ELLEN BRICE

El dos gana al uno. El uno es mejor que el cuatro. El tres puede bastar o pasarse. El cinco es llegar demasiado lejos. El seis, un delirio.

Ahora va avanzando, adentrándose cada vez más en el inframundo de su propia nada, el lugar de su interior que coincide con todo lo que ella no es. Sobre su cabeza el cielo es gris, azul o blanco, a veces amarillo o rojo, en ocasiones púrpura. Bajo sus pies la tierra es verde o parda. Su cuerpo se yergue en la confluencia del cielo y la tierra, y es suyo y de nadie más. Sus pensamientos le pertenecen. Sus deseos, también. Encallada en el reino del uno, invoca el dos, el tres, el cuatro y el cinco. A veces el seis. En ocasiones incluso el sesenta.

Tras la deplorable escena con Alice el mes pasado, comprendió que tendría que seguir adelante ella sola. Debido al trabajo, no tiene tiempo para matricularse en un curso, no puede perder unas horas preciosas yendo y viniendo en metro a Pratt, Cooper Union o SVA. La pintura es lo que cuenta, y si quiere hacer algún progreso, debe aplicarse de continuo, con o sin profesor, con o sin modelos vivos, porque la esencia de la obra radica en su mano y, siempre que logra salir de sí misma y dejar la mente en suspenso, puede hacer que esa mano vea. Experimentando ha descubierto que el vino ayuda. Un par de vasos de vino que le hagan olvidar quién es y entonces puede seguir durante horas, con frecuencia hasta bien entrada la noche.

El cuerpo humano es extraño, imperfecto e imprevisible. El cuerpo humano guarda muchos secretos y no los revela a nadie, salvo a aquellos que han aprendido a esperar. El cuerpo humano tiene orejas. Tiene manos. Se crea dentro de otro cuerpo humano, y el ser humano que emerge de ese otro cuerpo humano es necesariamente débil, pequeño y desvalido. El cuerpo humano está creado a imagen y semejanza de Dios. El cuerpo humano tiene pies. Tiene ojos. Es innumerable en sus formas, sus manifestaciones, sus grados de tamaño, forma y color, y observar un cuerpo humano es aprehender únicamente ése y ningún otro. El cuerpo humano se puede aprehender, pero no comprender. El cuerpo humano tiene hombros. Tiene rodillas. Es objeto y sujeto, la parte de afuera de un interior que no alcanza a verse. El cuerpo humano crece desde lo pequeño de la infancia a lo grande de la madurez, y luego empieza a morir. El cuerpo humano tiene caderas. Tiene codos. Vive en la mente de quien lo posee, y vivir dentro del cuerpo humano poseído por la mente que percibe otro cuerpo humano es vivir en un mundo de otros. El cuerpo humano tiene pelo. Tiene boca. Y genitales. El cuerpo humano está hecho de polvo, y cuando ese cuerpo humano deja de ser, vuelve al polvo de donde vino una vez.

Ahora trabaja a partir de varias fuentes: reproducciones de cuadros y dibujos de otros artistas, fotografías en blanco y negro de desnudos masculinos y femeninos, fotografías anatómicas de niños pequeños, chiquillos y ancianos, el espejo de cuerpo entero que ha adosado a la pared de enfrente de su cama con objeto de verse a sí misma tal cual es, revistas pornográficas orientadas a diversos apetitos y tendencias (desde fotos de mujeres desnudas y cópulas heterosexuales, pasando por actos sexuales entre dos hombres o dos mujeres, hasta tríos, cuartetos y quintetos en todas sus permutaciones matemáticas), y el espejito de mano que utiliza para estudiarse la vagina. Se ha abierto una puerta en su interior, y al cruzar el umbral se ha encontrado con una nueva forma de pensar. El cuerpo humano es un instrumento de conocimiento.

Ya no hay tiempo para pintar. Es más rápido dibujar, y más tangible, más adecuado a la urgencia del proyecto; este mes pasado ha llenado un cuaderno de bocetos tras otro en sus intentos de liberarse de los viejos métodos. Se pone a trabajar y durante la primera hora se anima concentrándose en determinados detalles, zonas aisladas del cuerpo seleccionadas entre su colección de imágenes o halladas en uno de los dos espejos. Una página de manos. Una página de ojos. Otra de nalgas. Otra de brazos. Luego pasa al cuerpo entero, retratos de figuras aisladas en diversas posturas: una mujer desnuda en pie, de espaldas al espectador, un hombre desnudo sentado en el suelo, un hombre desnudo tumbado en la cama, una niña desnuda orinando en cuclillas, una mujer desnuda sentada en una silla con la cabeza hacia atrás y cogiéndose con la mano derecha el pecho derecho mientras se pellizca el pezón del seno izquierdo con la mano izquierda. Son retratos íntimos, dice para sí, no dibujos eróticos, figuras que hacen lo que los cuerpos humanos suelen hacer cuando nadie los mira, y si muchos de los miembros de los hombres de esos retratos singulares están en erección, es porque un hombre corriente tiene cincuenta erecciones y semierecciones al día; o eso le han dicho. Luego, en la última parte del ejercicio, junta esas figuras. Una mujer desnuda con un niño pequeño desnudo en brazos. Un hombre desnudo besando el cuello de una mujer desnuda. Un hombre y una mujer desnudos sentados en una cama y abrazándose. Una mujer desnuda besando el pene de un hombre desnudo. El dos gana al uno, seguido del misterio del tres: tres mujeres desnudas; dos mujeres desnudas y un hombre desnudo; una mujer desnuda y dos hombres desnudos; tres hombres desnudos. Las revistas pornográficas son plenamente explícitas sobre lo que ocurre en esas situaciones y su franqueza la inspira para trabajar sin miedo ni inhibiciones. Dedos que penetran vaginas. Bocas que ciñen penes erectos. Anos traspasados. Es importante observar la diferencia entre fotografía y dibujo, sin embargo. Si la primera no deja nada a la imaginación, el otro habita exclusivamente en el reino de la imaginación, y por tanto todo el ser de Ellen resplandece cuando trabaja en esos dibujos, puesto que no se limita simplemente a copiar la fotografía que contempla sino que la utiliza para imaginar una nueva escena de su propia invención. A veces la estimula lo que el lápiz hace en la página que tiene delante de ella, la excitan las imágenes que bullen en su cabeza mientras dibuja, que son similares a las que fluyen por su mente cuando se masturba por la noche, pero la excitación no es sino un producto secundario del esfuerzo y principalmente lo que siente son las exigencias del trabajo en sí mismo, el continuo deseo, siempre acuciante, de hacerlo bien. Los dibujos son desiguales y normalmente los deja sin terminar. Quiere que sus cuerpos humanos transmitan la extraña y milagrosa sensación de estar vivos: nada más que eso, y nada menos. La idea de la belleza no le preocupa. La belleza no necesita mucha dedicación.

Hace dos semanas se produjo un suceso alentador, un hecho inesperado que está en curso y aún no ha concluido. Unos días antes de que la chica de Florida viniera a Brooklyn y destruyera sus esperanzas de conquistar alguna vez a Miles, Bing le pidió que le enseñara su nuevo trabajo. Se lo llevó a su habitación del piso de arriba después de cenar, con creciente inquietud a cada escalón que subían, convencida de que se reiría de ella al hojear con indiferencia los cuadernos de dibujo para luego retirarse con una sonrisa cortés y una palmadita en la espalda, pero consideró que debía arriesgarse a esa potencial humillación, sentía que le ardían las entrañas, los dibujos ya la estaban consumiendo y alguien debía echarles una mirada aparte de ella misma. Normalmente se lo habría pedido a Alice, pero su amiga la había decepcionado aquel día de diciembre en que la niebla cubría el cementerio, y aunque ya hacía mucho que se habían perdonado mutuamente por aquel ridículo malentendido, tenía miedo de pedírselo porque pensaba que Alice se sentiría desconcertada, abochornada, incluso asqueada por las imágenes, porque por buena y leal amiga que sea con ella, siempre ha sido un poco boba. Bing tiene una mentalidad más abierta, más directa (aunque tosca con frecuencia) a la hora de abordar la cuestión sexual, y mientras subía con él las escaleras y abría la puerta, se dio cuenta de que había mucha carga sexual en aquellos dibujos, mucha indecencia si se quería mirar de esa manera, y puede que esa obsesión con los cuerpos humanos se le estuviera yendo de las manos, quizás era una muestra de que se estaba desquiciando otra vez: el primer signo de otra crisis. Pero a Bing le encantaron los dibujos, pensaba que eran «estupendos», un atrevido y extraordinario avance, y como espontáneamente saltó de la cama para darle un beso después de haber visto el último, ella supo que no estaba mintiendo.

La opinión de Bing no significa nada, claro está. No posee conocimiento alguno sobre artes plásticas, no sabe nada de historia del arte, no cuenta con aptitudes para juzgar lo que ha visto. Cuando le enseñó una reproducción de El origen del mundo, de Courbet, puso los ojos como platos, pero al mostrarle una imagen similar de las partes pudendas de una mujer en una de sus revistas pornográficas, también abrió los ojos de par en par, y ella se entristeció al ver que tenía delante a una persona discapacitada estéticamente, alguien incapaz de establecer la diferencia entre una obra de arte valiente y revolucionaria y esa pobre inmundicia corriente y moliente. No obstante, la animó su entusiasmo, se asombró de la alegría que le causaban sus alabanzas. Inculta o no, la reacción de Bing a sus dibujos era visceral y genuina, estaba conmovido por lo que había salido de sus manos, no dejaba de hablar sobre lo sincera e impactante que era su obra y en todos los años que llevaba pintando y dibujando, nadie le había hablado así, ni una sola vez.

La buena disposición de Bing aquella noche le dio confianza suficiente para hacerle una pregunta, la pregunta, la única que no se había atrevido a plantear a nadie desde que Alice la rechazó el mes pasado. ¿Estaría dispuesto a posar para ella? Trabajando con espejos e imágenes bidimensionales no llegaría muy lejos, argumentó, y si pretendía lograr algo con esa investigación de la figura humana, en algún momento tendría que empezar a trabajar con modelos, con gente en tres dimensiones, personas vivas y palpables. Bing pareció halagado por su petición, pero un poco afligido también. No creo que con este cuerpo podamos hablar de belleza, objetó él. Tonterías, repuso ella. Tú te encarnas a ti mismo, y como no quieres ser alguien distinto de quien eres, nada debes temer.

Bebieron un par vasos de vino cada uno, es decir, se terminaron una botella entre los dos, y entonces Bing se desnudó y se sentó en la silla frente al escritorio mientras ella se instalaba en la cama, sentándose al estilo indio con el cuaderno de dibujo sobre las piernas. Por increíble que pareciera, Bing no dio muestras de timidez. Con su cuerpo lleno de abultamientos, el prominente estómago y los gruesos muslos, su hirsuto pecho y las nalgas amplias y fláccidas, permaneció tranquilamente sentado mientras ella le dibujaba, sin dar muestras de azoramiento ni incomodidad, y a los diez minutos de empezar el primer boceto, cuando ella le preguntó qué tal le iba, él dijo que estupendamente, tenía confianza en ella, no sabía que pudiera gustarle tanto que lo contemplasen de aquel modo. El cuarto era pequeño, no estaban a más de metro y medio de distancia, y cuando empezó a dibujarle el pene por primera vez, se le ocurrió que ya no estaba mirando un pene sino una polla, que «pene» era la palabra que designaba esa cosa en el dibujo, pero «polla» era lo que tenía justo a metro y medio de los ojos, y, objetivamente hablando, debía admitir que la de Bing era bonita, ni más larga ni más corta que las que ella había visto antes, pero más gruesa que la mayoría, bien formada y sin peculiaridades ni imperfecciones, un ejemplo de paquete masculino de primera clase, no lo que llamarían una picha lapicero (¿dónde habría oído ella esa expresión?), sino una voluminosa pluma estilográfica, un sólido tapón para cualquier orificio. Al tercer boceto, le preguntó si no le importaría tocarse un poco para que ella viera lo que pasaba cuando se le ponía tiesa y él dijo que no había inconveniente, en realidad posar para ella lo estaba poniendo bastante cachondo, así que no le importaba lo más mínimo. Al cuarto dibujo, le pidió que se masturbara, y de nuevo la complació de buena gana, pero le preguntó si no sería mejor, sólo para ir sobre seguro, que ella se desnudara y él fuera a hacerle compañía a la cama, pero ella contestó que no, prefería quedarse con la ropa puesta y seguir dibujando, aunque si en el último momento le daba por levantarse de la silla, acercarse a la cama y acabar en su boca, ella no tendría inconveniente alguno.

Desde entonces ha habido cinco sesiones más. Lo mismo ha ocurrido las cinco veces, pero no son más que breves interrupciones, pequeños obsequios que se hacen mutuamente por espacio de unos minutos, antes de seguir trabajando como antes. Es un arreglo perfectamente justo, piensa ella. Sus dibujos ya han mejorado gracias a Bing y está segura de que la perspectiva de correrse en su boca mantendrá su interés en posar para ella, al menos de momento, por lo menos en un futuro inmediato, y aunque no le apetezca desnudarse para él, el contacto le sirve de consuelo y también le procura placer. Preferiría dibujar a Miles, desde luego, y si Miles fuera quien posara para ella y no Bing, no dudaría en quitarse la ropa y dejarle hacer lo que quisiera con ella, pero eso nunca va a pasar, ya lo sabe, y no debe permitir que la decepción le haga tirar la toalla. Miles le da miedo. El ascendiente que tiene sobre ella la asusta más que cualquier cosa con que se haya enfrentado en años, y sin embargo no puede dejar de desearlo. Pero Miles quiere a la chica de Florida, adora a la niña de Florida, y cuando la muchacha llegó a Brooklyn y ella vio cómo la miraba, supo que no había nada que hacer. Pobre Ellen, murmura sin dirigirse a nadie en la habitación vacía, pobre Ellen Brice, que siempre acaba perdiendo lo que quiere en favor de otra, no tengas lástima de ti misma, continúa dibujando, sigue dejando que Bing se corra en tu boca y tarde o temprano todos os habréis largado de Sunset Park, este chamizo destartalado acabará demolido y borrado de la memoria, y lo que estás viviendo ahora se perderá en el olvido, ni una sola persona recordará que estuviste aquí alguna vez, ni siquiera tú, Ellen Brice, y Miles Heller desaparecerá de tu corazón, de igual manera que tú ya has desaparecido del suyo, porque nunca has estado en él, como jamás has estado en el corazón de nadie, ni siquiera en el tuyo propio.

Dos es el único número que cuenta. El uno define lo real, quizá, pero los demás son pura fantasía, líneas a lápiz en una página en blanco.

El domingo 4 de enero va a visitar a su hermana en el Upper West Side, y uno por uno sostiene los cuerpos desnudos de sus sobrinos gemelos, Nicholas y Bruno. Qué nombres tan masculinos para individuos tan pequeños, piensa ella, con sólo dos meses de edad y todo aún por delante en un mundo a punto de estallar, y mientras coge en brazos primero a uno y luego a otro, se siente sobrecogida por la suavidad de su piel, la delicadeza de sus cuerpos cuando los aprieta contra el cuello y las mejillas, palpa la fresca carne con la palma de las manos y con los antebrazos desnudos, y vuelve a recordar la frase que se ha estado repitiendo desde que le vino a la cabeza el mes pasado: la extraña sensación de estar vivo. Imagínate, le dice a su hermana, Larry te mete la polla una noche y nueve meses después aparecen estos dos hombrecillos. No tiene sentido, ¿verdad? Su hermana se echa a reír. Así son las cosas, cariño, contesta. Unos minutos de placer, seguidos de toda una vida de trabajos forzados. Entonces, tras un breve silencio, mira a Ellen y añade: Pero no, no tiene sentido; ninguno en absoluto.

Mientras vuelve a casa en el metro aquella noche, piensa en su propio hijo, el que nunca nació, y se pregunta si ha sido su única oportunidad o si alguna vez volverá a gestarse una criatura en su interior. Saca su cuaderno de notas y escribe:

El cuerpo humano no puede existir sin otros cuerpos humanos.

El cuerpo humano necesita que lo toquen; no sólo cuerpos pequeños, sino grandes también.

El cuerpo humano tiene piel.

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