3

Sabe por qué se marchó Miles. Incluso antes de recibir la carta estaba casi seguro de que el chico había dormido aquella noche en casa, la víspera de la mañana en que Willa y él hablaron tan crudamente sobre él en la cocina. Después de desayunar, abrió la puerta del cuarto de Miles para averiguar si el chico había venido a pasar el fin de semana y cuando vio que la cama estaba vacía, entró y descubrió un cenicero lleno de colillas, una olvidada antología de bolsillo del teatro jacobeo tirada en el suelo y la almohada sin ahuecar, aplastada, en la cama apresuradamente hecha, señales inequívocas de que el chico había dormido allí, y si se había marchado sin hacer ruido a primera hora de la mañana sin molestarse en saludarlos, sin decirles hola ni adiós, eso sólo quería decir que había oído las crueldades que se habían dicho acerca de él y estaba demasiado disgustado para ver a sus padres. Morris no mencionó a Willa su descubrimiento, pero en aquellos momentos no había motivo para sospechar que aquella conversación suscitaría tan drástica respuesta en Miles. Se sentía horrorosamente por haber dicho aquellas cosas, estaba enfadado consigo mismo por no haber defendido al muchacho de manera más clamorosa contra los duros ataques de Willa, pero se figuró que tendría ocasión de disculparse con él la próxima vez que se vieran, aclarar las cosas como pudiera y hacer que se olvidara el asunto. Luego llegó la carta, la desquiciada misiva, falsamente risueña, con la inquietante noticia de que Miles había dejado la universidad. «Harto de estudiar.» El chico no estaba harto. Le encantaba la universidad, pasaba los exámenes con las más altas calificaciones y sólo dos semanas antes, cuando se reunieron el domingo para desayunar en Joe Junior's, Miles le había hablado de las asignaturas que pensaba cursar en el último año. No, abandonar había sido un acto de venganza hostil y de sabotaje a sí mismo, un suicidio simbólico, y a Morris no le cabía duda de que era consecuencia directa de aquella conversación escuchada a escondidas en el piso unos días antes.

Sin embargo, no había por qué alarmarse. Miles pensaba ir a Los Ángeles a pasar un par de semanas con su madre, y todo lo que Morris tenía que hacer era coger el teléfono y llamarlo. Haría lo posible por infundirle un poco de sentido común, y si eso no daba resultado, volaría a California para discutirlo cara a cara con él. Pero no sólo Miles no estaba en casa de Mary-Lee, sino que ella tampoco se encontraba allí. Estaba en San Francisco, filmando el primer capítulo de una nueva serie de televisión, y la persona con la que habló era Korngold, quien le dijo que hacía más de un mes que no tenían noticias de Miles y por lo que él sabía el chico no tenía planes de ir a California en todo el verano.

Desde aquel momento, todos tomaron cartas en el asunto, los cuatro, el padre y la madre, la madrastra y el padrastro, y cuando contrataron a un detective privado para buscar al muchacho desaparecido, cada matrimonio costeó la mitad de los gastos, viviendo ocho meses funestos con informes sobre la marcha de la investigación que anunciaban que la indagación no avanzaba: ni pistas, ni indicios esperanzadores ni el más mínimo dato. Morris se aferró a la teoría de que Miles había desaparecido a propósito, pero al cabo de tres o cuatro meses tanto Willa como Korngold empezaron a flaquear y llegaron poco a poco a la conclusión de que Miles había muerto. Un accidente de alguna clase, pensaban, quizás asesinado, tal vez muerto por su propia mano, era imposible saberlo. Mary-Lee adoptó una postura agnóstica sobre el asunto: sencillamente no lo sabía. Podría estar muerto, sí, pero, por otro lado, el chico tenía problemas, la cuestión de Bobby había sido absolutamente devastadora, Miles se había encerrado en sí mismo desde entonces y estaba claro que tenía que resolver muchas cosas. Escaparse había sido una estupidez, por supuesto, pero a lo mejor salía algo bueno de todo ello, puede que estando solo durante un tiempo encontrara ocasión de aclararse. Morris no discrepaba de ese análisis. En realidad, la actitud de Mary-Lee le pareció bastante impresionante -tranquila, comprensiva y considerada, sin juzgar a Miles pero tratando de entenderlo- y ahora que estaban abocados a enfrentarse juntos a la crisis, comprendió que la madre indiferente e irresponsable sentía más apego por su hijo de lo que él había imaginado. Si algo positivo había salido de la desaparición de Miles, era ese cambio en su percepción de Mary-Lee. Ya no eran enemigos. Se habían convertido en aliados, hasta en amigos, quizás.

Entonces llamó Bing Nathan y todo volvió a ponerse patas arriba. Miles estaba trabajando en Chicago, de cocinero de platos rápidos, y el primer impulso de Morris fue ir para allá y hablar con él -no para presentarle exigencia alguna, simplemente para averiguar lo que pasaba-, pero Willa se opuso y después de llamar a California para dar la buena noticia, Mary-Lee y Korngold se pusieron del lado de ella. Su argumento era el siguiente: el chico tenía veintiún años y estaba capacitado para tomar decisiones; mientras estuviera bien de salud, no tuviese problemas con la justicia, no se encontrara en una institución para enfermos mentales y no les pidiera dinero, no tenían derecho a obligarlo a hacer nada en contra de su voluntad: ni siquiera a hablar con ellos, lo que evidentemente él no tenía intención de hacer. Hay que darle tiempo, concluyeron. Ya lo solucionará él solo.

Pero Morris no les hizo caso. A la mañana siguiente cogió un avión a Chicago y a las tres de la tarde estaba aparcado con un coche de alquiler enfrente de Duke's, una casa de comidas barata y muy frecuentada en un barrio peligroso del South Side. Dos horas después, Miles salió del restaurante con su cazadora de cuero (la que Morris le había regalado por su decimonoveno cumpleaños) y con buen aspecto, muy bueno, en realidad, algo más alto y corpulento de lo que estaba en aquel desayuno dominical de ocho meses y medio atrás; a su lado iba una mujer negra, alta y atractiva, que parecía tener alrededor de veinticinco años, y en cuanto los dos aparecieron por la puerta, Miles rodeó con el brazo los hombros de la mujer, la atrajo hacia sí y le plantó un beso en los labios. Era un beso de alegría, en cierto modo, el beso de un hombre que acaba de terminar sus ocho horas de trabajo y ha vuelto con la mujer que ama, y la muchacha rió ante ese súbito arrebato de cariño, lo abrazó y le devolvió el beso. Un momento después, iban juntos calle abajo, cogidos de la mano y hablando en esa actitud absorta e íntima que sólo es posible en la más estrecha amistad, el amor más profundo, y Morris se quedó allí sentado, inmóvil en el interior del coche alquilado, sin decidirse a bajar la ventanilla y llamar a Miles, sin atreverse a bajar de un salto y correr tras él, y diez segundos después Miles y la mujer torcieron a la izquierda por la primera esquina y desaparecieron de la vista.

Lo ha hecho tres veces más desde entonces, una en Arizona, otra en New Hampshire y la última en Florida, siempre observando desde un sitio donde no podía ser visto, el aparcamiento del almacén en el que Miles cargaba cajas en la parte de atrás de una furgoneta, el vestíbulo del hotel por donde el muchacho pasó precipitadamente ante sus ojos con uniforme de botones, el pequeño parque donde se sentó un día mientras su hijo leía El gran Gatsby para hablar luego con la guapa colegiala que leía el mismo libro, siempre pensando en dar un paso al frente y decir algo, siempre tentado de pelearse con él, de darle un puñetazo, de abrazarlo, de encerrar al chico en un abrazo y darle un beso, pero sin jamás hacer nada, sin decir nada nunca, manteniéndose oculto, observando cómo Miles se hace mayor, viendo cómo su hijo se convierte en un hombre mientras su propia vida mengua y se vuelve trivial, demasiado banal para seguir preocupándose ya por ella, escuchando la invectiva de Willa en Exeter, todo el daño que se ha causado a su pobre, maltratada Willa, Bobby en la carretera, Miles desaparecido, y sin embargo él persevera con todas sus fuerzas, nunca dispuesto del todo a abandonar; aún cree que la historia no ha llegado a su fin, y cuando pensar en ello se hace insoportable, a veces se entretiene con ensoñaciones infantiles sobre cambiar su apariencia física, disfrazarse de tal manera que ni su propio hijo lo reconocería, un demonio del disfraz al estilo de Sherlock Holmes, no sólo ropa y zapatos sino un rostro completamente ajeno, otro pelo, una voz diferente, una transformación completa, un ser que se convierte en otro, y cuántos ancianos distintos se ha inventado desde que se le ocurrió la idea: arrugados pensionistas que cojean con sus bastones o sus andadores de aluminio, viejos con sus canas al viento, su barba blanca larga y suelta, Walt Whitman en su chochez, un simpático anciano que se ha extraviado y aborda al joven para preguntarle el camino, y entonces se ponen a charlar, el viejo invita al joven a tomar una copa y poco a poco se hacen amigos, y ahora que Miles vive en Brooklyn, ahí mismo, en Sunset Park, junto al cementerio de Green-Wood, se le ha ocurrido otro personaje, un personaje neoyorquino que él llama Botellero, uno de esos hombres viejos y acabados que rebuscan comida en contenedores de basura y botellas y latas en depósitos de reciclaje, a cinco centavos la botella, ardua manera de ganarse la vida, pero son tiempos difíciles y no hay que quejarse, y en su imaginación Botellero es un mohawk, descendiente de los indios que se asentaron en Brooklyn a principios del siglo pasado, la comunidad de mohawks que llegó aquí antes que los obreros de la construcción para trabajar en los altos edificios que se levantaban en Manhattan, mohawks porque por alguna razón los miembros de esa tribu no tenían miedo de las alturas, se sentían a gusto en el aire y eran capaces de bailar entre las vigas y travesaños sin sentir el menor miedo ni el temblor del vértigo, y Botellero es un descendiente de aquella gente intrépida que construyó las torres de Manhattan, un tipo chiflado, lamentablemente, que no está muy bien de la cabeza, un viejo chalado que se pasa la vida empujando el carrito del supermercado por el barrio, recogiendo latas y cascos vacíos que le reportarán cinco centavos cada uno, y cuando Botellero hable, con frecuencia salpicará sus observaciones con lemas publicitarios absurdos, estrafalariamente inadecuados, como: «Andaría kilómetros por un Camel», «No salga de casa sin ella», o «Extienda la mano y toque a alguien», y a Miles quizá le haga gracia un hombre dispuesto a caminar kilómetros por un cigarrillo, y cuando Botellero se cansa de sus eslóganes, se pone a citar la Biblia, diciendo cosas como: «El viento tira hacia el sur y rodea al norte, va girando de continuo», o «¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará», y justo cuando Miles está a punto de dar media vuelta y marcharse, Botellero acerca la cara a la suya y grita: «¡ Recuerda, muchacho! ¡La bancarrota no es el final! ¡Sólo un nuevo comienzo!».

Son las diez de la mañana del primer día del nuevo año y está sentado en un reservado de Joe Junior's, la casa de comidas en la esquina de la Sexta Avenida con la calle Doce donde habló con Miles por última vez hace más de dos mil setecientos días, sentado, por casualidad, a la misma mesa en que estuvieron aquella mañana, comiendo huevos revueltos con tostadas untadas de mantequilla, mientras juega con la idea de convertirse en Botellero. Joe Junior's es un local pequeño, un sitio sencillo en un barrio venido a menos compuesto por un mostrador de formica con moldura cromada, ocho taburetes giratorios, tres mesas junto al ventanal delantero y cuatro reservados a lo largo de la pared norte. La comida, en el mejor de los casos, es normal y corriente, el típico menú barato compuesto por dos docenas de combinaciones de desayuno, sándwiches de jamón y queso a la plancha, ensaladas de atún, hamburguesas, bocadillos calientes de pavo y anillos de cebolla fritos. Nunca ha probado los anillos de cebolla, pero cuenta la leyenda que uno de los antiguos parroquianos, Carlton Rabb, ya fallecido, sentía tal pasión por ellos que incluyó una cláusula en su testamento para estipular que antes de que entregaran su cuerpo al eterno descanso metieran de contrabando en su ataúd una ración de anillos de cebolla de Joe Junior's. Morris es plenamente consciente de las deficiencias de Joe Junior's como establecimiento de comidas, pero entre sus ventajas se cuenta la total ausencia de música, la oportunidad de escuchar sin querer conversaciones estimulantes, a menudo muy divertidas, el amplio espectro de su clientela (de mendigos sin hogar a propietarios acomodados) y, lo más importante, el papel que desempeña en su memoria. Joe Junior's era el escenario del ritual del desayuno de los sábados, el sitio adonde llevó cada semana a los niños durante toda su infancia, los tranquilos sábados por la mañana cuando los tres salían del piso de puntillas para que Willa durmiera un par de horas más; y sentarse ahora en ese local, en ese pequeño y anodino restaurante de la esquina de la Sexta Avenida con la calle Doce, es volver a esos innumerables sábados de hace tanto tiempo y rememorar el Edén en que un día vivió.

Bobby perdió todo interés por venir aquí a los trece años (al chico le gustaba dormir), pero Miles siguió con la tradición hasta que acabó el instituto. No todos los sábados por la mañana, desde luego, al menos no después que cumplió siete años y empezó a jugar en la liga infantil del barrio, pero con suficiente frecuencia como para tener la sensación de que el local está impregnado de su presencia. Una criatura tan inteligente, tan seria, con tan poca risa en aquel rostro sombrío, pero justo bajo la superficie una especie de juguetona alegría interior, y cómo disfrutaba con los diversos equipos que se inventaban con los nombres de jugadores verdaderos, el equipo de partes del cuerpo, por ejemplo, con una alineación compuesta por Bill Hands, Barry Foote, Rollie Fingers, Elroy Face, Ed Head y Walt Williams, el Sin Cuello, junto con sustitutos como Tony Armas (Arm) y Jerry Hairston (Hair), o el equipo de finanzas, compuesto por Dave Cash, Don Money, Bobby Bonds, Barry Bonds, Ernie Banks, Elmer Pence, Bill Pounds y Wes Stock. [2] Sí, a Miles le encantaban esas tonterías cuando era pequeño, y cuando le salía la risa, era imparable y a propulsión, se ponía rojo, le faltaba el aliento, como si un fantasma le hiciera cosquillas con dedos invisibles. Pero la mayor parte de las veces los desayunos eran tertulias contenidas, conversaciones apagadas sobre sus compañeros de clase, su aversión a las lecciones de piano (acabó dejándolas), sus diferencias con Bobby, las tareas del colegio, los libros que estaba leyendo, la suerte de los Mets y, en fútbol americano, de los Giants, los aspectos más sutiles del lanzamiento en el béisbol. Entre todos los pesares que Morris ha ido acumulando a lo largo de su vida, está la persistente tristeza de que su padre no llegó a conocer a su nieto, pero de haber vivido lo suficiente, y si por milagro hubiera durado hasta que el chico cumplió los trece años, habría tenido la alegría de ver lanzar a Miles, la versión diestra de él mismo cuando era joven, la prueba viviente de que todas las horas que había pasado enseñando a su hijo a lanzar adecuadamente no habían sido en vano, de que aunque Morris nunca llegara a tener buen brazo, había transmitido las lecciones de su padre a su propio hijo, y hasta que Miles lo dejó en tercer año, los resultados habían sido prometedores -no, más que prometedores: excelentes-. La de lanzador era la posición ideal para él. Soledad y energía, concentración y fuerza de voluntad, el lobo solitario erguido en medio del cuadro interior y que carga con toda la responsabilidad del partido. Por entonces lanzaba sobre todo bolas rápidas y con cambio de velocidad, el movimiento fluido, el brazo sacudiéndose hacia delante siempre en el mismo ángulo, la pierna derecha flexionada impulsando la goma hasta el momento de soltar, pero no bolas curvas ni con inclinación lateral, porque a los dieciséis seguía creciendo y los brazos jóvenes se estropean por la anormal fuerza de torsión requerida para lanzar con energía ese tipo de bolas. Él se llevó una decepción, sí, pero nunca reprochó a Miles que lo dejara en aquel momento. La amargura que lo atormentaba por la muerte de Bobby le exigía un sacrificio de alguna clase, de modo que renunció a lo que más le gustaba en aquel momento de su vida. Pero obligarte a dejar de hacer algo no es lo mismo que renunciar a ello en el fondo de tu corazón. Hace cuatro años, cuando Bing llamó para informar de la llegada de otra carta -desde Albany, en California, justo a las afueras de Berkeley-, mencionó que Miles lanzaba en un equipo de una liga de aficionados en Bay Area, con el que competía contra ex jugadores universitarios que no habían tenido calidad o interés para hacerse profesionales, pero en partidos serios a pesar de todo, y se las arreglaba bien, decía Miles, estaba ganando el doble de partidos de los que perdía y finalmente había aprendido a lanzar una bola curva. Proseguía diciendo que los Giants de San Francisco patrocinaban una prueba a finales de mes y que sus compañeros de equipo lo estaban animando a presentarse, recomendándole que mintiera sobre su edad y les dijera que tenía diecinueve en vez de veinticuatro, pero había decidido no hacerlo. Imagínate, yo firmando un contrato para jugar en las ligas menores más modestas, añadía. Ridículo.

Botellero está pensando, recordando, repasando los incontables sábados por la mañana en que ha desayunado aquí con el chico, y ahora, cuando levanta el brazo para pedir la cuenta, sólo un par de minutos antes de salir de nuevo al frío de la calle, da con algo que no se le ha pasado en años por la mente, un fragmento desenterrado, un reluciente trozo de cristal que se guarda en el bolsillo para llevárselo a casa. Miles tenía diez u once años. Era una de las primeras veces que venían aquí sin Bobby, ellos dos solos, sentados uno frente a otro en uno de los reservados, quizás en este mismo, tal vez en otro, no recuerda cuál, y el muchacho se había traído una redacción que había compuesto para la clase de literatura de quinto o sexto grado, no, no una redacción exactamente, un breve ejercicio de seiscientas o setecientas palabras, un análisis de un libro que el profesor les había asignado como tarea, el libro que habían estado leyendo y discutiendo durante las últimas semanas, y ahora los alumnos tenían que escribir un trabajo, una interpretación de la novela que acababan de terminar, Matar a un ruiseñor, una historia bonita, pensaba Morris, un buen libro para colegiales de esa edad, y el muchacho quería que su padre leyera lo que él había hecho. Botellero recuerda lo tenso que estaba el chico cuando sacó las tres o cuatro hojas de papel de la mochila, esperando el juicio de su padre sobre lo que había escrito, su primera incursión en la crítica literaria, su primer deber de adulto, y por la expresión en los ojos del chico, su padre se hizo cargo de la cantidad de trabajo y pensamiento que había invertido en aquel modesto ejercicio literario. Su composición trataba sobre las heridas. El padre de los dos chicos, el abogado, está tuerto, escribía el muchacho, y el hombre negro al que defiende de la falsa acusación de violación tiene un brazo atrofiado, y más adelante el hijo del abogado se cae de un árbol y se rompe el brazo, el mismo que tiene lisiado el negro inocente, el izquierdo o el derecho, Botellero ya no se acuerda, y el fondo de todo eso, escribía el joven Miles, es que las heridas son una parte fundamental de la vida y a menos que uno esté herido de alguna forma, jamás se hará hombre. Su padre se preguntó cómo era posible que un niño de diez u once años leyera un libro de manera tan concienzuda, que agrupara elementos tan dispares y poco marcados de una historia y viera cómo se desarrollaba una pauta a lo largo de cientos de páginas, que escuchara las notas repetidas, los sonidos tan fácilmente perdidos en el remolino de fugas y cadencias que conforman la totalidad de un libro, y no sólo estaba impresionado por el intelecto que había prestado tan rigurosa atención a los más pequeños detalles de la novela, sino también conmovido por el sentimiento con que había extraído tan profunda conclusión. A menos que uno esté herido, jamás se hará hombre. Aseguró al muchacho que había hecho un trabajo extraordinario, que la mayoría de lectores con el doble o el triple de su edad nunca podrían haber escrito algo ni la mitad de bueno y que sólo una persona con un corazón enorme podría haber interpretado el libro de aquel modo. Estaba muy emocionado, dijo a su hijo aquella mañana de hace diecisiete o dieciocho años, y el caso es que aún le enternecen los pensamientos expresados en aquel breve trabajo, y mientras el cajero le entrega el cambio y sale al frío de la calle, sigue dando vueltas a sus pensamientos y justo antes de llegar a su casa, Botellero se detiene y se pregunta: ¿Cuándo?

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