FIN DE SECUENCIA

Interrumpí la lectura, dejé el guión. Me levanté inmediatamente y fui hacia el gran armario de la entrada de nuestro loft. Después de buscar en varias cajas, encontré lo que buscaba: una caja de zapatos repleta con mis viejos guiones de los años de vacas flacas. Abrí la caja. Busqué entre la pila de guiones fallidos, pilotos de televisión nunca producidos y obras de teatro sin estrenar. Finalmente, desenterré Nosotros, los veteranos, uno de los primeros guiones que había escrito después de que Alison me aceptara como cliente. Volví al sofá, abrí el guión y leí la primera página.


Interior tienda porno, noche

Buddy Miles, cincuenta y cinco años, cara curtida, un cigarrillo permanentemente colgando de un extremo de la boca, está sentado detrás de la caja de una tienda porno especialmente cutre. A pesar de los carteles de mujeres desnudas y las cubiertas chillonas del surtido de revistas que decoran el lugar donde está sentado, en seguida notamos que lee un ejemplar del Ulises de Joyce. El movimiento de apertura de la Sinfonía n.° 1 de Mahler suena en el radiocasete junto a la caja registradora. Levanta una taza de café, da un sorbo, hace una mueca, entonces busca bajo el mostrador y saca una botella de bourbon Hiram Walker. La destapa, se echa un poco en el café, tapa la botella y vuelve a probar el café. Bien. Pero cuando levanta la mirada de la taza, ve que hay un hombre de pie frente a la caja. Lleva una parka gruesa. Se tapa la cara con un pasamontañas. Inmediatamente Buddy nota que el individuo enmascarado le apunta con una pistola. Un momento después, el encapuchado habla.

Leon: ¿Es Mahler eso que escuchas?

Buddy (desconcertado por la pistola): Estoy impresionado. Diez billetes a que no adivinas qué sinfonía.


Y la escena proseguía exactamente como estaba escrita en el guión de Philip Fleck. Cogí el guión de Fleck. Lo coloqué sobre una rodilla, mientras abría mi propio guión en la otra. Los comparé página por página. Fleck había copiado de arriba abajo mi guión original, escrito ocho años antes del que él lo registrara en la Asociación de Autores el mes anterior. Aquello no era un simple plagio. De hecho, dado que los dos guiones estaban escritos con el mismo tipo de letra, estaba bastante seguro de que simplemente había hecho que algún subalterno tecleara una nueva página de título (con su nombre en ella) antes de registrarlo en la asociación.

No podía creerlo. Lo que Fleck había hecho no era sólo un ultraje: era un escándalo, hasta el punto de que, con el apoyo de la Asociación de Autores Americanos, yo podía desenmascararlo públicamente como un pirata literario, un ladrón. Con seguridad, alguien tan consciente de su intimidad como Fleck se habría dado cuenta de que a la prensa le encantaría destriparlo por una acusación de plagio. Y con seguridad sabía, al mandarme su guión, que eso desencadenaría mi ira. Entonces, ¿a qué estúpido juego jugaba ese cabrón?

Miré el reloj. Las dos cuarenta y uno. Recordé algo que Bobby me había dicho en una ocasión: «Estoy disponible veinticuatro horas al día siete días a la semana, si me necesitas». También sabía que sobrevivía durmiendo cuatro horas al día, y pocas veces se acostaba antes de las tres. Descolgué el teléfono. Le llamé al móvil. Me contestó al tercer timbre. De fondo se oía música tecno a todo volumen y el sonido de un motor acelerando. Bobby parecía exaltado: o había sorbido algo por la nariz o se había tomado algo de la escuela Ritalin de farmacología.

– Dave, todavía estás levantado -dijo.

– Una observación brillante, Bobby.

– ¿Distingo un tono de disgusto en tu voz?

– Observación brillante número dos. ¿Es un buen momento?

– Si te dijera que voy a ciento cincuenta por la diez con una muñeca hawaiana llamada Heather Fong a mi lado, ¿me creerías?

– No.

– Y harías bien. Vuelvo a casa después de una larga reunión sobre el Nasdaq con una pareja de venezolanos muy despiertos…

– Y yo me he quedado leyendo. ¿Qué cojones cree que hace Fleck copiando mi guión?

– Ah, ya te has dado cuenta.

– Oh, sí, me he dado cuenta, y el señor Fleck tiene un problema. Para empezar, puedo pedirle a Alison que presente una demanda…

– Eh, sé que son casi las tres, pero intenta encontrarle la gracia, ¿vale? Fleck te está haciendo un cumplido, tonto. Un gran cumplido. Quiere producir tu guión, chico. Será su próximo proyecto. Y te lo pagará a lo grande.

– ¿Y también piensa hacer pasar mi guión como suyo?

– Dave, ese hombre tiene veintitrés millones. Hablando claro, no es un necio. Y sabe perfectamente que tu guión es tuyo. Lo único que ha hecho es decirte, a su manera tortuosa, que le ha gustado de verdad…

– Y de paso me ha gastado una broma muy rara. ¿No habría sido más fácil que me hubiera llamado y me hubiera dicho que le gustaba mucho mi guión… o que hubiese hecho lo habitual: que su gente hablara con Alison?

– ¿Qué quieres que te diga? Phil siempre deja a todo el mundo intrigado. Pero si yo fuera tú, estaría contento. Especialmente sabiendo que ahora Alison puede sacarle una cantidad enorme de dinero por el guión.

– Tendré que pensarlo. Cuidadosamente.

– Oh, tonterías. Escucha, tómate una píldora de sentido del humor y duerme un poco. Mañana todo esto te parecerá muy divertido.

Colgué. De repente estaba agotado. Tan agotado que no quería pensar más en el juego al que estaba jugando Philip Fleck. Pero antes de meterme en la cama, deje los dos guiones en la encimera de la cocina. Los dos estaban abiertos por la página uno. Junto a ellos deje una nota para Sally: «Cariño, dime qué piensas de este curioso caso de duplicación. Besos».

A continuación me arrastré hasta la cama, me tapé y me dormí.

Cuando me desperté cinco horas después, me encontré a Sally sentada en un extremo de la cama, ofreciéndome un capuchino. Murmuré las habituales incoherencias matutinas de agradecimiento. Ella sonrió. Noté que ya estaba duchada y vestida. Después también noté que tenía los dos guiones debajo del brazo.

– Bueno, ¿quieres saber lo que pienso de esto? -preguntó.

Tomé un poco de café y asentí.

– Bien, si he de serte sincera, me parece demasiado «de género». Quentin Tarantino cruzado con una de esas películas cutres de atracos de los setenta.

– Muchas gracias.

– Oye, tú me has pedido mi opinión, y yo te la doy. Es una obra de juventud, ¿no? No nos engañemos, la escena de apertura es muy rebuscada. No sé, puede que para ti las referencias a Mahler sean divertidas, pero el público de multicine no se enterará de nada.

Di otro sorbo de café y dije:

– ¡Puf!

– Eh, no digo que sea malo. Por el contrario, tiene todas las características de excelencia que han hecho de Te vendo un exitazo. La cuestión es que has recorrido mucho camino desde entonces.

– Cierto -acepté, sintiéndome herido.

– Ah, venga, no esperarás que elogie algo que no es bueno, ¿verdad?

– Por supuesto que sí.

– Pero eso no sería sincero.

– ¿Qué tendrá que ver la sinceridad con nada de esto? Yo sólo te preguntaba qué pensabas del intento de plagio de Fleck.

– ¿Plagio? Cualquiera que te oiga… Eres como todos los guionistas que he conocido. Sin sentido del humor cuando se trata de su obra. ¿Y si te ha gastado una bromita para ver cómo reaccionas al «hurto» de tu guión? ¿No lo comprendes? ¿No ves lo que pretende decirte?

– Por supuesto que sí: quiere ser coautor de mi guión.

Ella se encogió de hombros.

– Sí, eso es. Ése es el precio que tendrás que pagar si le permites rodar tu guión. Deberías darle una oportunidad.

– ¿Por qué?

– Ya sabes por qué: porque ésas son las reglas del juego. Y también porque, para ser sinceros, no es la mejor película jamás escrita… Entonces, ¿por qué no darle una oportunidad?

No dije nada. Me limité a sorber el café y poner cara de estar reconsiderándolo. Sally se acercó y me besó en la cabeza.

– No te pongas de morros -dijo-. Pero no voy a mentirte, es un producto enmohecido. Y si el octavo hombre más rico del país quiere comprártelo, coge su dinero… aunque eso signifique que él acabe apareciendo como coautor en los créditos. Créeme, Alison va a estar de acuerdo conmigo en esto.

Sally, maldita sea, tenía razón. Cuando llamé a Alison más tarde y le conté la pequeña trampa de Fleck, me dijo:

– La verdad, tienes que reconocérselo, es una forma perversamente original de llamar tu atención.

– Y de decirme que espera ser coautor.

– Vaya cosa. Esto es Hollywood. Hasta los aparcacoches creen tener derecho a salir en los créditos como coautores. Mira, los dos sabemos que no es tu mejor obra.

No dije nada.

– Oh, vaya, un silencio herido -dijo Alison-, ¿el autor está un poco susceptible esta mañana?

– Sí. Un poco.

– La FRT te ha echado a perder, David. Ahora piensas que eres la personificación de la creatividad. Pero recuerda que si este guión se hace, hablamos de la gran pantalla. Y la gran pantalla representa grandes compromisos. A menos, claro, que Fleck decida convertir tu película en una porquería de arte y ensayo…

– Es una película de atracadores, Ahson.

– Uf, en manos de Fleck, podría ser una candidata al género del terror existencial. ¿Has llegado a ver La última oportunidad?

– Todavía no.

– Alquílala y pártete de risa. Probablemente la película más hilarante, sin quererlo, jamás rodada.

Eso hice; aquella misma tarde alquilé la película en el Blockbuster del barrio y la vi a solas antes de que Sally volviera a casa. Metí la cinta en el vídeo, abrí una cerveza, me acomodé y me predispuse a pasar un buen rato.

No tuve que esperar mucho. La primera escena de La última oportunidad es un primer plano de un personaje llamado Prudence, una chica ágil y esbelta que lleva puesta una larga capa suelta. Después de un momento, la cámara retrocede y vemos que está de pie en un promontorio rocoso de una isla yerma, mirando hacia una nube en forma de seta situada sobre el continente lejano. Mientras sus ojos se abren ante la intensidad de ese holocausto nuclear, oímos (fuera de campo) que dice:

«El mundo se acababa… y yo lo estaba viendo.»

Menudo comienzo. Unos minutos después, nos presentaban a Helene, la compañera de Prudence en la isla, otra chica esbelta (aunque ésta con gafas de concha) que está casada con un artista loco llamado Herman que pinta enormes lienzos abstractos, que representan escenas apocalípticas de catástrofes urbanas.

«Vine aquí para huir de los vínculos materiales de la sociedad -le dice a Helene-, pero ahora la sociedad ha desaparecido. Finalmente se ha cumplido nuestro sueño.»

«Sí, mi amor -dice Helene-. Es verdad. Se ha cumplido nuestro sueño. Pero hay un problema: vamos a morir.»

El cuarto miembro de este alegre cuarteto es un sueco llamado Helgor, que vive como un eremita a lo Walden Pond/Thoreau en una cabaña de un extremo de la isla. A Helene le gusta Helgor, que ha jurado renunciar al sexo, por no hablar de la electricidad, el sonido amplificado electrónicamente, las cisternas y todo lo que no haya crecido en suelo orgánico. Pero, después de enterarse de que el mundo se está acabando, decide abandonar la abstinencia sexual y se deja seducir por Helene. Mientras resbalan por el suelo de piedra de su cabaña, él le dice: «Quiero saciarme de tu cuerpo, quiero beber tu fuerza vital».

Por supuesto, resulta que Herman el loco se beneficia a Prudence, y que ella está encinta. En un momento de gran reflexión, le confía: «Siento que una vida se expande dentro de mí, mientras la muerte lo envuelve todo».

Helene se entera del adulterio de Herman con Prudence y Helgor confiesa que se está tirando a Helene, y los dos chicos se dan de puñetazos, seguidos de media hora de silencios inquietantes, seguidos de una reconciliación y un debate tortuoso sobre la esencia de la existencia, rodada en un gran patio de piedra, con los personajes moviéndose de unos cuadrados blancos a unos negros como (¡por Dios!) figuras en un tablero de ajedrez. Mientras se libra una conflagración postatòmica en el continente, y las nubes tóxicas nucleares empiezan a descender sobre la isla, el cuarteto decide enfrentarse a su destino.

«No deberíamos morir de asfixia -plantea Herman el loco-. Deberíamos lanzarnos a las llamas.»

Dicho eso, se suben a un bote y se dirigen hacia el infierno con (sorpresa, sorpresa) las notas del Viaje por el Rin de Sigfrid escoltándolos en su personal Gotterdammerung.

Negro final. Créditos.

Cuando se acabó la película, me quedé un rato sentado en el sillón, estupefacto. Después llamé a mi agente, y me lancé a una diatriba sobre lo inherentemente malísima que era la obra. Al final, Alison me contestó:

– Sí, es cosa fina, ¿eh?

– Es imposible que yo trabaje con ese tipo. Voy a anular el viaje.

– Espera un momento -me detuvo ella-. No hay motivo para no conocer a Fleck. Al fin y al cabo, te ha invitado a gandulear al sol, ¿no? Más precisamente, ¿por qué no le vendes Nosotros, los veteranos o Distracción y juegos o como quiera llamarla? Si no soportas lo que hace con ella, puedes hacer que retiren tu nombre de los créditos. Por mi parte, sé que puedo sacarle un montón de dinero. En este caso, será un contrato con una cantidad al contado, Dave. Un millón redondo. Y te prometo que te lo pagará. Porque aunque los dos sepamos que registrar el guión a su nombre fue una forma de engatusarte, no querrá que se haga público. No hará falta ni que se lo pidamos, pagará lo que sea para que no se sepa.

– Tienes una penosa opinión de la naturaleza humana.

– Soy agente.

Después de hablar con Alison, llamé a Sally. Su ayudante me hizo esperar casi tres minutos, después volvió y con una voz tensa me dijo que «había surgido algo» y que Sally me llamaría al cabo de diez minutos.

Tardó casi una hora en llamarme. En cuanto oí su voz, supe que había sucedido algo grave.

– Acaba de darle un infarto a Bill Levy -dijo, con voz temblorosa.

– ¡Dios mío! -exclamé. Levy era su jefe, y el hombre que había introducido a Sally en la Fox Television y la había ayudado a sobrevivir en la jungla laberíntica de la política interna. Era su figura paterna corporativa, y uno de los pocos profesionales en quien podía confiar-. ¿Está muy mal? -pregunté.

– Bastante. Se ha desplomado durante una reunión de planificación. Por suerte en el edificio había una enfermera de la empresa que le ha practicado reanimación cardiopulmonar antes de que llegara la ambulancia.

– ¿Dónde está ahora?

– En la Clínica Universitaria, en cuidados intensivos. Oye, con lo que ha pasado, esto es un caos. Llegaré tarde a casa.

– De acuerdo, de acuerdo -dije-. Si puedo ayudarte en algo…

Pero ella sólo dijo:

– Tengo que irme. -Y colgó.

No volvió a casa hasta medianoche, agotada y enervada. La rodeé con mis brazos. Ella se deshizo suavemente de mi abrazo y se dejó caer en el sofá.

– Sobrevivirá. Por los pelos -dijo-. Pero sigue en coma, y les preocupa que haya lesiones cerebrales.

– Lo siento muchísimo -dije, ofreciéndole algo fuerte. Pero sólo quería Perrier.

– Lo que hace aún más jodida la situación -se lamentó- es que de momento han puesto a Stu Barker al mando de la división de Bill.

Eso sí eran malas noticias, porque Stu Barker era un gilipollas y un trepa que había estado persiguiendo el puesto de Levy durante el año anterior. Tampoco tenía una gran opinión de Sally, pues la consideraba una secuaz de Levy.

– ¿Qué vas a hacer? -pregunté.

– Lo que hay que hacer en una situación así: reagrupar las fuerzas de que dispongo y procurar que ese cabrón de Barker no destruya todo lo que he construido en la Fox. Y me temo que eso significa que la semana chez Fleck está definitivamente fuera de mi alcance.

– Ya me lo imaginaba. Llamaré a Bobby y le diré que no podemos ir.

– Pero tú deberías ir.

– ¿Contigo envuelta en una situación tan difícil? Ni hablar.

– Escucha, la semana que viene tendré que trabajar las veinticuatro horas. Con Barker al mando de la división, la única forma de mantener el tipo es estar en la oficina quince horas al día.

– Entiendo. Pero al menos estaré esperándote en casa por la noche, con té, comprensión y un martini.

Ella alargó una mano y me apretó la mía.

– Eres un encanto. Pero no quiero que te pierdas ese viaje.

– Sally…

– Escúchame. En momentos así estoy mucho mejor sola. No tendré que pensar en nada más, y puedo dedicar toda mi energía a conservar mi trabajo. Más aún, no puedes perder esta oportunidad. Porque, en el peor de los casos, te reirás un rato… y encima a todo lujo. En el mejor, te producirán un guión que habías olvidado, y el cheque será impresionante. Teniendo en cuenta que a Stu Barker no le gustaría nada tanto como echarme de la empresa, el dinero no nos irá mal, ¿no crees?

Sabía que lo que decía Sally eran tonterías. No sólo era una de las ejecutivas de televisión más codiciadas de la ciudad, sino que su reciente contrato con la Fox contenía una cláusula blindada que le garantizaba nada menos que quinientos mil dólares en caso de que la echaran antes de terminar su temporada como responsable de Comedia. Pero por mucho que intenté convencerla para que me dejara quedarme, se mantuvo firme.

– Por favor, no te lo tomes a mal -dijo.

– No me lo tomo a mal -dije, esforzándome por darle a entender que comprendía sus razones para quererme lejos de casa-. Si quieres que vaya al planeta Fleck, iré.

– Gracias -dijo ella, besándome suavemente los labios-. Oye, me sabe mal, pero había programado una conferencia con Lois y Peter a última hora -dijo, refiriéndose a dos de sus más estrechos colaboradores en la Fox.

– No te preocupes -dije, levantándome del sofá-. Te esperaré en el dormitorio.

– No tardaré mucho -dijo, descolgando el teléfono.

Pero cuando me dormí dos horas después, todavía no se había acostado.

Al día siguiente me desperté a las siete. Ella ya se había marchado. Me había dejado una nota sobre la almohada: «Voy a una reunión estratégica con mi equipo. Te llamaré más tarde».

Y había garabateado una «S» al pie. Sin un «besos», sólo su inicial.

Una hora después más o menos, Bobby Barra llamó para acordar a qué hora vendría uno de los chóferes de Fleck a recogernos al día siguiente para llevarnos al aeropuerto de Burbank.

– Phil se llevó el 767 cuando se fue a la isla el domingo -dijo-. Lo siento, tendrás que conformarte con el Gulfstream.

– Sobreviviré. Pero me temo que voy a ir solo.

Y entonces le expliqué lo de Sally y la crisis profesional que se le había planteado en la Fox.

– Por mí está bien -dijo Bobby-. Sin ánimo de ofender, pero teniendo en cuenta que no soy su persona favorita, no voy a ponerme a llorar precisamente sobre mi piña colada si tiene que quedarse.

Entonces me dijo que el chófer pasaría a buscarme a la mañana siguiente a las ocho.

– Fiesta, chico, fiesta -dijo antes de colgar.

Preparé una maleta pequeña. A continuación fui a la oficina de producción de Te vendo y visione el montaje inicial del primero y el segundo episodios. Sally no me llamó una sola vez. Cuando llegué a casa aquella noche, no había ningún mensaje suyo en el contestador. Pasé la velada releyendo Nosotros, los veteranos. Tomé algunos apuntes sobre distintas formas de mejorar la estructura, el ritmo narrativo, y adaptarlo un poco más a los tiempos actuales. Sally tenía razón en cuanto a su prolijidad. Con un rotulador rojo, empecé a corregir algunos de los diálogos demasiado largos. En pantalla, cuanto menos digas mejor. Si tienes que explicar algo con mucho detalle, es que no estás haciendo bien tu trabajo. Economía, simplicidad, que las imágenes hablen, porque el medio para el que escribes es la pantalla. Y cuando tienes imágenes, ¿quién necesita muchas palabras?

A las once de la noche, me había leído la mitad del guión. Sally todavía no había llamado. Pensé en llamarla al móvil, pero no me atreví, porque podía interpretarlo como algo pegajoso, necesitado o paternalista por mi parte (tipo «¿por qué no has vuelto a casa todavía?»). Así que me acosté.

Cuando sonó el despertador a las siete de la mañana, encontré otra nota en la almohada a mi lado: «Esto es una locura. Anoche llegué a la una, y ahora tengo un desayuno a las seis y media con algunos abogados de la Fox. Llámame a las ocho al móvil. Ah…, y ponte moreno por mí».

Esta vez había escrito «Te quiero, S.» al final de la nota. Eso me animó. Pero cuando la llamé una hora después (como me había pedido), estuvo muy brusca:

– No es un buen momento -dijo-. ¿Te llevas el móvil?

– Por supuesto.

– Entonces, ya te llamaré.

Y colgó. Me esforcé por no desanimarme por su brusquedad. Después de todo, Sally era una jugadora, y así era cómo se comportaban los jugadores cuando la cosa se ponía fea.

Unos minutos después, llamaron al timbre y encontré un chófer con librea esperando junto a un reluciente Lincoln Town Car flamante.

– ¿Cómo está, señor?

– Dispuesto a disfrutar del sol -dije.

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