Capítulo 2

Gracias a las discutibles maravillas de la tecnología, en pocos minutos Tracy escaneó la nueva columna de Theo MacAnna y me la envió. Sally se quedó de pie a mi lado mientras yo me sentaba a leerlo. Pero no me puso una mano consoladora en el hombro, ni me ofreció palabras de apoyo. En el rato que pasó entre el final de mi llamada a Brad y la llegada del artículo, no dijo nada. Nada de nada. Se limitó a mirarme con una expresión parecida a la incredulidad…, la misma clase de incredulidad que había visto en la cara de Lucy la noche que le dije que estaba enamorado de otra. La incredulidad que acompaña a la traición.

Sin embargo, yo no había querido traicionar a nadie, ni siquiera a mí mismo.

Me senté frente al ordenador y me conecté. El correo de Tracy ya había llegado. Lo abrí. El artículo en cuestión estaba en letra negrita. No sólo me asombró su longitud, sino también el título.

«TRAPOS SUCIOS» DE THEO MACANNA

¿el «plagiario accidental» será tan accidental?

Nuevas pruebas desvelan la inclinación del autor de Te vendo, David Armitage, a tomar prestadas líneas de otros.

Como todos sabemos, Hollywood es una industria que cerrará los ojos ante los pecados, veniales o mortales, cometidos por alguno de sus miembros… siempre que el individuo interesado goce de buena protección y sea rentable. Cuando un común mortal como usted y como yo se encontraría para siempre sin trabajo después de ser descubierto en posesión de una relevante cantidad de droga, o atrapado en flagrante delito con una menor, la industria del espectáculo cierra filas en torno a los suyos siempre que se ven salpicados por algún problemilla desagradable. Y cuando muchos periódicos, revistas o institutos de educación superior que se respeten pondrían de patitas en la calle con el enorme perjuicio a cualquier autor o profesor culpable de plagio, Hollywood hace de todo para salvaguardar la reputación de un ladronzuelo literario. Especialmente si el ladronzuelo en cuestión es el autor de una de las series de televisión de éxito del momento.

Hace dos semanas esta columna sostuvo que David Armitage, el brillante creador de Te vendo, además de ganador del premio Emmy, había permitido que un par de bromas de una comedia clásica sobre el mundo del periodismo, Primera plana, acabaran en uno de sus textos. Lejos de reconocer simplemente el error y dejarlo pasar, el señor Armitage y sus amigos de la FRT emprendieron una ofensiva, y buscaron a un comprensivo periodista de Variety para que escribiera su versión de la historia. El mismo, por cierto, que hace un año tuvo una relación sentimental con la directora de publicidad de la FRT, mientras él se tomaba una temporada sabática del matrimonio. Y, antes de poder siquiera pronunciar «nepotismo», muchos eminentes fariseos de Hollywood se alinearon para cantar las alabanzas del señor Armitage y condenar al periodista que se había atrevido a revelar la trasposición de cuatro líneas de un texto a otro.

Naturalmente, la más belicosa de todas las voces fue la del Papa Hemingway de Santa Bárbara, Justin Wanamaker, el radical guionista de las décadas de los sesenta y setenta que, en sus años de ocaso, se ve obligado a elaborar lucrativos guiones de acción para Jerry Bruckheimer. Y su arenga no sólo ofrecía una apasionada defensa del señor Armitage, sino que también lanzaba una campaña de desprestigio en contra del periodista en cuestión, una campaña más tarde apoyada por Los Angeles Times, que en un análisis freudiano de tres al cuarto afirmaba que el periodista había tenido una corta y desgraciada carrera como guionista de televisión, y ahora sólo buscaba venganza con el primer escritor de una serie de televisión de éxito que se le había puesto a tiro.

Pero citando a Aldous Huxley, «los hechos no dejan de existir porque se los ignore». Y el meollo de la cuestión es que, en las dos semanas que han pasado desde que se descubrió el plagio del señor Armitage, su innecesaria defensa ha provocado que «Trapos sucios» encargara a un par de investigadores que peinaran toda la obra de David Armitage, para asegurarnos de que la acusación de copiar era realmente un caso aislado.

Pero, ¡sorpresa sorpresa!, esto es lo que han encontrado nuestros investigadores:

1. En el tercer episodio de la última temporada de Te vendo, Bert, el ejecutivo mujeriego, habla de su ex esposa, que se ha mudado a Los Ángeles después de dejarlo pelado en los tribunales. «¿Sabes cuál es la verdadera definición de capitalismo? -pregunta a su socio, Chuck-. El proceso a través del cual las chicas californianas se convierten en mujeres californianas.»

Prácticamente la misma línea puede encontrarse en la obra Tales from Hollywood del dramaturgo Christopher Hampton, ganador de un Oscar, en la que el comediógrafo austríaco, Odon von Horvath, observa que: «El capitalismo es el proceso a través del cual las chicas americanas se convierten en mujeres americanas».

2. En el primer episodio de la nueva temporada, Tanya, la recepcionista masticadora de chicle, le dice a Joey que no piensa acostarse con él porque tiene un nuevo novio que se parece muchísimo a Ricky Martin. Más tarde, Joey ve al nuevo novio en la oficina y le dice a Tanya: «¿Ricky Martin? Por favor, más bien se parece a Ricky el Granos».

Resulta que Ricky el Granos es el nombre de un personaje de la novela Fulgor de muerte de Elmore Leonard.

3. En el mismo episodio, el fundador de la empresa, Jerome, tiene un encuentro especialmente desagradable con un actor de segundo orden que está rodando un anuncio por cuenta de un cliente. Después, Jerome le dice a Bert: «La próxima vez que hagamos publicidad, sin actores…».

En la película clásica de Mel Brooks Los productores, Zero Mostel se vuelve hacia Gene Wilder y le dice: «La próxima vez que hagamos un espectáculo, sin actores».

Ah, pero hay otros ejemplos de los robos literarios del señor Armitage. Nuestros investigadores han pasado por el tamiz algunas de sus primeras obras teatrales, la mayoría de las cuales no llegaron más allá de esporádicas representaciones en teatros alternativos, y han descubierto dos hechos curiosos:

1. Una comedia de Armitage de 1995, Riffs, trata de un triángulo amoroso entre una ex pianista de jazz, ahora ama de casa y casada con un médico, que se enamora apasionadamente del mejor amigo del marido, un saxofonista de jazz. Empiezan a tocar juntos y, gracias a la música cada vez más sensual, su pasión crece. Después, mientras el cónyuge está fuera de la ciudad un fin de semana, finalmente consuman el adulterio… pero el marido los descubre. Y en un enfrentamiento con el saxofonista, la mujer se interpone entre los dos, para ser accidentalmente apuñalada en el corazón por su marido.

Es muy misterioso que la trama de Riffs sea en la práctica un facsímil de un célebre cuento de Tolstoi, La sonata Kreutzer, en el que una aburrida ama de casa pianista se enamora del mejor amigo del marido…, en este caso, un violinista. Cuando tocan juntos la Sonata Kreutzer de Beethoven, saltan las chispas románticas. Mientras el marido está fuera de la ciudad, finalmente se lían y, ¡chachan!, él llega de repente y, enloquecido por los celos, mata involuntariamente a su amada esposa.

2. En el nuevo guión de Armitage, Romper y entrar (actualmente en fase de realización en la Warner Brothers, con un contrato de un millón de dólares, como nos ha filtrado una fuente de la casa), el protagonista inicia la película con la siguiente frase: «La primera vez que robé en Cartier, llovía». Qué raro descubrir que una novela de los años cincuenta de John Cheever comienza con la frase: «La primera vez que robé en Tiffany's, llovía».

Como se puede deducir, el señor Armitage no es sólo «un plagiario accidental», como proclaman él y sus colaboradores tan apasionadamente. Más bien es un delincuente habitual. Y por mucho que argumente que el delito en cuestión sólo consiste en una bromita cogida de aquí, una trama de allí, el hecho sigue siendo que el plagio es el plagio… y no le será posible refutar la conclusión evidente: culpable.

Cuando terminé de leer, estaba tan enfadado, tan rabioso, que tuve que controlarme para no pegarle un puñetazo a la pantalla.

– ¿Te puedes creer esta mierda? -pregunté a Sally, volviéndome hacia ella.

Pero ella estaba sentada en el sofá, apretándose el cuerpo con los brazos (un lenguaje corporal muy negativo), y con una expresión muy turbada. Evitó mirarme mientras hablaba.

– Sí, David, me la puedo creer. Porque está ahí, la prueba irrefutable de que eres un plagiario está ahí, negro sobre blanco.

– Vamos, Sally, ¿de qué me acusa ese gilipollas? ¿De una línea aquí y otra allí?

– ¿Y la trama de tu obra teatral? Tomada prestada de Tolstoi.

– Pero lo que se ha olvidado de mencionar es que, en la nota del programa de la obra, reconocía mi deuda con Tolstoi.

– ¿Qué nota del programa? Sólo hicieron una lectura, ¿no?

– De acuerdo, de haber tenido una producción como Dios manda, habría reconocido mi deuda con…

– Eso lo dices ahora.

– Es la verdad. ¿De verdad crees que haría algo tan idiota como plagiar a Tolstoi?

– Ya no sé qué pensar.

– Pues lo que yo sé es que ese mierda de MacAnna está haciendo todo lo que puede para destruir mi carrera. Es su forma de vengarse por haberle puesto en evidencia en Los Angeles Times como un autor fracasado.

– Ésa no es la cuestión, David. El caso es que te ha vuelto a pillar. Y esta vez no vas a librarte.

Sonó el teléfono. Contesté inmediatamente. Era Brad.

– ¿Has leído el artículo? -preguntó.

– De arriba abajo, y considero que recoge unos cuantos ejemplos insignificantes y…

Brad me interrumpió.

– David, tenemos que hablar.

– Por supuesto -dije-. Sé que podemos refutarlo, igual que…

– Tenemos que hablar hoy mismo.

Miré mi reloj. Eran las nueve y siete de la noche.

– ¿Esta noche? ¿No es un poco tarde?

– Tenemos un problema y debemos responder rápidamente.

Solté un suspiro de alivio. Quería hablar de la estrategia. Seguía apoyándome.

– Estoy totalmente de acuerdo -dije-. ¿Dónde quieres que nos veamos?

– En el despacho. A las diez, si te parece. Tracy ya está aquí. Y Bob Robison viene de camino.

– Llegaré lo antes que pueda. Y me gustaría llevar a Alison.

– Claro.

– De acuerdo, quedamos a las diez -dije, colgando.

Me volví a Sally y dije:

– Brad está de mi lado.

– ¿En serio?

– Ha dicho que teníamos que responder rápidamente y quiere que vaya a su despacho ahora mismo.

De nuevo, Sally no me miró a los ojos.

– Ve, entonces -dijo.

Me acerqué a ella e intenté rodearla con mis brazos, pero se apartó.

– Sally, cariño -dije-, todo se arreglará.

– No, no se arreglará -dijo ella, y se marchó.

Me quedé paralizado, deseando ir tras ella, convencerla de mi inocencia. Pero el instinto me aconsejaba dejarlo correr. Cogí mi chaqueta, el móvil y las llaves del coche y me fui.

Camino de la FRT, llamé a Alison a su móvil. Pero me salió el contestador con un mensaje que decía que estaría en Nueva York hasta el jueves. Volví a mirar el reloj. Era más de medianoche en la costa este, por eso me había salido el contestador. Así que le dejé un breve mensaje.

– Alison, soy David. Es urgente. Llámame al móvil en cuanto recibas el mensaje.

Después apreté el acelerador y me dirigí al despacho, ensayando los argumentos que pensaba esgrimir contra la campaña de difamación de MacAnna, por no hablar de la andanada que pensaba disparar contra la Warner Brothers por haber permitido que se filtrara mi guión a MacAnna.

Pero cuando llegué a la FRT, Brad y Bob tenían una expresión sombría, y Tracy los ojos rojos, como si hubiese llorado.

– Estoy totalmente desolado -dije-. Pero ese imbécil ha contratado a un par de investigadores para peinar todas mis obras con un microscopio. ¿Y qué ha encontrado? Cinco líneas que podrían atribuirse a otros autores. Nada más. En cuanto a esa ridícula acusación del libro de Tolstoi…

Bob Robison me interrumpió.

– David, entendemos tus razones. Francamente, cuando vi el artículo, pensé prácticamente lo mismo: son sólo un par de líneas aquí y allá. En cuanto a lo de tu antigua obra: ¡a la mierda Tolstoi! Estoy seguro de que cualquiera con dos dedos de frente se daría cuenta de que estabas reinterpretando deliberadamente su argumento…

– Gracias, Bob -dije, sintiéndome como si me cayera una ducha de alivio-. Me alegro mucho de que…

Volvió a interrumpirme.

– Todavía no he terminado, David.

– ¿Perdona?

– Como decía, no creo que las acusaciones de MacAnna contra ti sean justas. Sin embargo, ahora, el problema es de credibilidad. Nos guste o no, en cuanto la columna de MacAnna llegue a la calle el viernes, te van a considerar mercancía dañada…

– Pero Bob…

– Déjame terminar -dijo secamente.

– Perdona…

– Así vemos la situación nosotros, como corporación: puedes justificar un caso de plagio involuntario. ¿Pero cuatro casos más?

– Cuatro miserables líneas -dije-. Nada más.

– Cuatro miserables líneas que MacAnna ha publicado, además de las cuatro líneas de Primera plana…

– ¿Pero no te das cuenta de que ese idiota sólo intenta hacer de gran fiscal y transformar una prueba insignificante en Sodoma y Gomorra?

– Tienes razón -dijo Brad, interviniendo finalmente en la conversación-. Es un idiota. Es un destrozapersonajes. Ha decidido joderte. Y me temo que tus obras le han proporcionado las suficientes pruebas insignificantes para que pueda mancillarte con la acusación de plagio y salirse con la suya.

Bob volvió a hablar.

– Más aún, te aseguro que todas las oficinas de información imaginables recogerán ese largo artículo. No sólo te va a hacer quedar como mercancía dañada, también arruinará la credibilidad del programa.

– Eso es una gilipollez, Bob…

– ¿Cómo te atreves a decirme lo que es una gilipollez? -gritó, dando rienda suelta a su ira-. ¿Tienes idea del daño que nos ha hecho esto? No hablo sólo de ti y de tu programa, sino también de Tracy. Gracias a ese mierda de MacAnna, su credibilidad también está por los suelos, hasta el punto de que hemos tenido que aceptar su dimisión.

– ¿Has dimitido? -pregunté, mirando a Tracy estupefacto.

– No he tenido más remedio -dijo ella bajito-. Ahora que se ha hecho pública mi relación con Craig Clark…

– Pero habíais terminado.

– Hace dos años. Y es verdad que estaba separado de su esposa en aquella época. Pero eso no importa, ahora que el daño está hecho.

– No has hecho nada malo, Tracy -dije.

– Puede ser, pero lo que se entenderá es que yo llamé a un novio casado para que escribiera un artículo comprensivo en tu nombre.

– Pero fue él quien te llamó.

– No importa, se dará por hecho que fue al revés.

– ¿Qué dice Craig de todo esto? -pregunté.

– Tiene sus propios problemas -dijo Tracy-. Variety le ha despedido a él también.

– No te hemos despedido -dijo Bob secamente.

– No, sólo me habéis dado la botella de whisky y la pistola con una bala, y me habéis dicho que me comporte con honor.

Tracy parecía estar a punto de echarse a llorar otra vez. Brad le apretó un brazo como gesto de apoyo, pero ella le apartó.

– No necesito la compasión de nadie -dijo-. He cometido una estupidez y ahora me toca pagar.

– Estoy consternado -dije.

– No me extraña -replicó Tracy.

– No puedo expresar cuánto lo siento. Pero, como he dicho mil veces, no ha habido mala intención.

– Entendido, entendido -dijo Bob-. Pero también tienes que entender nuestra difícil posición ahora mismo, y que si no te dejamos marchar…

A pesar de que ya me lo esperaba, la noticia me golpeó como un bofetón en toda la cara.

– ¿Me estás despidiendo del programa? -pregunté en un susurro.

– Sí, David, damos por terminada tu colaboración con nosotros. Lamentándolo mucho, debería añadir, pero…

– No es justo -dije.

– Puede que no sea justo -dijo Brad-, pero tenemos que pensar en nuestra credibilidad.

– Tengo un contrato con vosotros.

Bob revolvió unos papeles y sacó el documento que yo acababa de mencionar.

– Sí, lo tienes, y seguro que Alison te explicará que hay una cláusula que anula el contrato en caso de que falsees tu trabajo de cualquier modo. El plagio se incluye sin duda como un grave falseamiento…

– Lo que haces no está bien -insistí.

– Lo que hacemos puede ser desagradable, pero es necesario -dijo Bob-. Por el bien de la serie, tienes que dejarla.

– ¿Y si Alison y yo os demandamos?

– Haz lo que te parezca, David -dijo Bob-. Pero ten en cuenta que los bolsillos de la corporación son mucho más hondos que los tuyos. Y no ganarás.

– Ya lo veremos -dije, poniéndome de pie.

– ¿Te crees que esto nos hace gracia? -intervino Brad-. ¿Crees que alguien en esta habitación está encantado con esta situación? Sé que eres el creador del programa… y seguirás saliendo en los créditos y contarás en el presupuesto. Pero el hecho es que hay setenta personas más trabajando en Te vendo, y no pienso poner en peligro sus puestos para pelear por ti. Sobre todo porque tu posición no tiene defensa. No sólo te pillaron con el arma en la mano, David, esta vez era una bazuca.

– Gracias por tu lealtad.

Un largo silencio. La mano de Brad apretó con fuerza la pluma. Respiró hondo para calmarse y dijo:

– David, voy a achacar ese comentario a la temperatura emocional elevada que sufrimos todos ahora. Pero ha sido un comentario completamente estúpido, sobre todo porque te he demostrado mi lealtad siempre que ha hecho falta. Antes de que empieces a azotar a otro, recuerda una cosa: en el fondo, este lío te lo has buscado tú sólito.

Estaba a punto de decir algo fuerte, apasionado e incoherente, pero al final me limité a salir de la habitación como una tromba, a salir del edificio, subir al coche y conducir.

Conduje durante horas, vagando por las autopistas, sin rumbo ni destino. Hice tiempo en la 10, en la 330, en la 12 y en la 8 5. Mi itinerario fue una obra maestra de la falta de lógica geográfica: de Manhattan Beach a Van Nuys, a Ventura, a Santa Mónica, a Newport Beach, a…

Y entonces, de pronto, sonó mi móvil. Al cogerlo del asiento del pasajero, miré el salpicadero y vi que eran las tres y diez. Había estado conduciendo sin rumbo durante cinco horas, y no me había dado cuenta ni una sola vez de que el tiempo pasaba.

Respondí.

– David, ¿cómo estás?

Era Alison, medio dormida, pero muy preocupada.

– No cuelgues -dije-. Voy a parar.

Aparqué en un área de descanso y apagué el motor.

– ¿Estás fuera? ¿Conduciendo?

– Eso parece.

– Pero si es de noche…

– Sí.

– Acabo de levantarme y he oído tu mensaje. ¿Dónde estás?

– No lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabes? ¿Cómo se llama la carretera o la autopista?

– No lo sé.

– Ahora sí que me preocupas. ¿Qué pasa?

Entonces fue cuando me eché a llorar: cuando todo el horror de lo que había pasado se abatió finalmente sobre mí, y de repente ya no pude negar más su enormidad. Debí de estar llorando un buen minuto. Cuando logré recuperar el control, Alison habló con la voz muy temblorosa.

– David, por Dios, cuéntamelo, por favor…, ¿qué demonios te ha pasado?

Entonces se lo conté todo, desde las largas acusaciones de plagio de la nueva columna de MacAnna, a la reacción hostil de Sally, hasta que Bob y Brad me habían despedido.

– ¡Dios bendito! -dijo Alison cuando acabé de hablar-. Esto se ha desmadrado.

– Me siento como si hubiera abierto una puerta y me hubiera caído de un rascacielos.

– De acuerdo, lo primero es lo primero. ¿Sabes dónde estás ahora mismo?

– En la ciudad, no sé dónde.

– ¿Estás seguro de que estás en Los Ángeles?

– Creo que sí.

– ¿Te sientes en condiciones de conducir?

– Creo que sí.

– De acuerdo, quiero que hagas lo siguiente. Vete a casa. Y conduce con cuidado, por favor. Si estás en Los Ángeles, deberías llegar en menos de una hora. En cuanto llegues, mándame la columna de MacAnna por correo electrónico. Yo me voy al Kennedy a ver si puedo coger el vuelo de las nueve a Los Ángeles. En el aeropuerto intentaré conectarme y leer la columna, y después utilizaré el AirPhone de a bordo hasta que despeguemos. Si todo va bien, aterrizaré sobre mediodía, hora de Los Ángeles, de modo que podríamos quedar en mi oficina a las dos. Mientras tanto, quiero que hagas algo: dormir. ¿Tienes algo en casa para quedarte frito?

– Creo que diacepam.

– No tomes las dos que recomiendan: tómate tres. Creo que necesitas desconectar un buen rato.

– Por favor, no me digas que todo esto parecerá mucho mejor después de dormir. Porque no lo parecerá.

– Ya lo sé. Pero al menos habrás descansado. En cambio sí te diré otro tópico: intenta no dejarte dominar por el pánico.

Llegué a casa en cuarenta minutos. Le mandé el artículo a Alison por correo electrónico. Mientras estaba sentado ante el ordenador, se abrió la puerta del dormitorio y salió Sally. Sólo llevaba la parte de arriba del pijama. Lo primero que pensé fue: está guapísima. Y lo segundo: ¿será ésta la última vez que la veo en una situación tan íntima?

– Estaba preocupada por ti -dijo.

Seguí mirando la pantalla.

– ¿Te importaría explicarme dónde has estado durante las últimas siete horas? -preguntó.

– He estado en la oficina y después conduciendo.

– ¿Conduciendo dónde?

– Sólo conduciendo.

– Podrías haberme llamado. Deberías haberme llamado.

– Lo siento.

– ¿Qué ha pasado?

– He estado conduciendo la mitad de la noche, ya sabes lo que ha pasado.

– ¿Te han despedido?

– Sí, me han despedido.

– Ya -dijo en tono inexpresivo.

– A Tracy Weiss también le han dado el pasaporte.

– ¿Por darle la entrevista en exclusiva a su ex novio?

– Ése era el delito.

– No fue una buena idea.

– De todos modos el castigo es demasiado severo.

– Éste es un negocio despiadado.

– Gracias por esta lección iluminadora de lo evidente.

– ¿Qué quieres que te diga, David?

– Quiero que te acerques, me abraces y me digas que me quieres.

Un largo silencio. Finalmente dijo:

– Vuelvo a la cama.

– Crees que han hecho bien despidiéndome, ¿verdad?

– Supongo que tienen sus motivos.

– ¿En serio? ¿Por un par de líneas copiadas involuntariamente?

– Como bien sabes, la esencia de este mundo es principal y básicamente la imagen.

– Y gracias a MacAnna, mi imagen es ahora la de un ladrón… aunque, como mucho, se me pueda acusar de haber utilizado un par de bromas de otro.

– Eso es una forma de verlo.

La miré a los ojos.

– Como si no lo supiera.

– ¿Han dicho algo de la indemnización?

– De eso se encarga Alison, y ahora está en Nueva York.

– Pero ¿lo sabe?

– Hemos hablado.

– ¿Y?

– Quiere que duerma un poco.

– Me parece una idea estupenda.

– Crees que es culpa mía, ¿verdad?

– Es tarde, David.

– Responde a la pregunta, por favor -insistí.

– ¿Podemos hablar mañana?

– No. Ahora.

– De acuerdo. Creo que lo has estropeado todo. Y sí, estoy muy decepcionada. ¿Estás contento ahora?

Me puse de pie.

– Buenas noches -dije, y entré en el dormitorio pasando por su lado.

Me desnudé. Encontré el diacepam en el baño, me tragué cuatro tabletas (necesitaba perder el mundo de vista). Me metí en la cama. Puse el despertador a la una. Conecté el contestador. Me tapé la cabeza y me dormí en seguida.

Después sonó la alarma. Gracias a la dosis excesiva de diacepam, mi cerebro estaba completamente nublado, lo que tuvo un efecto beneficioso momentáneo, porque por un momento glorioso no supe dónde estaba. Pero luego vi una nota en la almohada: «Esta noche me voy a Seattle. Estaré fuera dos días. Sally».

Aquello realmente me devolvió a la tierra. Miré el reloj: la una. Me obligué a sentarme en la cama. Cogí la nota de Sally y la leí otra vez. Fría. Aséptica. Distante. La clase de nota que dejas a la señora de la limpieza. De repente me sentí muy solo, muy asustado, muy desesperado por ver a mi hija. Cogí el teléfono. No oí el beep que indicaba que tenía mensajes. De todos modos marqué el código del contestador. La voz grabada me informó de lo que ya sabía: «No tiene mensajes».

Pero no podía ser. Sin duda alguno de mis amigos y colegas se habría enterado de lo de la columna de MacAnna y habría llamado para demostrarme su apoyo.

Entonces me di cuenta de la cruda realidad: todos habían llamado hacía dos semanas. Ahora, ante las múltiples acusaciones de plagio, estaba solo. Nadie quería saber nada.

Descolgué otra vez el teléfono. Llamé a la casa de Lucy en Sausalito. Aunque sabía que Caitlin estaría en la escuela, su voz estaba grabada en el contestador y deseaba oírla.

Pero Lucy descolgó después de dos timbres.

– Eh, hola -dije.

– ¿Por qué llamas por la tarde? Sabes que Caitlin está en la escuela.

– Sólo quería dejarle un mensaje, diciéndole que la echaba de menos.

– ¿De repente echas de menos a tu antigua familia, ahora que tu carrera está acabada?

Aquello me despertó de golpe.

– ¿Cómo te has enterado?

– ¿No has visto el periódico de hoy?

– Acabo de levantarme.

– Bueno, pues yo de ti me volvería inmediatamente a la cama. Porque sales en la tercera página del San Francisco Chronicle y de Los Angeles Times. Muy bonito, David, robar el trabajo de los demás.

– No he robado nada.

– Claro, sólo has engañado. Como me engañaste a mí.

– Dile a Caitlin que la llamaré más tarde. -Y colgué.

Fui a la cocina. En la encimera estaba Los Angeles Times de la mañana. Sally había tenido la consideración de dejarlo abierto por la página tres, donde el titular de la derecha decía: «EL CREADOR DE TE VENDO ACUSADO DE MÁS PLAGIOS».

Debajo había un breve resumen de quinientas palabras de la obra de demolición de MacAnna, evidentemente escrito a toda prisa a última hora (cuando los primeros ejemplares de Hollywood Legit habrían llegado a los periódicos). Después de enumerar todos los cargos que MacAnna presentaba contra mí, el periódico afirmaba que, al ser contactado a última hora de la noche, Brad Bruce, productor de Te vendo, había dicho que «la noticia era una tragedia, tanto para David Armitage como para el equipo de Te vendo», y que más tarde la FRT emitiría un comunicado oficial.

Bonita estrategia, Brad. Primero mostrarse sensible a mis tribulaciones, antes de emitir el consiguiente comunicado de que me habían despedido del programa.

Corrí al ordenador y me conecté. Entré en la web del San Francisco Chronicle. El artículo también era un refrito rápido de su corresponsal en Los Ángeles, con el mismo recuento de las acusaciones y la misma cita de Brad. Pero lo que me sacó de quicio fue descubrir que en mi cuenta de correo tenía docenas de mensajes de periodistas varios, pidiendo una entrevista, o al menos, un comentario a la columna de MacAnna.

Cogí el teléfono y llamé a mi oficina. Mejor dicho: a mi antigua oficina. Respondió Jennifer, mi antigua ayudante. Al oír mi voz, su tono se volvió gélido.

– Me han dicho que saque las cosas de tu despacho -dijo-. Supongo que quieres que las mande a tu casa.

– Jennifer, al menos podrías decir «hola».

– Hola. ¿Quieres que te las mande a casa o no?

– Sí.

– Bien. Te llegará mañana por la mañana. ¿Qué hago con las llamadas?

– ¿Ha llamado alguien?

– Esta mañana ya van quince. Los Angeles Times, Hollywood Reporter, The New York Times, The Seattle Times, San Francisco Chronicle, San Jose Mercury, The Boston Globe…

– Me hago una idea -dije.

– ¿Quieres que te mande la lista y sus teléfonos por correo electrónico?

– No.

– ¿Y si alguien de la prensa quiere ponerse en contacto contigo…

– Diles que no estoy localizable.

– Si eso es lo que quieres.

– Jennifer, ¿a qué viene este tono de la era glacial?

– ¿Cómo esperas que me comporte? Teniendo en cuenta que ahora que te vas me han dado quince días para largarme.

– ¡Oh, Dios mío!

– Por favor, nada de clichés.

– No sé qué decir, excepto que lo siento. Todo esto es tanto una sorpresa para mí como…

– ¿Cómo puede ser una sorpresa si robaste el trabajo de otros?

– Nunca he tenido intención de…

– ¿De qué? ¿De que te pillaran? Bueno, gracias por haberme pillado en tu red.

Y colgó con un golpe.

Dejé el teléfono y me cogí la cabeza con las manos. Por muy grande que fuera el daño personal que había sufrido, me consternaba pensar que, sin quererlo, había provocado graves daños a dos personas inocentes. Igual de angustiosa era la idea de que quince periodistas me persiguieran para que hiciera comentarios. Porque ahora era noticia de verdad: el triunfador de la televisión que lo había mandado todo a paseo. O, al menos, ése sería el giro que le darían. Mi versión de la historia había funcionado de maravilla la semana anterior. Sin embargo, ahora, con todas aquellas pruebas nuevas triviales (pero pruebas al fin y al cabo), la marea se volvería contra mí, y la rueda giraría en otro sentido. Se me pondría como ejemplo de un hombre de talento asaltado por impulsos autodestructivos; un hombre que había creado una de las series de televisión más originales de la última década, y aun así tenía que robar ideas a otros autores. Y habría la habitual palabrería sobre mí como otra víctima del culto feroz al éxito efímero, bla, bla, bla.

La conclusión de todos los artículos era previsible: me convertiría en un escritor sin trabajo para siempre.

Miré el reloj. La una y catorce. Llamé a la oficina de Alison. Se puso Suzy, su ayudante, que parecía realmente angustiada. Antes de que pudiera preguntar por mi agente, dijo:

– Quería decirte que creo que lo que te está sucediendo es totalmente injusto.

Tragué saliva y sentí que los ojos me escocían.

– Gracias -dije.

– ¿Cómo lo llevas?

– No muy bien.

– ¿Vas a venir?

– Sí, en seguida.

– Bien, te está esperando.

– ¿Podría hablar con ella ahora?

– Está hablando por teléfono con la FRT.

– Entonces nos veremos dentro de media hora.

Cuando entré en su oficina, vi a Alison sentada en silencio a su mesa, mirando por la ventana, con una expresión cansada y preocupada. Al oírme entrar, se volvió en la silla y salió de detrás de la mesa; me abrazó durante un minuto largo. Después se acercó a un armario y lo abrió.

– ¿Te apetece un escocés? -preguntó.

– ¿Tan malo va a ser?

No dijo nada. Volvió a la mesa con la botella de J &B y dos vasos. Sirvió una buena dosis para cada uno. Después encendió un cigarrillo, inspiró profundamente y se tragó medio whisky. Yo la imité, y los ojos se me contrajeron en un gesto de desagrado.

– Bueno -dijo-. Allá va. Nunca te he mentido como agente y no voy a empezar ahora. Dicho sin ambages, la situación ahora mismo no puede ser peor.

Tragué el resto de mi bebida. Ella me llenó el vaso inmediatamente.

– Cuando leí el artículo de MacAnna en el aeropuerto, mi primera reacción ha sido: ¿cómo puede ser que Brad y Bob se tomen esto en serio? Teniendo en cuenta que las acusaciones que plantea son tan insignificantes. De lo que te acusa en los guiones de Te vendo es ridículo. Por Dios, vivimos en el reino de «si tuviera un centavo por cada broma que un autor ha copiado»… Y la estupidez de la historia de Tolstoi es eso: una estupidez. Él también lo sabe. Sin embargo, lo de la historia de Cheever…

– Sólo puedo decir esto: me di cuenta de que era un «préstamo» directo, y sabía que no llegaría nunca a la pantalla. Lo que él ha estudiado era un borrador, nada más.

– Yo lo sé y tú lo sabes. El problema es que, junto con lo de Primera plana de la semana anterior… Eres lo bastante listo para deducirlo tú mismo.

– Culpable o no, estoy en un buen lío.

– Esencialmente es así.

– ¿Has hablado con la FRT? ¿No se les puede convencer de algún modo?

– Es imposible. Para ellos, estás quemado. Pero no sólo eso. En cuanto he aterrizado, me he pasado una hora peleándome a gritos con uno de sus abogados. Parece que van a hacer todo lo que puedan para bloquear cualquier paracaídas de oro a tu favor.

Peor y peor. Otro golpe que me hizo vacilar.

– Pero hay una cláusula…

– Ah, sí -dijo Alison, cogiendo una carpeta-, sí que hay una maldita cláusula. La 43 b para ser precisos, de tu acuerdo con la FRT…, y la sustancia de esa cláusula es que si has hecho algo ilegal o penalmente ilícito en relación con el programa, serás excluido de la participación en los beneficios futuros.

– ¿Intentan demostrar que he hecho algo penalmente ilícito?

– Lo que intentan hacer es retirarte el derecho a cualquier beneficio en el futuro como creador argumentando que el plagio constituye un acto ilegal…

– ¡Qué estupidez!

– Desde luego, pero están decididos a defenderlo.

– ¿Pueden hacerlo?

– Acabo de pasar la última media hora al teléfono con mi abogado. Va a estudiar el contrato cuidadosamente esta noche. Pero su primera impresión es que sí, que pueden hacerlo.

– ¿O sea que no cobraré indemnización?

– Peor aún, también me han informado de que piensan demandarte por lo que cobraste por los tres episodios en los que presuntamente plagiaste.

– ¿Qué pretenden hacer? ¿Destriparme?

– Dicho claramente, sí. Porque, las cosas como son, hablamos de mucho dinero. Si se libran de tus beneficios como creador, van a ahorrarse cerca de trescientos cincuenta mil por temporada. Y si, como esperan, el programa dura un par de temporadas más…, en fin, suma tú mismo. Respecto a los tres episodios en cuestión… cobraste ciento cincuenta mil por episodio. De nuevo, haces la suma y…

– Pero a eso podemos oponernos, supongo…

– Repito, mi abogado dice que te tienen pillado con la cláusula que dice que el escritor garantiza que todo el de su guión es propio. Tal como lo veo, podríamos negociar un precio, llegar a un acuerdo.

– ¿Eso significa que tengo que devolverles el dinero?

– Si llegamos a eso, sí. Mi esperanza, pero es sólo una esperanza, es que dentro de unos días, cuando todo se haya calmado, decidan no demandarte por los tres episodios, sobre todo si saben que han ganado en el punto de los honorarios de autoría.

– ¿Les dejarás ganar en ese punto?

– David, ¿cuándo he permitido que un estudio o cadena de mierda ganara nada contra uno de mis clientes? Sabes la respuesta: nunca. Pero nos encontramos en una situación en la que tu posición ha sido jurídicamente manipulada de tal modo que parezca que has infringido los términos del contrato. Y si mi abogado de trescientos setenta y cinco dólares la hora, que conoce todos los trucos legales de Hollywood, me dice que te tienen pillado, es que estamos en la situación de intentar minimizar el desastre todo lo que podamos.

»De todos modos, pediré una segunda e incluso una tercera opinión legal antes de volver a hablar con los cabrones de la FRT…, por no mencionar a sus viscosos homólogos de la Warner.

– ¿Puedo tomar otro whisky?

– Creo que es una buena idea -dijo ella-, porque tengo más malas noticias.

Me serví uno doble.

– Adelante -dije.

– Un halcón legal de la Warner Brothers acaba de llamarme. Han puesto freno a Romper y entrar…

– ¿Quieres decir que la reunión con Sodebergh se ha anulado?

– Me temo que sí. Pero hay más. Recordarás que te pagaron doscientos cincuenta mil dólares por el primer borrador… Quieren que se los devuelvas íntegros.

– Es una locura. ¿Cómo pueden hacerlo?

– Te van a apretar con la línea de John Cheever que tomaste prestada…

– Por favor… Ya te he dicho que era sólo una prueba. Un primer borrador…

– Eh, a mí no tienes que convencerme. El problema es que, como en el caso de la FRT, utilizan esta línea como forma de atraparte con lo de que «el autor garantiza que todo el trabajo del guión es propio». El otro problema es que pueden corroborarla… a pesar de que ninguno de esos ignorantes sepa quién es John Cheever.

– Bueno, al menos el guión de Fleck cubrirá estas deudas.

Alison encendió otro cigarrillo, a pesar de que tenía uno encendido en el cenicero.

– Lo siento, pero el abogado de Fleck me ha llamado.

– Por favor, no me digas…

– «Muy a su pesar, el señor Fleck no puede seguir las negociaciones, dado el estado actual de la reputación profesional del señor Armitage.» Es una cita textual, lo siento.

Miré anonadado el suelo y dije:

– Entonces no sé cómo voy a pagar los doscientos cincuenta mil de la Warner.

– ¿Ya te los has gastado?

– Casi todo, sí. Entre el pago del divorcio y la pensión y todo lo demás, han sido dos años muy onerosos.

– ¿Pero no estás arruinado?

– Puedo ser tonto, pero no soy estúpido. Tengo más o menos medio millón invertido con mi agente, Bobby Barra. El problema es que la mitad se lo debo a Hacienda. Y si la FRT y la Warner quieren que les devuelva su dinero…, entonces sí estaré arruinado.

– No nos pongamos en lo peor todavía. Voy a ponérselo difícil a esos cabrones. Haré que rebajen sus exigencias sobre la devolución. Mientras tanto, mejor que hables con tu agente y tu contable sobre la forma de maximizar cuanto puedas lo que tienes invertido.

– Porque en esta ciudad estoy acabado, ¿no?

– Digamos que hasta que este asunto se olvide, seguramente será difícil encontrarte trabajo.

– Porque me considerarán un intocable.

– Ese es más o menos el problema, sí.

– ¿Y si el asunto no se olvida? Si estoy mancillado para siempre, ¿entonces qué?

– ¿Quieres una respuesta sincera? -preguntó Alison.

– Del todo.

– Pues la respuesta sincera es que no lo sé. Pero, lo repito, veamos cómo van las cosas las próximas semanas. Es más, tienes que hacer una declaración, en la que te defiendas, pero también lamentes lo sucedido. He llamado a Mary Morse, una relaciones públicas que conozco. Llegará dentro de diez minutos para redactar la declaración contigo y hacerla llegar a todos los interesados, para que al menos tengan tu punto de vista sobre esto. Si dentro de unos días la situación sigue tan mal, buscaremos un periodista comprensivo que pueda defender tu versión.

– Bueno, el tipo de Variety está fuera de circulación, ahora que también le han arruinado la carrera. Y la pobre Tracy…

– Lo que les ha ocurrido a los dos no es culpa tuya.

– Sí, pero de no haber sido por este embrollo…

– Los dos son profesionales, y deberían saber que el detalle de que habían salido podía hacerse público si…

– Ella sólo intentaba protegerme.

– De acuerdo, pero sólo porque era su trabajo. Ahora no empieces a atribuirte sus problemas también. Ya tienes bastante con lo tuyo.

– Como si no lo supiera.

A la mañana siguiente, todo el mundo lo sabía. Las acusaciones de MacAnna tuvieron un impacto tremendo. Como lo tuvo el comunicado de prensa de la FRT, anunciando (con pesar, claro) que prescindían de mí en la serie. Todos los periódicos de ámbito nacional lo incluían en sus secciones de arte o espectáculos, aunque Los Angeles Times (reflejando que aquella ciudad tenía, en el fondo, una sola industria) sacó el artículo en la primera página. Peor aún, la historia salió incluso en los programas Las cosas claras, Esta noche espectáculo y Políticamente incorrecto y en casi todos los magazines de la mañana. Sí, todos citaban mi comunicado, en el que me disculpaba por los trastornos causados a la FRT y a todos los que trabajaban en Te vendo, y reiteraba de nuevo que no creía que se me pudiera acusar de robo por un par de líneas (y también hacía una encendida defensa de las acusaciones por lo de Tolstoi y Cheever). «De lo peor de que se puede acusar a un autor es de robo», escribí en mi declaración, «… y de ninguna manera me considero un ladrón».

Aquella noche, el presentador de Políticamente incorrecto de la ABC, Bill Maher, observó durante su monólogo:

– La gran noticia hoy en Hollywood es que el creador de Te vendo, David Armitage, ha utilizado la famosa defensa de Richard Nixon «no soy un criminal», después de que la FRT le despidiera por plagio. Cuando le preguntaron si todo lo que había escrito era original al cien por cien, contestó: «No me he acostado con esa mujer…».

Maher hizo reír mucho con esa frase. Curiosamente, a mí no me pareció divertida, sobre todo cuando se la oí pronunciar mientras miraba su programa solo en el loft. Sally estaba en Seattle, en paradero desconocido, porque no me había dejado el nombre de su hotel, ni me había llamado en todo el día. Sabía que solía quedarse en The Four Seasons cuando visitaba el plató de Seattle, pero me temía que si la llamaba, parecería demasiado necesitado, demasiado desesperado. En aquel momento, mi única esperanza era que, una vez aplacado el bombardeo de la mala publicidad, recordara todas las buenas razones por las que nos habíamos enamorado y…

¿Qué? ¿Volviera conmigo, diciéndome que estaría a mi lado, pasara lo que pasara? ¿Como Lucy? Ella había estado a mi lado, de mala gana a veces, pero siempre había estado allí, de todos modos. Durante todos esos años en los que yo estuve en tierra de nadie mientras ella se veía obligada a trabajar en la televenta cuando su carrera de actriz fracasó y necesitábamos pagar el alquiler. ¿Cómo le compensé su lealtad? Haciendo lo más previsible a mi edad después de alcanzar el éxito: divorciándome de ella.

No era de extrañar que me despreciara. No era de extrañar que yo ahora estuviera tan asustado. Porque por fin reconocía lo que había sabido a los pocos meses de vivir con Sally: su amor por mí se basaba en mi éxito, en mi posición dentro de la comunidad del espectáculo, y (a su vez) en cómo reforzaba yo su posición en la Escuela de Niños Ricos llamada Hollywood.

– «Todos tienen su momento» -había dicho ella antes de que me dieran el Emmy-. «Éste es el nuestro.»

Ya no, cariño.

¿Podía ser que todo lo que había conseguido en un par de años me fuera arrebatado en unos días?

«Venga ya, soy David Armitage», tenía ganas de gritar desde una azotea. Pero, en realidad, si estás en una azotea, la única dirección es hacia abajo. En fin, en Hollywood -como en la vida- todo talento es efímero, prescindible. Incluso los que estaban en la cúspide del montón estaban sometidos a esa ley de sustitución. Allí nadie era tan único, ni tan sagrado. Todos estábamos en el mismo juego. Y el juego funcionaba con una regla básica: tu momento dura lo que dura tu momento…, y eso si has tenido la suerte de tener tu momento.

Pero seguía sin poder creer que mi momento, mi posición, mi éxito pertenecieran al pasado. No era posible que Sally fuera tan mercenaria, tan aséptica, para abandonarme entonces.

Y tenía que creer que, de algún modo, me sería posible convencer a Brad y a Bob, y a Jake Jonas de la Warner, y a cualquier otra productora interesada de aquella maldita ciudad, de que era digno de mi confianza.

«Venga ya, soy David Armitage. ¡Os he hecho ganar mucho dinero!»

Sin embargo, por mucho que intentara afrontar con optimismo mi situación, no dejaba de pensar: la peor fosa es aquella que te has cavado tú solo.

Abrí una botella de Glenlivet Single Malt y fui viendo cómo desaparecía. En cierto momento, tras hacer desaparecer el quinto vasito, tuve un interludio de imbecilidad suprema, en el cual me invadió una inspiración introspectiva. Decidí desnudar mi alma ante Sally, jugar todas mis cartas, esperando que ella respondiera con ternura a aquel grito del corazón. Me arrastré hasta mi ordenador, me conecté y escribí:

Amor mío:

Te quiero. Te necesito. Te necesito desesperadamente. Este es un mal asunto: un asunto injusto. Por favor, por favor, por favor, no renuncies a mí, a nosotros. Siento que me acerco a la desesperación. Por favor, llámame. Por favor, vuelve a casa. Superemos esto juntos. Porque podemos superarlo. Porque somos lo mejor que hemos tenido los dos. Porque eres la mujer con quien quiero vivir el resto de mi vida, con quien quiero tener hijos, a la que seguiré queriendo dentro de muchos años, cuando entremos en la zona ignota de la decrepitud Siempre estaré a tu lado. Por favor, por favor, por favor, no te alejes de mí ahora.

Sin releerlo, apreté la tecla «Enviar» y me tragué dos dedos más de Glenlivet; después, me arrastré hasta el dormitorio, donde caí en la inconsciencia.

Por la mañana sonó el teléfono. Pero en los dos segundos de confusión que tardé en responder, me cruzó una frase; unas palabras: «… la zona ignota de la decrepitud».

Después recordé el lamentable contenido del mensaje con toda su horripilante y suplicante miseria. Y pensé: «Eres un imbécil».

Descolgué el teléfono.

– ¿David Armitage? -me preguntaron.

– Me temo que sí.

– Fred Bennett, Los Angeles Times.

– ¿Qué hora es?

– Las siete y media.

– No tengo ganas de hablar.

– Señor Armitage, si me pudiera dedicar sólo un momento…

– ¿Quién le ha dado el teléfono de mi casa?

– No es muy difícil de conseguir.

– He hecho una declaración, y creo haber explicado…

– ¿Pero se ha enterado de la moción presentada ayer en la Asociación de Autores de Cine y Televisión?

– ¿Qué moción?

– Una moción para censurarle públicamente por plagio, para retirarle la afiliación a la asociación, y para recomendar que se le aparte de toda actividad profesional durante un mínimo de cinco años…, aunque algunos miembros de la comisión pretendían que fuera para siempre…

Colgué el teléfono, y luego de un tirón lo arranqué de la conexión a la pared. Inmediatamente empezó a sonar en otra habitación, pero no hice caso. Me tapé la cabeza con la sábana, deseando que aquel día, que ni siquiera había empezado, desapareciera de mi vista.

Pero era imposible dormir, de modo que acabé por meterme en el baño, y me tragué tres aspirinas para intentar apagar el martillo que no cesaba de golpear en el interior de mi cabeza. Después fui al salón y me enfrenté al ordenador. Mi correo electrónico tenía doce mensajes, once de ellos de periodistas varios (rkincaid@nytimes.com y cosas así). No abrí ninguno, porque sabía lo que contenían: peticiones de entrevistas, de una declaración, de una confesión lacrimosa, y del nombre del centro de rehabilitación donde pensaba recluirme (¡pero si no existen clínicas Betty Ford para plagiarios!). El duodécimo correo era el que más temía…, el correo de shirmingham@fox.com:

David:

Yo también detesto la situación en la que te encuentras. También detesto que tu carrera esté destrozada por esas acusaciones. Pero también soy consciente de que eres el artífice de esta situación. Eso es lo que no puedo comprender. Y también hace que me pregunte si he llegado a conocerte, aún más después de tu angustioso mensaje. Me doy cuenta de que estás extremadamente estresado por lo que te ha sucedido, pero seguro que sabes que no hay nada menos atractivo que alguien que suplica que le amen. Sobre todo cuando ese alguien ha socavado la confianza necesaria para nutrir el amor Por mucho que sea consciente de que tu situación es muy difícil, esto no justifica la prosa lacrimógena y cursi. Por no hablar de aquella línea sobre «la zona ignota de la decrepitud»

Todo esto me ha dejado todavía más confusa, desconcertada y profundamente entristecida. Creo que unos días mas separados podrán aportar cierta claridad a nuestra situación. He decidido irme a la isla de Vancouver a pasar el fin de semana. Volveré el lunes. Entonces hablaremos.

Mientras tanto, será mejor que no nos comuniquemos, para no confundir aún más las cosas. Espero que consideres la posibilidad de buscar ayuda profesional. Si entendí bien tu mensaje, era un enorme grito pidiendo ayuda.

Sally

Estupendo. Más que estupendo. De hecho, mucho mejor que estupendo: un desastre total y absoluto. Había cogido una situación frágil como una cáscara de huevo y la había lanzado contra un muro de cemento. «Eres el artífice de tu situación.»

El teléfono empezó a sonar de nuevo. No lo cogí. Después mi móvil se unió a la cacofonía. Lo cogí y miré quién llamaba. Era Alison. Respondí inmediatamente.

– Suenas fatal -dijo-. ¿Estuviste bebiendo anoche?

– Eres una mujer muy perceptiva.

– ¿Hace mucho que te has levantado?

– Desde que me llamó un periodista de Los Angeles Times para comunicarme que la asociación quiere prohibirme trabajar de por vida.

– ¿Qué?

– Es lo que ha dicho; una reunión especial del Politburó anoche, en la que decidieron mandarme a un gulag durante…

– Esto se está volviendo espeluznante. Y pronto se va a poner peor.

– Cuenta.

– Acabo de saber que van a entrevistar a Theo MacAnna desde Los Ángeles para el Today Show.

– ¿Sobre el tema de mi persona?

– Es de suponer.

– Por Dios, el hombre es incansable.

– Es como cualquier otro columnista de cotilleos, totalmente despiadado. Para él sólo eres mercancía. Una mercancía muy lucrativa ahora mismo, porque haces que su nombre se conozca en todo el país y le permites aparecer hoy en Today.

– No estará satisfecho hasta que no me vea crucificado con una lanza en el costado.

– Me temo que tienes razón. Por eso he decidido despertarte tan temprano y avisarte de que iba a salir en Today Show. Creo que sería mejor que lo vieras, por si dice algo tan ofensivo o tan calumnioso por lo que podamos querellarnos contra ese pequeño cabrón.

De hecho no había nada pequeño en Theo MacAnna. Tenía cuarenta y pocos años, era británico, había cruzado el Atlántico hacía diez años y tenía uno de esos acentos en los que las vocales redondeadas se mezclaban con la nasalidad propia del sur de California. También tenía problemas de diámetro, más conocidos como gordura. No era gordo como una ballena, sino que más bien tenía un exceso de carnes a lo Churchill. Su cara (adornada con gafas redondas de montura negra y triple mentón) me recordaba a un apestoso pedazo de camembert que hubiera estado demasiado expuesto al sol. Pero sabía compensar la talla con un vestuario de dandi: traje gris oscuro completo, camisa blanca de cuello grande y una discreta corbata negra de topos. Intuí que, dados los magros honorarios del Hollywood Legit, aquél debía de ser su único traje bueno. Pero tenía que reconocer, aunque fuera de mala gana, que sabía venderse al mundo como un dandi angloamericano que tenía información de primera mano de los malos comportamientos de Hollywood. Sin duda, para la entrevista se había vestido con esmero, porque la consideraba una ocasión para escalar en la élite del chismorreo en la que tanto deseaba introducirse.

Sin embargo, Katie Couric, que lo entrevistaba desde Nueva York, no se tragaba su pose de periodista entre T. S. Eliot y Tom Wolfe.

– Theo MacAnna, muchas personas en Hollywood le consideran el periodista más temido de la ciudad -dijo ella.

Una sonrisita de complacencia cruzó los labios de MacAnna.

– Muy halagador -dijo, con su voz pastosa.

– Pero muchos otros sólo le consideran un mercader de escándalos, alguien que no lo piensa dos veces antes de destruir carreras, matrimonios, vidas incluso.

Él palideció un poco, pero se recuperó rápidamente.

– Bueno, es normal que ciertas personas piensen así. Pero es porque, si en Hollywood hay alguna regla, es que se protegen entre ellos… incluso cuando se trata de delitos graves.

– ¿Cree que el plagio que ha hecho que despidieran a David Armitage del programa de la FRT que él mismo creó era un «delito grave»?

– Sin ninguna duda, robó la obra de otros autores.

– Para ser estrictos, sin embargo, lo que presuntamente «robó» fue una broma de otra obra, y un par de líneas de otras comedias. ¿Cree realmente que merecía ser castigado tan severamente por lo que muchos consideran una falta menor?

– Katie, para empezar, yo no decidí el castigo que él ha recibido. Eso fue una decisión de sus jefes de la FRT. Pero en cuanto a su pregunta sobre si creo que el plagio es un delito grave, en fin, un robo es un robo…

– Pero lo que le he preguntado, señor MacAnna, es una falta tan leve como tomar prestadas unas bromas…

– También se apropió de un argumento de Tolstoi.

– En el comunicado que hizo el señor Armitage después de ser despedido, explicaba que aquella obra, que no había sido ni producida, era una reinterpretación de la historia de Tolstoi.

– Evidentemente es lo que tenía que decir el señor Armitage. Pero tengo una copia de su guión original aquí.

Mostró el polvoriento guión de Riffs. La telecámara encuadró la página con el título.

– Como pueden ver -siguió MacAnna-, el título de la página dice: Riffs, del autor David Armitage, pero no dice en ningún sitio «basado en La sonata Kreutzer de Tolstoi», a pesar de que toda la trama está completamente copiada de la obra de Tolstoi. Esto a su vez plantea una cuestión más importante: ¿por qué un hombre con el talento y la capacidad de David Armitage necesita robar a otros autores? Es el interrogante que todo el mundo en Hollywood desearía comprender: por qué ha sido tan autodestructivo y tan profundamente deshonesto. Es evidente que es el ejemplo perfecto de la tragedia arquetípica de Hollywood: el hombre que, después de años de trabajar duramente, consigue lo que desea y entonces empieza a desmoronarse. Es conocido, por ejemplo, que en cuanto Te vendo se convirtió en un éxito, abandonó a su esposa y a su hija por una ejecutiva de televisión en ascenso. De modo que su deshonestidad acabó tristemente por engullir su carrera…

Apagué la tele y lancé el mando a distancia contra la pared. Después cogí mi chaqueta y corrí a la puerta. Me metí en el coche, encendí el motor y salí pitando. Tardé una media hora en llegar a los estudios de la NBC. Contaba con que, después de la entrevista, aquel fofo se quedara un rato en la sala de espera y hubiera perdido un poco de tiempo en dejar que le desmaquillaran. Mi previsión era exacta porque, mientras yo aparcaba, MacAnna salía por la puerta y se dirigía a un Lincoln Town Car: en el preciso momento en que yo paraba de golpe frente a la puerta, apretando los frenos tan fuerte que chirriaron, sobresaltando a MacAnna. En un instante había bajado del coche y corría tras él gritando:

– Inglés gordo de mierda…

MacAnna me miró estupefacto, y su cara mofletuda se contrajo de terror. Parecía como si quisiera correr, pero como estaba demasiado paralizado para hacer nada, me puse delante de él en pocos segundos, lo cogí por las solapas de rayas y lo sacudí con violencia, gritando una incoherente retahíla de insultos, del estilo: «Intentas arruinarme la vida… llamándome ladrón…, cubriendo de mierda a mi esposa y a mi hija… Te romperé todos los dedos de las manos, hijo de puta…».

En medio de aquel discordante vocerío, ocurrieron dos cosas, ninguna de las dos favorable para mí. La primera fue que un fotógrafo, que esperaba a la entrada de la NBC, acudió corriendo cuando oyó mis gritos y tomó una rápida serie de fotos mientras yo agredía a MacAnna; la segunda fue la llegada de un guardia de la cadena de televisión, un hombre alto y musculoso, de unos treinta y pocos años, que se metió en la trifulca gritando: «Eh, eh, eh, basta ya» antes de separarme de MacAnna e inmovilizarme con una llave de judo.

– ¿Este hombre le ha agredido? -gritó el guardia a MacAnna.

– Lo ha intentado -dijo él, retrocediendo.

– ¿Quiere que llame a la policía?

MacAnna me miró con un desprecio triunfal, y una sonrisita desagradable en los labios como diciendo «Te tengo, hijo de puta».

– Ya tiene suficientes problemas -dijo MacAnna-. Échele del recinto y basta.

Después se volvió y habló con el fotógrafo, le preguntó su nombre y le pidió una tarjeta.

– ¿Lo ha cogido todo? -preguntó.

Mientras tanto el guardia corpulento me había arrastrado hasta mi coche.

– ¿Es suyo el Porsche?

Asentí.

– Es precioso. Debe de haber trabajado mucho para comprarlo. ¿Por qué quiere fastidiarlo ahora?

– Él escribió…

– Me da igual lo que escribiera. Ha agredido a una persona en la propiedad de la NBC. Y eso significa que debería detenerle. Pero le ofrezco un trato. Se mete en el coche y se larga, y vamos a olvidarnos de todo. Si vuelve…

– No volveré.

– ¿Me lo promete?

– Lo prometo.

– De acuerdo -dijo, soltándome lentamente-. Veamos cómo cumple su promesa y se va sin armar más jaleo.

Abrí la puerta del coche, me senté al volante y encendí el motor. Después, el guardia de seguridad golpeó la ventanilla. Bajé el cristal.

– Otra cosa, señor -dijo-. Debería pensar en cambiarse de ropa antes de ir a otra parte.

Entonces me di cuenta de que todavía llevaba puesto el pijama.

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