frenesí, en menos de tres meses de principio a fin, trabajando más y con mayor concentración que en cualquier otro momento de todos los años que lleva escribiendo, apresurándose, apretando el paso con energía como un corredor a toda marcha durante catorce kilómetros, y por estimulante que fuese correr a esa velocidad, algo se derrumbó en él al cruzar la línea de meta. Han pasado seis meses y no tiene planes, ni ideas ni proyecto en que ocuparse para pasar el tiempo. Cuando no ha salido de viaje, se sentía apático, desmotivado, sin ganas de volver a su escritorio y ponerse a trabajar de nuevo. Ya ha experimentado antes esos paréntesis, sí, pero ninguno tan pertinaz ni prolongado como éste, y aunque todavía no ha llegado a un estado de alarma, empieza a preguntarse si no es el final, si la antigua llama no ha acabado ya por extinguirse. Entretanto, pasa el tiempo sin apenas hacer nada: lee libros, piensa, sale a dar un paseo, ve películas, sigue las noticias del mundo. En otras palabras, está descansando, pero por otro lado es un descanso un poco raro, observa, un reposo impaciente.

El camarero les trae los sándwiches y antes de que Morris pueda decir nada acerca de esa explicación medio en serio y medio en broma de su agotamiento mental, Renzo, cambiando radicalmente de actitud, contradiciendo todo lo que acaba de decir, cuenta a Morris que mientras volaba de Europa a casa el otro día se le ocurrió el germen de una idea, el principio más elemental de una idea para un ensayo, una obra de no ficción, algo así. Morris sonríe. Creía que se te habían agotado las ideas, dice. Bueno, contesta Renzo encogiéndose de hombros, a la defensiva pero con un destello de humor en los ojos, a veces le viene a uno alguna chispa.

Iba en el avión, explica, en una plaza de primera clase pagada por la gente que le dio el premio, el miedo a volar un tanto mitigado por el suave asiento de cuero, el caviar y el champán, estúpido lujo entre las nubes, con una abundante selección de películas a su disposición, no sólo nuevas cintas de Europa y Estados Unidos sino antiguas también, clásicos venerados, bagatelas de las fábricas de sueños de ambos lados del Atlántico. Acabó viendo Los mejores años de nuestra vida, que había visto una vez hacía mucho tiempo y por tanto tenía completamente olvidada, una película bonita, le pareció, bien interpretada por los actores, una encantadora obra de propaganda destinada a convencer a los norteamericanos de que los soldados que volvían de la Segunda Guerra Mundial acabarían adaptándose finalmente a la vida civil, no sin llevarse algunos encontronazos, desde luego, pero al final todo iría bien, porque esto es Estados Unidos y aquí todo sale siempre a pedir de boca. Sea como sea, le gustó la película, lo ayudó a pasar el tiempo, pero lo que más le interesó no fue la película en sí, sino un papel secundario interpretado por uno de los actores, Steve Cochran. Sólo tiene una pequeña intervención de cierta importancia, un breve y petulante enfrentamiento con el protagonista, cuya mujer ha estado saliendo a escondidas con Cochran, pero en el fondo eso tampoco fue lo que le interesó, la interpretación de Cochran es un asunto que le trae completamente sin cuidado, lo importante es la historia que su madre le contó una vez de que había conocido a Cochran durante la guerra, sí, su madre, Anita Michaelson, de soltera Cannobio, que murió hace cuatro años habiendo cumplido los ochenta. Su madre era una mujer esquiva, muy reservada en lo que se refería al pasado, pero cuando Cochran murió a los cuarenta y ocho años en 1965, justo después de que Renzo cumpliera los diecinueve, ella debía de haber bajado la guardia lo suficiente para sentir que necesitaba desahogarse, de manera que le contó su breve idilio con el teatro a principios de los años cuarenta, cuando era una muchacha de quince, dieciséis o diecisiete años, y que en cierto grupo de teatro neoyorquino su camino se cruzó con el de Cochran y se quedó prendada de él. Era un hombre muy guapo, le aseguró, uno de esos ídolos irlandeses morenos y robustos, pero el significado de ese «prendarse» nunca estuvo muy claro para Renzo. ¿Acaso perdió su madre la virginidad con Steve Cochran en 1942, cuando tenía diecisiete años? ¿Vivieron realmente una aventura amorosa, o sólo se trató de un enamoramiento adolescente por un actor de veinticinco años que prometía mucho? Imposible saberlo, pero lo que le contó su madre era que Cochran quería que se fuera a California con él y ella estaba dispuesta a acompañarlo, pero sus padres se enteraron de lo que se estaba cociendo y pusieron inmediatamente fin al asunto. Una hija suya no hacía esas cosas, nada de escándalos en esta familia, olvídalo, Anita. De modo que Cochran se marchó, su madre se quedó y se casó con su padre, y por eso nació él: porque su madre no se fugó con Steve Cochran. Ésa es la idea con la que está jugando, dice Renzo, escribir un ensayo sobre las cosas que no ocurren, las vidas que no se han vivido, las guerras que no se han librado, los mundos en la sombra que corren paralelos al mundo que tomamos por real, lo que no se ha dicho y no se ha hecho, lo que no se recuerda. Peligroso territorio, quizá, pero valdría la pena explorarlo.

Después de llegar a casa, prosigue Renzo, sintió la suficiente curiosidad como para indagar un poco en la vida y la carrera de Cochran. Papeles de gánster en su mayor parte, un par de obras en Broadway con Mae West, nada menos, Al rojo vivo, con James Cagney, el protagonista de IlGrido, de Antonioni, y apariciones en diversas series de televisión de los cincuenta: Bonanza, Los intocables, Route 66, En los límites de la realidad. Creó su propia compañía de producción, de la que apenas salió algo (la información es escasa, y aunque Renzo sienta curiosidad, no es tanta como para seguir explorando ese elemento), pero Cochran parece haber adquirido fama como uno de los más activos mujeriegos de su época. Eso probablemente explica por qué su madre se enamoró de él, continúa Renzo, tristemente, considerando lo fácil que habría sido para un seductor consumado ablandar el corazón de una inexperta muchacha de diecisiete años. ¿Cómo podría haberse resistido al hombre que más adelante tuvo aventuras con Joan Crawford, Merle Oberon, Kay Kendall, Ida Lupino y Jayne Mansfield? También estaba Mamie Van Doren, que al parecer escribió en abundancia sobre su vida sexual con Cochran en una autobiografía publicada hace veinte años, pero Renzo no tiene intención de leer ese libro. En el fondo, lo que más le fascina es lo absolutamente que se han borrado de su memoria los detalles de la muerte de Cochran, que sin duda conoció a los diecinueve años, pero incluso después de la conversación con su madre (que en teoría debió hacer que la historia resultara imposible de olvidar), lo relegó todo al olvido. En 1965, esperando revitalizar su moribunda compañía de producción, Cochran elaboró un proyecto para una película ambientada en Centroamérica o Sudamérica. En compañía de tres mujeres de edades comprendidas entre los catorce y los veinticinco años, presuntamente contratadas como ayudantes, puso rumbo a Costa Rica en su yate de doce metros para empezar a buscar exteriores. Semanas después, la embarcación embarrancó en la costa de Guatemala. Cochran había muerto a bordo a consecuencia de una severa infección pulmonar y las tres aterrorizadas jóvenes, que no sabían nada de navegación ni de pilotar un yate de doce metros, habían ido a la deriva durante los últimos diez días, con la única compañía del cadáver putrescente de Cochran. Renzo afirma que no puede borrar esa imagen de su mente. Las tres asustadas mujeres perdidas en el mar con el cuerpo en descomposición de la estrella del celuloide bajo la cubierta, convencidas de que nunca volverían a pisar tierra.

Y con eso, concluye, adiós a los mejores años de nuestra vida.

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