Mientras el barco navegaba veloz hacia Saffron Island, mi grado de ansiedad aumentaba. Sin duda tenía algo que ver con que finalmente iba a conocer al hombre que me había tenido siete días esperando. Pero probablemente también tenía algo que ver con el hecho de que Mein Host llegara a su casa y se encontrara con que su esposa y su invitado habían pasado la noche en la isla privada de ella. Además estaba el pequeño asunto de mi ebrio besuqueo en la playa, con Martha. El hecho de que ella hubiera decidido volver a Saffron a última hora de la noche habría atenuado las sospechas de que hubiéramos pasado la noche juntos (algo que habría sido corroborado por Gary y los demás empleados). Pero también me preocupaba que alguno de los empleados nos hubiera visto besándonos en la arena, y hubiera informado, como era su deber, a Fleck de que su esposa y el invitado habían reinterpretado la famosa escena de Burt Lancaster y Deborah Kerr entre las olas en De aquí a la eternidad, una escena que Fleck, con lo cinéfilo que era, conocería a la perfección.
¡Basta!
Me agarré a la barandilla que rodeaba la cubierta del Cabin Cruiser y me obligué a calmarme. También me recordé que las resacas siempre me hacían sentir vulnerable y con tendencia a las fantasías paranoides. Como me recordé, en el gran y extenso catálogo de estupideces sexuales, besarse con alguien en la playa (en plena borrachera) se contaba como una falta menor. Sobre todo teniendo en cuenta que había demostrado un cierto grado de autocontrol y no había permitido que traspasáramos el punto de no retorno. Qué coño, había topado con la tentación y me había resistido. De modo que podía darme una palmadita en la espalda y dejar de autoflagelarme. Y ya puestos, dejar de retrasar lo inevitable y abrir la carta de Martha.
Eso fue lo que hice. Era una tarjeta, escrita con una letra pulcra y apretada. En la primera cara decía:
Puedo mirar el dolor
Lagos enteros
Estoy acostumbrada
Pero el mínimo impulso de alegría
Me desequilibra los pies
Y vacilo, ebria
No me detienen las piedras
Fue el nuevo alcohol
¡Eso fue todo!
– Volví la nota y leí: «Creo que conoces al autor, David. Sí, tienes razón: el momento justo, por desgracia, lo es todo. Cuídate. Martha».
Mi primera reacción fue: «En fin, podría haber sido mucho peor». Mi segunda reacción fue: «Es maravillosa». Y mi tercera reacción fue: «Olvídalo todo».
Cuando el barco atracó en Saffron Island, me recibió Meg. Me informó de que había hecho mis maletas y lo tenía todo preparado para subir al helicóptero. Pero si yo quería pasar por mi habitación antes de marcharme…
– Estoy seguro de que no ha olvidado nada -dije.
– Entonces el señor Fleck le espera en la sala grande.
La seguí por la pasarela hasta la casa y por el pasillo hasta la sala estilo catedral. Antes de adentrarme en la sala, respiré hondo. Pero al entrar, vi que no había nadie.
– El señor Fleck habrá salido un momento. ¿Puedo ofrecerle algo de beber?
– Sólo Perrier, por favor.
Meg salió y yo me instalé en el mismo sillón Eames que Martha me había dicho que costaba cuatro mil trescientos dólares. Tras un par de minutos, me levanté y me puse a pasear por la sala, mirando el reloj de vez en cuando, poniéndome nervioso y diciéndome a mí mismo que no tenía por qué estar nervioso, porque, al fin y al cabo, aquel hombre era sólo un hombre. Por mucho que fuera un hombre podrido de dinero, nada de lo que dijera, hiciera o pensara de mí podría tener ningún impacto sobre mi carrera. Es más, él me había buscado a mí. Yo era el creador. Él era el comprador. Si quería lo que yo vendía, estupendo; y si no, a otra cosa.
Pasaron dos minutos, después tres y después cinco. Entonces volvió Meg con una bandeja. Pero en lugar de mi Perrier, llevaba un vaso alto de zumo de tomate, adornado con una rama de apio.
– ¿Qué es? -pregunté.
– Es un Bloody Mary, señor.
– Pero si yo he pedido una Perrier.
– Sí, pero el señor Fleck ha pensado que le sentaría bien un Bloody Mary primero.
– ¿Qué?
De repente, oí una voz que venía de arriba: concretamente de la terraza situada sobre la sala.
– Pensé que le haría falta un Bloody Mary -dijo la voz en un tono bajo y ligeramente vacilante.
Poco después, oí unos pasos en la escalera de caracol que conducía a la terraza. Philip Fleck bajó los escalones despacio, dedicándome una vaga sonrisa. Por supuesto, yo conocía su cara por haberla visto en muchas fotografías de prensa, pero lo que me sorprendió de entrada fue su baja estatura. No debía de medir más de metro sesenta y cinco, tenía el pelo castaño salpicado de gris y una cara infantil que revelaba todas las señales de un consumo excesivo de carbohidratos. No estaba exactamente gordo, pero sí entrado en carnes. Llevaba una ropa informalmente elegante: una camisa azul descolorida abrochada de arriba abajo, por fuera de los pantalones, que eran de algodón y muy lavados, y zapatillas de deporte Converse blancas. A pesar de que supuestamente había pasado una semana pescando en un barco, bajo el ardiente sol del Caribe, estaba exageradamente pálido, y pensé que quizá fuera uno de esos obsesionados con el cáncer de piel que ven melanomas agazapados debajo del más mínimo oscurecimiento de sus pigmentos.
Me alargó una mano, que estreché, y su apretón fue blando, sin fuerza: el apretón de alguien a quien le da lo mismo la impresión que da.
– Usted debe de ser David -dijo.
– Yo mismo.
– Entonces, por lo que he oído, un Bloody Mary es lo que necesita.
– ¿Ah sí? ¿Y qué es lo que ha oído exactamente?
– Mi esposa me ha dicho que los dos empinaron el codo anoche. -Miró en mi dirección, pero no directamente a mí, como si fuera un poco miope y no pudiera enfocar los objetos a una cierta distancia-. ¿Es correcto?
Elegí las palabras con cuidado.
– Fue una noche un poco… remojada-dije.
– Un poco remojada -dijo él, con una voz todavía suave, pero levemente insinuante-. Qué forma más bonita de decirlo. Pero teniendo en cuenta la «humedad» de anoche…
Hizo un gesto hacia Meg y la bebida de la bandeja. Una parte de mí deseaba rechazarla, pero la otra parte me decía que le siguiera el juego, sobre todo porque realmente necesitaba una cura urgente para la resaca.
Así que cogí el Bloody Mary de la bandeja, lo levanté en dirección a Fleck, y me lo tragué de un tirón. Después volví a dejarlo en la bandeja y sonreí directamente a Mein Host.
– Por lo visto tenía sed -dijo-. ¿Otro, tal vez?
– No, gracias. Uno basta.
Fleck hizo un gesto hacia Meg para que se retirara. A mí me indicó que me sentara en el sillón Eames. Él se situó frente a mí, en el sofá, pero de forma que no tenía que mirarme, sino que podía hablar en diagonal, hacia la pared más próxima.
– Bien-empezó suavemente-, una pregunta para usted.
– Dispare-dije.
– ¿Cree que mi esposa es alcohólica?
Cuidado, chico…, alerta.
– No sabría decirle.
– Pero ha pasado dos noches bebiendo con ella.
– Sí, eso es verdad.
– Y ella bebió mucho en las dos ocasiones.
– Como yo.
– ¿Entonces usted también es alcohólico?
– Señor Fleck…
– Puedes llamarme Philip. Deberías saber que Martha te puso por las nubes. La verdad es que ella también estaba en las nubes cuando lo hizo. Pero eso forma parte del encanto de Martha, ¿no te parece?
No dije nada. Porque no sabía qué demonios decir.
Y Fleck se conformó dejando que nos sumiéramos en un incómodo silencio, que duró casi un minuto, antes de decidirse a romperlo.
– ¿Cómo fue la pesca? -pregunté.
– ¿La pesca? No estaba pescando.
– ¿No estaba pescando?
– No.
– Pero me dijeron…
– Te informaron mal.
– Ah. Pues si no estaba pescando…
– Estaba en otra parte. En Sao Paulo para ser exactos.
– ¿Negocios?
– Nadie va nunca a Sao Paulo por placer.
– Es verdad.
La conversación volvió a decaer. De nuevo, Fleck miró fijamente en diagonal hacia la pared. ¿A qué diablos jugaba? Por fin, tras un interminable minuto de silencio, Habló.
– Bien, querías verme -dijo.
– ¿Yo?
– Eso me han dicho.
– Pero…
– ¿Sí?
– Pero si me invitó usted.
– ¿Ah, sí?
– Sin ninguna duda.
– Ah, ya.
– Creía que quería verme.
– ¿Para qué?
– El guión.
– ¿Qué guión?
– El guión que escribí.
– ¿Escribes guiones?
– ¿Se está haciendo el gracioso?
– ¿Parece que intente hacerme el gracioso?
– No, parece que esté jugando a algo conmigo.
– ¿Y a qué estoy jugando?
– Sabe por qué estoy aquí.
– Repítemelo.
– Déjelo -dije, poniéndome de pie.
– ¿Disculpa?
– He dicho que lo deje…
– ¿Por qué lo has dicho?
– Porque me está tomando el pelo.
– ¿Estás enfadado?
– No, me voy y basta.
– ¿He hecho algo mal?
– No pienso entrar en eso.
– Porque si he hecho algo mal…
– Esta conversación ha terminado. Adiós.
Y me dirigí a la puerta. Pero la voz de Fleck me detuvo.
– David…
– ¿Qué? -dije, volviéndome.
Fleck me miraba directamente, con una gran sonrisa maliciosa en la cara, y una copia de mi guión en la mano derecha.
– Te pillé -dijo. Y como yo no dibujé inmediatamente una gran sonrisa de cien vatios queriendo decir «¡Eh, menuda broma!», dijo-: Espero que no estés demasiado enfadado conmigo.
– Después de esperarle durante una semana, señor Fleck…
Me interrumpió.
– Tienes razón, tienes razón, y te pido disculpas. Pero hombre, ¿qué es una bromita a lo Harold Printer entre colegas?
– ¿Somos colegas?
– Lo espero con fervor. Porque personalmente deseo producir ese guión.
– ¿Ah, sí? -dije, intentando parecer indiferente.
– Creo que lo que has hecho en la nueva versión del guión es notable, es como una película de ladrones reconstruida y con un substrato político realmente riguroso. Has tocado el malestar inherente del consumismo sin freno, el sentido de tedio que se ha convertido en el fundamento de la vida estadounidense actual.
Aquello era nuevo para mí, pero si había algo que había aprendido del mundo del cine era esto: cuando un director empezaba a contarte entusiasmado de qué iba tu película, era mejor asentir con la cabeza con una expresión de sabio consenso, aunque creyeras que no decía más que chorradas.
– Por supuesto -dije-, antes que nada es una película de género…
– Precisamente -dijo Fleck, indicándome que volviera a sentarme en el sillón Eames-. Pero subvierte el género, la forma como Jean-Pierre Melville redefinió la leyenda existencial del asesino a sueldo en Le Samourai.
¿La leyenda existencial del asesino a sueldo? Por favor…
– En esencia, de todos modos -intervine-, se trata de un par de tíos que intentan robar un banco en Chicago.
– Y yo sé cómo filmar ese atraco.
Durante la siguiente media hora, me describió, encuadre por encuadre, cómo rodaría el atraco (utilizando una telecámara al hombro y una película granulada «para dar una auténtica impresión de cine de guerrilla»). Después me habló de sus ideas para el reparto.
– Sólo quiero actores desconocidos. Y para los protagonistas, estoy pensando en esos dos actores increíbles que vi el año pasado en la Berliner Ensemble…
– ¿Cómo andan de inglés? -pregunté.
– Eso se puede solucionar -dijo.
Evidentemente, yo podría haber mencionado el pequeño problema de credibilidad de meter a dos actores con un fuerte acento alemán en la piel de un par de curtidos veteranos del Vietnam, pero me mordí la lengua. Al fin y al cabo, durante aquel épico monólogo, mencionó que estaba pensando en un presupuesto de cuarenta millones de dólares para la película, una cifra absurda para una supuesta obra de cine de guerrilla, pero quién era yo para cuestionar de qué forma quería tirar su dinero. Especialmente cuando recordé lo que me había dicho Alison antes de ir a la isla: «Sé que puedo sacarle un montón de dinero. En este caso, será un contrato con una cantidad al contado, Dave. Un millón redondo. Y te prometo que lo pagará. Porque aunque los dos sepamos que registrar tu guión a su nombre fue una forma de engatusarte, no querrá que se haga público. No hará falta ni que se lo pidamos, pagará lo que sea para que no se sepa».
Sin duda habría podido recordarle el numerito de poner su nombre en la primera página de mi película, pero ¿para qué frenar aquella ola de entusiasmo? Especialmente porque, para ser sincero, empezaba a sucumbir un poco a su fervor, a su forma de hacerme sentir como si no hubiese escrito una tontería, sino un documento fundamental de nuestra época para la humanidad. Martha tenía razón, cuando Fleck quería algo lo perseguía con un completo fervor. Pero también recordé lo que ella había dicho sobre cómo perdía el interés una vez obtenía lo que deseaba. Y también estaba un poco perplejo por el modo en que había intentado incomodarme al principio de la conversación, aunque, en honor a la verdad, a media disertación se detuvo para excusarse por su comportamiento.
– Me temo que es una mala costumbre que tengo -dijo-. Cuando conozco a alguien, la primera vez me gusta descolocarle un poco, para ver cómo reacciona.
– ¿He pasado la prueba?
– Con sobresaliente. Al principio me has seguido el juego para ver adonde quería ir a parar. Pero cuando te has dado cuenta de que estaba bromeando, has decidido no aguantarlo. Entonces he visto que podía trabajar contigo. Martha me ha dicho que tenías clase, y ella conoce a los autores. Gracias de nuevo por pasar tanto tiempo con ella estos dos últimos días. Es una gran admiradora tuya, y sé que ha disfrutado mucho de la posibilidad de hablar contigo largo y tendido.
Por no hablar de jugar a los besos y las adivinanzas de poemas de Emily Dickinson. Pero la expresión de la cara de Fleck no delataba de ningún modo que estuviera al corriente de ciertos hechos. En cualquier caso, pensé, están separados de hecho. Probablemente él tiene amantes en cada puerto. ¿Qué importancia tenía si descubría que me había estado besando con su mujer? Le gustaba mi guión. Si imponía sus ideas grotescas, me retiraría de los títulos de crédito… después de ingresar el cheque. Sin embargo, antes de que siguiéramos hablando del tema de su esposa, decidí cambiar de tema.
– Quería darle las gracias por haberme hecho conocer Salo de Pasolini -dije-. Puede que sea la peor película para una primera cita de todos los tiempos, pero sigue siendo una película brutal, de las que no se te van de la cabeza fácilmente.
– Para mí es, sin duda, la mejor película desde la guerra. ¿No estás de acuerdo?
– Ésa es una gran afirmación…
– Te explicaré por qué merece ese título. Porque trata de la principal cuestión del siglo: la necesidad de ejercitar un control absoluto sobre los demás.
– No pensaba que fuera una obsesión sólo del siglo XX.
– Cierto, pero en el último siglo, hemos dado un gran paso adelante respecto al control humano, hemos aprovechado las oportunidades ofrecidas por la tecnología para ejercer sobre los demás un dominio total. Los campos de concentración alemanes, por ejemplo, fueron el primer ejemplo supremo de muerte tecnológica, porque crearon un aparato extremadamente eficaz para el exterminio. La bomba atómica supuso también un triunfo del control humano, no sólo por su capacidad para la destrucción masiva desenfrenada, sino también como instrumento político. Las cosas como son, todos nos tragamos el aparato secreto para la seguridad del Estado durante la guerra fría gracias a la amenaza de la bomba, y eso permitió a los gobiernos de ambos bandos de la división ideológica el medio perfecto para mantener controlado al hoi polloi, además de darles la razón de ser para montar una vasta red de información secreta para reprimir la disidencia. Ahora, por supuesto, tenemos la capacidad de información necesaria para un mayor control de los individuos. Tal como las sociedades occidentales utilizan el consumismo, y el ciclo interminable de las adquisiciones, como instrumento para mantener a las masas preocupadas, sometidas.
– ¿Pero eso qué tiene que ver con Salo?
– Es muy sencillo: lo que nos ha mostrado Pasolini era el fascismo en su forma pretecnológica más pura: la convicción de tener el derecho, el privilegio, de ejercer un control absoluto sobre otros seres humanos, hasta el punto de negar completamente su dignidad y sus derechos más esenciales, despojarlos de toda individualidad y tratarlos como objetos funcionales, que se descartan cuando ya no sirven. Ahora los aristócratas dementes de la película han sido sustituidos por poderes mayores: gobiernos, corporaciones o bancos de datos. Pero vivimos todavía en un mundo donde el impulso de dominar al prójimo sigue siendo una de las principales motivaciones humanas. Todos queremos imponer nuestra visión del mundo a los demás, ¿no?
– Supongo que sí, pero ¿qué relación tiene esta… tesis con mi… nuestra película?
Él me miró y sonrió como alguien que está a punto de impartir una lección fantástica y enormemente original, y ha estado esperando el momento ideal para soltarla.
– Digamos…, y es sólo una sugerencia, pero me gustaría que te la tomaras muy en serio. Digamos que nuestros dos veteranos del Vietnam logran realizar un primer atraco a un banco, pero entonces cometen el error de volverse un poco ambiciosos, y deciden ir tras los tesoros de un millonario ultrarreservado.
«Mira por dónde», pensé, pero Fleck no me dedicó ninguna sonrisa de complicidad. Siguió hablando.
– En fin -siguió Fleck-, digamos que el tal millonario vive en una fortaleza, en una colina del norte de California, con una de las mayores colecciones de arte privadas del país, que nuestros hombres han decidido saquear. Pero cuando finalmente penetran en la ciudadela del millonario, son inmediatamente hechos prisioneros por un batallón de guardias armados. Y descubren que ha organizado una sociedad libertina para sí mismo y un puñado de sus secuaces, con sus propios esclavos sexuales, tanto hombres como mujeres. Y en cuanto son capturados nuestros dos hombres son esclavizados. Inmediatamente empiezan a tramar una forma de liberarse, junto a todos los demás, de aquel régimen draconiano.
Se calló y me sonrió.
– ¿Qué te parece? -preguntó.
Alerta roja. Que no te vea hacer una mueca.
– Me suena un poco a La jungla de cristal mezclada con el Marqués de Sade. Sólo una pregunta: ¿nuestros dos héroes salen de allí con vida?
– ¿Es importante?
– Por supuesto, si pretende que ésta sea una película más o menos comercial. Teniendo en cuenta que piensa gastarse cuarenta millones de dólares, debe apuntar al público del multicine. Lo que significa que la gente tiene que tener algo donde agarrarse, y eso, a su vez, representa que al menos uno de los veteranos salga con vida después de hacer limpieza de malos.
– ¿Y qué le pasa a su amigo? -preguntó, con una voz repentinamente tensa.
– Le deja morir heroicamente, preferiblemente a manos del millonario decadente. Eso, naturalmente, confiere al personaje estilo Bruce Willis un ulterior motivo personal de resentimiento contra su captor. Al final de la película, y después de hacer desaparecer a todos sus secuaces, Willis y el millonario se encuentran finalmente cara a cara. Naturalmente, Willis tiene que salir de las ruinas de la mansión con alguna chica del brazo, si puede ser, una de las esclavas sexuales a las que ha emancipado. Títulos de crédito. Y ya tiene un fin de semana de estreno garantizado de veinte millones de dólares.
Largo silencio. Philip Fleck apretó los labios.
– No me gusta -dijo-. No me gusta nada.
– Personalmente, a mí tampoco. Pero no se trata de eso.
– ¿De qué se trata entonces?
– Sencillamente de que si quiere convertir esta película de atracos en una de «dos tíos son capturados por un rico mentecato», y al mismo tiempo quiere hacer dinero, tendrá que ajustarse a ciertas normas fundamentales de Hollywood.
– Pero ésa no es la película que escribiste -dijo, con un indicio de irritación en la voz.
– ¡Dígamelo a mí! -exclamé-. Como sabe, la película que escribí y modifiqué es una comedia irónica, divertida y ligeramente peligrosa, al estilo Robert Altman; la clase de cosa que podría ser el vehículo perfecto para Elliot Gould y Donald Sutherland como veteranos del Vietnam. Lo que usted propone…
– Lo que yo propongo también es irónico y peligroso -insistió-. No quiero hacer una porquería de género. Quiero reinterpretar a Salo en un contexto estadounidense del siglo XXI.
Peligro mortal.
– ¿Cuando dice reinterpretar…? -pregunté.
– Quiero decir… atraer al público para que crea que está viendo una película de atracos convencional, y entonces…, patapam, lanzarlos en el mayor corazón de las tinieblas imaginable.
Observé con atención a Mein Host. No, no hablaba con ironía, ni con segundas, ni aquello era humor negro. El tipo hablaba totalmente en serio.
– Defina qué significa «corazón de las tinieblas» -pedí.
Él se encogió de hombros.
– Has visto Salo -dijo-. Lo que buscaría sería la misma crueldad extrema, empujar hasta el límite los confines del gusto y el aguante del público.
– ¿Como, por ejemplo, la famosa escena del banquete de excrementos?
– Como es natural, no imitaríamos a Pasolini abiertamente.
– Por supuesto que no…
– Pero creo que sí debería haber cierta clase de horrible degradación relacionada con la materia fecal. Porque no hay nada más primario que la mierda, ¿no?
– En eso estaríamos de acuerdo -dije, estudiando otra vez con atención su cara.
No podía evitar esperar que, de repente, gritara «¡Te pillé!» otra vez, y me hiciera pasar un mal rato por haberme tomado el pelo por segunda vez. Pero estaba totalmente serio. De modo que dije:
– Pero sí sabe que si, pongamos por caso, muestra a un tío haciendo caca en el suelo, no sólo no obtendrá el visto bueno de la censura. Podría ser que ni siquiera la exhibieran.
– Oh…, sí, la exhibirán -dijo.
Tenía razón, porque podía pagar para conseguir lo que quisiera. Como podía tirar cuarenta millones de dólares en otro proyecto estúpidamente vanidoso. El tipo podía hacer lo que le diera la gana, su dinero le aislaba de las preocupaciones habituales del común de los mortales para extraer un beneficio de una película, por no hablar de pretender que tuviera éxito.
– Sin embargo, sabe que la clase de película que propone sólo podrá verse en París o quizás en alguna sala de arte y ensayo de Helsinki, donde los índices de suicidio son elevados…
Fleck se puso tenso de nuevo.
– ¿Es una broma, no?
– Sí, es una broma. Lo que quiero decir es…
– Ya sé lo que quieres decir. Y soy consciente de que lo que propongo es radical. Pero si alguien como yo, dados los recursos de que dispongo, no se arriesga, ¿cómo progresará el arte? Seamos francos, siempre ha sido la élite acomodada la que ha financiado la vanguardia. Yo me limito a financiarme a mí mismo. Y si el resto del mundo decide repudiar lo que he hecho, ¡qué se le va a hacer! Mientras no lo ignoren…
– ¿Como su primera película, por ejemplo? -me oí decir.
Fleck volvió a ponerse tenso, y me echó una mirada que le hizo parecer a la vez herido y temible. ¡Vaya por Dios! Acababa de meter la pata. De modo que me apresuré a decir:
– No es que mereciera ser tratado así. Dudo que lo que propone ahora pueda ser ignorado. La Coalición Cristiana puede quemar efigies suyas, pero seguro que atraerá la atención, y a lo grande.
Fleck volvía a sonreír y yo me sentí aliviado. Entonces apretó un botón de la mesa y Meg llegó a los pocos segundos. Fleck pidió una botella de champán.
– Creo que debemos brindar por nuestra colaboración, David -dijo.
– ¿Vamos a colaborar en esto?
– Es lo que me gustaría. ¿Tú estás interesado en seguir trabajando en el proyecto, no?
– Depende.
– ¿De qué?
– Lo normal: nuestros horarios, mis otras obligaciones profesionales, los términos del contrato que tus abogados pacten con mi agente. Y por supuesto está el asunto del dinero.
– El dinero no será un problema.
– El dinero siempre lo es en la industria del cine.
– No lo es para mí. Di tu precio.
– ¿Perdón?
– Que digas tu precio. Dime lo que quieres para escribir de nuevo el guión.
– Eso es algo de lo que no suelo hablar. Tendrá que tratar con mi agente.
– Voy a decirlo otra vez, David: di tu precio.
Respiré hondo, nervioso.
– ¿Está hablando de escribir un nuevo guión incluyendo las modificaciones que usted especifique?
– Dos borradores y una corrección -dijo.
– Entonces me pide un compromiso de tiempo sustancial.
– Estoy seguro de que cobrarás de acuerdo con ello.
– ¿Y estamos hablando de su escenario «Salo en el valle de Napa»?
Una ligera sonrisa.
– Supongo que podría llamarse así -dijo-. El precio, por favor.
Sin pestañear, dije:
– Un millón cuatrocientos mil dólares.
Se miró las uñas y dijo:
– Hecho.
Pestañeé.
– ¿Está seguro?
– Trato hecho. ¿Nos ponemos manos a la obra?
– Normalmente no empiezo a trabajar hasta que tengo un contrato firmado. Y tengo que hablar con mi agente.
– ¿De qué hay que hablar? Has dicho un precio. Lo he aceptado. Manos a la obra.
– A los agentes normalmente no les gusta que sus clientes se pongan a trabajar sin un contrato.
Llegó el champán. Él no hizo caso, cogió un cuaderno que había en la mesita y lo empujó hacia mí.
– Escribe el nombre y el teléfono de tu agente. Le diré a uno de mis abogados que se ponga en contacto con ella en cuanto llegue a la oficina; imagino que está en Los Ángeles.
– Sí -dije, escribiendo el nombre de Alison y su teléfono-. Pero si no le importa, la llamaré yo antes de que su abogado hable con ella.
– Adelante -dijo.
Me disculpé y fui a mi habitación. Miré la hora. Eran las once y eso significaba que eran las seis en California. De todos modos me imaginé que a Alison no le importaría que la despertaran para negociar un trato de un millón cuatrocientos mil dólares.
Sin embargo, cuando marqué el número de su casa, me salió el contestador, informando a todos los interesados de que Alison estaba en México de vacaciones hasta el final de la semana siguiente. Maldita sea. Maldita sea. Maldita sea. Sin duda, podría localizarla al otro lado de la frontera, pero primero tendría que hablar con su ayudante, Trish. Ella no llegaría a la oficina hasta las nueve, la una en el Caribe. De modo que respiré hondo y llamé a Lucy a Sausalito y me preparé para un bombardeo de invectivas cuando le dijera que necesitaba quedarme unos días más. Como esperaba, su respuesta no fue mesurada.
– Debes haberte vuelto completamente loco -dijo, en cuanto le di la noticia.
– ¿Puedo explicártelo?
– No, no puedes.
– Potencialmente, es un asunto muy lucrativo…
– Me da lo mismo.
– Si quisieras escucharme…
– Ya lo estropeaste la semana pasada. Le prometiste a Caitlin que estarías aquí este fin de semana. Y estarás aquí.
– Sólo te pido uno o dos días más.
– Unos días más significa que no estarás aquí este fin de semana.
– ¿Qué te parece si me la quedo los dos o tres próximos fines de semana?
– Ni hablar.
– Por favor, Lucy, sé razonable.
– ¿Quieres que sea razonable? Esto es razonable: vete a la mierda.
– Ésa sí es una respuesta madura.
– Igual que abandonar a tu esposa y a tu hija…
– Lo único que te pido es que me escuches.
– David, escucha. Estoy segura de que tienes una excusa perfectamente legítima para anular este fin de semana. Pero me da lo mismo si Spielberg te ha convocado a una reunión privada. Te habías comprometido con tu hija. Vas a cumplir ese compromiso.
– ¿Y qué pasa si no me presento?
– Entonces llamaré a mi abogada y le diré que se presente al juez más comprensivo y cercano y consiga una orden impidiéndote ver a tu hija.
Largo silencio. El teléfono me temblaba en la mano.
– Es una amenaza terrible.
– Me da lo mismo.
– Mi hija necesita a su padre.
– Exactamente, por eso mismo espero que estés aquí esta tarde.
– No puedo creer que me amenaces con impedirme ver a Caitlin.
– Bienvenido al mundo de la causa-efecto, David. Seguiste la llamada de tu pene, por no hablar de tu ego, y destrozaste tu bonita familia. El resultado es que ahora te odio. Lo que, a su vez, significa que no me importa si te ocasiono algún daño profesional insistiendo en que vengas este fin de semana. Tampoco me importa si eso nos lleva a una desagradable batalla legal, porque tú acabarás pagando la factura. Pero que sepas esto, David: si no estás aquí esta tarde, voy a sacar el armamento táctico nuclear. Y no volverás a ver a tu hija durante mucho tiempo.
Después de eso, colgó.
Me quedé un buen rato sentado en la cama, furioso con Lucy por su intransigencia vengativa, pero también furioso conmigo mismo por haber creado aquel caos emocional. Era evidente que Lucy estaba fuera de sí. Era evidente que actuaba irracionalmente. Pero por mucho que me indignara su necesidad de castigarme, no podía evitar pensar: «Recoges lo que has sembrado». Estaba pagando el precio.
Así que me levanté y volví a la Sala Grande, donde Philip Fleck me miró y preguntó:
– ¿Podemos empezar ya?
– Mi agente está fuera de la ciudad…
– Pero sin duda podremos localizarla. Y, si no, puedo hacer que transfieran la mitad del millón cuatrocientos mil a tu cuenta esta tarde.
– Eso es increíblemente generoso, y le honra, pero no es realmente el problema. La cuestión es que tengo una pequeña crisis familiar en California.
– ¿Es cuestión de vida o muerte? -preguntó.
– No, pero si no me presento, mi ex esposa va a descuartizarme legalmente.
– ¡Que le den! -exclamó.
– No es tan fácil.
– Sí lo es. Al fin y al cabo con un millón cuatrocientos mil se pueden pagar muy buenos abogados.
– Pero hay una niña por medio.
– Lo superará.
«Puede que sí. Pero puede que yo no sea capaz de soportar la culpabilidad.»
– Mi propuesta es la siguiente -dije-: deje que vaya a San Francisco ahora y estaré de vuelta a primera hora de la mañana del lunes.
Fleck volvió a contemplarse las uñas.
– No estaré -dijo.
– Entonces puedo ir donde usted me diga.
– La semana que viene es imposible.
– ¿Y la otra semana? -dije, e inmediatamente me arrepentí de haberlo dicho.
Porque había vulnerado la norma número uno de los guionistas de cine: me había demostrado demasiado dispuesto, lo cual significaba que parecía que necesitaba el trabajo. O, aún peor, que necesitaba mucho el dinero. Que era cierto, pero en Hollywood (y especialmente con un tipo tan imprevisible como Fleck), siempre tenías que comportarte como si pudieras vivir sin cerrar tratos de un millón de dólares. Gran parte del juego consistía en mantener una actitud de dominio personal absoluto, y no admitir jamás dudas o (el peor de los horrores) necesitar a alguien. En este caso, yo no necesitaba escribir aquel guión y, de hecho, tenía serias dudas acerca de su legitimidad creativa. Pero ¿cómo iba a resistirme a aquellos absurdos honorarios, sobre todo cuando estaba seguro de que Alice podía redactar un contrato de forma que no tuviera problemas para retirar mi nombre de los créditos, y en consecuencia podía negar conocimiento de las modificaciones y deformaciones obsesivo-fecales de Fleck con mi obra original?
La cuestión era que Fleck ahora se daba cuenta de que me había puesto en un delicioso dilema: quédate el fin de semana y empieza a trabajar con un contrato de un millón cuatrocientos mil dólares, o vete y…
– Me temo que éste es el único fin de semana que tengo libre -dijo con firmeza-. Y si he de ser sincero, estoy bastante desilusionado con tu actitud, David. Al fin y al cabo viniste aquí para hablar conmigo, ¿no?
Adopté un tono de voz tranquilo y razonable.
– Philip, dejemos las cosas claras. Me hizo venir aquí para hablar del guión. Me ha hecho esperar siete días, toda una semana, durante la cual podríamos haber trabajado muchísimo en el texto. En cambio…
– ¿Has estado esperando siete días?
Oh, no, otra vez en la zona ignota.
– Lo he mencionado al principio de la conversación -dije.
– Entonces, ¿por qué no me lo ha dicho nadie?
– No tengo ni idea, Philip. Pero a mí me hicieron creer que sabía perfectamente que le estaba esperando aquí.
– Lo siento -dijo, de repente distante y vago otra vez-. No tenía ni idea.
Menudo mentiroso. Su habilidad para desconectar de repente y fingir que sufría amnesia o un raro despiste era increíble, hasta el punto de que parecía no darse ni cuenta de mi presencia. Era como si bruscamente te borrara del medio cuando decías o hacías algo que no encajaba en sus planes, en su visión del mundo. En cuanto eso sucedía, apretaba el botón mental de «Borrar», y te mandaba a la carpeta «Tierra de nadie».
– Bueno… -dijo, mirando el reloj-. ¿Hemos terminado?
– Usted decide.
Se puso de pie.
– Hemos terminado. ¿Necesitas decirme algo más?
«Sí, que eres un supremo gilipollas.»
– Creo que el próximo paso le toca darlo a usted -dije-. El nombre y el teléfono de mi agente están en el cuaderno. Estaré encantado de modificar el guión según lo que hemos hablado. Como no voy a empezar a trabajar en la próxima temporada de Te vendo hasta dentro de dos meses, éste sería un buen momento para ponerme a trabajar en lo suyo. Pero repito que usted decide.
– Bien, bien -dijo, mirando por encima de mi hombro a uno de sus funcionarios que sostenía un móvil en una mano, y le hacía señas silenciosas de que debía responder aquella llamada-. Gracias por venir. Espero que te haya sido útil.
– Oh, no sabe cuánto -dije, con una punta de sarcasmo evidente en mi voz-. Me ha sido muy útil.
Me miró perplejo.
– ¿Estás siendo sarcástico?
– De ninguna manera -protesté, con más sarcasmo si cabe.
– ¿Sabes qué problema tienes, David?
– Ilumíneme.
– No sabes aceptar una broma.
Y esbozó otra de sus sonrisas «¡Te pillé!».
– ¿Quiere decir que sí quiere trabajar conmigo? -pregunté.
– Por supuesto. Y si tengo que esperar un mes, esperaré.
– Ya le he dicho que puedo ir donde usted quiera.
– Entonces dejaremos que mis abogados hablen con tu agente, y cuando todo el asunto del contrato esté resuelto, quedaremos un fin de semana en alguna parte, y los dos trabajaremos en el guión. ¿Te parece bien?
– Sí, muy bien -dije, sin saber ya qué pensar.
– Bien, si tú estás contento, yo también -dijo estrechándome la mano-. Me alegro de que trabajemos juntos. Creo que vamos a hacer algo fuera de serie, algo que no olvidarán fácilmente.
– Estoy seguro.
Me dio una palmadita en el hombro.
– Que tengas un buen vuelo, amigo mío. -Y a continuación pronunció esas tres palabras que ningún autor se cree-: Estaremos en contacto.
Y se marchó.
Meg, que estaba de pie en un rincón de la sala, se acercó y dijo:
– El helicóptero está preparado, señor. ¿Necesita algo más antes de marcharse?
– Absolutamente nada -dije, y le di las gracias por haberme atendido.
– Espero que su estancia aquí le haya sido útil, señor -dijo con la más ligera de las sonrisas.
El helicóptero me llevó a Antigua. El Gulfstream me llevó a San Francisco. Aterrizamos según el horario previsto poco después de las tres. Como me habían prometido, nos esperaba una limusina, que me llevó a casa de Lucy en Sausalito. Caitlin salió corriendo a recibirme y se lanzó a mi cuello. Su madre salió de la casa, mirándome furiosa, mirando furiosa la limusina.
– ¿Intentas impresionarnos? -preguntó, pasándome la bolsa de Caitlin.
– Lucy, ¿alguna vez he logrado impresionarte? -pregunté.
Caitlin nos miró ansiosamente, implorando con la mirada que no empezáramos una de nuestras peleas verbales, que se producían inevitablemente cada vez que hablábamos. De modo que la hice entrar rápidamente en la limusina, informé a Lucy de que estaríamos de vuelta el domingo a las seis, y le dije al chófer que nos llevara al Mandarin.
– ¿Por qué tienes este coche tan grande? -preguntó Caitlin mientras cruzábamos el puente, de vuelta a San Francisco.
– Alguien a quien le gusta como escribo me lo ha dejado para el fin de semana.
– ¿Podrás quedártelo?
– No, pero podemos disfrutarlo este fin de semana.
A Caitlin le pareció estupenda la suite del ático del Mandarin Oriental. A mí también, porque estaba en el piso cincuenta y ocho y tenía vistas a la bahía, los dos puentes, el perfil reluciente de la ciudad y el panorama completo de una ciudad de aspecto tan melodramático. Con la nariz pegada al amplio ventanal de la suite, Caitlin me preguntó:
– ¿Podemos pasar aquí todos los fines de semana que vengas a verme?
– Me temo que es un regalo sólo para este fin de semana.
– ¿Del mismo hombre rico?
– Exactamente.
– Pero si le sigues gustando… -añadió ella esperanzada.
Me eché a reír.
– Las cosas no funcionan así -dije, con ganas de añadir: «Y menos en la industria del cine».
Caitlin me dijo que no quería salir aquella noche, que estaba encantada de estar en aquella habitación con vistas. Así que pedimos la cena en la habitación y mientras esperábamos que llegara, sonó el teléfono y oí una voz que llevaba una semana sin oír.
– ¿Cómo va todo, chico? -preguntó Bobby Barra.
– Qué sorpresa tan agradable -dije-. ¿Sigues en Nueva York?
– Sí, sigo intentando salvar aquella puta OPI desde la retaguardia. Pero es como querer poner una tirita en una vena de la yugular seccionada.
– Qué bonita imagen, Bobby. ¿Puedo adivinar cómo has sabido que estaría aquí?
– Sí, me lo ha dicho Philip. Oye, he hablado con él en persona y me ha dicho que le caes bien.
– No me digas.
– Eh, ¿a qué viene ese tono sarcástico?
– Me ha tenido una semana esperando, Bobby. Una semana. Después se ha presentado una hora antes de que me marchara, y al principio ha hecho como si no me conociera, y luego ha hecho como si quisiera trabajar conmigo, y después ha hecho como si yo fuera el hombre invisible cuando le he dicho que tenía que volver para ver a mi hija. Y al final, se ha puesto en plan colega otra vez, y ha dicho que estaba deseando colaborar profesionalmente conmigo. En otras palabras, ha jugado conmigo y no me ha hecho ninguna gracia.
– Oye, no sé qué decirte. Entre nosotros, es un tipo raro. Como que a veces creo que viene de otro planeta… Pero también tiene veinte mil millones de dólares, y me ha dicho que está deseando hacer esa película contigo.
– Sus ideas creativas no valen una mierda, ¿sabes? -dije interrumpiéndole-. De hecho, está obsesionado con la mierda.
– ¿Y qué? Al fin y al cabo la mierda tiene su integridad…, sobre todo cuando viene con una etiqueta de siete cifras en el precio. Olvídate de los malos modales del tipo, disfruta del Mandarin, diviértete con tu hija, y dile a tu agente que esperas una llamada de los abogados de Fleck la semana que viene.
Sin embargo, cuando le conté la historia a Sally, en cuanto volví a Los Ángeles el domingo por la noche, dijo que, en su opinión, había poquísimas posibilidades de que Fleck volviera a llamarme.
– Ha jugado contigo, como si fueras el juguete de la semana. Pero al menos te has bronceado. ¿Conociste a alguien en la isla?
Decidí que era mejor no mencionar mi velada con la señora Fleck, de modo que dije que no, y entonces dirigí la conversación al tema al que Sally estaba deseando volver: su triunfal gestión de la crisis Stu Barker y cómo había convertido a su antiguo adversario en su gran aliado y protector en sólo una semana. Hasta el punto de que, en realidad, le había dado carta blanca con la programación de otoño, y estaba diciendo por las alturas de la Fox que ella era la persona clave en aquel momento.
Ah, y en algún instante de aquel heroico relato de su última conquista profesional, mencionó que me había echado de menos y que me amaba locamente. La besé y le dije las mismas cosas. Después fuimos a la cama y logramos un orgasmo simultáneo en los habituales diez minutos programados, y justo antes de quedarnos dormidos. Sally me dijo lo feliz que era, y más ahora que los dos estábamos ascendiendo.
– Todo el mundo tiene su momento -dijo-. Éste es el nuestro.
Y en cierto modo tenía razón. Porque para mi inmensa sorpresa, el abogado de Fleck llamó a Alison una semana después para discutir los términos y condiciones del contrato. Fue todo muy claro y directo. No se discutió el millón cuatrocientos mil dólares de estipendio por mis servicios. No se discutió la cláusula que me permitía retirar mi nombre de los créditos porque, como me informó Alison:
– Las cosas como son, un contrato de un millón cuatrocientos mil le haría caer la baba a cualquiera, a mí especialmente. Pero si piensa seguir con sus fantasías sobre excrementos, no hay duda que no queremos ver tu nombre relacionado con esa estupidez, por eso he insistido en esa cláusula de «toma el dinero y corre».
– ¿Crees que estoy loco por meterme en esto? -pregunté.
– Por lo que me has contado, el tipo se ha escapado de algún manicomio. Pero mientras no lo olvides, y mientras tengamos un contrato blindado que te proteja, el precio está bien. Sin embargo, es mejor que no dediques más de dos meses a este trabajo, porque no tengo ninguna duda de que tendrás otras ofertas profesionales.
Alison tenía razón, por supuesto. Cuando la segunda temporada de Te vendo llegó a la pequeña pantalla un mes después, fue un éxito inmediato.
«Si los dos primeros episodios demuestran algo -escribieron en The New York Times-, es que David Armitage no era una flor de un día. Sus guiones espléndidamente estructurados y corrosivamente mordaces de estos dos programas de la nueva temporada demuestran que es uno de los grandes autores cómicos de nuestro tiempo, con una vena absurda que logra captar la inherente complejidad social del lugar de trabajo estadounidense contemporáneo.»
Muy agradecido. Las críticas, junto con el boca-oreja y un considerable número de admiradores de la primera temporada, garantizaban unas audiencias espectaculares. Tan espectaculares que, tras el tercer episodio, la FRT dio el visto bueno a la tercera temporada y Alison negocio un contrato de producción y creación por un millón cuatrocientos mil dólares. Más o menos en la misma época, la Warner Brothers me ofreció un millón enterito para escribir la película que me diera la gana. Naturalmente, acepté.
Le mencioné este acuerdo con la Warner a Bobby Barra durante una llamada, poco después del estreno de la temporada de Te vendo. Me felicitó y me preguntó si quería ser uno de los pocos privilegiados que podrían invertir en una OPI muy segura para un motor de búsqueda asiático que con toda garantía sería un número uno en China y el Sureste Asiático.
– Es algo como Yahoo con ojos sesgados -me dijo.
– Siempre tan políticamente correcto, Bobby.
– Oye, estamos hablando del mercado virgen más grande del mundo. Y es la oportunidad de entrar en él a lo grande. Pero tengo que saberlo en seguida…, ¿te interesa?
– Por ahora nunca me has aconsejado mal.
– Buen chico.
En realidad me sentía bastante buen chico porque todo me salía bien. Y estaba increíblemente ocupado. Además de un diluvio de peticiones de entrevistas por el estreno de Te vendo, ya había empezado a trabajar en mi película para la Warner Brothers: un cuento irónico típico sobre un abogado que toca fondo, lo pierde todo, y acaba siendo un hábil ladrón de casas. Lo titulé Romper y entrar, y en un torbellino de tempestad creativa, saqué el primer borrador en apenas un mes. Después de leerlo, el jefe de producción de la Warner me llamó y dijo:
– Voy a buscar un director para la película lo más pronto posible.
– Me parece estupendo.
Y además estaba el asuntillo de los premios Emmy, a los que asistí con Sally y Caitlin, a quien todos encontraron absolutamente encantadora. Cuando llegaron al premio para el mejor guión de comedia de televisión, y abrieron el sobre y pronunciaron mi nombre, mis dos chicas me besaron y subí al escenario y acepté el premio con un pequeño discurso en que daba las gracias «a todas las personas con más talento que yo que confirieron a mis borradores una excepcional vida televisiva», además de reconocer el hecho de que la única forma de ganar un premio como ése era tener suerte pura y dura.
Por eso, cuando veo en perspectiva la extraordinaria experiencia profesional que ha sido Te vendo, sé que pensaré en éste como en uno de esos raros e incomparables momentos de la vida profesional en que todos los planetas estaban alineados, las divinidades de la buena suerte sonreían, me enteré de que Providence no era sólo una ciudad de Rhode Island o, hablando claro, sencillamente tuve suerte.
Fue la culminación de dos años extraordinarios. Aquella noche, al meterme en la cama con Sally, con el cerebro todavía burbujeante por el exceso de champán, me encontré pensando: lo has conseguido, has llegado, toda tu vida habías soñado con esto, y ya lo tienes.
Felicidades: éste es tu momento.