– Y bien, ¿qué se siente al tener talento?
– ¿Perdone? -pregunté, cogido por sorpresa.
Martha Fleck me sonrió y dijo:
– Sólo es una pregunta.
– Una pregunta muy directa.
– ¿De verdad? Pensaba que era una pregunta simpática.
– No soy una persona con un talento especial.
– Si usted lo dice -aceptó ella con una sonrisa.
– Es que es verdad.
– Bueno, la modestia es una cualidad admirable. Pero por mi limitada experiencia profesional, lo poco que sé de los escritores es que normalmente son una mezcla de inseguridad y arrogancia y que la arrogancia suele llevar las de ganar.
– ¿Me está diciendo que soy arrogante?
– Ni mucho menos -dijo ella con una sonrisa apaciguadora-. Sin embargo, cualquiera que se enfrente cada mañana a una pantalla en blanco necesita una enorme seguridad en su propia importancia. ¿Una copa? Estoy segura de que la necesita después de ver Salo.
– Bueno, ha sido como salvarse de un accidente de coche.
– Mi marido la considera una obra maestra absoluta. Pero, claro, él hizo La última oportunidad. Imagino que la habrá visto.
– Ah, sí. Muy interesante.
– Qué diplomático.
– Está bien ser diplomático.
– Pero hace la conversación menos animada.
No contesté.
– Venga, David. Es hora de jugar a decir la verdad. ¿Qué le pareció sinceramente la película de Philip?
– No es…, bueno…, lo mejor que he visto.
– Puede hacerlo mejor.
Busqué alguna señal en su rostro. Pero lo único que vi fue una sonrisa divertida.
– De acuerdo, si quiere la verdad, pensé que era una tontería pretenciosa.
– Bravo. Ahora vamos a ocuparnos de su copa.
Se agachó y apretó un botoncito, a un lado de su butaca. Estábamos sentados en la Sala Grande de la casa, donde nos habíamos trasladado a petición suya después del encuentro en la sala de proyecciones. Ella estaba sentada bajo un Rothko tardío, dos grandes cuadrados negros que se fundían, compensados por un gajo de naranja colocado en el centro; un indicio de amanecer prometido entre la oscuridad.
– ¿Le gusta Rothko? -me preguntó.
– Por supuesto.
– A Philip también. Por eso tiene ocho cuadros de él.
– Eso son muchos Rothkos.
– Y mucho dinero, unos setenta y cuatro millones por el total.
– Es una cifra que da miedo.
– No, es calderilla.
De nuevo otra de sus pequeñas pausas, en las que observaba cómo la observaba yo, intentando calibrar mi reacción a sus provocaciones. Sin embargo, su tono era siempre ligero y tranquilo. Para mi gran sorpresa, empezaba a parecerme realmente atractiva.
Llegó Gary.
– Nos alegramos de que haya vuelto, señora Fleck. ¿Cómo estaba Nueva York?
– Tan presuntuosa como siempre. -Se volvió hacia mí-. ¿Le apetece algo fuerte, David?
– Bueno…
– Lo tomaré como un sí. ¿Cuántas marcas de vodka tenemos, Gary?
– Treinta y seis, señora Fleck.
– Treinta y seis vodkas. ¿A que es gracioso, David?
– Son muchos vodkas.
Se volvió a hablar con el empleado.
– A ver Gary, cuenta: ¿cuál es el más excelente de los excelentes vodkas que tenemos?
– Tenemos un Stoli Gold de 1953 filtrado tres veces.
– Déjame adivinar, era de la reserva de Stalin.
– No podría jurarlo, señora Fleck. Pero dicen que es extraordinario.
– Entonces sírvenoslo, con un poco de beluga para acompañar.
Gary hizo una pequeña reverencia y se marchó.
– ¿No estaba en el barco con su marido, señora Fleck?
– Me llamo Martha… y nunca he sentido una gran afinidad por Hemingway, ni he visto la necesidad de pasar varios días en alta mar persiguiendo una ballena blanca o cualquier pez grande que Philip persiga.
– ¿Entonces fue a Nueva York en viaje de negocios?
– Estoy impresionada de verdad con su diplomacia, David. Porque cuando tu marido tiene veinte mil millones de dólares, la mayoría de la gente no espera que tengas trabajo de ninguna clase. Pero sí, estuve en Nueva York para reunirme con la junta de una pequeña fundación que dirijo para ayudar a dramaturgos indigentes.
– No sabía que existiera esa especie.
– Touché -dijo ella-. Según mi experiencia, la mayoría de dramaturgos no es que tengan mucha suerte, a menos que tengan un golpe de suerte y tengan suerte. Como le pasó a usted.
– Sí, pero sigue siendo suerte.
– Empieza a preocuparme de verdad su modestia, David -dijo tocándome ligeramente la mano.
– Usted era editora de guiones, ¿verdad? -pregunté, apartando la mano.
– Ah, veo que está bien informado. Sí, fui lo que se conoce en el mundo del teatro regional como dramaturga, que es una forma germánica pretenciosa de decir que revisaba guiones y trabajaba con los autores y de vez en cuando encontraba una obra interesante que valía la pena producir en el montón de basura que nos presentaban.
– ¿Y así conoció a…?
– ¿Al señor Fleck? Sí, así es como tropecé con mi destino conyugal. En aquella ciudad de luces parpadeantes y romanticismo sin fin llamada Milwaukee, Wisconsin. ¿Ha estado en Milwaukee, David?
– Lo siento, pero no.
– Es una ciudad preciosa. La Venecia del Medio Oeste.
Me eché a reír y pregunté:
– Entonces ¿qué hacía usted allí?
– Tienen un teatro de repertorio casi decente, y necesitaban un editor de guiones. Yo necesitaba trabajo, y me ofrecieron uno. No pagaban mal, veintiocho mil al año. Más de lo que ganaba antes. Pero es que el Milwaukee Rep estaba muy subvencionado, gracias al nuevo rico local, el señor Fleck, que considera una cruzada personal convertir su ciudad natal en su propia Venecia. Una nueva galería de arte. Un nuevo centro de comunicaciones en la universidad con, naturalmente, su propia filmoteca. Justo lo que Milwaukee estaba deseando. Y, por supuesto, un teatro nuevo a estrenar para la compañía profesional local. Creo que Philip se gastó doscientos cincuenta millones de dólares en los tres proyectos.
– Muy benevolente por su parte.
– Y muy astuto. Especialmente porque logró deducirlo todo de los impuestos.
Volvió Gary, empujando un elegante carrito de acero en el que había un pequeño cuenco de caviar (artísticamente rodeado de hielo picado), una bandeja de panecillos redondos de cebada, la botella de vodka (también rodeada de hielo picado), y dos refinados vasitos. Gary apartó la botella del hielo y se la presentó formalmente a Martha. Ella echó un vistazo a la etiqueta. Parecía venerable y estaba escrita en cirílico.
– ¿Sabe ruso? -me preguntó. Cuando yo negué con la cabeza, añadió-: Yo tampoco. Pero estoy segura de que 1953 fue un buen año para el Stoli. Adelante, Gary, sírvelo.
Él obedeció, y nos ofreció a cada uno un vasito lleno hasta arriba de vodka. Martha levantó el suyo y brindó con el mío. Nos tragamos el vodka helado y muy suave. Sentí un cosquilleo placentero cuando me heló el interior de la garganta y viajó directamente al cerebro. Martha tuvo una reacción similar, porque soltó un suspiro y dijo:
– Funciona.
Gary volvió a llenarnos los vasos y a continuación nos ofreció un panecillo untado con caviar. Probé el mío y Martha me preguntó:
– ¿Merece su aprobación?
– Pues… sabe a caviar.
Ella se tragó su vodka. Yo la imité y volví a estremecerme. Entonces Martha se volvió a Gary y dijo que ya nos serviríamos nosotros mismos. Cuando él se retiró, Martha me sirvió otro vodka y dijo:
– Sabe, antes de conocer a Philip, no sabía nada de nada de marcas de lujo, ni si había diferencia entre ellas…, no sé…, un bolso de Samsonite o de Louis Vuitton. Todo eso no me parecía importante.
– ¿Y ahora?
– Ahora poseo toda clase de crípticos conocimientos mercantiles. Por ejemplo conozco el precio del caviar iraní, a ciento sesenta dólares los treinta gramos. Como sé que el vaso que tiene en la mano es un Baccarat y que la butaca donde está sentado es un diseño original de Eames, que Philip compró por cuatro mil doscientos dólares.
– Mientras que antes de saber todas esas cosas…
– Ganaba mil ochocientos dólares al mes, vivía en un piso de una habitación, y conducía un Volkswagen escarabajo de doce años. Para mí la ropa de diseño era Benetton.
– ¿Le molestaba no tener dinero?
– Nunca se me pasó por la cabeza. Estaba en el sector del voluntariado, de modo que me vestía de cualquier manera y pensaba en consonancia, y no me preocupaba lo más mínimo. ¿Pero me equivoco si creo que usted odiaba estar sin un céntimo?
– Tener dinero es más fácil.
– Eso es cierto. Pero cuando trabajaba en Book Soup, no envidiaba a los escritores de éxito que veía curiosear por la tienda, con sus contratos de siete cifras y sus Porsches en el aparcamiento, y sus relojes Tag Heuer, y…
– ¿Cómo sabe lo de Book Soup? -pregunté, interrumpiéndola.
– He leído su expediente.
– ¿Mi expediente? ¿Tienen un expediente sobre mí?
– No exactamente. Más bien un dossier, que recopilaron los empleados de Philip cuando aceptó venir a vernos.
– ¿Y qué contiene exactamente el expediente?
– Recortes, una biografía puesta al día, y una lista de todo lo que ha escrito y alguna otra noticia suelta encontrada por los colaboradores de Philip…
– ¿Como qué?
– Oh, bueno, cosas indispensables como lo que le gusta beber, la clase de películas que ve, el estado de su cuenta bancaria, su cartera de inversiones, el nombre de su consejero…
– No voy a un consejero -repliqué un poco irritado.
– Pero antes sí. Después de dejar a Lucy e irse con Sally, estuvo seis meses hablando con el doctor…, ¿cómo se llamaba? Tarbuck, creo. Un tal Donald Tarbuck que ejerce justo en la Victory Avenue, en West Los Ángeles. Lo siento…, ¿estoy hablando demasiado?
De repente me sentí muy incómodo.
– ¿Quién le ha contado todo eso? -pregunté.
– No me lo ha contado nadie, lo he leído.
– Pero alguien debió de contárselo a sus empleados. ¿Quién fue?
– Sinceramente no tengo ni idea.
– Seguro que fue el cabrón de Barra.
– Es evidente que le he molestado, lo que no era en absoluto mi intención. Pero permítame que le asegure que Bobby no es ningún espía, y que usted no ha ido a parar a la antigua Alemania Oriental. Simplemente mi marido es una persona muy concienzuda que quiere tener toda clase de información sobre las personas que desea contratar.
– No he solicitado ningún empleo.
– De acuerdo. Pero sepa que Philip estaba muy interesado en trabajar con usted, y por lo tanto pensó que debía averiguar algunos detalles básicos…, como hace todo el mundo hoy día. Final de la historia. ¿De acuerdo?
– No soy un paranoico.
– Por supuesto que no -dijo ella, sirviendo más vodka-. Bébase esto.
Brindamos de nuevo y bebimos. Aquella vez el vodka bajó con suavidad, un indicio de que mi garganta y mi cerebro empezaban a insensibilizarse.
– ¿Más contento? -preguntó amablemente.
– El vodka es bueno.
– ¿Se considera un hombre feliz, David?
– ¿Qué?
– Sólo me preguntaba si, en el fondo, duda de su éxito, sé pregunta si se lo merece.
Me reí.
– ¿Siempre juega a hacer de agente provocadora?
– Sólo con las personas que me gustan. Pero tengo razón, ¿a que sí? Porque me da la sensación de que no cree en sus logros, e íntimamente lamenta haber dejado a su esposa y a su hija.
Un largo silencio, durante el cual cogí la botella de vodka y llené los dos vasitos.
– Creo que hago demasiadas preguntas -dijo ella finalmente.
Levanté mi vaso y me tragué el vodka.
– Pero ¿me permitirá que le haga otra pregunta? -insistió.
– ¿Cuál es?
– Dígame lo que piensa realmente de la película de Philip.
– Pero si ya se lo he dicho…
– No, lo que me ha dicho ha sido que «es una porquería pretenciosa». Lo que no ha explicado es por qué cree que es una porquería pretenciosa.
– ¿De verdad quiere saberlo? -pregunté.
Ella inclinó la cabeza y asintió. Le dije exactamente por qué era la peor película que había visto, analizándola escena por escena, y explicando por qué los personajes eran fundamentalmente absurdos, por qué los diálogos daban un nuevo significado a la palabra «artificioso», y por qué todo el argumento rayaba en lo grotesco. El vodka debió de desencadenar algún resorte de descortesía en mi cerebro, porque hablé sin parar durante diez minutos, deteniéndome sólo para aceptar tres vasitos más de vodka de manos de Martha. Cuando finalmente terminé, se hizo un silencio largo y pesado.
– Bien…, usted me ha pedido mi opinión -dije, con la voz un poco pastosa.
– Y usted sin duda me la ha dado.
– Lo siento.
– ¿Por qué disculparse? Especialmente cuando todo lo que ha dicho es cierto. De hecho, lo que me ha dicho es exactamente lo que le dije a Philip antes de que se produjera la película.
– Pero yo creía que usted había trabajado con él en el guión…
– Es verdad, y créame, en comparación con el guión original que leí, el definitivo había mejorado enormemente, que no es decir mucho, porque la película en sí era un desastre.
– ¿No pudo influir en él?
– ¿Desde cuándo un revisor de guiones de poca monta ha tenido nunca influencia en un director? Me refiero a que, si el noventa y nueve coma cinco por ciento de los escritores de Hollywood son tratados como peones, el revisor de guiones es considerado prácticamente infrahumano, el primate más bajo de la cadena alimentaria.
– ¿Incluso por el hombre que se ha enamorado de usted?
– Oh, eso no sucedió hasta después de la película.
Entonces me explicó que Fleck se había presentado un día en el teatro que había hecho construir en Milwaukee para conocer al personal…, su personal para ser más concretos, ya que con su aportación anual se pagaban todos los sueldos. En fin, durante el curso de aquella regia visita, el director artístico del teatro lo había arrastrado al cubículo que tenía Martha como despacho para un rápido saludo. Cuando los presentaron y Fleck se enteró de que ella era la revisora de guiones, mencionó que acababa de escribir el guión de una película, y que le sería muy útil un consejo profesional sobre sus puntos fuertes y débiles.
– Por supuesto, le dije inmediatamente que me sentiría muy honrada de leerlo, ¿qué iba a decir? Era nuestro santo patrón, nuestro Gran Hombre. Para mis adentros, pensé: «Dios santo, un guión pretencioso escrito por el típico nuevo rico». Pero tampoco pensé que realmente llegara a enviármelo, porque con todo el dinero que tenía, podía contratar como revisor a Robert Towne o a William Goldman. Entonces, a la mañana siguiente, patapam, el guión aterrizó en mi mesa. Tenía un post-it pegado en la primera página: «Le agradecería mucho que me diera su opinión sincera sobre esto mañana por la mañana». Estaba firmado: «P. F.».
Así que Martha no tuvo más remedio que pasarse el resto del día leyendo el maldito guión, y después toda la noche en un estado de hiperansiedad, porque se había dado cuenta de que el guión de Fleck era, sin ninguna duda, una porquería. También sabía que, si escribía exactamente lo que pensaba, podía irse despidiendo de su empleo.
– Estuve levantada hasta las cinco, intentando redactar un informe que de algún modo transmitiera el mensaje de que era un guión inservible, pero al mismo tiempo fuera lo más neutral posible. La verdad era que no fui capaz de encontrar una sola cosa buena que decir. Finalmente, con el amanecer, rompí mi cuarto intento de redactar un informe imparcial, y pensé: «Voy a tratarle como a cualquier otro mal aspirante a escritor, y le diré exactamente qué es lo que ha hecho mal».
Se sentó y escribió un informe letal, lo mandó por mensajero al teatro y se metió en la cama, pensando que al despertar tendría que empezar a buscar otro empleo.
En cambio, a las cinco de la tarde sonó el teléfono de su piso. Era uno de los empleados de Fleck, que la informaba de que el señor Fleck en persona deseaba verla, y que el Gulfstream la llevaría chez Fleck, en San Francisco, aquella noche. Ah…, y el teatro ya estaba informado de que no podría ir durante unos días.
– Hasta ese día yo sólo había viajado en autobús, o sea que la limusina hasta el aeropuerto y el vuelo con el Gulfstream fueron algo fuera de lo normal. Como lo fue la casa de Philip en Pacific Heights, con cinco criados y la sala de proyecciones en el sótano. Por supuesto, durante el vuelo a San Francisco, no dejaba de preguntarme para qué querría verme, y si me estaba mandando al oeste como una especie de demostración de poder: «La he hecho venir en mi avión privado para darme el gusto de despedirla cara a cara».
»Sin embargo, cuando llegamos a su casa, no pudo mostrarse más encantador y, dado el carácter taciturno de Philip, eso es decir mucho. Con mi informe en la mano, dijo: “Veo que no es una lameculos”. A continuación me pidió que me quedara siete días para trabajar con él y mejorar el guión. Y me preguntó incluso cuanto querría cobrar. Le dije que ya cobraba un sueldo del teatro en Milwaukee, de modo que no esperaba nada más de él… excepto trabajo. “Para mí, usted es un escritor más, y un escritor con un guión que necesita un repaso a fondo. Si usted está dispuesto a escuchar, yo estoy dispuesta a ayudar.”
»Nos pasamos los siguientes siete días diseccionando el guión y redactándolo de nuevo. Philip lo dejó todo para trabajar conmigo, y tengo que decir que me escuchó. También parecía responder a mis críticas, porque al terminar la semana, habíamos logrado eliminar la mayor parte de las paparruchas y hacer más coherente la estructura general, incluso que los personajes parecieran semicreíbles. Le dije que seguía pensando que el conjunto seguía siendo demasiado pomposo. Pero no había duda de que era un guión mejor que el anterior.
»Y tampoco había duda de que había algo entre nosotros. Philip puede ser exageradamente introvertido, pero cuando llega a conocerte, también es divertido. Y me gusta su sentido del humor. Para ser alguien que había construido un imperio multimillonario, sabía mucho de cine y de literatura, y estaba decidido a aportar montones de dinero a la cultura. En fin, la última noche que estuvimos juntos, nos regalamos con una maratón alcohólica…
– ¿De vodka? -pregunté.
– Por supuesto -dijo ella, arqueando las cejas juguetonamente-. Mi veneno preferido.
La mire a los ojos.
– ¿Puedo adivinar lo que pasó después?
– Sí, lo inevitable. Pero cuando me desperté a la mañana siguiente, Philip se había ido… aunque me había dejado una nota muy romántica en la almohada: «Te llamaré». Al menos no la firmó P. F.
»Volví a Milwaukee, y no volví a saber de él. Seis meses después, leí no sé dónde que La última oportunidad se había rodado en Irlanda. Ocho meses después, la estrenaron en el único cine de arte y ensayo de Milwaukee y, naturalmente, fui a verla. No podía creer lo que había hecho el señor Fleck. No sólo había eliminado completamente el ochenta por ciento de los cambios que habíamos hecho, sino que había recuperado la mitad de los diálogos malos que yo había logrado eliminar. Evidentemente, no era la única que creía que se había equivocado, porque los periódicos estaban llenos de críticas nefastas de La última oportunidad, decían que era la película más cara y más mala de la historia, y que Philip acababa de cortar con una supermodelo con la que salía el último año, lo que explicaba con claridad por qué no había oído hablar del caballero después de aquella primera noche.
»En fin, me disgusté mucho, tanto por la forma como había destruido el trabajo que habíamos hecho, como porque no me había vuelto a llamar, y me senté y le escribí una carta muy cruel, en la que dejaba claro mi descontento con su tratamiento tanto profesional como personal respecto a mí. Después de mandar la carta, realmente no esperaba que me contestara. Pero, una semana después, se presentó una noche en mi casa. Y las primeras palabras que dijo fueron: “Me equivoqué en todo. Sobre todo contigo”.
– ¿Y después?
– Nos casamos al cabo de seis meses.
– Qué romántico -dije.
Otra de sus sonrisitas mientras servía los últimos restos de la botella.
– De modo que la moraleja de la historia es… -pregunté- ¿que no es responsable de la lamentable película de su esposo?
– Touché, otra vez.
Bebí otro vaso. Esa vez no sentí ni un cosquilleo en la garganta. Ya no sentía nada de nada.
– Le contaré un pequeño secreto. La razón por la cual mi marido le tiene aquí esperando es que no soporta tener a nadie con talento alrededor.
– Creo que cualquier persona que haya hecho tanto dinero como él merece ser considerado como alguien con talento.
– Es posible, pero el talento que él anhela, el don que sueña tener, es el que tiene usted. Yo también lo admiro muchísimo. ¿Por qué cree que he volado hasta aquí esta noche? Era la oportunidad de conocerle. Creo que Te vendo es un hito de la televisión.
– Me halaga.
– Es un placer.
Me miró directamente a los ojos y volvió a sonreír. Miré mi reloj.
– Es muy tarde -dijo ella-, no quiero entretenerle más. Si quiere le diré a Gary que le traiga leche caliente y galletas. Y seguro que tenemos un osito por aquí por si necesita compañía.
Arqueó otra vez las cejas ligeramente, más divertida que coqueta. O quizá más coqueta que divertida. O quizá sólo estaba arqueando las cejas porque sí. Demonios, no tenía ni idea porque estaba completamente borracho.
– Creo que tengo que meterme en la cama -dije-. Gracias por todo ese vodka.
– Forma parte del servicio -dijo ella-. Que descanse.
Me despedí y me dirigí a mi habitación dando tumbos.
No recuerdo muy bien cómo llegué. Tampoco recuerdo haberme desmayado completamente vestido sobre la cama. Pero sí recuerdo haberme despertado con un sobresalto hacia las cuatro, haber llegado al baño por los pelos y haber vomitado sin parar durante cinco minutos; luego me quité toda la ropa y me metí en la ducha, y finalmente volví a la cama, todavía chorreando, y me tapé, recordando fragmentos de la tortuosa conversación con Martha Fleck. Pero me adormecí de nuevo y no me desperté hasta alrededor de mediodía, pensando que mi cerebro sufría una fisión casi nuclear, e intentando encontrar algún sentido a todo lo que había sucedido la noche anterior: desde verme forzado a ver Salo en toda su triunfal obscenidad, hasta aquella conversación excepcional alimentada por el alcohol con Martha.
Mientras me esforzaba por rearmar el rompecabezas de la noche anterior, también tomé una decisión: iba a marcharme de la isla aquel mismo día. Hacía demasiado que esperaba, y por ninguna razón concreta, y no quería seguir más tiempo dando cancha a un ricachón. Descolgué el teléfono y llamé a Gary; le pregunté si sería posible que me llevaran a Antigua aquella tarde, con una conexión después a Los Ángeles. Me dijo que me llamaría en seguida. Cinco minutos después sonó el teléfono. Era Martha.
– ¿Alguna vez ha probado una vitamina llamada Berocca?
– Hola, Martha.
– Buenos días, David. Le noto un poco indispuesto.
– Me pregunto por qué. En cambio usted parece maravillosamente despierta.
– Eso es debido a las maravillosas propiedades restauradoras de la Berocca. Es un complejo vitamínico soluble, con una dosis de caballo de vitaminas B y C, y es la única cura para la resaca que conozco. La fabrican en Australia, donde lo saben todo de las resacas.
– Por favor, mándeme dos en seguida.
– Están en camino. Pero no se las aplaste con una tarjeta de crédito y las inspire por la nariz con un billete de cincuenta.
– Yo no hago esas cosas -dije, a la defensiva.
– Era una broma, David. Anímese, por favor.
– Perdone… Y, por cierto, lo pasé muy bien anoche.
– Entonces ¿por qué quiere dejarnos esta tarde?
– Veo que las noticias vuelan.
– Espero que su decisión no la haya determinado algo que dije.
– De ninguna manera. Creo que tiene más que ver con el hecho de que hace una semana que su marido me tiene esperando. Y yo tengo una vida que continuar y una hija a la que ver en San Francisco este viernes.
– Eso es fácil de arreglar. Diré que tengan el Gulfstream preparado para llevarle allí directamente el viernes por la mañana. Con el cambio de horario a su favor, estará allí a media tarde, sin problemas.
– Pero eso significa quedarme aquí dos días más.
– Comprendo que esté molesto con mi marido. Como le dije anoche, está jugando con usted, igual que juega con todos. Y me siento muy mal por eso, porque fui yo la que le propuse a Philip que trabajara con usted. Como le dije anoche, soy una gran admiradora suya. Además de Te vendo he leído todas sus obras de teatro anteriores.
– ¿En serio? -pregunté, intentando no parecer halagado, sin conseguirlo.
– Sí. Le pedí a una de mis ayudantes en la fundación que me buscara todos sus guiones.
Eso debió de costarle, pensé yo, teniendo en cuenta que no se había publicado ninguno. Pero si algo había aprendido de los Fleck era que si querían algo, lo tenían.
– … Y me gustaría hablar con usted de la revisión del guión que ha hecho de la película para Philip.
Que, sin duda, Joan, de secretaría, le había facilitado.
– ¿Ya lo ha leído?
– Es lo primero que he hecho hoy.
– ¿Y su marido?
– No sabría decirle -dijo-. Hace días que no hablamos.
Estuve a punto de soltar un comentario grosero del tipo: «¿Y por qué no hablan?», pero me lo pensé mejor y dije:
– ¿De verdad vino de Nueva York para conocerme?
– No sucede a menudo que tengamos un escritor que admiro en la isla.
– ¿Le gusta de verdad la nueva versión del guión?
Se echó a reír con sorna.
– Eso es lo que me encanta de los escritores, cuando se trata de su trabajo, son unos sufridores. Pero sí…, creo que ha hecho un trabajo estupendo.
– Gracias.
– Créame, si no fuera así, se lo diría.
– No tengo ninguna duda.
– Y si se queda, le prometo no obligarle a beber vodka otra vez, a menos que usted desee que le obligue, claro.
– No hay ninguna posibilidad.
– Seremos mormones todo el día. De hecho, si quiere puedo llamarle Anciano David.
Esa vez me tocó reírme a mí.
– De acuerdo, de acuerdo. Me quedaré un día más. Pero dígale a su marido que si no está aquí mañana, me voy.
– Hecho -dijo ella.
La Berocca llegó pocos minutos después, y para mi gran sorpresa, alivió mi malestar por la resaca. También contribuyó a mi bienestar la tarde que pasé con Martha. Teniendo en cuenta la cantidad de Stoli que había bebido la noche anterior, Martha parecía condenadamente despierta, casi radiante. Dispuso un almuerzo ligero en la terraza principal de la casa. El sol estaba en su mayor esplendor, pero una ligera brisa atenuaba el calor. Comimos langosta fría, bebimos Virgin Marys y hablamos por los codos. Martha había dejado el tono de flirteo que había caracterizado la noche anterior y, en cambio, demostró ser una estupenda compañía: divertida (eso ya lo sabía), seriamente erudita, y capaz de hablar de una docena de temas diferentes (obras de teatro de británicos radicales de los setenta; las mejores salas de cine de pequeño formato de París; el declive de las charcuterías judías decentes en Nueva York) con gran intensidad y entusiasmo. Mejor aún, sabía de lo que hablaba cuando se trataba del mundo del teatro, y tenía montones de ideas ingeniosas e inteligentes sobre la nueva versión de Nosotros, los veteranos. Para mi sorpresa, era verdad que se había leído la obra completa de David Armitage, incluidas dos obras de teatro olvidadas de principios de los noventa de las que unas ignotas compañías alternativas habían hecho excepcionalmente una lectura, y que estaban acumulando polvo en sus archivos desde entonces.
– ¡Joder, hace años que no he leído esas obras! -exclamé.
– Después de que Philip me dijera que quería trabajar contigo, pensé que sería prudente ver lo que habías hecho antes de ser famoso.
– ¿Y es así cómo lograste encontrar Nosotros, los veteranos?
– Sí, soy la culpable de que llegara a manos de Philip.
– ¿Y también fue idea tuya poner el nombre de tu marido en mi guión?
Me miró como si me hubiera vuelto loco.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó.
Tuve que explicarle el pequeño número de su marido con mi guión… y cómo había llegado (vía Bobby) con su nombre como autor.
Ella soltó un suspiro con los dientes apretados.
– Lo siento mucho, David -dijo.
– No tienes por qué. No es precisamente culpa tuya. Y el hecho es que a pesar de todo acepté su oferta de venir…, lo que demuestra lo tonto que soy.
– Todos se dejan embaucar por el dinero de Philip. A él le permite poner en práctica los juegos que le encantan. Por eso me siento tan mal. Porque cuando me llamó para preguntarme por ti, debería haber adivinado que era inevitable que también jugara contigo.
– ¿Te llamó para hablarte de mí? ¿Es que no estáis casados?
– De hecho, estamos un poco separados.
– Ah, bueno.
– No es oficial, ni nada de eso. Y sin duda es algo que ninguno de los dos quiere hacer público. Pero, durante el último año, hemos estado viviendo básicamente separados.
– Lo siento.
– No lo sientas. Fue decisión mía. No es que Philip me suplicara precisamente que lo reconsiderara, o me persiguiera a todos los confines de la tierra. De todos modos, tampoco es su estilo. De entrada no creo que tenga ningún estilo.
– ¿Crees que es algo permanente?
– No lo sé. Hablamos de vez en cuando, una vez a la semana. Si me necesita para una aparición en público, una gala de beneficencia o una cena importante de negocios, o la invitación anual a la Casa Blanca, me pongo un traje adecuado y la sonrisa congelada adecuada, y le permito que me lleve del brazo, y hacemos de pareja feliz. Por supuesto, vivo en todas sus casas y utilizo sus aviones, pero sólo cuando él no los necesita. El que tenga tantas casas y tantos aviones hace que nos resulte más fácil evitarnos.
– ¿Tan mal estáis?
Ella calló un momento y miró cómo jugaban el sol y el agua sobre la superficie reluciente del mar Caribe.
– Desde el principio supe que Philip era un poco raro. Pero también me enamoré de su rareza. Y de su intelecto. Y de la vulnerabilidad que oculta tras su fachada de rico taciturno. Los primeros dos años nos fue bien. Hasta que un día, empezó a encerrarse en sí mismo. No podía entenderlo. Ni él quiso explicármelo. El matrimonio era como un coche nuevo y reluciente que, un día, sencillamente no se pone en marcha. Y aunque lo intentes todo para volver a ponerlo en marcha, empiezas a preocuparte: ¿es un caso desesperado, sin solución? Y lo que lo hace aún más preocupante es que te das cuenta de que, a pesar de todo, sigues queriendo al idiota con el que te casaste.
Se calló y volvió a mirar el mar.
– Claro que, con este panorama delante, debes de pensar: «Ojalá todo el mundo tuviera tus problemas».
– Un mal matrimonio es un mal matrimonio.
– ¿Era muy malo el tuyo? -preguntó.
Esa vez fui yo el que evitó el contacto ocular.
– ¿Quieres la respuesta simple o la sincera? -pregunté.
– Como quieras.
Dudé un momento, y después dije:
– No, visto en perspectiva, no era tan malo. Nos habíamos distanciado un poco, y creo que había un cierto resentimiento acumulado entre los dos porque ella había tenido que cargar con la economía familiar durante muchos años. Mi éxito tampoco simplificó las cosas entre los dos. En lugar de eso, ensanchó la brecha…
– Y entonces conociste a la deslumbrante señorita Birmingham.
– Tus investigadores han sido muy concienzudos.
– ¿Estás enamorado de ella?
– Por supuesto.
– ¿Es la respuesta simple o la sincera?
– Digamos que es muy diferente de mi matrimonio. Somos una «pareja con poder», con todo lo que eso representa.
– Ésa me parece una respuesta muy sincera.
Miré mi reloj. Eran casi las cuatro. La tarde había pasado en un suspiro. Miré a Martha. La luz de la tarde había cambiado de tal manera que su cara estaba iluminada por un brillo que tenía la tonalidad del whisky de malta. La miré con atención y de repente pensé: es muy hermosa. Y tan lista. Y tan condenadamente ingeniosa. Y, a diferencia de Sally, tan modesta. Más aún, los dos estábamos totalmente en sintonía con la sensibilidad del otro. Nuestra relación era tan inmediata, tan absoluta, tan…
Pero entonces otra idea me vino a la cabeza: «Ni se te ocurra».
– David -dijo ella, interrumpiendo mi ensueño-. Un penique por tus pensamientos.
– ¿Perdona?
– En qué piensas, David. Parecías estar en otra parte.
– No. Estaba aquí, sin duda.
Ella sonrió y dijo:
– Me alegro de saberlo.
Y entonces me di cuenta de que… ¿qué? ¿Que me había visto mirándola, que había algo «no expresado» entre nosotros? ¿Los inicios de un coup de foudre que podía ser fatal? «Ya está bien de tonterías -me susurró la voz de la razón al oído-. ¿Y qué si hay atracción? Ya sabes lo que sucedería si hicieras algo al respecto. Una catástrofe cósmica, seguida del invierno nuclear más largo imaginable.»
Esta vez fue ella la que miró el reloj.
– Por Dios, ¿has visto la hora que es? -exclamó.
– Espero no haberte entretenido -dije.
– En absoluto. El tiempo vuela cuando la conversación vuela.
– Totalmente de acuerdo.
– ¿Es eso una insinuación para que rompamos nuestro voto de sobriedad y pidamos algo francés y espumoso?
– Todavía no.
– ¿Más tarde, quizá?
Me oí responder:
– Si no tienes nada que hacer más tarde…
– Mi agenda social no está precisamente llena en este lugar.
– La mía tampoco.
– O sea que si te propusiera algo…, una pequeña excursión, tal vez, ¿aceptarías?
«No lo hagas», susurró la voz de la razón a mi oído. Pero evidentemente dije:
– Me encantaría.
Una hora después, mientras el sol descendía en picado hacia la noche, me encontré sentado con Martha en la cubierta del Cabin Cruiser, bebiendo una copa de Cristal y avanzando a todo vapor hacia el horizonte. Antes de embarcar me dijo que cogiera una muda y un jersey.
– ¿Adónde vamos exactamente? -había preguntado.
– Ya lo verás -contestó.
Una hora y media después, avistamos una isla diminuta: montañosa, exuberante de verde y rodeada de palmeras. En la distancia, distinguí un muelle, una playa, y detrás de ella un trío de construcciones simples, en un estilo seudoisla de Pascua, con techos de paja.
– ¡Menudo refugio! -exclamé-. ¿De quién es?
– Mío -dijo Martha.
– No me digas.
– Es verdad. Fue mi regalo de boda de Philip. Quería comprarme un pedrusco enorme, absurdo, a lo Liz Taylor. Pero le dije que yo no era de las que van con zafiros Star of India. Y entonces me dijo: «¿Qué te parece una isla?». Y yo pensé que era bastante original.
Después de atracar, Martha me guió a tierra. La playa no era grande, pero era perfectamente blanca y arenosa. Fuimos andando al pequeño complejo de cabañas. La estructura principal era circular, con un salón cómodo (de madera blanqueada y telas claras), y un gran porche, con tumbonas y una gran mesa de comedor. Una cocina completamente equipada ocupaba la parte de atrás de la cabaña. A cada lado de esa estructura central había dos cabañas de estilo polinesio, cada una con una cama enorme, elegantes sillones de bambú, más telas claras y un baño de madera blanqueada. Casa y jardín en el trópico.
– Vaya regalo de boda -dije-. Imagino que tuviste algo que ver con la decoración del lugar.
– Sí, Philip trajo a un arquitecto y a un constructor de Antigua, y se puede decir que me dio carta blanca. Y yo, evidentemente, les dije que quería una copia de cinco estrellas de Jonestown.
– ¿Eso significa que vas a iniciar tu propio culto?
– Creo que hay una cláusula en mi contrato prenupcial que me prohíbe expresamente fundar mi propia religión.
– ¿Tienes un acuerdo prematrimonial?
– Cuando te casas con un tipo que tiene veinte mil millones de dólares, sus abogados insisten en que firmes un contrato prematrimonial, que, en nuestro caso, era más largo que la Biblia Gutenberg. Pero yo contraté a un abogado especialmente atajador para negociar mi parte del contrato, de modo que si todo se va a pique, tengo las espaldas bien cubiertas. ¿Preparado para dar un paseo por la isla?
– ¿No está anocheciendo?
– Precisamente -dijo ella, cogiéndome de la mano.
Al salir de la cabaña, cogió una linterna que había junto a la puerta.
Entonces me guió por un estrecho sendero que empezaba detrás del edificio principal y subía colina arriba, a través de una espesa vegetación selvática de palmeras y plantas trepadoras laberínticas. El sol apenas arrojaba un tenue resplandor, pero la banda sonora nocturna tropical de insectos y aves autóctonas estaba en pleno apogeo: como una caja armónica de siseos y chirridos fantasmales que hizo emerger todos mis miedos infantiles urbanos sobre la llamada de la selva.
– ¿Estás segura de que es prudente? -insistí.
– A esta hora de la noche, las pitones todavía no han salido. Así que…
– Muy graciosa -dije.
– Estás a salvo conmigo.
Subimos y subimos, y la flora y la fauna se fue haciendo tan densa que el sendero parecía un corredor a través de un túnel exuberante de verdor y cada vez más oscuro. Pero entonces, de repente, llegamos a lo alto de la colina que habíamos estado ascendiendo. El follaje se convirtió en un claro que ofrecía un panorama fantástico del mar en su enormidad aguamarina. Martha había estudiado a la perfección el momento de nuestra llegada, porque frente a nosotros teníamos el disco incandescente del sol, perfectamente recortado contra el cielo que empezaba a oscurecer.
– ¡Dios mío! -exclamé.
– ¿Te parece bien? -preguntó Martha.
– Es todo un espectáculo.
Nos quedamos en silencio mientras el disco se iba fundiendo poco a poco en el mar. Durante un minuto el agua se volvió de metal. Incluso desde la colina, se podía sentir su resplandor luminoso final. Martha se volvió hacia mí, sonrió, me tomó una mano y la apretó. Entonces, en un instante, desapareció también el último reflejo, dorado como la miel, y el mundo quedó a oscuras.
– La señal para volver -dijo Martha, encendiendo la linterna.
Descendimos lentamente la colina. Siguió cogiéndome de la mano hasta que llegamos al complejo. Entonces, justo antes de que entráramos, me soltó y fue a hablar con el chef. Yo me acomodé en el porche, contemplando la playa inmersa en la oscuridad, con su rompiente metronómica y el susurro suave de las palmeras. Al cabo de pocos minutos, Martha volvió acompañada de Gary, que llevaba una bandeja con una coctelera plateada y dos copas de martini heladas.
– Y yo que creía que esta noche iba a practicar la abstinencia -bromeé.
– No rechazaste precisamente las dos copas de champán a bordo.
– Sí, pero los martinis están a un nivel diferente al champán. Es como comparar un misil Scud con una ametralladora.
– Nadie te obliga a beber. Pero yo he pensado que no te desagradaría un martini con un toque de ginebra Bombay y una aceituna.
– ¿Eso también lo investigaron tus empleados?
– No, ésa fue una intuición pura y dura.
– Está bien, has acertado, pero prometo que sólo beberé uno.
Inútil decir que Martha no tuvo que retorcerme el brazo para que me tomara el segundo martini. Tampoco tuvo que sobornarme para que compartiera con ella una botella de exquisito Pouilly-Fume acompañada de cangrejos a la parrilla. Cuando íbamos por la mitad de una botella de Muscat de Australia que parecía néctar, los dos estábamos de un humor espléndido, y nos contábamos anécdotas tontas sobre nuestras respectivas aventuras en los mundillos del cine y el teatro. Hablamos de nuestra infancia en Chicago y en las afueras de Filadelfia, y los intentos fallidos de Martha de ser directora de teatro después de licenciarse en Carnegie-Mellon, y mis quince años de rechazos profesionales interminables, y las varias confusiones románticas que habían caracterizado nuestros veinte años. Cuando empezamos a intercambiar malas experiencias de citas, ya íbamos por la segunda media botella de Muscat. Era tarde y Martha había dicho a Gary y al resto de los empleados que se fueran a dormir. Se retiraron a sus habitaciones, detrás de la cocina, y ella dijo:
– Venga, demos un paseo.
– Creo, que tal como estoy, lo que daré serán tumbos.
– Pues vamos a dar tumbos.
Cogió la segunda botella de Muscat y dos copas y me guió colina abajo, hacia la playa. Se sentó en la arena y dijo:
– Te había prometido que no tendrías que dar muchos tumbos.
Me senté con ella en la arena, mirando el firmamento. Era una noche excepcionalmente clara, y el cosmos parecía incluso más vasto de lo normal, como si quisiera recordarnos lo insignificante que era cuanto dijéramos o sintiéramos. Martha llenó las copas con el vino dorado y viscoso y dijo:
– Déjame adivinar lo que piensas mientras miras hacia arriba. Es todo trivial y carente de significado, y dentro de cincuenta años estaré muerto…
– Con suerte.
– De acuerdo, cuarenta años. Diez años menos de esfuerzos inútiles, porque en el año 2041 ¿qué importancia tendrá lo que hagamos ahora? A menos, claro, que uno de nosotros empiece una guerra, o escriba la serie definitiva del nuevo milenio.
– ¿Cómo has sabido que ésa era mi mayor ambición?
– Porque me di cuenta en cuanto te vi… -Se calló y me tocó la cara con la mano, sonriendo, y después pensó mejor lo que estaba a punto de decir.
– ¿Sí? -pregunté.
– Desde el momento que te vi -dijo en tono ligero-, supe que se te había metido en la cabeza ser el Tolstoi de las series de televisión.
– ¿Siempre dices tantas tonterías?
– Sí. Es la única manera de mantener todos esos pensamientos de irrelevancia cósmica a distancia. Y por eso mismo quiero que ahora me cuentes la peor primera cita que hayas tenido.
– Eso son cosas serias, existenciales.
– Ya lo creo. Venga, confiesa. Y si me haces reír, te llenaré de nuevo la copa.
– Justo lo que no necesito -dije.
Pero acepté el desafío y empecé a contarle una noche en Nueva York de 1989, en la que la mujer en cuestión (una aspirante a coreógrafa, que fumaba como una carretera y no paraba de explicarme, con detalles gráficos, la bulimia que había aquejado su vida los últimos diez años) se volvió hacia mí al final de la noche y dijo: «¡Ni se te ocurra pensar que me acostaré contigo esta noche!». A lo que yo contesté: «¿Acaso he hecho algo que te hiciera creer que quería acostarme contigo esta noche?». En ese punto, ella se echó a llorar y dijo: «No es la respuesta que esperaba». En fin, cuando logré tranquilizarla, la metí en un taxi, me fui al bar del barrio y me tomé dos Wild Turkeys largos y juré no salir nunca más con una coreógrafa. Cuando llegué a mi mísero piso de la Avenida C, tenía un mensaje suyo: «Quería disculparme por mi comportamiento de esta noche. Soy increíblemente neurótica con los hombres, y espero de verdad que volvamos a vernos».
Martha se echó a reír.
– ¿Fueron ésas sus palabras exactas? -preguntó.
– Me temo que sí.
– Una chica de las que me gustan a mí. ¿Volviste a llamarla?
– Puede que sea tonto, pero no soy estúpido.
– Ah, pues piensa en lo que te has perdido.
– De hecho, si hubiera empezado a salir con esa loca, podría no haber conocido a Lucy. Nos conocimos tres semanas después.
– ¿Fue un amor a primera vista?
– Del todo.
– ¿Fue ella el primer gran amor de tu vida?
– Sí, sin duda.
– ¿Y ahora?
– Ahora el gran amor de mi vida es mi hija, Caitlin. Y Sally, por supuesto.
– Sí. Por supuesto.
– ¿Y Philip?
– Philip nunca ha sido el gran amor de mi vida.
– De acuerdo, pero ¿antes de él?
– Antes de él hubo alguien llamado Michael Webster.
– ¿Y era él?
– El único y verdadero. Nos conocimos en Carnegie antes de licenciarnos. Era actor. Cuando lo vi por primera vez, pensé: es él. Por suerte, el sentimiento fue mutuo. Tan mutuo que desde el segundo año fuimos inseparables. Después de la universidad, intentamos salir adelante en Nueva York durante siete años, pero era una lucha continua. Por fin le dieron un empleo de temporada en el Guthrie, un golpe de suerte fantástico, más afortunado incluso porque yo también conseguí un puesto en su departamento de edición. En fin, a los dos nos gustó Minneapolis; el director del Guthrie apreciaba mucho a Michael y le renovó el contrato para otra temporada. Un director de casting de Los Ángeles le quería para un papel en una película. Empezamos a hablar de formar una familia, en resumen, las cosas empezaban a encaminarse. Y entonces, una noche que nevaba mucho, Michael decidió acercarse un momento al Seven Eleven del barrio para comprar cerveza. Al volver a casa, su coche patinó en una placa de hielo y terminó estrellándose contra un árbol a sesenta kilómetros por hora, y el muy idiota había olvidado abrocharse el cinturón…, algo que yo siempre le recriminaba. Salió disparado por el parabrisas y se dio de cabeza en el árbol.
Alargó la mano hacia la botella de Muscat.
– ¿Un poco más?
Asentí y ella rellenó las copas.
– Es una historia terrible -dije.
– Sí, lo es. Y lo fue más aún por culpa de las cuatro semanas que pasó conectado a un respirador, a pesar de que se había confirmado la muerte cerebral. Sus padres habían muerto hacía tiempo, su hermano estaba destinado en Alemania, en el ejército, de modo que la decisión era mía. Evidentemente, yo no soportaba la idea de dejarle morir. Estaba tan fuera de mí por la pena, que me engañaba creyendo que se produciría una resurrección milagrosa, y el gran amor de mi vida me sería devuelto.
»Finalmente, una enfermera enérgica, una mujer endurecida que en la sala de cuidados intensivos había visto de todo, insistió para que fuéramos a algún bar a tomar algo. En aquel momento, yo pasaba veinticuatro horas al día junto a la cama de Michael, y llevaba una semana sin dormir. En fin, aquella mujer me llevó al bar más cercano, insistió en que me tomara un par de whiskies a palo seco, y después me dijo sin ambages: “Tu chico no va a despertarse. No habrá ningún milagro médico. Está muerto, Martha. Y para que no te vuelvas loca, debes aceptar ese horrible hecho y desenchufarle”.
«Después me sirvió otro whisky y me llevó a casa. A pesar de que estaba destrozada, por fin logré dormir unas doce horas. Cuando me desperté al día siguiente, llamé al hospital y le dije al médico responsable que estaba dispuesta a firmar los documentos necesarios para desconectar a Michael del respirador artificial.
»Una semana después, en un momento en que no veía nada claro, rellené una solicitud para el empleo de editora de guiones que ofrecían en el Milwaukee Rep. No sé cómo logré deslumbrarles en la entrevista y, sin que yo fuera muy consciente de ello, me ofrecieron el empleo y me encontré camino de Wisconsin.
Vació su copa.
– Se supone que cuando estás trastornada por la aflicción la gente se va a París, a Venecia o a Tánger. ¿Qué hice yo? Me fui a Milwaukee.
Se calló y miró fijamente el agua oscura.
– ¿Conociste a Philip poco después?
– No, como un año después. Pero durante la semana que pasamos juntos trabajando en el guión, llegué a hablarle de Michael. Philip era el primer hombre con el que me acostaba desde la muerte de Michael, por eso fue más horrible la forma en que pasó de mí después. Ya le había clasificado como un arrogante, sobre todo cuando vi lo que había hecho con nuestro guión, hasta que se presentó en mi puerta aquella noche, con mi airada carta en la mano, suplicando perdón.
– ¿Le perdonaste en seguida?
– Ni hablar. Hice que me persiguiera. Y me persiguió, con extrema diligencia y, tengo que reconocerlo, con gran estilo. Para mi sorpresa, me di cuenta de que me estaba enamorando de él. Quizá porque era un personaje tan solitario, y porque me di cuenta de que yo le gustaba por lo que era, por cómo pensaba y cómo veía el mundo. Y también me necesitaba. Ésa fue la mayor de las sorpresas, que ese hombre, con todo su dinero y su capacidad para conseguir todo lo que quería, me dijera que sabía que yo era lo mejor que podía pasarle.
– ¿Así que te conquistó?
– Sí, al final sí, de la forma que Philip lo conquista todo, por pura cabezonería.
Volvió a vaciar su copa.
– El problema es que, en cuanto consigue algo, pierde el interés -añadió.
– Qué tonto -me oí decir-. ¿Cómo podría perder nadie interés en ti?
Me sostuvo la mirada y después me acarició el pelo. Y recitó:
Dura el dominio hasta que lo tienes.
Del mismo modo la posesión.
Pero éstas, que se dan pasando.
son tuyas para siempre.
– Si adivinas el autor, te doy un beso -añadió.
– Emily Dickinson -dije.
– ¡Bravo! -exclamó.
Me rodeó el cuello con los brazos y acercándose a mí me besó suavemente en los labios. Y yo dije:
– Me toca a mí. Las mismas condiciones.
Confirmando a todos los estudiosos
en la justa opinión
que la elocuencia es cuando el corazón
no tiene ya un hilo de voz.
– Ésa sí es difícil -dijo, volviendo a rodearme los brazos-. Emily Dickinson.
– Estoy impresionado.
Nos besamos otra vez. Un beso un poco mas largo.
– Otra vez yo -dijo, sin dejar de rodearme con los brazos-. ¿Estás preparado?
– Listo.
– Escucha con atención -dijo-. Ésta es complicada.
Cuan amable es esta prisión
cuan dulces estos tristes barrotes
no un tirano sino el rey de las plumas
inventó este reposo.
Si ésta es mi suerte
si no hay otro reino
una prisión no es más que un amigo
una celda, una casa.
– Qué mala idea tienes -protesté.
– Venga, prueba.
– ¿Y si me equivoco? ¿Entonces qué?
Ella se acercó un poco más.
– Estoy segura de que puedes adivinarlo.
– ¿Podría ser… Emily Dickinson?
– ¡Acertaste! -exclamó, y me tiró sobre la arena.
Empezamos a besarnos profunda, apasionadamente. Sin embargo, después de unos momentos desenfrenados, la voz de la razón empezó a enviarme al oído una alarma antiaérea. Cuando intenté deshacerme de su abrazo, Martha me apretó de nuevo contra la arena y susurró:
– No pienses, sólo…
– No puedo -susurré.
– Sí puedes.
– No.
– Será sólo esta noche.
– No lo será, y lo sabes. Estas cosas siempre tienen repercusiones. Sobre todo…
– ¿Qué?
– Sobre todo porque tú sabes y yo sé que no será sólo esta noche.
– ¿Tú también lo sientes así?
– ¿Así cómo?
– Así…
Le aparté los brazos suavemente y me incorporé.
– Lo que me siento es… borracho.
– No lo entiendes -dijo con dulzura-. Mira todo esto: tú, yo, esta isla, este mar, este cielo, esta noche. No una noche, David. Esta noche. Esta única e irrepetible noche…
– Lo sé, lo sé. Pero…
Le puse una mano en el hombro. Ella la tomó y la apretó.
– Maldito seas por ser tan sensato -dijo.
– Ojalá…
Se inclinó y me besó ligeramente en los labios.
– Calla, por favor. Voy a dar un paseo -dijo, poniéndose de pie.
– ¿Puedo ir contigo?
– Creo que pasearé sola, si no te importa.
– ¿Estás segura?
– Sí.
– ¿Estarás bien?
– Es mi isla -dijo-. No me pasará nada.
– Gracias por esta noche -dije.
Ella me dedicó una triste sonrisa y dijo:
– No, gracias a ti.
Se volvió y se fue playa abajo. Pensé seguirla, cogerla entre mis brazos y besarla; me sentía preso de pensamientos confusos sobre el amor, sobre lo imprevisible que es, y sobre no quererme complicar más la vida, pero, Dios mío, ¡cómo deseaba besarla!
En cambio hice lo más racional y me obligué a subir la colina. Una vez en mi cabaña, me senté en el borde de la cama y tapándome la cara con las manos, pensé: «Qué semana más rara». Eso fue lo único que pensé, porque mis capacidades cognitivas estaban insensibilizadas por el hecho que sufría el equivalente alcohólico a un shock tóxico. De haber sido capaz de analizar correctamente lo que acababa de suceder, por no hablar de la idea enormemente inquietante de que, quizá, sólo quizá, me estaba enamorando de ella, habría empezado a sentirme desquiciado.
Por suerte no tuve ocasión de abandonarme al lujo del sentido de culpabilidad, porque, por segunda noche consecutiva, me dormí completamente vestido sobre la cama. Sólo que esa vez, mi agotamiento era tan absoluto que no me desperté hasta la mañana siguiente. Hasta las seis y media para ser exactos, cuando alguien llamó con suavidad a la puerta. Murmuré algo en una lengua vagamente parecida al inglés, se abrió la puerta y entró Gary, empujando un carrito con una cafetera y un gran vaso de agua. Noté que, aunque seguía llevando la ropa de la noche anterior, alguien me había tapado con una manta. Me pregunté quién habría entrado a hacer de buen samaritano.
– Buenos días, señor Armitage -dijo Gary-. ¿Cómo se encuentra esta mañana?
– No muy bien.
– Entonces necesitará esto -dijo, y dejó caer dos pastillas de Berocca en el agua.
Cuando estuvieron del todo disueltas, me acercó el vaso. Lo cogí con una mano muy poco segura de sí misma. Bebí el contenido de un trago. Mientras me pasaba por la garganta, imágenes sueltas de los trajines de la noche pasada empezaron a cruzar aquella parcela vacía más conocida como el interior de mi cabeza. Al recordar nuestro abrazo en la playa, tuve que resistir la tentación de estremecerme. No lo logré… aunque Gary hizo como si no lo hubiera notado, y me dijo:
– Estoy seguro de que una taza de café bien cargado le sentará de maravilla.
Asentí con la cabeza. Me sirvió el café, lo probé y casi me ahogo con el primer sorbo. Pero el segundo sorbo pasó más fácilmente, y cuando iba por el tercero, las Berocca ya empezaban a disipar un poco la niebla de mi cerebro.
– ¿Lo pasó bien anoche, señor? -preguntó Gary.
Le miré fijamente a la cara, preguntándome si aquel obsequioso cabrón intentaba decirme algo…, si estaba en el porche con unos prismáticos, mirando cómo imitábamos a un par de adolescentes salidos en la playa. Pero su cara no expresaba nada. Tampoco la mía.
– Sí, muy bien -dije.
– Siento haberle despertado tan temprano, pero, tal como pidió, el Gulfstream le llevará a San Francisco esta mañana. ¿Le parece bien que repasemos un momento los preparativos del viaje?
– Adelante, pero tal vez tenga que repetírmelos un par de veces.
Me dedicó una sonrisita y dijo:
– La señora Fleck ha dicho que usted tenía que estar en San Francisco a las cuatro de la tarde para recoger a su hija en la escuela.
– Sí, exactamente. ¿Cómo está la señora Fleck esta mañana?
– De camino a Nueva York en este momento.
Creí que no lo había oído bien.
– ¿Que está qué?
– De camino a Nueva York, señor.
– ¿Pero… cómo…?
– De la forma como siempre suele ir a Nueva York, señor. Con uno de nuestros aviones. Salió de la isla anoche, poco después de que usted se acostara.
– ¿En serio?
– Sí, señor.
– Ah.
– Pero le ha dejado una nota -dijo, enseñándome un sobrecito blanco con mí nombre escrito.
Resistí la tentación de abrirlo, y sencillamente dejé el sobre a un lado, encima de la almohada.
– También me pidió que me ocupara de los preparativos para su vuelo a California. Esto es lo que hemos organizado: le llevaremos de vuelta a Saffron hacia las nueve, con el helicóptero a Antigua a las diez y media y saldremos en el Gulfstream hacia San Francisco a las once y cuarto. Los pilotos me han informado de que es un vuelo de siete horas cuarenta minutos, pero con el cambio horario, ganamos cuatro horas, de modo que llegará sobre las tres y diez. Hemos dispuesto que una limusina vaya a recogerle al aeropuerto y permanezca a su disposición todo el fin de semana. Y también hemos reservado, como cortesía, una suite para usted y su hija en el Mandarin Oriental.
– Eso es muy generoso por su parte.
– Debe agradecérselo a la señora Fleck: lo ha decidido todo ella.
– Lo haré.
– Una última cosa, durante los noventa minutos que estará en Saffron, el señor Fleck desearía saludarle.
– ¿Qué? -pregunté, sintiendo las manos frías y húmedas de repente.
– El señor Fleck le recibirá a las nueve.
– ¿Ha vuelto a la isla?
– Sí, señor, de hecho llegó anoche a última hora.
Estupendo, pensé. Realmente estupendo.