MILES HELLER

Lo considera una sentencia a seis meses de cárcel sin permisos por buena conducta. Las vacaciones de Navidad y Pascua darán a Pilar un derecho de visita provisional, pero él estará confinado en su celda los seis meses enteros. Ni soñar con fugarse. Nada de excavar túneles en plena noche, nada de enfrentamientos con los guardianes ni de abrirse paso a través de punzantes alambradas, nada de frenéticas carreras por el bosque perseguido por perros. Si es capaz de cumplir su condena sin meterse en líos ni venirse abajo, el veintidós de mayo irá en un autocar de vuelta a Florida y el veintitrés estará con Pilar para celebrar su cumpleaños. Hasta entonces, aguantará como pueda.

«Venirse abajo.» Ésa ha sido la expresión que no ha dejado de utilizar a lo largo de todo el viaje, en las siete conversaciones que ha mantenido con ella durante las treinta y cuatro horas que lleva en la carretera. «No debes venirte abajo.» Cuando no estaba llorando o echando pestes de la maniática zorra de su hermana, parecía entender lo que él trataba de decirle. Se oía a sí mismo profiriendo lugares comunes que sólo dos días antes le habrían parecido inimaginables en sus labios, y sin embargo creía en parte lo que estaba diciendo. Tenían que ser fuertes. Aquello era una prueba y su amor sólo saldría fortalecido de ella. Y luego estaban los consejos de orden práctico, las advertencias de que se aplicara en el instituto, recordara comer lo suficiente, acostarse temprano todos los días, cambiar el aceite del coche a intervalos regulares, leer los libros que le ha dejado. ¿Era un hombre dirigiéndose a su futura esposa o un padre hablando con su hija? Un poco de ambas cosas, quizá. Miles hablando con Pilar. Miles haciendo lo posible por que la chica no se derrumbara, para que él no se desmoronase.

Entra en el Hospital de Objetos Rotos a las tres de la tarde del lunes. Eso era lo convenido. Si llegaba después de las seis, tenía que ir directamente a la casa de Sunset Park. Si aparecía durante el horario de trabajo, debía encontrarse con Bing en su tienda de la Quinta Avenida, en Brooklyn. Una campanilla tintinea cuando abre y cierra la puerta, y al entrar se sorprende de la pequeñez del local, sin duda el hospital más pequeño del mundo, piensa, un santuario sombrío, abarrotado de cosas, con antiguas máquinas de escribir en exposición, un indio de estanco erguido en un rincón a la izquierda, aeromodelos de biplanos y Piper Cubs colgando del techo, y las paredes cubiertas de letreros y carteles con publicidad de productos desaparecidos hace decenios de la escena norteamericana: chicle Black Jack, fijador O'Dell, Geritol, pastillas Carter para el hígado, cigarrillos Old Gold. Al sonido de la campanilla, Bing sale de la trastienda por detrás del mostrador, con aspecto más velludo y voluminoso de lo que recuerda, un colosal palurdo que se precipita sonriente a su encuentro con los brazos abiertos. Bing es todo sonrisas y carcajadas, abrazos de oso y besos en la mejilla, y Miles, con la guardia baja ante la besuqueante bienvenida, estalla en carcajadas a su vez mientras se libera del aplastante abrazo de su amigo.

Bing cierra temprano el Hospital y como sospecha que Miles tiene hambre después del largo viaje, lo lleva unas cuantas manzanas por la Quinta Avenida hasta lo que denomina su sitio favorito para comer, un fonducho destartalado que sirve pescado con patatas fritas, empanada de carne, salchichas con puré de patatas, una muestra completa de auténtica pitanza inglesa. No es de extrañar que Bing se haya ensanchado tanto, piensa Miles, si almuerza esa bazofia grasienta varias veces a la semana, pero lo cierto es que está muerto de hambre, ¿y qué mejor que una buena empanada de carne para llenarse el estómago en un día de invierno? Mientras, Bing le habla de la casa, de su banda, de su amor fallido con Millie, salpicando de vez en cuando sus palabras con algún comentario sobre lo bien que encuentra a Miles y lo que se alegra de volver a verlo. Miles apenas le contesta, está muy ocupado comiendo, pero le impresiona el buen humor y la impetuosa benevolencia de Bing, y cuanto más habla, más siente que su amigo epistolar de los últimos siete años es la misma persona que cuando se vieron la última vez, un poco mayor, desde luego, con algo más de dominio de sí mismo, quizá, pero en esencia la misma persona, mientras que él, Miles, es completamente distinto, una oveja negra sin parecido alguno con el corderito de siete años atrás.

Hacia el final de la comida, una expresión de malestar aflora en el rostro de Bing. Guarda silencio unos momentos, juguetea con el tenedor, baja la vista a la mesa, al parecer sin saber qué decir, y cuando finalmente vuelve a hablar, su voz es mucho más suave que antes, casi un murmullo.

No quisiera entrometerme, dice, pero me preguntaba si tendrías planes.

¿Planes para qué?, pregunta Miles.

Para ver a tus padres, en primer lugar.

¿Acaso es asunto tuyo?

Sí, lamentablemente lo es. Ya llevo mucho tiempo siendo tu fuente de información y creo que voy a jubilarme.

Ya lo has hecho. En cuanto me he bajado hoy del autocar, te has ganado el reloj de oro. Por los años de abnegado servicio. Sabes lo agradecido que te estoy, ¿no?

No necesito que me des las gracias, Miles. Sólo quiero que no vuelvas a joderte la vida nunca más. No ha sido fácil para ellos, ¿sabes?

Lo sé. No creas que no.

¿ Entonces? ¿ Vas a ir a verlos o no?

Quiero ir, espero que…

Eso no es una contestación. ¿Sí o no?

Sí. Claro que sí, acaba diciendo, sin saber si lo hará o no, desconociendo que Bing ha hablado con sus padres cincuenta y dos veces en los últimos siete años, ajeno al hecho de que su padre, su madre y Willa tienen conocimiento de que él va a venir hoy a Nueva York. Naturalmente que iré, repite. Sólo deja que me instale primero, ¿quieres?

La casa no se parece a ninguna que haya visto nunca en Nueva York. Sabe bien que la ciudad está llena de estructuras anómalas que no tienen una conexión manifiesta con la vida urbana -las casas de ladrillo y los apartamentos con jardín en ciertas partes de Queens, por ejemplo, con sus tímidas aspiraciones de barrio residencial, o las pocas construcciones de madera que aún quedan en la zona más al norte de Brooklyn Heights, vestigios históricos de los años 1840-, pero esta casa de Sunset Park no es ni residencial ni histórica, sino una simple chabola, un triste ejemplo de estupidez arquitectónica que no encajaría en parte alguna, ni en Nueva York ni en ningún sitio. Bing no le envió fotografías en la carta, no le describió su aspecto ni le dio detalle alguno, y por tanto no sabía con lo que iba a encontrarse, pero si esperaba algo, desde luego no era eso.

Cuarteadas tejas de madera grisácea, adornos rojizos en torno a las tres ventanas de guillotina de la primera planta, una endeble barandilla pintada de blanco en el porche con huecos en forma de diamante, los cuatro pilares que sostienen el tejadillo pintados de rojo, el mismo color ladrillo de los adornos de las ventanas, pero con los escalones de entrada y la barandilla sin pintar, porque están demasiado astillados para darles una mano de pintura y los han dejado con su aspecto de madera erosionada por los elementos. Alice y Ellen aún siguen trabajando cuando Bing y él suben los seis escalones del porche y entran en la casa. Bing se la enseña, claramente orgulloso de todo lo que han conseguido, y aunque le parece que hay poco sitio (no sólo por el tamaño o el número de las habitaciones sino por la cantidad de cosas que han metido en ellas: los tambores de Bing, los lienzos de Ellen, los libros de Alice), el interior está sumamente limpio, con la luminosidad de unos parches de pintura reciente, y quizá resulte incluso habitable. En la planta baja, la cocina y el baño, y un cuarto en la parte de atrás; tres habitaciones en el piso de arriba. Pero no hay comedor ni sala de estar, lo que significa que la cocina es el único espacio común; junto con el porche cuando haga buen tiempo. Heredará el antiguo cuarto de Millie en la planta baja, lo que es un alivio, teniendo en cuenta que es la que resulta más íntima, si es que el hecho de vivir al lado de la cocina puede proporcionar alguna intimidad. Deja la maleta sobre la cama y, mientras mira por las ventanas, una delante con vistas al solar del coche desmantelado, la otra detrás, frente al abandonado edificio en construcción, Bing le explica las diversas tareas y protocolos que se han ido estableciendo desde que se instalaron. Todos tienen alguna función que desempeñar, pero aparte de las responsabilidades de su labor, cada cual es libre de ir y venir a su antojo. Él es el conserje, el encargado de los arreglos de la casa, Ellen, la mujer de la limpieza y Alice suele hacer la compra y la comida. Puede que Miles quiera compartir el trabajo con Alice, turnándose en la compra y la cocina. Miles no tiene inconveniente alguno. Le gusta guisar, dice, ha adquirido cierta habilidad a lo largo de los años y en eso no tiene problemas. Bing prosigue su exposición diciéndole que suelen desayunar y cenar juntos porque todos andan cortos de dinero y tratan de gastar lo menos posible. El hecho de poner en común sus recursos los ha ayudado a salir adelante, y ahora que Miles se ha incorporado a la casa, sus gastos se reducirán en buena medida. Todos se beneficiarán de su presencia y con eso no se refiere sólo al dinero, sino a todo lo que Miles aportará al espíritu de la casa, y Bing quiere que sepa lo contento que está de que al fin haya vuelto al sitio donde debe estar. Miles se encoge de hombros, y dice que espera poder integrarse, pero en el fondo se pregunta si está hecho para esa especie de vida en grupo, si no sería mejor que buscara un sitio para él solo. El único problema es el dinero, el mismo al que se enfrentan todos los demás. Ya no tiene trabajo y los tres mil dólares que se ha traído no son en realidad más que unos centavos. Le guste o no, pues, de momento no puede hacer otra cosa, y a menos que surja algo que cambie radicalmente las circunstancias, tendrá que aguantar como pueda. Así empieza su condena de prisión. La hermana de Pilar lo ha convertido en el último miembro de Los Cuatro de Sunset Park.

Esa noche, dan una cena en su honor. Es un gesto de bienvenida y aunque preferiría no ser el centro de atención, intenta pasar el apuro sin que se le note lo incómodo que está. ¿Cuáles son sus primeras impresiones de ellos? Alice le parece la más simpática, la más equilibrada, y le hace bastante gracia su manera de enfocar las cosas, directa, de muchacho, propia del Medio Oeste. Una persona bastante culta, con buena cabeza, según descubre, pero sin afectación, sin darse importancia, con facilidad para soltar ocurrencias en momentos inesperados. Ellen le resulta más enigmática. Es a la vez atractiva y repelente, abierta y cerrada al mismo tiempo, y su personalidad parece cambiar de un momento a otro. Largos, embarazosos silencios, y entonces, cuando por fin habla, rara vez deja de hacer algún comentario perspicaz. Miles percibe turbulencia interior, confusión, y sin embargo una profunda ternura también. Si no lo mirase tanto, podría caerle un poco mejor, pero no le ha quitado los ojos de encima desde que se han sentado a la mesa y se siente desconcertado por su descarado y molesto interés hacia él. Luego está Jake, el visitante ocasional de Sunset Park, individuo delgado, medio calvo, de nariz afilada y orejas grandes, Jake Baum, el escritor, novio de Alice. Durante los primeros minutos parece bastante agradable, pero luego Miles empieza a cambiar de opinión con respecto a él, al observar que apenas se molesta en escuchar a nadie salvo a sí mismo, y menos aún a Alice, a quien interrumpe una y otra vez, con frecuencia cortándola en plena frase para continuar con alguna idea suya, y al cabo de poco Miles concluye que Jake Baum es un pelmazo, aunque sea capaz de recitar a Pound de memoria y enumerar de un tirón a los contrincantes de cada serie mundial a partir de 1932. Afortunadamente, Bing parece estar en plena forma y desempeña con entusiasmo su papel de maestro de ceremonias, y a pesar de las invisibles tensiones en el aire, ha mantenido hábilmente el tono frívolo de la velada. Cada vez que se descorcha una botella de vino, se pone en pie para hacer un brindis, celebrando la llegada de Miles, el inminente aniversario del primer cuatrimestre de su pequeña revolución, los derechos de los okupas del mundo entero. El único aspecto negativo de todo ese ambiente de camaradería es el hecho de que Miles no bebe, y él sabe que cuando la gente se encuentra con un abstemio, automáticamente supone que es un borracho en recuperación. Miles nunca ha sido un alcohólico, pero hubo un tiempo en que creyó que bebía demasiado, y cuando lo dejó hace tres años, fue tanto por ahorrar dinero como por motivos de salud. Que piensen lo que quieran, dice para sí, no tiene importancia, pero cada vez que Bing levanta la copa para hacer un brindis, Jake se vuelve hacia Miles y le insta a participar. Un error de buena fe la primera vez, quizá, pero se han hecho otros dos brindis desde entonces y Jake ha seguido cometiéndolo. Si supiera de lo que Miles es capaz cuando está enfadado, dejaría de fastidiarle de inmediato, pero no lo sabe, y si lo vuelve a hacer, la próxima vez podría acabar con la nariz sangrando o la mandíbula rota. Todos estos años luchando por dominar su temperamento y ahora, en su primer día en Nueva York, Miles vuelve a hervir de indignación y está dispuesto a machacar a quien sea.

Las cosas van de mal en peor. Antes de cenar, pidió a Bing que no dijera a nadie quiénes eran sus padres, que dejara los nombres de Morris Heller y Mary-Lee Swann al margen de la conversación, y Bing contestó que por supuesto, faltaría más, pero ahora, justo cuando la cena está finalmente a punto de concluir, Jake empieza a hablar de la última novela de Renzo Michaelson, Los diálogos de la montaña, publicada en septiembre por la editorial de su padre. Puede que no haya nada extraño en eso, el libro se está vendiendo muy bien, sin duda está en boca de mucha gente y Baum también es escritor, lo que significa que debe de tener conocimiento de la obra de Renzo, pero Miles no quiere oírle decir chorradas, de ese libro no, en cualquier caso, que él leyó de cabo a rabo en Florida nada más publicarse, que sólo leía cuando Pilar no estaba en el apartamento porque era demasiado importante para él, y desde la primera página comprendió que los dos hombres de sesenta años que charlaban sentados en la cumbre de aquella montaña de las Berkshires se basaban en realidad en Renzo y su padre, y le había resultado imposible leerlo sin deshacerse en lágrimas, consciente de que él mismo estaba implicado en las amarguras de la historia, los dos hombres hablando alternativamente de las cosas que han vivido, viejos amigos, los mejores amigos del mundo, su padre y su padrino, y ahí está el presuntuoso Jake Baum haciendo declaraciones sobre esa novela y con todo su corazón Miles desea que se calle. Baum dice que le encantaría entrevistar a Michaelson. Sabe que rara vez habla con periodistas, pero hay tantas preguntas que quisiera plantearle…, ¿y no se apuntaría un tanto si lograra convencer a Michaelson para que le concediese un par de horas? Baum sólo piensa en sus mezquinas ambiciones, tratando de engrandecerse a costa de alguien que es diez mil veces más grande de lo que él será nunca, y entonces el estúpido de Bing salta con la noticia de que es él quien limpia y arregla la máquina de escribir a Renzo, al bueno de Michaelson, uno de los últimos de una especie en extinción, un novelista que aún no se ha pasado al ordenador, y sí, lo conoce un poco, y quizá pueda hablarle de Jake la próxima vez que vaya a la tienda. A esas alturas, Miles está a punto de abalanzarse sobre Bing y estrangularlo, pero en ese preciso momento, afortunadamente, la conversación se desvía a otro tema cuando Alice deja escapar un ruidoso estornudo, estentóreo, y de pronto Bing está hablando de resfriados y gripes y no vuelve a mencionarse la cuestión de la entrevista a Renzo Michaelson.

Después de la cena, decide esfumarse siempre que Jake esté presente, para no tener que sentarse otra vez a la mesa con él. No quiere hacer nada que pueda lamentar después, y Jake es la clase de persona que inevitablemente saca a relucir su peor aspecto. Pero resulta que el problema no es tan grave como suponía. En las dos semanas siguientes Baum sólo se presenta una vez en la casa, y aunque Alice pasa un par de noches con él en Manhattan, Miles nota que hay problemas entre ellos, que están atravesando una mala racha o incluso se enfrentan a la última etapa de su relación. Eso no le concierne, pero ahora que conoce algo mejor a Alice, confía en que sea el final, porque Baum no se merece una mujer como Alice y ella puede aspirar a alguien mucho mejor.

Tres días después de su llegada, llama a la oficina de su padre. La telefonista le dice que el señor Heller se encuentra en el extranjero y no volverá hasta el 5 de enero. ¿Querría dejar algún recado? No, contesta él, llamará otra vez el mes que viene, gracias.

Lee en el periódico que el estreno de la obra de su madre se celebrará el 13 de enero.

No sabe a qué dedicarse. Aparte de su diaria conversación con Pilar, que suele durar entre una y dos horas, su vida ya no está estructurada. Deambula por las calles, intentando familiarizarse con el barrio, pero rápidamente pierde interés por Sunset Park. Hay algo muerto en el vecindario, le parece, la desolada tristeza de la pobreza y la lucha del inmigrante, un barrio sin bancos ni librerías, sólo establecimientos para cobrar cheques y una decrépita biblioteca pública, un pequeño mundo aparte donde el tiempo se mueve tan despacio que poca gente se molesta en llevar reloj.

Pasa una tarde tomando fotografías de algunos de los talleres cercanos a los muelles, los viejos edificios que albergan las últimas empresas que quedan en el barrio, fábricas de puertas y ventanas, piscinas, ropa femenina y uniformes de enfermería, pero las imágenes resultan en cierto modo anodinas, sin énfasis, carentes de inspiración. Al día siguiente, se atreve a acercarse al barrio chino de la Octava Avenida, con su densa agrupación de tiendas y negocios, aceras atestadas, patos colgando en los escaparates de las carnicerías, centenares de posibles escenas para captar, vividos colores a todo su alrededor, pero sigue sintiéndose apagado, desconectado, y se marcha sin haber hecho una sola foto. Necesita tiempo para adaptarse, dice para sí. Su cuerpo puede encontrarse aquí, ahora, pero su mente sigue con Pilar en Florida, y aunque ha vuelto al sitio donde nació, esta ciudad no es la suya, no es la Nueva York que guarda en su memoria. Pese a la distancia que ha recorrido, bien podría encontrarse en una localidad desconocida, una ciudad situada en cualquier parte de Norteamérica.

Poco a poco, se ha ido aclimatando a la mirada de Ellen. Ya no se siente amenazado por la curiosidad que le suscita, y si bien ella habla menos que los demás en los desayunos y cenas que comparten en torno a la mesa de la cocina, puede ser bastante locuaz cuando se encuentra a solas con él. Se comunica principalmente a base de preguntas, no interrogándole sobre su vida o historia pasada, sino sobre sus puntos de vista acerca de temas que van desde el tiempo hasta el estado del mundo. ¿Le gusta el invierno? ¿Quién le parece mejor pintor, Picasso o Matisse? ¿Le preocupa el calentamiento del planeta? ¿Se alegró cuando Obama salió elegido el mes pasado? ¿Por qué les gustan tanto los deportes a los hombres? ¿Quién es su fotógrafo favorito? Sin duda hay algo infantil en esa franqueza suya, pero al mismo tiempo sus preguntas suelen provocar animadas conversaciones y, siguiendo los pasos de Alice y Bing antes que él, se siente cada vez más obligado a protegerla. Comprende que lleva una vida solitaria y que nada le gustaría tanto como acostarse todas las noches con él, pero ya le ha contado lo suficiente sobre Pilar para que ella sepa que eso no es posible. En uno de sus días libres, Ellen lo invita a dar un paseo por el cementerio de Green-Wood, una visita a la Ciudad de los Muertos, como ella lo llama, y por primera vez desde que llegó a Sunset Park, siente que algo se remueve en su interior. En Florida estaban los objetos abandonados y ahora se ha topado con las personas olvidadas de Brooklyn. Sospecha que es un territorio que vale la pena explorar.

Con Alice, ha encontrado la ocasión de hablar de libros, algo que sólo le ha ocurrido rara vez entre la universidad y Pilar. Al principio, descubre que desconoce en su mayor parte la literatura europea y sudamericana, lo que le produce una pequeña decepción, y aunque ella pertenece a ese ámbito de especialistas sumidos en su estrecho mundo angloamericano, mucho más familiarizados con Beowulfo y Dreiser que con Dante y Borges, eso no puede considerarse un problema, hay muchas cosas de las que pueden hablar, y al cabo de pocos días han creado una jerga particular para expresar sus gustos y antipatías, un lenguaje consistente en gruñidos, frente arrugada, cejas enarcadas, inclinaciones de cabeza y súbitas palmaditas en la rodilla. Ella no le habla de Jake, y por tanto él no le hace preguntas. Le ha hablado de Pilar, sin embargo, pero no mucho, poca cosa aparte de su nombre y el hecho de que vendrá de Florida para hacerle una visita en la pausa de Navidad. Emplea esa palabra en vez de «vacaciones», porque «pausa» sugiere universidad mientras que «vacaciones» siempre supone instituto, y no quiere que nadie de la casa sepa lo joven que es Pilar hasta que ya esté allí; momento en el cual, según espera, nadie se molestará en preguntarle la edad. Pero no le preocupa que lo hagan. La única persona con la que hay que tener cuidado es Angela, y no se enterará de la marcha de Pilar. Ha hablado de esa cuestión con ella una y otra vez. Ninguna de sus hermanas debe saber que se marcha, no sólo Angela, tampoco Teresa y Maria, porque en el momento en que una de ellas lo sepa, todas lo sabrán, y aunque sea poco probable, Angela podría estar tan loca como para seguir a Pilar a Nueva York.

Ha comprado un librito ilustrado sobre el cementerio de Green-Wood y ahora va todos los días con la cámara y deambula entre las sepulturas, monumentos y mausoleos, casi siempre solo en el aire helador de diciembre, estudiando detalladamente la lujosa y con frecuencia recargada arquitectura de determinadas tumbas, los pilares de mármol y obeliscos, los templos griegos y las pirámides egipcias, las mastodónticas estatuas de llorosas mujeres en decúbito supino. El cementerio es más grande que la mitad de Central Park, una extensión lo bastante amplia para perderse por allí, para olvidar que es un recluso que cumple condena en una zona deprimente de Brooklyn, y pasear entre los miles de árboles y plantas, subir por las lomas y recorrer los largos senderos de esa vasta necrópolis es como dejar atrás la ciudad y encerrarse en sí mismo entre la absoluta quietud de los muertos. Saca fotos de tumbas de gánsteres y poetas, generales y empresarios, víctimas de asesinatos y dueños de periódicos, hijos muertos prematuramente, una mujer que sobrevivió diecisiete años a su centésimo cumpleaños y la esposa y la madre de Theodore Roosevelt, enterradas juntas el mismo día. Allí está Elias Howe, inventor de la máquina de coser, los hermanos Kampfe, creadores de la maquinilla de afeitar, Henry Steinway, fundador de la Steinway Piano Company, John Underwood, impulsor de la Underwood Typewriter Company, Henry Chadwick, padre del sistema de puntuación del béisbol, Elmer Sperry, creador del giroscopio. En el crematorio, construido a mediados del siglo XX, se han incinerado los cadáveres de John Steinbeck, Woody Guthrie, Edward R. Murrow, Eubie Blake, ¿y cuántos otros más, famosos y desconocidos, cuántas otras almas se habrán convertido en humo en ese sitio hermoso y fantasmagórico? Se ha embarcado en otro proyecto inútil, utilizando la cámara como instrumento para tomar nota de sus dispersos e inútiles pensamientos, pero al menos le da algo que hacer, un modo de pasar el tiempo hasta que su vida empiece de nuevo, ¿y dónde mejor que en el cementerio de Green-Wood podría haberse enterado de que el verdadero apellido de Frank Morgan, el actor que desempeñó el papel del Mago de Oz, era Wuppermann?

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