Estaba vestido y en la carretera al cabo de cinco minutos. Durante todo el camino hasta Los Angeles, mantuve el acelerador apretado a fondo, empujando al Volkswagen a correr a la vertiginosa velocidad de ciento veinticinco kilómetros por hora (el máximo posible). Era como forzar a un anciano con enfisema a una carrera de cien metros, pero me daba lo mismo. Tenía que ver a Martha inmediatamente, antes de que Fleck hiciera lo que tuviera planeado hacer con aquella espantosa cinta.
Habíamos quedado en un café de Santa Mónica. Llegué poco después de las diez. Ella ya estaba sentada a una mesa, mirando el mar. El sol estaba en pleno apogeo y soplaba una leve brisa del Pacífico que templaba el calor matinal. De haber notado aquellos detalles, me habría dado cuenta de que hacía un día precioso.
– Hola -dijo cuando llegué a su mesa de un salto.
Martha llevaba gafas de sol, de modo que no pude juzgar con exactitud si estaba muy angustiada. Pero lo que era evidente era su extraña compostura; una sangre fría que, de nuevo, atribuí al impacto.
Me acerqué y la abracé. Pero ella siguió sentada y me dio un beso en la mejilla, un gesto que inmediatamente me inquietó.
– Calma -dijo, poniéndome suavemente la mano en el pecho y empujándome hacia la silla contigua-. Nunca se sabe quién puede estar mirando.
– Claro, claro -dije; me senté y le cogí la mano por debajo de la mesa-. Pero oye…, he estado pensando mientras venía. Y ya sé lo que tenemos que hacer. Tenemos que ir juntos a ver a tu marido, y decirle que estamos enamorados, y pedirle que nos deje en paz…
– David -me interrumpió secamente-. Antes de hacer nada, hay una pregunta importante que debes responder.
– Por supuesto, cariño.
– ¿Quieres un café, un capuchino o un café con leche?
Levanté la cabeza y vi que una camarera esperaba junto a la mesa, intentando dominar la hilaridad. Evidentemente había oído todo lo que había dicho.
– Un café doble -dije.
En cuanto la camarera se marchó, le cogí la mano a Martha y la besé.
– Han sido cuatro días muy largos -dije.
– ¿Ah, sí? -dijo, en tono divertido.
– Y no puedo expresar cuánto me ha conmovido tu regalo.
– Espero que lo utilices.
– Lo haré, mi amor, lo haré.
– Escribir es lo que sabes hacer.
– Tengo que decirte algo…
– Soy toda oídos.
– Desde que me desperté solo en la habitación del hotel, no he dejado de pensar en ti.
Con calma separó su mano de la mía y preguntó:
– ¿Siempre te comportas así después de acostarte con una mujer por primera vez?
– Lo siento. Sé que debo parecer un adolescente enfermo de amor.
– Es encantador.
– Es lo que siento.
– David, ahora tenemos cosas más importantes que discutir.
– Tienes razón, tienes razón. Porque también estoy un poco aterrado por lo que podría hacer tu marido con la cinta.
– Eso depende de cómo reaccione él a la cinta.
– Pero, desde el momento que ha montado esta maldita maquinación, sin duda…
– No ha sido él -dijo ella, con calma.
– ¿Qué quieres decir? -pregunté, confundido de repente.
– Quiero decir que él no ha tenido nada que ver con la cinta.
– Pero eso no puede ser. Si no lo ha hecho él, ¿quién lo ha hecho?
– Yo.
La miré con atención, intentando discernir en sus ojos algún rastro de ironía. Pero me sostuvo la mirada.
– ¡No lo dices en serio! -exclamé.
– Lo digo totalmente en serio.
Llegó el café. Yo no toqué el mío.
– No entiendo nada.
– En realidad es muy sencillo. Cuando Philip se negó a reconocer que él había sido la causa de todos tus problemas, decidí que tenía que ponerme drástica. Y monté mi pequeño plan: si no podía grabarle a él, nos grabaría a nosotros. El personal del hotel estuvo muy dispuesto a colaborar: sobre todo después de untar algunas manos. Conocía a un experto en audiovisuales de Los Ángeles que me montó los aparatos.
– ¿Estaba allí mientras nosotros…?
– ¿Crees que habría querido que alguien nos viera en la cama? ¿Recuerdas cuando fui al servicio, justo antes de salir del restaurante? De hecho fui a nuestra habitación y puse en marcha el vídeo, que estaba oculto en uno de los armarios. A partir de entonces… empezó el espectáculo. A la mañana siguiente, mientras dormías, saqué la cinta del aparato y me marché. Dos días después, me presenté en Chicago y obligué a Philip a sentarse en su habitación de hotel y mirar el primer par de minutos de nuestra película.
– ¿Cómo reaccionó?
– De la forma típica en Philip: no dijo nada. Se quedo mirando fijamente la pantalla. Pero yo sabía cuál sería su reacción. Aunque nunca lo ha manifestado de forma abierta, es tremendamente celoso. También sabía que su mayor miedo en la vida es verse expuesto, que le descubran, que le señalen con el dedo. Por eso es precisamente por lo que decidí hacer esto: porque sabía que una película de nosotros dos en la cama desencadenaría el pánico en su cerebro tortuoso. Pero para asegurarme de que recibía el mensaje, le dije que mi abogado de Nueva York tenía una copia de la cinta. Y que, si no hacía lo necesario para rehabilitarte en los próximos siete días, mi abogado tenía instrucciones de mandar copias de la cinta a The Post, The News, The Enquirer, Inside Edition, Hard Copy y todos los periodicuchos sensacionalistas imaginables.
– ¿De verdad le dijiste eso? -pregunté, todavía intentando digerir aquello.
– No sólo se lo dije. Tenía intención de hacerlo y lo he hecho. La cinta está en Nueva York, y el tiempo pasa. A partir de hoy, tiene seis días para hacer algo.
– Pero si se da cuenta de que es un farol, si deja que lo publiques…
– Entonces tú y yo saldremos en las primeras páginas. Pero me da igual. Si no reacciona, concederé una entrevista muy sincera a Oprah o a Barbara Walters o a Diane Sawyer, en la que contaré las «alegrías» de vivir con un hombre que tiene tanto dinero, pero la sensibilidad de un vaso de papel. En fin, ahora lo único que importa es que te compense por lo que te ha hecho. En cuanto a mí, estoy decidida: le dejo.
– ¿Sí? -dije, en tono esperanzado.
– Es lo que le dije. Según mi abogado, si entrego la cinta a la prensa, eso no tendra ningún efecto en mi acuerdo prematrimonial. Es un contrato sin culpables. Si yo me voy o si él decide divorciarse, el resultado es el mismo: me llevo ciento veinte millones.
– ¡Dios santo!
– Para el señor Fleck, es calderilla. Si fuéramos residentes en California, le podría demandar por la mitad de su patrimonio. Aunque no tengo ninguna intención de hacerlo. Ciento veinte millones son más que suficientes para mí y el niño.
– ¿Qué has dicho?
– Estoy embarazada.
– Ah -dije, cada vez más estupefacto-. Es… es una noticia estupenda.
– Gracias.
– ¿Desde cuándo lo sabes?
– Hace tres meses.
De repente entendí por qué había evitado tomar alcohol aquella noche, apenas una copa de vino.
– ¿Qué dice Philip?
– Bueno -dijo ella, rápidamente-, se enteró ayer. Fue una de las pequeñas bombas que hice explotar frente a él.
– Yo creía que vosotros dos no habíais…
– Sí. Ese aspecto del matrimonio murió durante una temporada. Pero tuvimos un breve interludio hace unos meses. Poco después de conocerte en la isla, cuando Philip decidió volver a dormir conmigo. Es más, decidió volver a vivir conmigo, y parecía que se hubiera vuelto a enamorar de mí… y yo de él. Pero eso sólo duró unos tres meses antes de que volviera a recluirse, y se negara como siempre a explicarme el motivo: se limitó a desaparecer en su concha hermética. Así que, cuando me enteré de que estaba embarazada, no se lo dije. Hasta ayer, claro. ¿Sabes cuál fue su reacción? Silencio. Silencio absoluto.
Volví a cogerle la mano.
– Martha…
Antes de que pudiera seguir, me interrumpió.
– No digas lo que estás pensando.
– Pero tú no me… no me…
– ¿Qué? ¿Te quiero?
– Sí.
– Te conozco de exactamente tres días.
– Pero eso se puede saber en cinco minutos.
– Es verdad. Pero ahora mismo no puedo.
– No puedo creer que lo hayas arriesgado todo por mí.
– Déjate de prosas románticas, por favor. Él te trató como a una basura. Principalmente, supongo, porque le hicieron un informe completo de nuestra noche en la isla. Da lo mismo que no hiciéramos nada: lo que importaba era que tú tienes talento y yo me enamoré de ti. Así que cuando me enteré de cómo había destrozado tu carrera, me sentí responsable. Como no quiso atender a argumentos morales, decidí jugar sucio. Es de eso de lo que se trata. Dejar las cosas claras. Poner las cosas en su sitio. Corregir lo que está mal. O cualquier tópico que se te ocurra.
– No puede pagarme, simplemente. También necesito alguna clase de rehabilitación profesional. Una declaración suya que me exonere de las calumnias. Y también…
– ¿Sí?
Se me había ocurrido una idea, una idea absurda y perversa, pero que valía la pena intentar, sobre todo teniendo en cuenta que no tenía nada que perder.
– Quiero que insistas en una entrevista conjunta en televisión, a Philip y a mí. Algo de ámbito nacional. Seguro que los ayudantes de tu marido pueden organizado.
– ¿Y qué va a pasar durante la entrevista?
– Eso es asunto mío.
– Lo intentaré. Si es que puedo, claro.
– Has estado estupenda. Más que estupenda.
– David, para.
– Y cuando esto haya terminado, nosotros…
– ¿Nosotros? -preguntó ella.
Le cogí la mano otra vez.
– Sí. Nosotros. Tú y yo. Nosotros.
Ella apartó su mano de la mía, con suavidad.
– Ya veremos qué pasa los próximos seis días, ¿eh?
Se levantó.
– Tengo que irme.
Yo también me levanté y le di un beso. Esa vez me permitió que se lo diera en los labios. Habría querido dar rienda suelta a un torrente de idioteces románticas, pero me controlé.
– Te llamaré en cuanto sepa algo -dijo.
Se volvió y fue hacia el coche.
Al volver a Meredith, no paré de repasar la conversación mentalmente, concentrándome (como todos los imbéciles enamorados) en las pocas señales positivas que Martha me había mandado. Iba a dejar a Fleck. Aunque no había admitido que me quisiera, tampoco lo había negado. Y había confesado que se había enamorado un poco de mí. Y mantenía las opciones abiertas («Ya veremos qué pasa en los próximos seis días, ¿eh?»). En otras palabras, la puerta no estaba cerrada. Y ella también sabía lo que yo sentía antes de saber el dinero que cobraría en caso de divorcio. Sin duda, aquello tenía que contar para algo, ¿no?
«Oh, ya está bien, Armitage: pareces un chico de trece años.» Es inevitable: el amor hace salir al memo adolescente que llevamos dentro.
Como soy un fatalista, también me imaginé el peor de los escenarios: Fleck decidía arriesgarse. Se publicaban las cintas y a mí volvían a vilipendiarme públicamente, no solo por ser un plagiario psicótico, sino también por romper un matrimonio y acostarme con una mujer que ya estaba embarazada de tres meses. Martha dejaría a Fleck, pero decidiría seguir adelante sin mí. Y yo estaría más hundido en tierra de nadie que nunca.
Sin embargo, cuando llegué a Meredith, había dos mensajes urgentes para mí en el contestador. El primero era de mi jefe, preguntándome por qué no había abierto la librería aquella mañana, y diciendo que esperaba que el inconveniente no se repitiera. La segunda era de Alison, pidiéndome que la llamara en seguida. Así lo hice.
– En fin -dijo al contestar-, los caminos del Señor son inescrutables.
– ¿Lo que significa?
– Escucha esto: acabo de recibir una llamada de un tal Mitchell van Parks, de ese gran bufete de abogados que te jodan de Nueva York. Me ha explicado que hablaba en nombre de Fleck Films, y de entrada deseaba disculparse por la pequeña confusión que se había producido con el registro de tu…, sí, ha utilizado este pronombre, tu guión, Nosotros, los veteranos. «Una terrible confusión en la Asociación de Autores», ha dicho, «que, naturalmente, Fleck Films tiene intención de rectificar». Yo le he contestado: «¿De qué cifra estamos hablando?». Y él ha dicho: «Un millón de dólares… y compartir los títulos de crédito». Y yo he dicho: «Hace siete meses, su cliente, el señor Fleck, ofreció al mío, el señor Armitage, una tarifa de un millón cuatrocientos mil dólares. Sin duda, teniendo en cuenta que podrían plantearse ciertos interrogantes sobre el modo en que ha aparecido el nombre del señor Fleck como autor…». En este punto, él me ha interrumpido: «De acuerdo, un millón cuatrocientos mil», pero yo he contestado: «Ni hablar».
– No me digas que…
– Por supuesto que sí. He seguido diciendo que, dadas las «intrigantes» circunstancias que rodean la autoría del guión, estaba segura de que Fleck Films querría hacer un gesto para arreglar el asunto de una vez por todas… y para garantizar que ese desgraciado equívoco siguiera siendo un asunto privado entre mi cliente y el señor Fleck.
– ¿Y él qué ha contestado?
– Un millón y medio.
– ¿Y tú qué has dicho?
– Hecho.
Dejé el teléfono un momento y escondí la cara entre las manos. No me sentía triunfante. Ni vengado, ni exonerado. No sabía qué sentir… excepto una aguda y rara sensación de pérdida. Y un deseo abrumador de abrazar a Martha. Su extraño truco había resultado. Y ahora, si ella estaba dispuesta a tentar nuevamente la suerte conmigo, nuestra vida juntos podría…
– ¿David? -Alison gritó por teléfono-. ¿Sigues ahí?
Recogí el teléfono.
– Perdona. Es que estoy un poco…
– No tienes que explicarme nada. Han sido seis meses muy duros.
– Que Dios te bendiga, Alison. Que Dios te bendiga.
– Ahora no te me pongas místico, Armitage. Porque precisamente tendremos que hacer cosas muy poco cristianas y más bien sucias en cuanto al tema créditos compartidos o no. He pedido a Van Parks que me mandara el guión inmediatamente. Mañana te lo haré llegar. A partir de ahí hablaremos. Ahora mismo pienso comprarme una botella de champán francés, y te recomiendo que hagas lo mismo. Oye, esta tarde he ganado trescientos mil dólares.
– Te felicito.
– Y yo a ti, y yo a ti. Algún día ya me contarás cómo has forzado este cambio tan completo de la suerte.
– No pienso decir nada. Excepto que me alegro de volver a trabajar contigo.
– Nunca dejamos de trabajar juntos, David.
En cuanto acabé de hablar con Alison, llamé inmediatamente a Martha al móvil. Me salió el buzón de voz y le dejé el siguiente mensaje: «Martha, querida, soy yo. Ha funcionado, tu asombroso juego ha funcionado. Por favor, llámame. A cualquier hora. De día o de noche. Pero llámame. Te quiero».
Pero no me llamó aquella noche. Ni al día siguiente. Ni al otro. En cambio, Alison sí llamó con una noticia intrigante.
– ¿Puedes conseguir un New York Times de hoy? -me preguntó.
– Lo vendemos en la librería.
– Mira la sección de «Arte y ocio». Hay una entrevista en exclusiva con nuestro autor favorito, Philip Fleck. Tienes que leer lo que dice de ti. Según él, eres el escritor más perseguido desde Rushdie, y tus supuestos delitos no son más que acusaciones amañadas por un periodista macartista. Pero lo más bonito, lo que realmente confirma mi baja opinión de la condición humana es que, según Fleck, has sido tan sistemáticamente vilipendiado por MacAnna y tan despiadadamente abandonado por el sector, que tú y Fleck creísteis que era mejor para la película que no aparecieras en los créditos…
Para entonces yo ya había cogido un periódico del estante, frente a la caja, y lo estaba leyendo.
– Escucha lo que dice el periodista a continuación -dijo Alison-: «Pero según Fleck, la idea de que el nombre de un autor no pudiera aparecer en los créditos le recordaba demasiado a los días horribles de la lista negra de los años cincuenta y se sintió obligado a romper su silencio sobre el tema -no olvidemos su antipatía de siempre por las entrevistas en prensa- y salir en defensa del escritor. “Indiscutiblemente -dijo Fleck-, David Armitage es una de las voces más originales del cine y la televisión estadounidenses. Y es vergonzoso que su carrera haya sido prácticamente arruinada por un personaje que, debido a su falta personal de éxito, decidió orquestar una venganza contra él. Al menos, el excelente guión de David para Nosotros, los veteranos le reivindicará completamente, y recordará a Hollywood lo que se ha perdido.”»
– ¡Joder! -exclamé.
– Lástima que no hagan un remake de La vida de Emile Zola. Después de esto, Fleck tendría posibilidades de conseguir el papel. También es bonito ver que te llama por tu nombre de pila. Bueno, ¿vas a contarme por fin lo que pasó en esa isla hace seis meses?
– Mis labios están sellados.
– Eres un aburrido. Pero al menos ya vuelves a ser lucrativo. Ya te lo digo ahora, ese artículo te reabrirá muchas puertas en esta ciudad.
De hecho, el teléfono no paró de sonar en la casa aquella noche, y tuve que hacer declaraciones a Daily Variety, Hollywood Reporter, Los Angeles Times y el San Francisco Chronicle. ¿Qué les dije? ¿Cuál era mi postura ante la vigorosa defensa que Philip Fleck había hecho de mí? Le seguí el juego, se entiende, y dije: «Todos los autores necesitan un director como Philip Fleck, por la generosidad de su espíritu, su lealtad y, sobre todo, por su rara y admirable fe en la palabra escrita». (Eso último, está claro, era un mensaje para Fleck y su equipo creativo: no os penséis que vais a escribirme este guión.)
Y cuando los periodistas me preguntaron si sentía animosidad hacia Theo MacAnna, sencillamente respondí: «Me alegro de no ser su conciencia».
Aquella noche, intenté de nuevo llamar a Martha. Pero me salió inmediatamente el buzón de voz. Le dejé un mensaje, diciendo que estaba encantado con el artículo del Times, y que esperaba que Fleck consintiera en conceder la entrevista en televisión, además de que necesitaba hablar con ella.
Pero no me llamó. Resistí la tentación de mandarle un correo electrónico o ir a Malibú a llamar a su puerta. Me daba cuenta de lo que estaba haciendo Fleck: además de asegurarse de que el vídeo no saliera a la luz, también le estaba diciendo a su esposa que no quería perderla.
Al día siguiente, la entrevista con Fleck salió publicada entera en Los Angeles Times. Y aquella mañana temprano, recibí una llamada de un productor del programa Today de la NBC, que me informaba de que me habían hecho una reserva para el vuelo de las dos a Nueva York. Una limusina me recogería en el aeropuerto Kennedy. Tenía una habitación reservada en el Regency para pasar la noche. Y sería entrevistado junto con el señor Fleck en la última hora del programa de la mañana siguiente.
Miré el reloj: eran las nueve y cuarto. Para llegar al aeropuerto de Los Ángeles a tiempo, tenía que salir antes de una hora. Así que, después de confirmar que podía recoger el billete en el aeropuerto, colgué y llamé a Les a casa.
– Sé que es muy tarde para avisar -dije-, pero necesito dos días libres.
– Ya, he visto el artículo de esta mañana en Los Angeles Times. Me imagino que no trabajarás mucho más tiempo en la librería.
– Me imagino que no.
– Bueno, puedes tomarte dos días libres. Pero ¿podrías trabajar quince días más, hasta que encuentre a alguien?
– Por supuesto, Les.
Luego hice la maleta, que pesaba bastante, debido a los cuatro guiones que metí dentro junto con una muda. Tardé más de dos horas en llegar al aeropuerto. Tardé menos de seis en cruzar el continente. Llegué al hotel hacia medianoche. Pero como no podía dormir, me vestí y paseé por las calles de Manhattan hasta que el amanecer rasgó el cielo nocturno. Después volví caminando al hotel, me puse el traje, y esperé que llegara la limusina de la NBC. Llegó después de las siete. Quince minutos después, me estaban poniendo una base de maquillaje y unos polvos matizadores en la cara. Se abrió la puerta y entró Philip Fleck, acompañado de dos caballeros con trajes negros rígidos. Guardaespaldas. Fleck se sentó en la silla contigua a la mía. Le miré de reojo, y noté que tenía unas vistosas bolsas bajo los ojos: un indicio de que yo no era el único que había dormido poco aquella noche. Su inquietud era manifiesta. Igual que su determinación de no mirarme. La maquilladora intentó relajarlo charlando sin cesar mientras le untaba la cara gordezuela con base de maquillaje, pero él cerró los ojos, sin hacerle caso. La puerta volvió a abrirse y entró una mujer hipereficiente que rondaba los treinta años. Nos dijo que se llamaba Melissa («su productora esta mañana») y nos habló de los cinco minutos de pantalla que tendríamos. Fleck no dijo nada mientras ella repasaba las preguntas que Matt Lauder, el presentador, podía hacernos.
– ¿Necesitan saber algo más, señores? -preguntó.
Los dos negamos con la cabeza; ella nos deseó buena suerte y salió de la habitación. Me volví a mirar a Fleck y dije:
– Quería darle las gracias por los elogios que me hizo en la entrevista del Times. Me conmovieron mucho.
No dijo nada. Siguió mirando al frente, con la cara rígida por la incomodidad.
Después nos acompañaron a través de una zona de bastidores hacia el plató de Today. Matt Lauder ya estaba allí, sentado en una butaca, con las piernas cruzadas. Se levantó para estrecharnos la mano, pero no tuvo ocasión de decir nada más que el consabido saludo mientras un par de técnicos de sonido nos colocaban los micrófonos de clip en las solapas y dos maquilladoras nos retocaban el maquillaje de la frente. Coloqué un montón de guiones sobre la mesita que teníamos delante. Fleck los miró de reojo, pero siguió sin decir nada. Le miré. Tenía la frente perlada de sudor, y su pánico escénico era evidente. Había leído mucho sobre su odio patológico a las entrevistas (y su rechazo a salir en televisión, ni en directo ni en diferido). Entonces veía, a poca distancia, el mal rato que suponía para él afrontar las cámaras. Y pensé también: «Esto sólo lo hace porque quiere conservar a Martha por encima de todo».
– ¿Todo va bien, Philip? -preguntó Matt Lauder a su sudoroso invitado.
– Sí, perfecto.
El director de escena anunció:
– Quince segundos.
Nos preparamos, tensos. El director de escena nos dio la cuenta atrás de cinco segundos y apuntó a Lauder, que entró en acción inmediatamente.
– Bienvenidos otra vez… y, para todos aquellos que disfrutan con un buen escándalo de Hollywood, aquí tenemos uno que ha llenado los periódicos los últimos días. A diferencia de otros escándalos, sin embargo, éste tiene un final feliz para David Armitage, el autor ganador de un Emmy por la serie de éxito Te vendo, que fue despedido de su programa tras unas acusaciones de plagio. Sin embargo, su reputación ha sido rehabilitada por completo, gracias a la intervención de uno de los empresarios estadounidenses más prominentes, Philip Fleck.
A continuación hizo un rápido resumen de las acusaciones contra mí, de la campaña difamatoria emprendida por Theo MacAnna y de cómo había intervenido el millonario en defensa de mi buen nombre. Asimismo, explicó que, además de ser el octavo hombre más rico de Estados Unidos, Fleck también se dedicaba a la dirección cinematográfica.
– Sé que habitualmente prefiere evitar la publicidad, Philip -dijo Matt Laude-, ¿por qué ha decidido, entonces, ayudar públicamente a David Armitage?
Fleck empezó a hablar con una voz vacilante, la cabeza un poco gacha e incapaz de mirar a Matt Lauder a los ojos.
– Bueno…, verá… David Armitage es, sin ninguna duda, uno de los guionistas más importantes del momento. También resulta que está escribiendo el guión de mi última película…, y cuando su carrera fue destruida por un periodista vengativo…, un hombre que no es más que un asesino a sueldo…, eh…, en fin, sentí que debía intervenir.
– Y su intervención debe de haber representado un punto de inflexión para usted, David, especialmente después de ser tan calumniado en los últimos meses, hasta el punto de ser prácticamente un proscrito en Hollywood.
Con una gran sonrisa, respondí:
– Tiene toda la razón, Matt. Debo mi resurrección a un hombre, el caballero sentado a su izquierda, mi gran amigo Philip Fleck. Y quiero demostrar el extraordinario amigo que ha sido para mí…
Alargué un brazo hacia la mesita, cogí uno de los cuatro guiones que había dejado encima y lo abrí por la página del título.
– Cuando mi reputación estaba hecha pedazos, y nadie quería contratarme, ¿sabe lo que hizo Philip? Me prestó su nombre, poniendo el suyo en mis viejos guiones. Porque sabía que, si mi nombre estaba en ellos, ningún estudio se interesaría. Ve, éste es uno de mis primeros guiones, Nosotros, los veteranos…, pero, como puede ver, Matt, el nombre del autor en la primera página es Philip Fleck.
La cámara se acercó para enfocar un primer plano de la página, mientras el presentador preguntaba a Fleck:
– Entonces ¿usted le prestó su nombre a David Armitage, Philip?
Por primera vez, Fleck me miró a los ojos, y su mirada irradiaba incredulidad. Sabía que lo tenía pillado, y lo único que podía hacer era seguirme el juego. Así que, cuando la cámara le enfocó a él, adoptó su actitud taciturna y dijo con reticencia:
– Lo que ha dicho David es… es verdad. Su nombre ha sido tan arrastrado por el fango que se le consideraba un intocable en todos los estudios de Hollywood. Y… como yo quería hacer películas con sus guiones y distribuirlos con una gran compañía cinematográfica… no hubo más remedio que poner mi nombre en sus guiones… con el consentimiento de David, por supuesto.
– De modo que además de Nosotros, los veteranos -dijo Matt Lauder-, que va a rodarse el mes próximo con Peter Fonda, Dennis Hopper y Jack Nicholson, ¿también piensa rodar tres guiones más de David Armitage?
Fleck parecía deseoso de esconderse debajo de la silla. Pero dijo:
– Ése es el plan, Matt.
Yo intervine rápidamente.
– Sabe, Matt, sé que a Philip le va dar mucha vergüenza lo que voy a decir ahora, porque él es el tipo de persona que no desea que se haga publicidad de su generosidad, pero cuando yo estaba en el paro, no sólo me compró estos cuatro guiones, sino que insistió en pagarme dos millones y medio por cada guión.
Hasta Matt Lauder se quedó aturdido con aquella suma de dinero.
– ¿Es cierto eso, señor Fleck?
Él apretó los labios, como si estuviera a punto de contradecir mi afirmación. Pero, finalmente, asintió lentamente con la cabeza.
– A eso lo llamo yo un gesto de fe profesional -dijo Matt Lauder.
– Ya lo creo -dije, todo sonrisas-. Y lo mejor de este asunto fue que Philip insistió en que los diez millones por los cuatro guiones se me pagaran sin condiciones, que en el lenguaje legal significa que, tanto si se realizan las películas como si no, yo cobraré los diez millones. No dejo de decirle que está siendo demasiado generoso. Pero estaba tan decidido a ayudarme, o, más exactamente, a creer en mí, que tuve que aceptar. Está claro que no le costó mucho convencerme.
El último comentario mereció una carcajada de Matt Lauder. Después se volvió a mirar a Fleck y dijo:
– Usted parece ser el sueño de un escritor hecho realidad, señor Fleck.
Fleck me miró fijamente.
– David se merece cada centavo.
Le sostuve la mirada.
– Gracias, Philip.
Treinta segundos después, se acabó la entrevista. Fleck salió inmediatamente del plató. Estreché la mano de Matt Lauder y alguien me acompañó a la sala de maquillaje. Había dejado el móvil en uno de los tocadores, y empezó a sonar en el momento en que iba a recogerlo.
– Eres un loco hijo de puta -dijo Alison, exultante-. Nunca había visto un timo tan bien montado.
– Me alegra que haya sido de tu agrado.
– ¿De mi agrado? Me acabas de hacer ganar un millón y medio de dólares. Por supuesto que es de mi agrado. Felicidades.
– Felicidades a ti también. Te mereces tu quince por ciento.
Alison se rió con su risa ronca.
– Mueve el culo y ven aquí inmediatamente. Después de esto, el teléfono va a quemar, y tú vas a ser el más solicitado.
– Por mí, encantado, pero no puedo hacer nada hasta dentro de quince días.
– ¿Y eso por qué?
– Tengo que cumplir los quince días de aviso en la librería.
– David, deja de hablar como un tonto.
– Lo he prometido…
De repente, se abrió la puerta y entró Philip Fleck.
– Tengo que irme, Alison -dije-. Ya hablaremos. -Y colgué.
Fleck se sentó en la silla contigua a la mía. Una maquilladora se acercó a él, con un tarro de crema a punto, pero Fleck la detuvo diciéndole:
– ¿Podría dejarnos solos un momento, por favor?
Ella salió de la habitación, y cerró la puerta. Estábamos solos. Fleck no dijo nada durante un rato y luego:
– Nunca rodaré ninguno de esos guiones tuyos, nunca.
– Está en su derecho.
– También anularé la filmación de Nosotros, los veteranos.
– También está en su derecho…, aunque eso puede cabrear al señor Fonda, al señor Hopper y al señor Nicholson.
– En cuanto cobren su dinero, cerrarán la boca. Esto es el cine, después de todo. A nadie le importa nada mientras se cumpla el contrato y el cheque se ingrese en el banco. No temas, cobrarás tus diez millones. Es un contrato sin condiciones, al fin y al cabo. Y para mí, diez millones no son nada.
– No me importa si me paga o no.
– Sí te importa. Te importa mucho. Gracias a ese contrato de diez millones, recuperas tu posición de chico de oro de Hollywood. O sea que debes estarme agradecido. De todos modos has hecho maravillas con mi imagen: me has hecho quedar como un gran filántropo, por no hablar del mejor amigo de los escritores. En otras palabras, ésta ha sido una experiencia beneficiosa para los dos, ¿no te parece?
– Realmente necesita controlarlo todo, ¿no?
– Ahora no te sigo…
– Sí, sí me sigue. Fue usted quien decidió destrozar mi vida, privarme…
Me interrumpió.
– ¿Que yo qué? -exclamó.
– Usted organizó mi ruina…
– ¿En serio? -dijo, como si le divirtiera-. ¿De verdad lo crees?
– Lo sé.
– Qué halagador. Pero deja que te pregunte, David: ¿te pedí yo que dejaras a tu esposa y a tu hija? ¿Te obligué yo a venir a la isla? ¿Te puse una pistola en la cabeza para que me vendieras tu guión, aunque no soportabas lo que yo quería hacer con él? Y, cuando ese detestable MacAnna te acusó de haber tomado involuntariamente un par de líneas de una vieja obra, ¿te dije yo que fueras a romperle la cara?
– Ésa no es la cuestión: usted puso en marcha esa maquinación contra mí…
– No, David, lo hiciste tú solo. Te largaste con la señorita Birmingham. Aceptaste mi hospitalidad. Estabas dispuesto a embolsarte el millón cuatrocientos mil dólares que te ofrecí por la película. Te liaste a puñetazos con ese repugnante periodista. Y, por supuesto, te enamoraste de mi esposa. Yo no tuve nada que ver en eso, David. Esas decisiones las tomaste tú solo.
– Pero usted me ha tratado como a un peón en un juego enfermizo de…
– No he jugado a nada contigo, David. Simplemente has sido víctima de tus decisiones. La vida es así, ya lo sabes. Elegimos, y nuestras circunstancias cambian por esas decisiones. Se le llama causa-efecto. Y cuando suceden cosas desagradables después de las malas decisiones que quizás hemos tomado, nos gusta culpar a las fuerzas exteriores, y a las acciones malvadas de los demás, aunque, en última instancia, no podamos culpar a nadie más que a nosotros mismos.
– Admiro su amoralidad, señor Fleck. Es pasmosa.
– Como yo admiro tu rechazo a reconocer la situación.
– ¿Qué es cuál?
– Tú mismo te lo buscaste. Te metiste en la…
– ¿La trampa que me había preparado?
– No, David…, la trampa te la preparaste tú. Lo que, evidentemente, te vuelve más humano. Porque siempre nos estamos tendiendo trampas. Creo que se le llama dudas. Y de lo que más dudamos en la vida es de la persona que somos.
– ¿Qué sabrá usted de las dudas?
– Oh, te sorprendería. El dinero no pone fin a las dudas. De hecho, las intensifica.
Se levantó.
– Ahora debo…
Le interrumpí.
– Quiero a su esposa.
– Felicidades. Yo también la quiero.
Se volvió y fue hacia la puerta. Mientras la abría, se volvió a mirarme y dijo:
– Nos veremos en el cine, David.
Y se marchó.
Aquella tarde, de camino al aeropuerto Kennedy, dejé dos mensajes en el contestador de Martha, suplicándole que me llamara. Cuando llegué a Los Ángeles siete horas después, había una docena de mensajes de ex colegas y amigos, felicitándome por mi aparición en televisión. Pero el único mensaje que esperaba -el suyo- no estaba.
Cogí mi coche y puse rumbo a la costa. Me eché en la cama, abrí Los Angeles Times y encontré un largo artículo en su sección de «Arte», titulado: «Theo MacAnna y el arte del periodismo vengativo». La historia estaba muy bien construida, muy bien contrastada, y esencialmente era una exposición completa de los métodos estalinistas de MacAnna; sus devaneos con la aniquilación de personajes; su necesidad de destruir carreras. También incluía algunos detalles personales interesantes: como que iba por ahí diciendo a todo el mundo que estaba licenciado en el Trinity College de Dublin, cuando apenas había terminado el instituto. O que había abandonado a dos mujeres, una en Bristol y otra en Glasgow (donde colaboraba en periódicos locales antes de emigrar a Estados Unidos) después de dejarlas embarazadas a las dos, y que se había negado a pagar la pensión de sus hijos. Volvía a salir todo el asunto de cómo le habían despedido de su trabajo como guionista en la NBC, así como un hecho poco conocido: un año más o menos antes de que Te vendo llegara a la pantalla, había presentado una idea (que no llegó a ninguna parte) para una serie ambientada en una agencia de publicidad. La conclusión: no era de extrañar que tuviera un agravio contra David Armitage y el éxito abrumador de su programa.
Un día después de que apareciera ese artículo, Theo MacAnna desapareció de escena. Hollywood Legit anunció que su columna ya no aparecería más, y aunque alguno de sus colegas periodistas intentó localizarle (para que respondiera al artículo de Los Angeles Times), no hubo forma de encontrarle.
– Se rumorea que ha vuelto a Inglaterra. O eso es lo que dice mi investigador. ¿Sabes qué más me ha dicho? Según los estados de cuentas de MacAnna, recibió un millón la semana pasada de Lubitsch Holdings. Y ya puedes imaginarte la clase de trato que Fleck le ha propuesto: tú te la cargas, tú te quedas sin reputación, tú te largas de la ciudad a toda prisa y no vuelves nunca más, tú cobras un millón de dólares.
– ¿Cómo lo hace tu pies planos para saber esas cosas?
– No se lo pregunto. Y ya no trabaja para mí. Desde hoy, está fuera del caso. Porque el caso está cerrado. Ah, por cierto, el contrato por tus cuatro guiones de Fleck Films ha llegado hoy. Diez millones. Contantes y sonantes.
– Aunque no piensa rodar ninguno de ellos.
– A excepción de Nosotros, los veteranos.
– A mí me dijo que la anularía.
– Sí, pero eso lo dijo después de que le tendieras la trampa en Today. Creo que su esposa le ha convencido de lo contrario.
– ¿Qué quieres decir?
– Hay un artículo en la página tres del Daily Variety de hoy, que anuncia que Nosotros, los veteranos empezará a rodarse dentro de seis semanas, y que la esposa de Fleck, Martha, será la productora de la película. Por lo que parece, Martha es una admiradora tuya.
– No tenía ni idea.
– Bueno, ¿qué más da si le gustas o no a la señora? Van a hacer tu película. Es una buena noticia.
Las buenas noticias no paraban de llegar. Una semana después, recibí una llamada de Brad Bruce.
– Espero que todavía estés dispuesto a hablar conmigo -dijo.
– No te culpo de nada, Brad.
– Eres más generoso de lo que sería yo dadas las circunstancias. Pero gracias. ¿Cómo va todo, David?
– En comparación con los últimos seis meses, bastante mejor.
– ¿Sigues en esa casita de la costa donde me dijo Alison que vivías?
– Si. Trabajando los últimos quince días en la librería del pueblo.
– ¿Has estado trabajando en una librería?
– Tenía que comer.
– Lo entiendo. Pero ahora que has sacado diez millones con ese trato con Phil Fleck…
– Sigo trabajando en la librería cinco días más.
– Bien, bien. Admirable en realidad, pero vas a volver a Los Ángeles, ¿verdad?
– Es donde está el dinero, ¿no?
Se echó a reír.
– Me alegro de ver que todavía te quedan respuestas ingeniosas y rápidas.
– ¿Cómo va la nueva temporada de la serie?
– Bueno…, te llamaba precisamente por eso. Cuando te marchaste, pusimos a Dick LaTouche a cargo de la edición general del guión. Y tenemos seis de los episodios de la nueva temporada. Pero si te soy sincero, los jefazos no están nada contentos. Les falta agudeza, brío, la ironía que le dabas tú a la serie.
No dije nada.
– O sea que queríamos saber si…
Una semana después, firmé un contrato con la FRT, para volver a trabajar en Te vendo. Escribiría cuatro de los últimos ocho episodios. Volvería a encargarme de la supervisión general del guión (y acepté que mi primera tarea sería mejorar los primeros seis episodios de la nueva temporada). La deuda que presuntamente les debía por el episodio discutido de la temporada anterior se anuló inmediatamente. Se me devolvió mi bonificación por «Creado por…», además de mi despacho, mi plaza de aparcamiento, mi seguro médico y -por encima de todo- mi credibilidad. Porque en cuanto se anunció en el sector el contrato con la FRT -por más de un millón trescientos mil dólares-, todos querían volver a ser amigos míos. La Warner llamó a Alison pare decirle que pensaban volver a poner en marcha Romper y entrar (y, naturalmente, aquella tontería del primer pago de los honorarios por el primer borrador…, dile al señor Armitage que se quede el cambio). Me llamaron viejos conocidos del trabajo. Un par de colegas me invitaron a almorzar. Y no, no pensé para mis adentros: «Sí, claro, pero ¿dónde estaban cuando les necesitaba?». Porque no es así cómo funciona este negocio. Estás arriba, estás abajo. Estás o no estás. Estás de moda o no lo estás. En ese sentido, Hollywood era una construcción darwiniana pura. A diferencia de otras ciudades -que disimulaban la misma vena despiadada bajo una elaborada capa de abogados, cortesía y afectación intelectual- allí se funcionaba con una premisa sencilla: «Me interesas mientras puedas hacer algo por mí». Para mucha gente, aquélla era la superficialidad de Los Ángeles. Pero yo admiraba el despiadado pragmatismo de su forma de ver el mundo. Sabías con quién estabas jugando. Conocías las reglas del juego.
La misma semana que firmé el contrato de la FRT, me mudé a la ciudad. Aunque podría haberme puesto a buscar casa con facilidad, una nueva y elemental precaución me frenó. Nada de decisiones rápidas. Nada de quedarme la primera cosa maravillosa que me ofrecieran. Nada de creer en la ardiente incandescencia del éxito. Así que, en lugar de un gran loft minimalista o una mansión de Brentwood de súper nuevo rico, alquilé una casa moderna y agradable en una urbanización moderna y agradable de Santa Mónica. Tres mil dólares al mes. Dos dormitorios. Bonita y luminosa. Perfectamente asequible para mí. Sensata.
Y cuando tuve que elegir el indispensable símbolo totémico de Los Ángeles, es decir, el coche, decidí quedarme con mi desvencijado Volkswagen Golf. El primer día que me presenté en la FRT a trabajar, llegué justo detrás del Mercedes descapotable de Brad Bruce. Miró muy divertido.
– A ver si lo adivino -dijo-. Has vuelto a la universidad y tienes la guantera llena de cintas de Crosby, Stills y Nash.
– Me ha servido muy bien en Meredith. Así que creo que puede servirme también aquí.
Brad Bruce sonrió con complicidad, como si dijera: «Vale, si quieres juega a hacerte el pobre un poco más, pero verás lo pronto que te pones al día. Porque eso es lo que se espera de ti».
Yo sabía que tenía razón. Algún día me desharía de mi cafetera. Pero sólo cuando no arrancara por las mañanas.
– ¿Preparado para el gran regreso? -preguntó Brad.
– Sí, claro -dije.
Cuando entré en la oficina de producción de Te vendo, todo el personal se puso de pie y aplaudió. Tragué saliva y sentí que me escocían los ojos. Cuando la ovación se acalló, hice lo que se esperaba de mí: una bromita.
– Deberían despedirme más a menudo. Gracias por tan extraordinario recibimiento. Ninguno de vosotros está a la altura de esta industria, sois demasiado buenas personas.
Después me refugié en mi despacho. Mi mesa seguía allí. Como mi silla Herman Miller. La ajusté a mi altura y me senté. Me recosté en el respaldo y pensé: «Éste sí es un sitio que no esperaba volver a ver».
Al poco rato, Jennifer, mi antigua ayudante, llamó a la puerta.
– Ah, hola -dije amablemente, pero de una forma que dejaba claro que no había olvidado cómo me había tratado el día que me habían despedido.
– ¿Puedo pasar? -preguntó, hecha un manojo de nervios.
– Trabajas aquí. Por supuesto que puedes.
– David… Señor Armitage…
– David está bien. Me alegro de ver que no te despidieron, después de todo.
– Tuve un golpe de suerte a última hora, cuando otra ayudante decidió marcharse. Oye, David, ¿me perdonarás algún día por cómo…?
– Entonces era entonces y ahora es ahora. Me gustaría un café doble, por favor.
– En seguida -dijo, manifiestamente aliviada-. Y también te traeré la lista de llamadas de inmediato.
Como siempre. En la lista sobresalían dos nombres: Sally Birmingham y Bobby Barra. Sally me había llamado una vez la semana anterior. Bobby, por su parte, había llamado dos veces al día durante los últimos cuatro. Según Jennifer, había suplicado que le dieran el teléfono de mi casa. Y cada vez dejaba el mismo mensaje: «Dígale que tengo buenas noticias».
Cuando me lo dijo, supe que la mano de Fleck estaría detrás de cualquier buena noticia que Bobby tuviera que darme.
Aun así estuve una semana sin responder a sus llamadas, sólo para dejar claro que no pensaba dejarme ablandar tan fácilmente.
Finalmente capitulé.
– De acuerdo -le dije a Jennifer cuando me dijo que Bobby estaba en la línea uno por tercera vez aquel día-: Pásamelo.
En cuanto dije «hola», Bobby se lanzó a hablar como una tromba.
– Tú sí sabes hacer sufrir a un tío -comentó.
– Eso está bien, viniendo de ti.
– Eh, fuiste tú el que se puso como un loco…
– Y tú me dijiste que no volverías a hacer negocios conmigo. ¿Por qué no nos mandamos el uno al otro a paseo y lo dejamos así?
– Uau, míralo cómo se pone. Ya vuelve a estar arriba y vuelve a tratar a las personas ordinarias como mierda.
– No te estoy tratando como una mierda, Bobby. Aunque seas un mierda asqueroso y falso.
– Y yo que llamaba para darte una estupenda noticia.
– Adelante -dije, con aburrimiento.
– ¿Recuerdas aquellos diez mil que me dejaste en la cuenta?
– Yo no dejé nada en la cuenta, Bobby. Cuando cerré la cuenta…
– Olvidaste unos diez mil dólares.
– Qué tontería.
– David, voy a repetírtelo: «Olvidaste unos diez mil dólares». ¿Te queda claro?
– Ya. ¿Y se puede saber adónde han ido a parar esos «olvidados» diez mil dólares?
– Te compré una pequeña pero significativa participación en una punto.com venezolana y, mira por dónde, las acciones subieron cincuenta puntos y…
– ¿Por qué me cuentas esta historia absurda?
– No es absurda. Ahora tienes quinientos mil dólares otra vez en la cuenta con Barra y Asociados. Precisamente hoy iba a mandarte un estado de cuentas y otro a tu contable.
– ¿Piensas de verdad que me lo voy a tragar?
– El dinero está ahí, joder, David. A tu nombre.
– Eso me lo creo. Pero ¿ese rollo de la OPI venezolana? ¿No podrías inventarte algo mejor?
Un silencio. Después me preguntó:
– ¿Es importante saber por qué camino ha llegado el dinero a tu cuenta?
– Sólo quiero que admitas…
– ¿Qué?
– Que te pidió que me la jugaras.
– ¿Quién?
– Sabes perfectamente de quién hablo.
– Yo no hablo de otros clientes.
– No es cliente tuyo. Es el puto Dios…
– Y a veces Dios es bueno. O sea que deja ya de hacerte el santurrón, sobre todo cuando Dios te acaba de pagar diez millones por cuatro viejos guiones que se estaban infectando de pie de atleta en tu cajón de los calcetines. Y, ya puestos, felicítame por haberte hecho ganar doscientos cincuenta mil dólares respecto a lo que tenías cuando te hundiste.
Suspiré y dije:
– No sé qué decir. Eres un genio, Bobby.
– Me lo tomaré como un cumplido. A ver, ¿qué quieres que haga con la pasta?
– Interpreto: ¿cómo quiero que lo inviertas para mí?
– A eso me refería.
– ¿Qué te hace pensar que sigo queriéndote como agente de bolsa?
– Porque sabes que siempre te he hecho ganar dinero.
Lo medité un momento.
– Descontando la comisión de Alison y Hacienda, todavía me quedarán unos cinco millones del pago de Fleck.
– He hecho mis cálculos, sí.
– ¿Qué te parece si te digo que quiero poner esos cinco millones, junto con el medio millón que tú me has hecho ganar, en un fondo de inversión?
– Sí, gestionamos fondos de inversión. No son la más sexy de las inversiones…
– Pero los fondos no pueden convertirse en una OPI indonesia, así como así, ¿verdad?
Esa vez fue él el que suspiró ruidosamente. Sin embargo, no hizo ninguna observación y dijo:
– Si quieres inversiones seguras, acorazadas…, es lo más fácil del mundo.
– Es exactamente lo que quiero: ultraseguras. Sólidas como una roca. Y que estén a nombre de Caitlin Armitage.
– Muy bonito -dijo Bobby-. Me parece bien.
– Qué bien, me alegro. Y ya puesto, dale las gracias a Fleck de mi parte.
– No te he oído.
– ¿Ahora te estás volviendo sordo?
– ¿No lo habías notado? Estamos en plena decadencia. Creo que se le llama vida. Por eso, amigo mío, es mejor mantener una actitud irónica en todo momento, sobre todo en los malos tiempos.
– Eres un filósofo de pena. Cuánto te he echado de menos, Bobby.
– Lo mismo digo, David…, no te imaginas. ¿Almorzamos la semana que viene?
– Supongo que no hay forma de evitarlo.
Pero sí seguí evitando las llamadas de Sally. No es que fuera tan insistente como Bobby, pero su nombre siguió apareciendo en mi lista de llamadas una vez a la semana durante las tres primeras que estuve trabajando. Un día me llegó una carta con el membrete de la Fox:
Querido David:
Sólo quería decirte lo contenta que estoy de ver que has vuelto a trabajar después de aquella horrible campaña difamatoria de Theo MacAnna. Eres uno de los mayores talentos de esta industria y lo que te ha sucedido ha sido sencillamente espantoso. De parte de toda la Fox Television, felicidades por haber superado la peor de las adversidades posibles y haber triunfado de nuevo. A veces los buenos ganan.
También quería informarte de que la Fox Television estaría extremadamente interesada en realizar aquella idea de la serie de comedia, Hablar claro, de la que hablamos hace tanto tiempo. Si te lo permite tu calendario, sería agradable que almorzáramos para vernos y hablar.
A la espera de tus noticias, con afecto:
Sally
P. D.: Estuviste estupendo en Today.
No sabía si aquélla era la forma de Sally de disculparse, o si era una insinuación cuidadosamente disimulada de que (ahora que era de nuevo apetecible) quería «hablar», o si sólo cumplía su papel de astuta ejecutiva que iba tras el creativo de moda. No me interesaba descubrirlo, así que me senté y, con papel de la FRT, escribí la siguiente respuesta profesional:
Querida Sally:
Muchas gracias por tu carta. El apremiante trabajo para la nueva temporada de Te vendo no me permitirá estar libre para almorzar, y mis compromisos como guionista son tales que no me permiten iniciar ningún trabajo nuevo contigo en un futuro próximo.
Atentamente.
Y firmé con nombre y apellido.
Aquella misma semana recibí la última buena noticia: la mejor noticia imaginable. Me la dio Walter Dickerson, quien tras meses de negociaciones con la otra parte, finalmente consiguió lo que tanto deseaba.
– Muy bien -dijo, cuando me llamó al despacho-. Ya está, ya puede volver a verla.
– ¿Lucy se ha calmado?
– Sí, finalmente ha decidido que Caitlin necesitaba ver a su padre, tal como le dije que pasaría. Sólo lamento que haya tardado tanto. Pero la buena noticia es que no sólo puede volver a verla regularmente, sino que no ha pedido que sean visitas supervisadas, que es lo que suele pedirse en situaciones en las que se han suspendido las visitas una temporada.
– ¿Su abogado ha dado alguna explicación de por qué había cambiado de idea Lucy?
– Digámoslo así: estoy seguro de que Caitlin ha influido bastante en que su madre cambiara de opinión. Y, si le he de ser sincero, la noticia de su regreso al trabajo no le ha hecho ningún daño.
Pero había otra razón, y la descubrí cuando fui a pasar mi primer fin de semana con mi hija, después de ocho meses.
Alquilé un coche en el aeropuerto para ir a casa de Lucy en Sausalito. Llamé al timbre. En un instante, se abrió la puerta y Caitlin se lanzó a mis brazos. La abracé durante largo rato. Después ella me dio un codazo y dijo:
– ¿Me has traído un regalo?
Me reí, tanto por la genial impertinencia del comentario como por su extraordinaria resistencia. Habían pasado ocho meses aterradores, y seguíamos allí: padre e hija. Para ella, no había cambiado nada.
– El regalo está en el coche. Te lo daré luego.
– ¿En el hotel?
– Sí, en el hotel.
– ¿El mismo hotel donde estuvimos aquella vez, en el cielo?
– No, ese hotel no, Caitlin.
– ¿Ya no le gustas a tu amigo?
La miré, aturdido. Se acordaba de todo. De todos los detalles de todos los fines de semana que habíamos pasado juntos.
– Es una historia muy larga, Caitlin.
– ¿Me la contarás?
Pero antes de que encontrara una forma de contestar esa pregunta, oí la voz de Lucy.
– Hola, David.
Me incorporé, todavía con la mano de Caitlin en la mía.
– Hola.
Un silencio incómodo. ¿Cómo puedes intercambiar cortesías después de tanta hostilidad, de todas aquellas horribles estupideces legales, de todo aquel daño inútil?
Pero decidí hacer un esfuerzo y dije:
– Estás guapa.
– Tú también.
Otro silencio incómodo.
Un hombre salió de detrás de la casa y se acercó al umbral donde estaba Lucy. Era alto, larguirucho, de cuarenta y pocos años, vestido de forma conservadora con el uniforme estándar de fin de semana de los chicos bien de clase media: camisa azul, jersey de lana marrón, pantalones de algodón, botas de piel. Rodeó a Lucy con un brazo y yo intenté no pestañear.
– David, te presento a mi amigo Peter Harrington.
– Me alegro de conocerte por fin, David -dijo él, ofreciéndome su mano.
La estreché pensando: «Al menos no ha dicho “he oído hablar mucho de ti”».
– Encantado -dije.
– ¿Podemos irnos, papá? -suplicó Caitlin.
– Por mí sí. -Volví a mirar a Lucy-. El domingo a las seis.
Ella asintió con la cabeza y mi hija y yo nos marchamos. De camino a San Francisco, Caitlin dijo:
– Mamá va a casarse con Peter.
– Ah -dije-. ¿Y a ti qué te parece?
– Quiero ser dama de honor.
– Seguro que te dejarán. ¿Sabes a qué se dedica Peter?
– Dirige una iglesia.
– ¿De verdad? -exclamé, ligeramente alarmado-. ¿Qué clase de iglesia?
– Una iglesia bonita.
– ¿Te acuerdas de cómo se llama?
– Uni… uni…
– Unitaria, ¿puede ser?
– Eso es, unitaria. Es muy raro.
Bueno, al menos era una de las religiones civilizadas.
– Peter es muy simpático -añadió Caitlin.
– Me alegro.
– Y le dijo a mamá que debía permitir que me vieras otra vez.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque yo estaba en la otra habitación, jugando, cuando él lo dijo. ¿Mamá no te dejaba venir a visitarme?
Miré hacia las luces de la bahía.
– No -dije.
– ¿De verdad?
Caitlin, no necesitas saber la verdad.
– Sí, mi vida, es verdad. He estado fuera, trabajando.
– Pero nunca volverás a estar fuera tanto tiempo, ¿verdad?
– Nunca.
Me alargó una mano.
– ¿Hecho? -preguntó.
Sonreí.
– ¿Desde cuándo trabajas en Hollywood?
Ignoró mi bromita y estiró un poco más la mano.
– ¿Hecho, papá?
Cogí su mano y la estreché.
– Hecho.
El fin de semana pasó en una bruma deliciosa. Y a las seis del domingo estábamos de vuelta en casa de Lucy. Cuando abrió la puerta, Caitlin corrió a abrazar a su madre, después se volvió y me dio un gran beso húmedo en la mejilla y dijo:
– Nos vemos dentro de quince días, papá.
Entró como una tromba, abrazando las muñecas Barbie y otros objetos inútiles de plástico que le había comprado durante el fin de semana. De repente, Lucy y yo nos encontramos solos en el umbral, mirándonos en medio de otro silencio incómodo.
– ¿Lo habéis pasado bien? -me preguntó Lucy.
– De maravilla.
– Me alegro.
Silencio.
– Bueno… -dije, retrocediendo.
– Vale -dijo Lucy-. Adiós.
– Hasta dentro de quince días.
– De acuerdo.
Asentí con la cabeza y me volví para marcharme.
– David -dijo.
Eso me detuvo.
– ¿Sí?
– Quería decirte… que me alegro de que todo se haya arreglado para ti, profesionalmente quiero decir.
– Gracias.
– Debe de haber sido espantoso.
– Lo ha sido.
Silencio. Después ella dijo:
– También quiero que sepas algo. Mi abogado me dijo que, cuando todo te salía mal, también perdiste todo tu dinero…
– Es verdad. He estado arruinado una temporada.
– Aun así me pagaste la pensión todos los meses.
– Era mi obligación.
– Pero estabas arruinado.
– Era mi obligación.
Silencio.
– Me conmovió, David. Mucho.
– Gracias -contesté.
De nuevo quedamos en un silencio angustioso. De modo que me despedí, volví al coche y fui al aeropuerto, donde cogí un vuelo de vuelta a Los Angeles. Por la mañana me levanté, fui a trabajar, tomé muchas «decisiones creativas», contesté muchas llamadas de teléfono, almorcé con Brad, encontré tres horas por la tarde para mirar ese vacío llamado pantalla del ordenador, manipulé a mis personajes para darles una apariencia de vida, acabé trabajando hasta las ocho, cerré la oficina yo mismo, compré un poco de sushi de camino a casa, me comí el sushi, bebí una cerveza mientras veía la última parte de un partido de los Lakers, me metí en la cama con una novela de Walter Mosley y dormí razonablemente bien durante siete horas. Me levanté y empecé de nuevo desde el principio.
Y en algún punto de esa rutina, se abrió camino una reflexión: todo lo que querías recuperar lo has recuperado. Pero con ese pensamiento, me vino otro: ahora estás solo.
Tenía el placer intelectual del trabajo, claro. Y tenía los dos fines de semana al mes que podía visitar a mi hija. Pero aparte de eso…
¿Qué? No tenía una familia que me esperara en casa cada noche. Otro hombre haría el papel cotidiano de padre para mi hija. Y aunque hubiera recuperado mi posición profesional, ya sabía que el éxito sólo te llevaba hasta el siguiente éxito, que, a su vez, sólo te llevaba…
¿Adónde exactamente? ¿Cuál era el destino definitivo? De todo, aquello era lo más desconcertante. Podemos pasar años esforzándonos por llegar a alguna parte, pero cuando finalmente llegamos, cuando todo nos viene de cara y tenemos todo lo que habíamos deseado, nos encontramos de repente ante una verdad singular: ¿hemos llegado realmente a alguna parte? ¿O estamos solamente en una estación intermedia, todavía en tránsito hacia un destino ilusorio? ¿Un lugar que desaparece de nuestra vista en cuanto ya no se nos considera tocados por el éxito?
¿Cómo podemos llegar a un final de trayecto que no existe?
Si había algo que había aprendido sobre ese camino esquivo, era esto: lo que todos buscamos es una especie de desesperada autoconfirmación. Pero eso sólo podemos encontrarlo a través de los que han sido suficientemente tontos para amarnos… a los que nosotros hemos amado.
Como Martha.
El primer mes, le dejé un mensaje en el contestador día sí día no. Al fin capté el mensaje y dejé de intentar ponerme en contacto con ella. A pesar de que ocupaba mis pensamientos constantemente, como un dolor de cabeza sordo pero persistente, que se negara a marcharse.
Hasta que un viernes, unos dos meses después de nuestro último encuentro, me llegó un paquetito por correo. Cuando lo abrí, encontré un objeto rectangular envuelto en papel de regalo. También contenía un sobre tamaño carta. Lo abrí y leí:
Queridísimo David:
Es evidente que debería haber respondido a tus llamadas y a tus mensajes. Pero… estoy en Chicago, con Philip. Estoy con él porque, en primer lugar, hizo lo que le había pedido, y por lo que he leído en la prensa, tu carrera parece volver a estar encarrilada. Y estoy aquí porque, como supongo que sabes, estoy produciendo la película que escribiste.
Pero también estoy aquí, sencillamente, porque él me suplicó que me quedara. Tengo claro que parece ridículo: Philip Fleck, el señor de los veinte mil millones de dólares, suplicando algo a alguien. Pero es verdad. Me rogó que le diera otra oportunidad. Me dijo que no podía soportar la idea de perderme a mí y perder a su hijo. Y pronunció la famosa promesa: «Cambiaré».
¿Por qué lo ha hecho? No estoy segura. ¿Ha cambiado? Bueno, al menos volvemos a hablar y dormimos juntos…, lo que ya es una mejora. Y parece discretamente emocionado con la idea de su futura paternidad, aunque por supuesto lo que le preocupa más en este momento es la película. En fin, por ahora, estamos en una situación bastante satisfactoria. No puedo prever si esto durará o si volverá a su estado de introversión y yo me hartaré hasta un punto sin retorno.
Lo que sí sé es que: te has instalado en mi cabeza y no te vas. Lo cual es maravilloso y triste, pero es así. Pero claro, yo soy una romántica incurable casada con un hombre inmune al romanticismo. Sin embargo, ¿y si me hubiese marchado contigo? ¿Una romántica incurable junto a un romántico aún mas incurable? No habría dado resultado. Sobre todo porque los románticos incurables siempre aspiran a lo que no tienen. Pero en cuanto lo tienen…
Tal vez sea por eso por lo que no he podido llamarte, por lo que no he podido contestar a tus cartas. Porque habría sido de un dramatismo brutal. Pero cuando el dramatismo se hubiera esfumado… ¿entonces, qué? Nos habríamos mirado (como me dijiste que mirabas a veces a Sally) y habríamos pensado: ¿para qué? O podríamos haber vivido felices para siempre. Es el azar, y a nosotros nos atrae muchísimo, porque necesitamos el frenesí, el dramatismo, la sensación de peligro. Tanto como tememos el frenesí, el dramatismo, la sensación de peligro. Creo que se le llama no saber lo que quieres.
Una parte de mí te quiere, y otra parte de mí te teme. Y mientras tanto, he tomado una decisión: me quedo con el señor Fleck, y espero que todo salga bien, porque ahora mi vientre es bastante prominente, y no quiero estar sola cuando él o ella llegue, y porque quizá quise o todavía quiero a su muy extraño padre, y desearía que este niño fuera tuyo, pero no lo es, y la vida tiene mucho que ver con el momento y el nuestro no era el correcto, y…
Bueno, ya habrás entendido mis divagaciones.
Sobre este tema hay unos versos de nuestra poeta favorita, aunque en un estilo más conciso que el mío:
Es la Hora de Plomo
que se recuerda si se sobrevive.
como los que se hielan se acuerdan de la nieve
Primero… Frío… luego Estupor… luego abandonarse.
Espero que te abandones, David.
Y en cuanto termines de leer esta carta, por favor, no le des más vueltas, no te imagines lo que podría haber sido. Vuelve a trabajar.
Con cariño.
Martha
No seguí en seguida sus instrucciones, porque primero abrí el regalo, y me encontré con una primera edición, de 1891, de los Poemas de Emily Dickinson, editados por Robert Brothers, en Boston. Sostuve el libro en la mano, maravillado por su compacta elegancia, su peso venerable, su aura de permanencia, aunque, como todo, algún día también se convertiría en polvo. Después levanté la cabeza y me vi reflejado en la pantalla negra de mi portátil: un hombre de mediana edad que, a diferencia del libro que tenía en la mano, no existiría al cabo de ciento once años.
Algo más se me pasó por la cabeza: una petición que me había hecho Caitlin cuando nos habíamos visto la semana anterior. Mientras la acostaba en la habitación del hotel, me pidió que le contara un cuento. Concretamente, el de los tres cerditos. Pero con una condición:
– Papá, ¿puedes contar el cuento sin el lobo malo? -preguntó.
Durante un momento me pregunté cómo hacerlo para que funcionara.
– Veamos… Había una casa de paja, una casa de madera y una casa de ladrillo. ¿Qué sucede después? ¿Forman una comunidad de vecinos? Lo siento, mi vida, pero el cuento no tiene sentido sin el lobo malo.
¿Por qué no tiene sentido? Porque todos los cuentos tienen que ver con una crisis: la vuestra, la mía, la del tipo sentado enfrente en el tren mientras estás leyendo esto. Todo es narrativa, al fin y al cabo. Y toda la narrativa, todos los géneros literarios, comportan una realidad fundamental: necesitamos las crisis. La angustia, la añoranza, la sensación de lo posible, el miedo al fracaso, el deseo de la vida que imaginamos querer, la desesperación por la vida que tenemos.
Las crisis, en cierto modo, nos hacen pensar que somos importantes, que las cosas no son puramente temporales, que podemos llegar a trascender la insignificancia. Más aún, las crisis nos hacen ver que, nos guste o no, siempre estamos a la sombra del lobo malo. El peligro que acecha detrás de cualquier cosa, el peligro que nos creamos nosotros mismos.
Pero, en última instancia, ¿quién es el cerebro de nuestras crisis? ¿De quién es la mano que las controla? Para unos, de Dios. Para otros, del Estado. O puede ser de la persona a quien deseamos culpar de todas nuestras desventuras: el marido, la madre, el jefe. O quizá, sólo quizás, uno mismo.
Eso es lo que todavía no he entendido de lo que me ha pasado últimamente. Había un malo en la historia, sí, alguien que me tendió una trampa, que me aplastó, y después volvió a ponerme en pie. Y yo sabía quién era ese hombre. Pero…, y éste es un gran «pero»…, ¿podría ser que él fuera yo?
Fijé de nuevo la mirada en la pantalla negra. El perfil de mi cara estaba recortado en una negrura de tinta. Una silueta de fantasma. Una aparición espectral. Y entonces pensé que, desde el momento en que el hombre podía ver su imagen reflejada, le asaltaban las tétricas cavilaciones habituales que se nos insinúan cada día: «¿Qué pinto yo en todo esto? Y ¿tiene esto alguna importancia?».
Ni entonces ni ahora he sabido encontrar respuesta. Excepto quizá la misma que me repito a mí mismo:
Deja de meditar sobre temas imposibles. Olvídate de la futilidad de todo. Y no pienses en lo que podría haber sido: sigue adelante y basta. Porque, ¿qué más puedes hacer? Sólo hay un remedio: volver al trabajo.