MORRIS HELLER

Botellero ha estado en Inglaterra y ha vuelto, y la experiencia que ha vivido allí ha cambiado el color del mundo. Desde que volvió a Nueva York el 25 de enero, ha dejado las latas y botellas para dedicarse a una vida de pura contemplación. Botellero casi se muere en Inglaterra. Contrajo neumonía y pasó dos semanas en un hospital, y la mujer a quien fue a salvar del derrumbe mental y de un suicidio potencial acabó salvándolo a él de una muerte casi segura y al mismo tiempo salvándose a sí misma de venirse mentalmente abajo y posiblemente salvando también su matrimonio. Botellero se alegra de estar con vida. Sabe que tiene los días contados, y por tanto ha dejado la búsqueda de botellas y latas a fin de asimilar los días a medida que van pasando, uno tras otro, cada uno más rápidamente que el anterior. Entre las numerosas observaciones que ha escrito en su cuaderno de notas están las siguientes:

25 de enero. No nos hacemos más fuertes con el paso de los años. La acumulación de penas y sufrimientos va mermando nuestra capacidad de soportar el dolor, y como el padecimiento y la tristeza son inevitables, incluso un pequeño revés en la edad tardía puede repercutir con la misma fuerza que una gran tragedia cuando éramos jóvenes. La gota que hace rebosar el vaso. Meter tu pene de tarado en la vagina de otra mujer, por ejemplo. Willa ya estaba al borde del colapso nervioso antes de que ocurriera esa ignominiosa aventura. Ha pasado mucho en la vida, ha soportado más penas de las que le correspondían, y por muy fuerte que haya tenido que ser, no es ni la mitad de dura de lo que ella cree. Un marido muerto, un hijo muerto, un hijastro desaparecido y un segundo marido infiel; un segundo marido casi muerto. ¿Y si hubieras tomado la iniciativa años antes, la primera vez que la viste en aquel seminario de la facultad de Filosofía de Columbia, la inteligente chica de Barnard a quien permitieron asistir al curso de estudiantes de doctorado, aquella de facciones bonitas y delicadas y manos esbeltas? Hubo una fuerte atracción entonces, hace tanto tiempo, mucho antes de Karl y Mary-Lee, y por jóvenes que fuerais los dos por entonces, veintidós o veintitrés años, ¿qué habría pasado si hubieras insistido un poco más con ella, si tu pequeño coqueteo hubiera conducido al matrimonio? Resultado: ni marido muerto, ni hijo muerto ni hijastro. Otras penas y sufrimientos, desde luego, pero no ésos. Ahora te ha resucitado de entre los muertos, evitando el eclipse definitivo de toda esperanza, y tu cuerpo que aún respira debe considerarse su mayor triunfo. La esperanza perdura, pues, pero no la certidumbre. Ha habido una tregua, la declaración de un deseo de paz, pero no está claro si ha sido fruto de un verdadero consenso. El muchacho sigue siendo un obstáculo. Ella no puede olvidar y perdonar. Ni siquiera después de que su madre y él llamaran desde Nueva York para saber cómo estabas, ni siquiera después de que el chico siguiera llamando todos los días durante dos semanas para enterarse de las últimas noticias sobre tu estado. Ella se quedará en Inglaterra durante las vacaciones de Pascua y tú no volverás más. Ya has perdido demasiado tiempo y haces falta en la oficina, el capitán de un barco a punto de hundirse no debe abandonar a su tripulación. Quizá cambie de opinión a medida que pasen los meses. Puede que acabe cediendo. Pero no puedes renunciar al muchacho por ella. Ni renunciar a ella por el chico. Los quieres a los dos, has de tenerlos a los dos, de una forma u otra, los tendrás, aunque ellos no se tengan el uno al otro.

26de enero. Ahora que el chico y tú habéis pasado una velada juntos, te sientes curiosamente decepcionado. Tantos años esperando, demasiados, quizás, imaginando cómo se desarrollaría el encuentro, y de pronto una sensación de anticlímax cuando finalmente se produce, porque la fantasía es un arma poderosa y las imaginadas reuniones que se celebraron tantas veces en tu cabeza a lo largo de los años eran necesariamente más ricas, más plenas y satisfactorias desde el punto de vista emocional que la que tuvo lugar en la realidad. También te sienta mal el hecho de estar irremediablemente molesto con él. Si hay que salvar alguna esperanza de futuro, entonces debes aprender a perdonar y olvidar. Pero el chico ya está interponiéndose entre tu mujer y tú, y a menos que ella manifieste un cambio de actitud y lo admita de nuevo en su mundo, el chico seguirá representando la brecha que se ha abierto entre ella y tú. Con todo, fue un acontecimiento milagroso, y el muchacho está tan seriamente arrepentido que habría que ser de piedra para no querer pasar página y seguir con otra cosa. Pero transcurrirá algún tiempo antes de que volváis a encontraros cómodos en mutua compañía, antes de que podáis confiar de nuevo el uno en el otro. Físicamente, tiene buen aspecto. Fuerte y en forma, con un brillo alentador en los ojos. Los ojos de Mary-Lee, la impronta indeleble de su madre. Dice que ha asistido a dos funciones de Días felices y le parece que hace una Winnie espléndida, y cuando sugieres que vayáis a verla los dos juntos -si puede soportar la obra por tercera vez-, acepta de buena gana. Habló en detalle de la joven de la que se ha enamorado, Pilar, Pilar Hernandez, Sanchez, Gomez, el apellido se le escapa ahora, y está deseoso de presentártela cuando vuelva a Nueva York en abril. No tiene planes concretos para el futuro. De momento trabaja en la tienda de Bing Nathan, pero si puede reunir el dinero suficiente, está dando vueltas a la idea de volver a la universidad el curso que viene y sacarse el título.

Tal vez, puede ser, todo depende. No tuviste valor para plantearle preguntas difíciles sobre el pasado. Por qué se escapó, por ejemplo, o por qué se ha mantenido oculto durante tanto tiempo. Sin mencionar por qué ha dejado sola a su novia en Florida para venirse a Nueva York. Ya habrá tiempo más adelante para las preguntas. Anoche fue simplemente el primer asalto, dos boxeadores que se tantean antes de lanzarse a fondo. Lo quieres, desde luego, lo quieres con todo tu corazón, pero ya no sabes qué pensar de él. Que demuestre que es un hijo digno de tal nombre.

27 de enero. Si la empresa se hunde, escribirás un libro titulado Cuarenta años en el desierto: publicar literatura en un país donde la gente odia los libros. La cifra de ventas navideñas ha sido aún peor de lo que temías, los peores resultados de la historia. En la oficina, todos tienen cara de preocupación: los veteranos, los jóvenes, todo el mundo, desde editores hasta becarios de rostro infantil. Y la visión de tu cuerpo debilitado y demacrado tampoco inspira mucha confianza en el futuro. Sin embargo, te alegras de estar de vuelta, contento de encontrarte en el lugar que te corresponde, y aunque el alemán y el israelí han rechazado tu oferta, te sientes menos desesperado por la situación que antes de caer enfermo. Nada como una breve charla con la Muerte para poner las cosas en perspectiva, y supones que si lograste evitar un mutis prematuro en aquel hospital británico, encontrarás el medio de pilotar la empresa hasta sacarla de este desagradable tifón. Ninguna tormenta dura para siempre, y ahora que estás de nuevo al timón, comprendes lo mucho que disfrutas con tu posición de jefe, cuánto apoyo te ha dado esta pequeña empresa a lo largo de todos estos años. Y debes de ser un buen jefe, o al menos un jefe apreciado, porque cuando ayer volviste al trabajo, Jill Hertzberg te echó los brazos al cuello y dijo: Por Dios santo, Morris, no vuelvas a hacer eso, por favor, te lo ruego; y entonces, uno por uno, todos los miembros de la plantilla, los nueve, mujeres y hombres por igual, fueron entrando en tu despacho para abrazarte y darte la bienvenida después de tu prolongada y tumultuosa ausencia. Tu propia familia podrá estar desmoronándose, pero ésta también es tu familia y tienes el deber de protegerlos y hacerles entender que a pesar de la necia cultura que los rodea, los libros siguen contando y el trabajo que realizan es importante, esencial. Sin duda eres un viejo sentimental, un hombre que no va al compás de los tiempos, pero te gusta nadar contra corriente, ése fue el principio fundador de la empresa hace treinta y cinco años, y ahora no tienes intención de cambiar de costumbres. Todos están preocupados por si pierden el puesto de trabajo. Eso es lo que hay en su rostro cuando los ves hablar entre ellos, y por eso convocaste una reunión general esta tarde para decirles que se olvidasen de 2008, porque ese año ya era historia, y aunque 2009 no resultara mejor, en Heller Books no habría despidos. Pensad en la liga de softball de los editores, dijiste. Toda reducción de plantilla hará imposible que pueda formarse equipo para la primavera y entonces se acabará el récord que con tanto orgullo ostenta Heller Books de estar veintisiete temporadas consecutivas sin ganar. ¿Que no hay equipo de softball esta temporada? Impensable.

6 de febrero. Los escritores nunca deberían hablar con los periodistas. La entrevista es una forma literaria degradada que no sirve de nada salvo para simplificar lo que jamás debe simplificarse. Renzo lo sabe perfectamente y como es hombre que obra de acuerdo con su conocimiento, ha mantenido la boca cerrada durante años, pero esta noche, en la cena, concluida apenas hace una hora, te ha informado de que se ha pasado buena parte de la tarde hablando con una cinta magnetofónica, contestando las preguntas formuladas por un joven escritor de relatos que después de corregir el texto resultante tiene intención de publicarlo con el visto bueno de Renzo.

Circunstancias especiales, dijo como contestación a tu pregunta de por qué se había prestado a hacerlo. La petición se la había hecho Bing Nathan, que por casualidad es amigo del joven escritor de relatos, y como Renzo es consciente de la gran deuda que tienes con Bing, le pareció una grosería decirle que no, algo imperdonable. En resumidas cuentas, Renzo ha roto su silencio por su amistad contigo y tú le has dicho cuánto te conmovía ese gesto, lo agradecido que estabas, cómo te alegrabas de que entendiera lo mucho que para ti significaba que hubiera podido hacer algo por Bing. Una entrevista para hacer un favor a Bing, entonces, para hacerte un favor a ti, pero con ciertas restricciones que el joven escritor debía aceptar antes de que Renzo conviniera en hablar con él. Nada de preguntas sobre su vida ni su obra, ni cuestiones políticas, ni sobre cualquier tema que no fuese la obra de otros escritores, autores ya fallecidos a quienes Renzo hubiera conocido, a unos bien, a otros superficialmente, y a quienes él quisiera tributar alabanzas. Nada de ataques, insistió, únicamente alabanzas. Facilitó de antemano al entrevistador una lista de nombres invitándolo a elegir algunos, sólo cinco o seis, porque la lista era demasiado larga para hablar de todos ellos. William Gaddis, Joseph Heller, George Plimpton, Leonard Michaels, John Gregory Dunne, Alain Robbe-Grillet, Susan Sontag, Arthur Miller, Robert Creeley, Kenneth Koch, William Styron, Ryszard Kapusciáski, Kurt Vonnegut, Grace Paley, Norman Mailer, Harold Pinter y John Updike, que murió la semana pasada, toda una generación desaparecida en el espacio de unos cuantos años. Tú también conocías a muchos de esos autores, has hablado, te has codeado con ellos, los has admirado, y mientras Renzo iba recitando sus nombres, te asombrabas de lo numerosos que eran, y una tremenda tristeza os invadió a los dos mientras alzabais la copa en su memoria. Para animar el ambiente, Renzo se puso a contar una anécdota sobre William Styron, una pequeña y divertida historia que se remontaba a muchos años atrás referente a una revista francesa, Le Nouvel Observateur, que pensaba dedicar un número entero a Estados Unidos, y entre los artículos que esperaban incluir se contaba una larga conversación entre un novelista norteamericano viejo y otro joven. La revista ya se había puesto en contacto con Styron, que propuso a Renzo como el escritor joven con quien le gustaría charlar. Una redactora llamó a Renzo, que por entonces estaba enfrascado en una novela (como de costumbre), y cuando le dijo que estaba muy ocupado para aceptar -enormemente halagado por el ofrecimiento de Styron, pero muy ocupado-, la mujer se quedó tan pasmada por su negativa que amenazó con matarse, Je me suicide!, pero Renzo simplemente se echó a reír, diciéndole que nadie se suicidaba por tan poca cosa y que al día siguiente por la mañana se sentiría mejor. No conocía bien a Styron, sólo lo había visto un par de veces, pero tenía su número y tras la conversación con la redactora suicida llamó a Styron para darle las gracias por haber propuesto su nombre, pero también quería que supiera que estaba trabajando intensamente en una novela y había declinado la invitación. Esperaba que lo entendiera. Perfectamente, contestó Styron. En realidad, por eso había sugerido a Renzo en primer lugar. A él tampoco le apetecía esa conversación y estaba casi seguro, más o menos convencido, de que Renzo les diría que no y lo sacaría del apuro. Gracias, Renzo, concluyó, me has hecho un gran favor. Risas. Renzo y tú soltasteis una carcajada por la conclusión de Styron y luego Renzo dijo: «Qué hombre tan educado, qué modales tan exquisitos. Sencillamente no tenía valor para rechazar el ofrecimiento de la redactora, de manera que me utilizó para que lo hiciera por él. Por otra parte, ¿qué habría pasado de haber dicho que sí? Sospecho que habría fingido entusiasmo, haciendo ver que estaba encantado de que nos dieran a los dos la oportunidad de sentarnos frente a frente y ponernos a hablar sobre el estado del mundo. Ése era su modo de ser. Buena persona. Lo último que deseaba era herir los sentimientos de alguien». De la bondad de Styron pasasteis a hablar de la campaña del PEN en apoyo de Liu Xiaobo. El 20 de enero se había publicado una petición firmada por escritores del mundo entero, y el PEN está pensando en rendirle homenaje in absentia en su cena anual para recabar fondos, en abril. Tú estarás allí, desde luego, porque nunca dejas de asistir a esa cena, pero la situación es poco prometedora, y tienes pocas esperanzas de que dar a Liu Xiaobo un premio en Nueva York tenga efecto alguno en su situación en Pekín: detenido y sin duda pronto condenado. Según Renzo, una joven que trabaja en el PEN vive en Brooklyn, en la misma casa donde se aloja el chico. El mundo es un pañuelo, ¿no? Sí, Renzo, de verdad lo es.

7 de febrero. Has visto al chico otras dos veces desde que te encontraste con él el 26 de enero. La primera vez, fuisteis juntos a ver Días felices (cortesía de Mary-Lee, que dejó dos entradas para ti en taquilla), visteis la obra en una especie de pasmado arrobamiento (Mary-Lee estuvo espléndida) y después de la representación fuisteis a su camerino, donde os asaltó con unos besos frenéticos, eufóricos. El éxtasis de actuar ante un público vivo, una sobreabundancia de adrenalina discurriendo por su organismo, sus ojos ardientes. El chico parecía sumamente contento, sobre todo cuando su madre y tú os abrazasteis. Más tarde, te diste cuenta de que probablemente era la primera vez en su vida que veía algo así. Es consciente de que la guerra ya ha terminado, de que los combatientes hace mucho que han depuesto las armas convirtiendo las espadas en rejas de arado de tanto entrechocarlas. Después, cena con Korngold y lady Swann en un pequeño restaurante cerca de Union Square. El chico no habló mucho, pero estuvo muy solícito. Algunas observaciones sagaces sobre la obra, analizando la primera frase del segundo acto, «Salve, sagrada luz», y por qué Beckett había decidido aludir a Milton en ese punto, la ironía de esas palabras en el contexto de un mundo de eterno día, puesto que la luz sólo puede ser sagrada como antídoto de la oscuridad. Su madre sin quitarle los ojos de encima mientras hablaba, brillantes de adoración. Mary-Lee, la reina del exceso, la Madonna de los sentimientos viscerales, y sin embargo ahí estabas tú, observándola con una punzada de envidia: un tanto divertido, sí, pero preguntándote también por qué sigues conteniéndote. Te sentiste más a gusto en presencia del muchacho esa segunda vez. Como si te estuvieras habituando a él otra vez, quizá, pero aún sin estar dispuesto a mostrarle tu afecto. El siguiente encuentro fue más íntimo. Cena en Joe Junior's esta noche en recuerdo de los viejos tiempos, solos los dos, zampando grasientas hamburguesas y apelmazadas patatas fritas, y tú has hablado principalmente de béisbol, recordando las numerosas conversaciones que mantuviste con tu padre, sobre aquel tema apasionante pero enteramente neutral, terreno seguro por así decir, pero entonces él sacó a relucir la muerte de Herb Score y los tremendos deseos que tuvo de llamarte para hablar de él, del lanzador que vio su carrera frustrada por la misma clase de lesión que acabó con las aspiraciones de tu padre, el abuelo que no llegó a conocer, pero entonces pensó que una llamada interurbana no era lo más adecuado, y qué extraño que su primer contacto contigo acabara siendo de todas formas por teléfono, las llamadas de Brooklyn a Exeter cuando estabas en el hospital y el miedo que tuvo de no volver a verte más. Te lo llevaste a la calle Downing después de cenar y fue allí, en el salón del antiguo piso, donde súbitamente se derrumbó y rompió a llorar. Bobby y él se estaban peleando aquel día, te confesó, en aquella sofocante carretera tantos años atrás, y justo antes de que pasara el coche dio un empellón a Bobby, de menor estatura que él, lo empujó tan fuerte que lo tiró al suelo, y por eso lo atropellaron y resultó muerto. Tú escuchabas en silencio. Ya no tenías palabras. Todos esos años sin saber y ahora esto, esa abrumadora trivialidad, una disputa adolescente entre dos hermanastros, y todo el daño que ha causado ese empujón. Tantas cosas que se han aclarado con la confesión del chico. Su feroz repliegue sobre sí mismo, la fuga de su propia vida, los duros trabajos manuales como forma de expiación, más de una década en el infierno por un momento de ira. ¿Se le puede perdonar? Esta noche no has conseguido que las palabras salieran de tus labios, pero al menos has tenido el sentido común de abrazarlo y estrecharlo contra ti. Más en concreto: ¿hay algo que requiera perdón? Probablemente no. Y sin embargo, se le debe perdonar.

8 de febrero. La conversación telefónica de los domingos con Willa. Está preocupada por tu salud, se pregunta cómo te las apañas, piensa si no sería mejor que dejara el trabajo y volviera a casa para cuidarte. Te ríes ante la idea de tu diligente y trabajadora esposa diciendo a la administración de la universidad: «Hasta luego, tíos, a mi marido le duele la tripa, tengo que largarme, y a propósito, que se jodan los estudiantes a quienes doy clase, que aprendan solos si les da la puñetera gana». Willa ríe tontamente cuando le describes la escena y es la primera vez que oyes su risa en bastante tiempo, su mejor risa en muchos meses. Le cuentas que anoche fuiste a cenar con el chico, pero ella no reacciona, no hace preguntas, un pequeño gruñido para hacerte saber que está escuchando pero nada más, y a pesar de eso sigues adelante de todos modos, observando que al parecer el muchacho está finalmente entrando en razón. Otro gruñido. Ni que decir tiene, no mencionas el asunto de su confesión. Una pequeña pausa y luego te dice que al fin se siente con fuerzas para volver a su libro, lo que en tu opinión es otra buena señal, y luego le dices que Renzo le manda recuerdos, que la quieres y que cubres de besos su cuerpo entero. Acaba la conversación. No ha ido mal, en general, pero después de colgar deambulas por el piso con la sensación de que te encuentras perdido en medio de un páramo. El chico te ha hecho muchas preguntas sobre Willa, pero aún no te has armado de valor para decirle que ella lo ha arrancado de su corazón. Botellero se viste ahora con traje y corbata. Va a trabajar, paga las facturas y se ha convertido en un ciudadano modélico. Pero Botellero sigue tocado de la cabeza y por la noche, cuando el mundo se cierne sobre él, sigue poniéndose a cuatro patas para aullar a la luna.

15 de marzo. Has visto al chico otras seis veces después de la última entrada que le dedicaste el 7 de febrero. Una visita al Hospital de Objetos Rotos un sábado por la tarde, donde viste cómo enmarcaba cuadros y te preguntaste si no aspiraba más que a eso, si se conformaría con pasar de un trabajillo a otro hasta que se hiciera viejo. No le insistes para que tome decisiones, sin embargo. Lo dejas en paz y esperas a ver lo que pasa, aunque personalmente confías en que en otoño vuelva a la universidad y se saque el título, que es algo que menciona de cuando en cuando. Otra cena con Korngold y La Swann, los cuatro, el lunes, con el teatro cerrado. Una noche al cine, los dos, a ver un clásico, Un condenado a muerte se ha escapado, la obra maestra de Bresson. Almuerzo a mitad de semana, precedido de una visita a la oficina, por donde le diste una vuelta y le presentaste a tu pequeña pandilla de incondicionales, y la loca idea que te asaltó aquella tarde, al preguntarte si un muchacho de su inteligencia e interés por los libros no podría encontrar un hueco en una editorial, como empleado de Heller Books, por ejemplo, lo que le daría ocasión de prepararse para suceder a su padre, pero no hay que soñar demasiado, las ideas de esa clase pueden plantar semillas venenosas en la cabeza y es mejor abstenerse de escribir el futuro de otra persona, sobre todo si es tu hijo. Cena con Renzo cerca de su casa en Park Slope, el padrino de buen humor esta noche, embarcado en otra novela, y nada de charla sobre baches económicos ni depresiones ni amores extinguidos. Y luego la visita a la casa donde vive ahora, la oportunidad de ver en su salsa a los Cuatro de Sunset Park. Un sitio pequeño, triste y venido a menos, pero disfrutaste viendo a sus amigos, sobre todo a Bing, por supuesto, que tiene un aspecto estupendo, igual que las dos chicas, Alice, la que trabaja en el PEN, que habló con gran vehemencia de la cuestión de Liu Xiaobo y luego te hizo una serie de perspicaces preguntas sobre la generación de tus padres, los jóvenes de la Segunda Guerra Mundial, y Ellen, tan bonita y sin pretensiones, que al final de la velada te enseñó un cuaderno de dibujos lleno de los bocetos eróticos más escabrosos que jamás habías visto, que te hicieron detenerte un momento y preguntarte -sólo por un instante- si no podrías rescatar la editorial lanzando una nueva línea de libros artísticos de carácter pornográfico. Ya les han entregado dos órdenes de desalojo, y les expresaste la preocupación de que estuvieran abusando de su buena suerte y acabaran poniéndose en una situación peligrosa, pero Bing dio un puñetazo en la mesa y afirmó que aguantarían hasta el final, y no seguiste con tu argumentación porque no es asunto tuyo decirles lo que tienen que hacer, son personas adultas (más o menos) y perfectamente capaces de tomar decisiones por sí mismos, aunque se equivoquen. Seis veces más, y poco a poco el chico y tú habéis creado cierta intimidad. Ahora se muestra más abierto contigo y una de las noches que estuviste a solas con él, después de la película de Bresson, muy probablemente, te contó toda la historia sobre la chica, Pilar Sanchez, y por qué tuvo que huir de Florida. Para ser franco, te quedaste pasmado cuando te dijo lo joven que es, pero tras pensarlo un momento, te diste cuenta de que era comprensible que se enamorase de alguien de esa edad, porque la vida del muchacho se había truncado, su correcto y natural desarrollo estaba atrofiado, y aunque tenga aspecto de adulto, en su fuero interno se ha quedado en los dieciocho o diecinueve años. En enero hubo un momento en que creyó que iba a perderla, te dijo, tuvieron un tremendo altercado, su primera discusión seria, y afirmó que en buena parte la culpa fue suya, enteramente suya, porque cuando se conocieron y aún no sabía lo importante que ella iba a ser en su vida, le mintió sobre su familia y le contó que sus padres habían muerto, que no tenía hermanos, que nunca los había tenido, y ahora que había vuelto con sus padres, quería que ella supiera la verdad, y cuando le dijo la verdad se enfadó tanto por sus embustes que le colgó el teléfono. Estuvieron una semana discutiendo y Pilar tenía razón en sentirse estafada, prosiguió el muchacho, le había fallado, había perdido la fe en él, y sólo cuando le pidió que se casara con él empezó a suavizarse, a comprender que nunca volvería a decepcionarla. ¡Matrimonio! ¡Comprometido con una chica que aún no había terminado el instituto! Espera a conocerla el mes que viene, dijo el muchacho. A lo que tú respondiste, con toda la calma de que eras capaz, que estabas deseando que llegara ese día. 29 de marzo. La conversación telefónica dominical con Willa. Finalmente le cuentas la confesión del chico, sin saber si eso servirá de ayuda o empeorará las cosas. Es demasiado para que lo asimile en el acto y por tanto su reacción pasa en los minutos siguientes por varias etapas distintas. Primera: silencio absoluto, un mutismo que dura lo suficiente para que te sientas obligado a repetir lo que acabas de explicarle. Segunda: dice unas palabras, con voz queda. «Esto es horroroso, más de lo que se puede soportar, ¿cómo puede ser verdad?» Tercera: sollozos, mientras vuelve a la carretera y rellena los espacios vacíos en la imagen de su memoria, se representa la pelea entre los muchachos y ve a Bobby atropellado de nuevo. Cuarta: ira creciente. «Nos ha mentido -proclama-, nos ha traicionado con sus mentiras», y tú le contestas diciendo que no mintió, que simplemente no dijo nada, que estaba demasiado traumatizado por la culpa para hablar, y que vivir con esa carga casi le ha destrozado la vida. «Mató a mi hijo», declara, y tú respondes diciendo que lo empujó y cayó a la carretera y que la muerte de su hijo fue un accidente. Continuáis hablando por espacio de más de una hora, y una y otra vez le repites que la quieres, que no importa lo que decida ni lo que quiera hacer respecto al chico, tú siempre la querrás. Vuelve a derrumbarse, poniéndose finalmente en la piel del chico, te dice al fin que se hace cargo de lo mucho que ha sufrido, pero no está segura de que entenderlo sea suficiente, no tiene claro lo que quiere hacer, no sabe si tendrá fuerzas para mirarlo a la cara otra vez. Necesita tiempo, concluye, más tiempo para pensarlo, y tú le aseguras que no hay prisa, nunca la obligarás a hacer nada en contra de su voluntad. Acaba la conversación y una vez más te sientes perdido en medio de un páramo. A última hora de la tarde, empiezas a resignarte al hecho de que el páramo es ahora tu hogar, donde te toca pasar los últimos años de tu vida.

12 de abril. Te recuerda a alguien que conoces, pero no sabes exactamente a quién, y entonces, a los cinco o seis minutos de que os hayan presentado, se ríe por primera vez y comprendes más allá de toda duda de que ese alguien es Suki Rothstein. Suki Rothstein a la incandescente luz de aquella tarde en la calle Houston de hace casi siete años, riendo con sus amigas, de punta en blanco con su vistoso vestido rojo, la promesa de la juventud en su encarnación más plena y gloriosa. Pilar Sanchez es la hermana gemela de Suki Rothstein, un ser menudo y luminiscente que lleva consigo la llama de la vida, y deseas que los dioses sean más clementes con ella de lo que fueron con la hija de tus amigos, condenada a la fatalidad. Llegó de Florida al anochecer del sábado y al día siguiente, domingo de Pascua, el chico y ella vinieron al piso de la calle Downing. El muchacho a duras penas podía apartar las manos de ella, e incluso mientras estaban sentados en el sofá hablando contigo, instalado en tu cómodo sillón, la besaba en el cuello, le acariciaba la rodilla descubierta, le pasaba el brazo por el hombro. Ya la has visto antes, claro está, hace casi un año en aquel pequeño parque del sur de Florida, donde fuiste testigo clandestino de su primer encuentro, su primera conversación, pero estabas muy lejos para reparar en sus ojos negros y apreciar la energía que emanan, la mirada fija que lo absorbe todo a su alrededor, que emite la luz que ha enamorado a tu hijo. Venían con buenas noticias, anunció el chico, las mejores, y un momento después te comunicaban que habían admitido a Pilar en Barnard con una beca completa y que en el mes de junio, inmediatamente después de acabar el instituto, la chica vendría a vivir a Nueva York. Le dices que tu mujer también estudió en Barnard, que la conociste cuando aún estudiaba en esa universidad, y que la antorcha ha pasado de la madrastra del muchacho a ella. Y entonces (casi te caes de la butaca al oírlo) el chico anunció que se había matriculado en una universidad para alumnos que han interrumpido la carrera, la Facultad de Estudios Generales de Columbia, y en otoño emprenderá la última etapa para alcanzar la licenciatura. Le preguntaste cómo iba a costearse el fin de carrera y dijo que tenía algún dinero en el banco y que conseguirá el resto solicitando un préstamo de estudios. Te quedaste impresionado de que no te pidiera ayuda, aunque de buena gana se la habrías ofrecido, pero sabes que es mejor para su moral que soporte esa carga por sí solo. A medida que prosigue la charla, te das cuenta de que cada vez estás más contento, que hoy te sientes más feliz que en cualquier momento de los últimos trece años, y quieres brindar por esa felicidad, emborracharte con ese júbilo, y se te ocurre que pese a lo que decida Willa sobre el chico, serás capaz de llevar una vida dividida con las dos personas que más quieres en el mundo, que disfrutarás de los buenos momentos donde y cuando se te presenten. Reservaste mesa en el Waverly Inn, ese venerable establecimiento de la vieja Nueva York, la Nueva York que ya no existe, pensando que a Pilar le gustaría ese sitio, y le encantó, en realidad llegó a decir que se sentía como en el paraíso, y mientras los tres dabais cuenta de la cena de Pascua, la chica estaba llena de preguntas, quería saber hasta el último detalle de cómo funciona una editorial, cómo conociste a Renzo Michaelson, cómo decides si aceptas o no un libro, y cuando contestabas a sus preguntas, viste que te escuchaba con la mayor atención, que no se le olvidaría una palabra de lo que le estabas diciendo. En un momento dado, la conversación derivó hacia la ciencia y las matemáticas, y te encontraste escuchando unas deliberaciones sobre física cuántica, un tema del que no tuviste reparos en reconocer que se te escapaba por completo, y entonces Pilar se volvió hacia ti y dijo: «Mírelo desde este punto de vista, señor Heller. En la física clásica, tres por dos igual a seis y dos por tres igual a seis constituyen dos proposiciones reversibles. En la física cuántica, no. Tres por dos y dos por tres son dos cuestiones diferentes, dos proposiciones aparte y distintas». En este mundo hay muchas cosas de las que hay que preocuparse, pero el amor del muchacho por esta chica no es una de ellas.

13 de abril. Te levantas esta mañana con la noticia de que Mark Fidrych ha muerto. Con sólo cincuenta y cuatro años, muerto en su granja de Northborough, en Massachusetts, cuando el volquete que estaba reparando se le cayó encima. Primero Herb Score y ahora Mark Fidrych, los dos genios malditos que embelesaron al país durante unos días, unos meses, y luego se perdieron de vista. Recuerdas la vieja cantinela de tu padre: Pobre Herb Score. Ahora añades otra baja a la lista de caídos: Mark Fidrych. Que el Pájaro descanse en paz.

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