– No te preocupes por eso -dijo Alison.
– ¿Cómo quieres que no me preocupe? -exclamé-. Me ha robado el guión. Es lo más irónico del mundo. Lo pierdo todo por apropiarme de un par de líneas… y él señor multimillonario le pone su nombre a un guión de ciento ocho páginas que he escrito yo.
– No se saldrá con la suya.
– Ya lo creo que no -dije.
– Y te diré exactamente por qué no se saldrá con la suya. Porque la registraste en la Asociación de Autores cuando la escribiste en los noventa. Una llamada confirmará que eres el autor legal de Nosotros, los veteranos. Después, otra llamada a mi abogado hará salir una citación como un misil en dirección al señor Fleck. ¿Recuerdas que, hace meses, te ofreció un millón cuatrocientos mil dólares por el guión? Ése es el precio que va a pagarte ahora, si no quiere que su robo salga en todas las primeras páginas desde aquí a Tierra del Fuego.
– Quiero que lo empapeles. El tipo tiene unos bolsillos sin fondo, un millón cuatrocientos es calderilla para él. Además está intentando arruinarme moralmente al intentar estafarme precisamente cuando estoy más indefenso.
Alison soltó una de sus risotadas de fumadora.
– Me alegro de ver que estás en plena forma -dijo.
– ¿De qué hablas?
– Los últimos dos meses te habías vuelto muy zen y centrado en ti mismo. Lo atribuí a tu recreación del Libro de Job y a los efectos del shock. Pero me alegro de que hayas vuelto a ser un tipo duro.
– Bueno, ¿qué esperabas? Esto es mucho más grave que cualquier cosa de las que me han pasado…
– No temas -dijo Alison-. Ese mierda pagará.
No me llamó al día siguiente. Tampoco me llamó al otro. La llamé al tercer día, pero su secretaria me dijo que había salido y que me llamaría sin falta al día siguiente. Pero no me llamó.
Entonces llegó el fin de semana. Creo que le dejé tres mensajes en el contestador de su casa, pero siguió sin llamarme. Llegó el lunes y se acabó el lunes. Finalmente el martes por la mañana me llamó a la casa.
– ¿Qué piensas hacer hoy? -preguntó.
– Gracias por contestar mis llamadas.
– He estado bastante ocupada.
– ¿Tienes noticias?
– Sí -dijo con una voz tensa-. Pero preferiría que lo discutiéramos cara a cara.
– ¿No puedes decirme…?
– ¿Podemos almorzar?
– Claro.
– Entonces quedamos a la una en mi despacho.
Me duché, me vestí y subí al Volkswagen. Me dirigí al sur. Llegué a la ciudad en menos de dos horas. No había estado en Los Ángeles desde hacía casi cuatro meses, y al pasar por Wiltshire, en dirección al despacho de Alison, me sorprendió lo mucho que lo echaba de menos. Aunque el resto del mundo la desprecie por su supuesta superficialidad y su deformidad visual («New Jersey con mejores ropas», como decían mis ingeniosos amigos de Manhattan), a mí me encantaba su alucinante extensión; su mezcla de lo industrial y la opulencia, su envejecido glamour de medio pelo; la sensación de que estabas en un Paraíso de Pacotilla… y al mismo tiempo repleto de posibilidades.
Suzy, la secretaria de Alison, no me reconoció al principio.
– ¿Qué desea? -preguntó, mirándome con desconfianza cuando crucé la puerta. Entonces se le encendió la luz-: Oh, por Dios, David…, hola.
Alison salió del despacho y tuvo un sobresalto cuando me vio. La barba me sobrepasaba la barbilla y llevaba el pelo recogido en una cola. Me dio un beso rápido en la mejilla, me miró atentamente y dijo:
– Si me entero de una competición de dobles de Charles Manson, te apunto. Causarás sensación.
– Yo también me alegro de verte, Alison -dije.
– ¿Qué clase de dieta has seguido? ¿Macroneurótica?
No hice caso del comentario y miré la gruesa carpeta que llevaba bajo el brazo.
– ¿Qué llevas ahí?
– Pruebas.
– ¿De qué?
– Pasa.
Hice lo que me había ordenado, me senté en la silla enfrente de la suya.
– Podemos ir a algún sitio bonito -dijo-. Pero…
– ¿Prefieres que hablemos aquí?
– Exacto.
– ¿Tan malo es?
– Es muy malo. ¿Pedimos algo?
Asentí y Alison cogió el teléfono y le pidió a Suzy que llamara a Barney Greengrass, y encargara una bandeja de su mejor surtido de ahumados, con un bagel y la guarnición habitual de salsas y acompañamientos.
– Y un par de gaseosas de apio, como si estuviéramos en Nueva York -añadió Alison.
Colgó el teléfono.
– Doy por supuesto que no bebes.
– ¿Tan evidente es?
– Irradias buena salud anoréxica.
– ¿Necesito una copa para lo que tienes que decirme?
– Es posible.
– Paso.
– Estoy impresionada.
– Ya está bien de suspense, Alison. Habla. Abrió la carpeta.
– Quiero que recuerdes cuándo escribiste el original de Nosotros, los veteranos. Según mis archivos, fue en el otoño de 1995.
– En noviembre de 1995, para ser exactos.
– ¿Y estás absolutamente seguro de que lo registraste en la Asociación de Autores?
– Por supuesto. Siempre he registrado automáticamente todos mis guiones en la asociación.
– Y siempre te dieron un documento estándar que decía que estaba registrado, ¿no?
– Sí.
– ¿Tienes el documento de Nosotros, los veteranos?
– Lo dudo.
– ¿Estás completamente seguro?
– Bueno, siempre he sido muy expeditivo con los papeles, tiro todo lo que no es esencial.
– ¿Un comprobante de registro en la Asociación de Autores no es importante?
– No, cuando sabes que, al registrar un guión en la asociación, el guión queda registrado. ¿Adónde quieres ir a parar, Alison?
– La Asociación de Autores de Cine y Televisión tiene un guión titulado Nosotros, los veteranos en sus archivos. Pero se registró el mes pasado, con el nombre de su autor, Philip Fleck.
– Pero, un momento, tienen que tener una copia del registro de mi guión en noviembre de 1995…
– No, no la tienen.
– Pero eso no puede ser. Yo lo registré.
– Eh, yo te creo. No sólo eso, he conseguido encontrar el guión original de 1995.
Buscó en la carpeta y sacó una copia del guión, maltrecha y un poco amarillenta. El título de la primera página decía: «Nosotros, los veteranos. Guión de David Armitage. Primer borrador: noviembre de 1995».
– ¡Ésa es la prueba que necesitas! -dije, señalando la fecha de la primera página.
– Pero, David, ¿quién dice que tú no has falsificado el título de la página hace poco? ¿Quién dice que no decidiste robarle el guión a Philip Fleck y pusiste tu propio nombre en la primera página?
– ¿De qué me estás acusando, Alison?
– No me estás escuchando. Sé que escribiste esa película. Sé que no eres un plagiario. Y sé que no estás más desquiciado que cualquier otro de los autores que represento. Pero también sé que la Asociación de Autores no tiene constancia de que tú seas el autor de Nosotros, los veteranos…
– ¿Cómo puedes estar tan segura?
– Porque cuando la semana pasada me comunicaron que el texto sólo estaba registrado a nombre de Philip Fleck, me puse en contacto con mi abogado, quien, a su vez, me puso en contacto con un investigador privado…
– ¿Has contratado a un detective? -pregunté, totalmente asombrado.
– Joder, sí. Estamos hablando de un robo muy serio, que podría valer un millón cuatrocientos mil dólares. Por supuesto que he contratado a un detective. Deberías haberlo visto. Treinta y cinco años, el peor caso de acné que he visto en mi vida, y un traje que parecía robado del coche de un misionero mormón. Te aseguro que no era precisamente Sam Spade. Pero a pesar de la mala pinta, el tipo es concienzudo como un inspector de Hacienda. Y ha descubierto que…
Buscó dentro de la carpeta, y primero sacó el registro reciente oficial en la Asociación de Autores de Nosotros, los veteranos, claramente a nombre de Philip Fleck. Después sacó todos los registros oficiales en la Asociación de Autores de todos mis guiones. Todos los episodios de Te vendo estaban enumerados, así como Romper y entrar. Pero no aparecía ninguno de mis guiones sin producir de los noventa.
– Cítame uno de esos guiones -dijo Alison.
– En el mar.-dije, mencionando un guión de género de acción («pero sarcásticamente cómico») en el que unos terroristas islámicos se apoderaban de un yate en el que viajaban tres hijos del presidente de Estados Unidos. Alison blandió un papel frente a mi cara.
– Registrado a nombre de Philip Fleck el mes pasado. Cítame otro de tus guiones sin producir.
– Tiempo de presentes -dije, mencionando una película de una mujer que se muere de cáncer, que escribí en 1996.
– Registrado a nombre de Philip Fleck el mes pasado -dijo, pasándome otro documento oficial de la Asociación de Autores-. Y ahora sacaremos el conejo de la chistera. Cítame otro guión tuyo sin producir.
– Buen lugar, mal momento.
– ¿Era el del lío de la luna de miel, no? Registrado a nombre de Philip Fleck el mes pasado.
Me quedé mirando el nuevo documento que me había pasado Alison.
– ¿Me ha robado todos los guiones que no he producido?
– Esa es la situación.
– ¿Y tu detective está seguro de que no hay ningún registro de los guiones a mi nombre?
– Nada de nada.
– ¿Cómo demonios ha podido hacerlo Fleck?
– Ah -dijo Alison, buscando en el fondo de la carpeta-, éste es su verdadero golpe maestro.
Me pasó una fotocopia de un breve artículo del Hollywood Reporter, de hacía cuatro meses:
La Fundación Fleck dona dos millones de dólares al fondo de beneficencia de la Asociación de Autores.
La Fundación Philip Fleck ha anunciado hoy la decisión de donar dos millones de dólares al fondo de beneficencia de la Asociación de Autores de Cine y Televisión. La portavoz de la fundación, Cybill Harrison, ha declarado que se trata de un reconocimiento sincero del esfuerzo de la asociación por promover y defender el trabajo de los autores para el cine, y al mismo tiempo apoyar a aquellos que tienen dificultades económicas o están afectados por una grave enfermedad. El director ejecutivo de la asociación, James LeRoy, ha comentado: «Este espléndido regalo subraya un hecho simple: cuando se trata de proteger las artes en Estados Unidos, Philip Fleck es lo más parecido a un Médici que existe en nuestro país. Todos los autores deberían tener un amigo como él».
– No está mal, la última frase -comentó Alison.
– No lo puedo creer. Ha sobornado a la asociación.
– De hecho, sí. Más concretamente, ha comprado la posibilidad de que la asociación pierda registros de tus guiones no producidos y se registren a su nombre.
– Pero, por Dios, a excepción de Nosotros, los veteranos, ninguno de esos guiones vale mucho.
– Pero siguen siendo bastante ingeniosos e inteligentes, ¿no?
– Por supuesto que lo son: los he escrito yo.
– Así me gusta. Ahora Fleck tiene cuatro guiones sólidos y profesionales a su nombre, y uno de ellos es tan bueno que, según el Daily Variety de esta mañana, ha logrado que Peter Fonda y Dennis Hopper acepten los papeles de los dos veteranos» de Vietnam con un cameo de Jack Nicholson como…
– ¿Richardson, el abogado?
– Acertaste.
– Es un reparto fantástico -dije, emocionado de repente-. Toda la generación de Easy Rider irá a verla.
– No hay duda. Por eso el mismo artículo de Variety ha anunciado que la Columbia Tri-Star ha aceptado distribuir la película.
– Entonces es que van a producirla sin duda.
– Claro, el dinero es de Fleck, por lo tanto tiene luz verde. El problema es que tu nombre no saldrá en los créditos.
– Tiene que haber alguna vía legal para reclamar…
– Le he dado mil vueltas con mi abogado. Dice que Fleck ha perpetrado la estafa perfecta. Tu antiguo registro ha sido eliminado. Fleck se ha convertido de repente en el autor oficial de tus viejas obras. Y si lo hacemos público, sobre todo lo de Nosotros, los veteranos, ya sabes lo que pasaría. Los abogados de Fleck jugarán la carta del «plagiarista chiflado». También harán saber que, cuando todavía eras un «autor legítimo», Fleck te invitó a su isla, para hablar de que escribieras una película para él. Dirán que resultaste problemático y te descartó. Así que, naturalmente, tú recurriste a tus habituales trucos psicóticos y te convenciste de que eras el autor auténtico de Nosotros, los veteranos, aunque no haya ningún registro que demuestre que eres su autor, mientras que sí existe un documento oficial de la Asociación de Autores que acredita la autoría de Fleck.
– ¡Dios mío!
– Es asombroso lo que puede comprar el dinero.
– Pero, un momento, ¿no podemos demostrar que Fleck ha registrado los cuatro guiones el mes pasado?
– ¿Y quién dice que no puede haber esperado a presentarlos a la asociación hasta ahora? Por ejemplo, podría decir que ha estado escribiendo esos guiones en privado durante los últimos dos años. Que iniciara la producción de Nosotros, los veteranos significa que probablemente decidió que había llegado la hora de registrarlo todo oficialmente en la Asociación de Autores.
– ¿Pero y los ejecutivos del estudio y los lectores que leyeron mi guión…?
– ¿Te refieres a hace cinco años? Vamos, David, ¿ya no te acuerdas de la regla número uno del Departamento de Nuevos Proyectos?: olvidar el guión que acabas de leer justo tres minutos después de terminarlo. Más aún, si algún pringado se acuerda de haber leído tu guión, ¿crees que va a ponerse a tu favor contra el poderoso señor Fleck? Especialmente con tu posición actual en la ciudad, que podríamos describir con optimismo como «rara». Créeme, el abogado, el detective y yo hemos intentado imaginar toda clase de escenarios en los que podríamos atacar. No hemos encontrado ninguno. Fleck ha cerrado todas las posibles escapatorias. El abogado no ha tenido más remedio que admirar la elegancia de la estafa que ha montado. Hablando en plata, estás en un aprieto.
Miré fijamente la pila de papeles que llenaban la mesa de Alison. Todavía intentaba orientarme en la sala de espejos en la que me encontraba, y asumir que no había salida: que mi obra era ahora la obra de Fleck. Nada de lo que pudiera decir o hacer lo cambiaría.
– Hay algo más que necesitas saber -dijo Alison-. Cuando le conté al detective cómo había hundido tu carrera Theo MacAnna le interesó mucho y dijo que lo investigaría.
De nuevo, Alison sacó una carpeta y de ella un par de fotocopias. Me las alargó y dijo:
– Échales un vistazo.
Las miré y vi que en la mano tenía un estado de cuentas del Bank of California de la cuenta de un tal Theodor MacAnna, domiciliado en el 1158 de King's Road, West Hollywood, California.
– ¿Cómo coño lo ha conseguido?
– No se lo pregunté. Prefería no saberlo. Pero digamos que, donde hay un testamento, hay un familiar. En fin, mira la columna de los ingresos, el catorce de cada mes. Como verás, hay un ingreso de diez mil dólares de una empresa llamada Lubitsch Holdings. Mi detective ha comprobado cuál es esa empresa y resulta que es una compañía petrolera registrada en las islas Caimán, que no se sabe a quién pertenece. Es más, también descubrió que MacAnna gana la miseria de treinta y cuatro mil al año en Hollywood Legit, pero también se saca cincuenta mil más como corresponsal ocasional de Hollywood para algunos periódicos ingleses. No tiene ingresos familiares ni inversiones, ni nada. Sin embargo, durante los últimos seis meses, ha recibido diez billetes grandes al mes de una misteriosa sociedad llamada Lubitsch.
Silencio.
– ¿Cuándo estuviste en la isla de Fleck? -me preguntó.
– Hace siete meses.
– ¿No me dijiste que era una especie de cinéfilo?
– La antonomasia del coleccionista de cine.
– ¿Cuál es la única persona que conoces que se llame Lubitsch?
– Ernst Lubitsch, el gran director de comedias de los años treinta.
– Sólo a un cinéfilo le parecería gracioso poner el nombre de un legendario director de Hollywood a una empresa petrolera de las islas Caimán.
Un largo silencio.
– ¿Fleck pagó a MacAnna para que encontrara algo con que destruirme? -pregunté.
Alison se encogió de hombros.
– De nuevo, no tenemos pruebas claras, porque Fleck ha tapado su rastro endemoniadamente bien. Pero el detective y yo estamos de acuerdo: eso parece ser lo que ha pasado.
Me recosté en la silla, pensando, pensando, pensando. Las piezas de aquel perverso rompecabezas se estaban juntando repentinamente en mi cabeza. En los últimos seis meses, había creído que la catástrofe que estaba viviendo podía atribuirse sólo al destino; la teoría del dominó del desastre, en la que una desgracia provoca otra, que a su vez… Pero en aquel momento me daba cuenta de algo: todo había sido cuidadosamente orquestado, manipulado, instigado desde el principio. Para Fleck, yo no era más que una marioneta de usar y tirar, con la que podía jugar a placer. Había decidido hacerme añicos. Como una imitación de entidad suprema -una especie de brujo diabólico-, creía que podía tirar de todos los hilos.
– ¿Sabes lo que me parece más raro de todo? -preguntó Alison-. Que necesitara aniquilarte: si sólo hubiera querido comprar el guión y ponerle su nombre…, qué demonios, habríamos podido llegar a alguna clase de acuerdo, sobre todo si el precio era elevado. En lugar de eso, se te ha lanzado a la yugular, a la aorta y a todas tus arterias importantes. ¿Hiciste algo para que te odiara o qué?
Me encogí de hombros, pensando: no, pero su esposa y yo nos hicimos demasiado amigos. Sin embargo, ¿qué pasó al fin y al cabo entre Martha y yo? Un abrazo de borrachos, nada más…, y lo hicimos fuera de la vista del personal. A menos que hubiera cámaras de vigilancia nocturna ocultas en las palmeras…
¡Basta! Aquello era una fantasía totalmente paranoica. De hecho, Fleck y Martha estaban prácticamente separados, ¿no? ¿Por qué le iba a importar si nos hacíamos carantoñas en la playa?
Pero, evidentemente, sí le importaba, porque si no, ¿por qué me había hecho aquello?
A menos que… a menos que…
¿Te acuerdas de la película que insistió en que vieras? Salo o los 120 días de Sodoma. Recuerda cuánto te extrañó después que te hubiera sometido a aquella experiencia tan desagradable. Recuerda también su defensa de la película. «Lo que nos ha mostrado Pasolini era el fascismo en su forma pretecnológica más pura: la convicción de tener el derecho, el privilegio, de ejercer un control absoluto sobre otros seres humanos, hasta el punto de negar completamente su dignidad y sus derechos más esenciales, despojarlos de toda individualidad y tratarlos como objetos funcionales, que se descartan cuando ya no sirven. Ahora los aristócratas dementes de la película han sido sustituidos por poderes mayores: gobiernos, corporaciones o bancos de datos. Pero vivimos todavía en un mundo donde el impulso de dominar al prójimo sigue siendo una de las principales motivaciones humanas. Todos queremos imponer nuestra visión del mundo a los demás, ¿no?»
¿Era ése el objetivo de su malvada maquinación? ¿Quería poner en práctica su convicción de que tenía «el derecho, el privilegio, de ejercitar un control absoluto sobre otro ser humano»? ¿Era Martha otro factor de la ecuación, que le había convencido de que la momentánea simpatía de su esposa por mí me convertía en un objetivo natural de sus maniobras? ¿O era envidia, una necesidad de destruir la carrera profesional de otro para compensar su evidente falta de creatividad? Poseía tal inconcebible cantidad de dinero, tal inconcebible cantidad de todo… Es evidente que al cabo de un tiempo es posible empezar a aburrirse. El aburrimiento de tener un Rothko de más, de beber siempre Cristal, y saber siempre que el Gulfstream o el 767 está esperando tus órdenes. ¿Había creído que había llegado el momento de ver si podía trascender todos esos miles de millones haciendo algo realmente original, audaz, existencialmente puro? Asumiendo un papel que sólo un hombre que tenía de todo podía asumir. El último acto creativo: jugar a ser Dios.
No sabía la respuesta a esa pregunta. Ni me importaba. Su motivación era asunto suyo. Lo que sí sabía era que Fleck estaba detrás de todo. Había planificado mi ruina como un general que asedia un castillo: ataca los cimientos básicos, después ve cómo se desmorona la construcción. Su mano lo controlaba todo… y a su vez, me controlaba a mí.
Alison habló y me sacó de mi ensimismamiento.
– David, ¿estás bien?
– Estaba pensando.
– Sé que esto es difícil de asumir. Es un golpe muy fuerte.
– ¿Puedo pedirte un favor? -Lo que quieras.
– ¿Puedes pedirle a Suzy que haga fotocopias de todos los documentos que ha descubierto el detective?
– ¿Qué piensas hacer?
– Jugar sucio.
– No me gusta cómo suena.
– No voy a acudir a la prensa. No pienso intentar pegar a MacAnna otra vez. No voy a apostarme ante la casa de Fleck en Malibú hasta que se presente. Sólo necesito los documentos y el original de mi guión.
– Esto me está poniendo nerviosa.
– Tienes que confiar en mí.
– Al menos dame una pista…
– No.
Me miró sinceramente preocupada.
– David, si lo jodes todo…
– Entonces estaré un poco más jodido que ahora, que es del todo jodido. Y esto significa ni más ni menos que no tengo nada que perder.
Alison cogió el teléfono y pidió a Suzy que viniera. Cuando ella entró, dijo:
– ¿Podrías fotocopiar todo lo que contiene esta carpeta, por favor?
Media hora después, recogí la carpeta y el guión. Me preparé a toda prisa un bocadillo de salmón ahumado y me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta. Después le di un beso a Alison en la mejilla y le di las gracias por todo.
– No hagas ninguna estupidez, te lo ruego -dijo.
– Si la hago, serás la primera en enterarte.
Salí de la oficina. Subí al coche y dejé la gruesa carpeta en el asiento del pasajero. Me palpé los bolsillos de la chaqueta para asegurarme de que llevaba la agenda. La saqué y busqué una entrada concreta. Después fui a West Hollywood, paré en una librería, encontré el libro que buscaba y seguí hasta un cybercafé que conocía por haber pasado mil veces por Doheny. Entré, me senté delante de una pantalla y me conecté. Abrí mi agenda de direcciones y tecleé la dirección electrónica de Martha Fleck: scriptdoc@cs.com. En el espacio reservado para el remitente, puse la dirección de la librería: books &co.wirenet.com, pero omití mi nombre deliberadamente. Después tecleé las líneas siguientes del libro que acababa de comprar.
Mi vida se cerró dos veces antes de su cierre
aunque queda por ver
si la Inmortalidad desvela
un tercer acontecimiento para mí.
Tan enorme, tan imposible de concebir
como los que dos veces sucedieron.
La despedida es lo único que sabemos del cielo
y todo lo que necesitamos del infierno.
… a propósito, me encantaría recibir noticias tuyas.
Tu amiga Emily D.
Apreté la tecla «Enviar», esperando que fuera su dirección de correo privada. Si no lo era, si Fleck vigilaba todos sus movimientos, contaba con la posibilidad de que lo considerara un mensaje inocente de una librería… o, con un poco de suerte, que ella me contestara antes de que él lo interceptara.
Me quedé un rato más en West Hollywood, tomé un café con leche en una terraza, pasé con el coche frente a la casa donde vivíamos Sally y yo, pensando lo raro que era que -a pesar de lo doloroso que había sido para mí su abandono- hacía mucho que había dejado de añorarla…, si es que había llegado a añorarla en algún momento. Desde que nos habíamos separado, no me había llamado ni una sola vez. Había mandado a Alison los cinco mil dólares de mi parte del depósito y los muebles; reenviaba mi correo a mi nueva dirección. Estaba seguro de que había puesto un mensaje en nuestro contestador diciendo: «David Armitage ya no vive aquí». Aunque seguramente no me llamaba nadie, porque había desaparecido del radar de todo el mundo en cuanto mis «problemas» se habían clasificado como terminales, y yo había desaparecido de la ciudad. Pero al pasar frente a nuestra casa, aquella vieja costra volvió a dolerme. De nuevo, repetí aquella silenciosa reflexión tan manida en muchos hombres de mediana edad: «¿En qué estaría pensando?».
Y tampoco entonces supe la respuesta.
Al salir de West Hollywood, fuera de los límites de la ciudad, aceleré y volví hacia la costa. Llegué a Meredith a las seis. Les estaba detrás del mostrador y pareció sorprendido al verme.
– ¿No te gusta tener días libres? -preguntó.
– Es que espero un correo. ¿Te has fijado si…?
– No lo he mirado en todo el día. Tú mismo.
Entré en el pequeño despacho, y encendí el Apple Mac; entré en el Internet Explorer y fui a «Recibir correo». Contuve el aliento y…
Allí estaba: Carta para Emily D… scriptdoc@cs.com.
Abrí el mensaje.
Esperar una hora es largo
si el Amor está más allá
esperar la Eternidad es corto
si el amor recompensa al final.
… creo que conoces al autor, como creo que sabes que esta remitente estará encantada de volver a verte. Pero ¿por qué tienes la dirección de una librería? Estoy muy intrigada. Llámame al móvil: (917)5553739. Sólo contesto yo, lo que lo convierte en el mejor canal de comunicación, no sé si entiendes. Llama pronto.
Con mis mejores saludos.
La bella de Amherst
Grité a Les:
– ¿Puedo usar tu teléfono?
– Adelante -dijo.
Cerré la puerta. Marqué el número del móvil. Respondió Martha. Y la verdad es que el corazón se me aceleró un poco al oír su voz.
– Hola -dije.
– ¿David? ¿Dónde estás?
– En Books and Company, en Meredith. ¿Sabes dónde está Meredith?
– ¿Subiendo por la Pacific Coast?
– Eso es.
– ¿Te has comprado una librería?
– Es una larga historia.
– Lo imagino. Oye, debería haberte llamado hace dos meses, cuando te echaron encima la caballería. Pero te lo diré ahora: lo que hiciste…, todo eso de que te acusaban…, era una tontería. Yo misma se lo dije a Philip: si me dieran un centavo por cada guión que he leído que tiene una línea prestada de otra parte…
– ¿Serías tan rica como él?
– Nadie es tan rico, exceptuando cinco personas más del planeta. Lo que quería decir es que siento mucho lo que te ha sucedido, sobre todo las difamaciones de ese imbécil de MacAnna. Pero al menos Philip te compensó un poco con lo que te pagó por el guión.
Cuidado con esto.
– Claro -respondí inexpresivamente.
– ¿Así es como pudiste comprar la librería?
– Es una larga historia.
– Ya lo supongo. Por cierto, el guión está muy bien. Es muy ingenioso, muy cotidiano y al mismo tiempo subversivo. Pero cuando nos veamos, voy a intentar convencerte de que no le den a Philip toda la autoría…
Ten mucho cuidado.
– Bueno, ya sabes cómo va… -dije.
– Ya lo sé. Philip me explicó que temías la mala publicidad que podía atraer la película si se asociaba con tu nombre. Pero quiero convencerle para que filtre que tú fuiste el autor original, después de que se estrene…
– Sólo si las críticas son formidables.
– Lo serán, porque esta vez Philip tiene un guión extraordinariamente fuerte. Ya habrás oído que la protagonizan Fonda y Hopper…
– Es el reparto de mis sueños.
– Estoy muy contenta de que me hayas llamado, David. Sobre todo porque después pensé…
– No hicimos nada especialmente ilegal.
– Por desgracia -dijo-. ¿Cómo está tu novia?
– No tengo ni idea. Fue una de las muchas cosas que se esfumaron cuando…
– Lo siento. ¿Y tu hija?
– Estupendamente -dije-, excepto que, desde la trifulca fotografiada con MacAnna, su madre me ha impedido legalmente verla, sostiene que soy un desquiciado.
– ¡Por Dios, David, eso es espantoso!
– Sí, sí lo es.
– Bien, me parece que necesitas un buen almuerzo.
– Estaría bien. Si pasas cerca de Meredith…
– Bueno, estoy en la casa de Malibú esta semana.
– ¿Dónde está Philip?
– Buscando localizaciones en Chicago. El primer día de rodaje es dentro de ocho semanas.
– ¿Todo va bien entre vosotros? -pregunté, intentando mantener el mismo tono informal, despreocupado.
– Durante un tiempo tuvimos un agradable interludio. Pero se ha acabado hace poco. Y ahora… es lo mismo de siempre, supongo.
– Lo siento.
– Comme d'habitude…
– … como dicen en Chicago.
Se rió.
– Oye, si estás libre mañana para almorzar…
Quedamos en la librería a la una.
En cuanto colgué, salí del despacho y le pregunté a Les si podía encontrar a alguien que me sustituyera un par de horas al día siguiente.
– Mañana es miércoles y esto está muerto. Tómate la tarde libre.
– Gracias -dije.
Aquella noche me tomé tres pastillas de diacepam para dormir de un tirón. Antes de sucumbir al sueño, no dejaba de oír a Martha decir: «Pero cuando nos veamos, voy a intentar convencerte de que no le dejes a Philip toda la autoría… Philip me explicó que temías la mala publicidad que podía atraer la película si se asociaba con tu nombre…».
Empezaba a entender la despiadada lógica que Fleck aplicaba para ganar sus miles de millones. Cuando se trataba de estrategias maquiavélicas y del arte de la guerra, era un verdadero artista. Era su único gran talento.
Martha se presentó puntualmente a la una. Y tengo que decir que estaba radiante. Llevaba unos sencillos vaqueros negros, una camiseta negra y una chaqueta vaquera azul. Pero a pesar de la ropa a lo Lou Reed, desprendía algo absolutamente aristocrático, muy de la costa este. Tal vez fuera el pelo castaño recogido en un moño, y el cuello esbelto, junto con los pómulos altos, que me recordaban uno de esos retratos de John Singer Sergent de una mujer de la sociedad bostoniana de 1870. O tal vez eran las gafas de concha anticuadas que se empeñaba en llevar. Era un irónico contraste con la ropa absolutamente juvenil, por no hablar de todo el dinero que ella representaba. Sobre todo porque era la clase de montura que costaba menos de cincuenta dólares, y que en aquel momento tenía una de las varillas pegadas con celo. Yo entendía lo que ejemplificaba aquel pedazo de celo: la insistencia en su autonomía personal, y una inteligencia artera que, tantos meses después, seguía pareciéndome muy atractiva.
Cuando entró en la librería, me miró directamente, como si yo fuera el encargado del dueño.
– Hola -dijo-. Está David Arm…
A mitad de la frase me reconoció.
– ¿David? -exclamó, sinceramente estupefacta.
– Hola, Martha.
Estuve a punto de darle un beso en la mejilla, pero lo pensé mejor y le tendí la mano. Ella la estrechó, sin dejar de mirarme, con una mezcla de diversión e incomprensión.
– ¿Eres tú realmente el que está detrás de esto?
– La barba está un poco descuidada.
– No veas el pelo. Quiero decir, había oído hablar del look «volver a la naturaleza». Pero del «de volver a la librería» no.
Me reí.
– Pues tú estás estupenda.
– No he dicho que tú no lo estés, David. Es que… no es sólo que estés cambiado: estás transformado. Como uno de esos muñecos…
– ¿Uno de esos que con una rápida modificación se convierten en un dinosaurio?
– Exacto.
– Ese es mi nuevo yo -dije-. Un dinosaurio.
Le tocó a ella reírse.
– Y con una librería, encima -dijo. Observó a su alrededor los estantes y el surtido de los expositores, y pasó una mano por la madera pulida-. Es impresionante. Es encantadora. Muy intelectual.
– Bueno, teniendo en cuenta que no está en un centro comercial ni tiene un Starbucks, es como una rareza del siglo XIX.
– ¿Cómo demonios la encontraste?
– Es una larga historia. O quizás, en realidad, una corta historia.
– Pero al menos es una historia.
– Eso seguro.
– Bueno, pues espero que me la cuentes durante el almuerzo.
– No te preocupes, te la contaré.
– Me sorprendió que me mandaras un correo. Creía que…
– ¿Qué?
– No lo sé…, que me habías tomado por una loca después de aquella noche.
– Fue una locura de la mejor clase.
– ¿Lo dices en serio?
– Por supuesto.
– Bien. Porque… -se encogió de hombros nerviosamente-… porque después me sentí como una completa idiota.
– Ya somos dos -dije.
– Bueno -dijo, cambiando rápidamente de tema-, ¿adónde te llevo a comer?
– He pensado que podríamos ir a la casita donde vivo.
– ¿Tienes una casa alquilada?
– De hecho pertenece a uno de los clientes de mi agente. A Willard Stevens.
– ¿El guionista?
– Sí.
Me miró desconcertada, intentando interpretarlo.
– O sea que cuando encontraste este pueblo y esta librería, también encontraste un lugar para vivir que pertenecía a Willard Stevens…, a quien resulta que representa tu agente.
– Ya te he dicho que es una larga historia.
– Ya veo.
– Bueno, ¿vamos?
Tardé diez minutos en cerrar la librería y le expliqué a Martha que, en honor a su presencia en Meredith, había decidido tomarme la tarde libre.
– Estoy conmovida -dijo-, pero no quiero que pierdas dinero por mi culpa.
– No te preocupes por eso. El miércoles es un mal día. Además a Les no le importa que…
– ¿Quién es Les? -preguntó, interrumpiéndome.
– Les es el dueño de la librería.
Se quedó verdaderamente aturdida.
– Creía que habías dicho que eras tú el dueño.
– No lo he dicho. Sólo he dicho que…
– Ya lo sé: es una larga historia.
Martha tenía el coche aparcado enfrente: un gran y reluciente Range Rover.
– ¿Cogemos mi monstruo? -preguntó.
– Iremos en el mío -dije, dirigiéndome a mi anciano Volkswagen Golf.
De nuevo, tuvo un pequeño sobresalto al ver mi vehículo tipo «vida minimalista», pero no dijo nada, excepto:
– Por mí, de acuerdo.
Subimos a mi coche. Como siempre el arranque falló (uno de los muchos defectos que le había descubierto desde que lo había comprado) pero al cuarto intento se puso en marcha.
– ¡Vaya coche! -dijo mientras salíamos.
– Me sirve -dije.
– Supongo que hace conjunto con el look de estudiante madurito que cultivas.
No dije nada. Me encogí de hombros.
Llegamos a la casa en cinco minutos. Se quedó maravillada con la vista del océano. Se quedó maravillada con la refinada simplicidad de la casa: con su color blanco sobre blanco, los sillones cómodos y los estantes de libros.
– Entiendo que seas feliz aquí -dijo-. Es un refugio perfecto para un escritor. ¿Dónde trabajas, por cierto?
– En la librería.
– Muy gracioso. Me refiero al «trabajo de verdad».
– ¿Te refieres a escribir?
– David, no me digas que la cola de caballo te ha anulado los poderes cognitivos. Puesto que eres escritor…
– No. Era escritor.
– No te refieras a tu carrera en tiempo pasado.
– ¿Por qué no? Estoy completamente pasado.
– Mira, no puedo ni imaginarme lo que ha sido estar sometido a todas esas calumnias, como estoy segura de que estar alejado de tu programa ha debido de ser horrible. Pero la cuestión es que Philip va a rodar tu película, con un reparto alucinante y una distribución mundial garantizada por la Columbia Tri-Star. Como te dije ayer por teléfono, en cuanto corra la voz de que eres el guionista, te lloverán las ofertas. No hay nada que le guste tanto a Hollywood como un gran regreso. Antes de que puedas decir «siete ceros» estarás encadenado a tu portátil…
– No, no lo estaré.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque lo he vendido.
– ¿Qué?
– He vendido el ordenador. De hecho lo he empeñado, en una casa de empeños de Santa Bárbara.
– David, ¿es una broma, no?
– No, es la verdad. Sabía que nunca volvería a escribir para ganarme la vida. Y necesitaba el dinero…
– De acuerdo, de acuerdo… -dijo, con una voz repentinamente agitada-. ¿A qué estás jugando, David?
– No estoy jugando a nada.
– ¿Entonces a qué viene eso de trabajar en una librería?
– Porque trabajo en una librería, por doscientos ochenta dólares a la semana, que no está mal, teniendo en cuenta que una gran cadena como Borders paga sólo siete dólares a la hora.
– Ya estás otra vez diciendo tonterías. ¿Doscientos ochenta dólares a la semana? David, Philip te pagó un millón cuatrocientos por tu guión.
– No, no me lo pagó.
– Él me dijo…
– Te mintió.
– No te creo.
Fui a la mesa y cogí la carpeta que contenía todos los documentos fotocopiados que el detective de Alison había desenterrado, además del original de 1995 del borrador de Nosotros, los veteranos. Se lo di todo.
– ¿Quieres pruebas? Aquí están todas las pruebas que necesitas.
Entonces le expliqué la historia desde el principio. Punto por punto. Mientras yo hablaba ella abría mucho los ojos. Le enseñé toda la documentación de la Asociación de Autores, y le expliqué cómo habían desaparecido los comprobantes de los registros de mis obras sin producir, que después habían aparecido repentinamente registradas a nombre de Philip Fleck. Le mostré los estados de cuentas de MacAnna y le señalé sus grandes ingresos mensuales procedentes de Lubitsch Holdings.
– ¿A tu marido le gustan las películas de Ernst Lubitsch?
– Tiene una copia de todas sus películas.
– Bingo.
También le expliqué cómo había perdido todas mis inversiones, gracias a Bobby Barra, y que tenía razones de peso para creer que mi agente de bolsa actuaba siguiendo instrucciones de Fleck de arruinarme económicamente.
– Lo que no logro comprender es esto: si decidió arruinarme porque descubrió lo nuestro.
– ¿Pero qué había que descubrir? -preguntó ella-. Lo que hicimos era casi de instituto. Además, en aquella época, Philip hacía meses que no me tocaba.
– Pues, si no fue por eso, quizá…, no lo sé, quizá sentía envidia de mi éxito.
– Philip envidia a cualquiera que tenga inteligencia creativa. Porque él no tiene ninguna. Pero yo, que lo conozco bien, creo que podría haber decidido hacer eso por un montón de razones diferentes, todas ellas crípticas y difíciles de comprender para alguien que no sea él. Pero también puede ser que lo haya hecho por el gusto de hacerlo. Porque puede.
Se levantó y se puso a caminar por la casa, meneando la cabeza. Parecía que fuera a darle una patada a la puerta o un puñetazo al cristal de la ventana. Tenía dificultades para pronunciar una frase con sentido.
– Estoy tan… No puedo imaginar cómo… Siempre está jugando a esos condenados… Todo el asunto… es tan jodido, tan increíblemente digno de Philip.
– Bueno, tú lo conoces mejor que yo.
– No sabes cuánto lo siento.
– Yo también. Por eso necesito que me ayudes.
– Cuenta con eso.
– Pero lo que voy a proponerte podría ser…, en fin…, un poco arriesgado.
– Deja que me preocupe yo de eso. Adelante, ¿qué quieres que haga?
– Que le eches en cara a tu marido que me ha robado los guiones, con pruebas en la mano, y también que ha pagado a MacAnna para que arruinara mi carrera.
– Y supongo que querrás que lleve un micrófono mientras interpreto esa escena de J'accuse -comentó.
– Con una de esas pequeñas grabadoras bastará. Sólo necesito que reconozca que está detrás de todo esto. Una vez grabado, mi agente y sus abogados tendrán lo necesario para negociar. Cuando él se dé cuenta de que tenemos su confesión de que me ha robado el guión y ha montado la trampa con MacAnna, estoy seguro de que querrá negociar con nosotros, sobre todo porque se dará cuenta de las consecuencias que comportaría la mala publicidad. ¿No tiene una especie de fobia a la publicidad negativa?
– Oh, sí.
– Sólo quiero recuperar mi reputación. El dinero no me importa…
– Debería importarte, porque el dinero es el único lenguaje que Philip entiende. De todos modos hay un problema.
– ¿Lo negará todo?
– Sí. Pero…
– ¿Qué?
– Si le provoco lo suficiente, podría acabar soltando la confesión que necesitas.
– No pareces muy segura.
– Lo conozco demasiado bien, y sé que estos días está especialmente taciturno. De todos modos, puedo intentarlo.
– Gracias.
Recogió todos los documentos.
– Necesitaré llevarme las pruebas -dijo.
– Todo tuyo.
– ¿Me acompañas al coche, por favor?
No dijo nada durante los minutos que tardamos en volver a la librería. La miré una sola vez. Apretaba con fuerza la carpeta contra el pecho, y parecía muy preocupada y silenciosamente furiosa. Cuando paramos delante de la tienda, se inclinó y me dio un beso en la mejilla.
– Tendrás noticias mías -dijo.
Bajó del coche, subió al suyo y se marchó. Mientras volvía a la casa, pensé: «Ésta es precisamente la reacción que esperaba».
Pero pasaron los días sin que tuviera noticias de ella. Alison, por supuesto, me llamaba de vez en cuando, curiosa por saber cómo había utilizado el fajo de fotocopias de las pruebas. Le mentí y le dije que todavía lo estaba estudiando, y que no había decidido de qué modo utilizarlo contra Fleck.
– Eres un pésimo mentiroso -dijo.
– Piensa lo que quieras, Alison.
– Sólo espero que te comportes con inteligencia por una vez.
– Es lo que intento. Mientras tanto, ¿tú y tu águila legal habéis tenido alguna otra idea para incriminar a ese pedazo de mierda por hurto literario en primer grado?
– Hemos examinado todos los aspectos de la cuestión y… no, nada. El abogado lo ha estudiado desde todos los ángulos.
– Ya lo veremos.
Cuando había transcurrido una semana entera sin que Martha diera señales de vida, yo también empecé a preguntarme si él lo había estudiado desde todos los ángulos… hasta el punto de que Martha no había logrado sacarle una sola palabra de confesión. Y me encontré luchando contra una ola de desaliento. En tres semanas, debía pagar un plazo de la pensión, y no había manera de que pudiera pagar ni la mitad. Lo que significaba que Lucy probablemente se vengaría intentando poner fin a mis llamadas telefónicas a Caitlin. Y como tampoco estaría en condiciones de pagar los servicios de Walter Dickerson en el juzgado (ni en ninguna otra parte), ella acabaría conmigo en una fracción de segundo. Además estaba el asunto de Willard Stevens. Hacía unos días que me había llamado personalmente desde Londres para saludarme, para preguntarme si todo iba bien en la casa, y para informarme de que volvía a Estados Unidos en un par de meses, de modo que…
¿Cómo iba a encontrar otra casa de alquiler en Meredith con doscientos ochenta dólares a la semana? Lo más barato que se alquilaba en la zona estaba sobre los ochocientos dólares al mes, de modo que una vez pagado el techo para refugiarme, me quedarían ochenta dólares a la semana para pagarlo todo, desde el gas a la electricidad hasta asuntos menores como la comida. En resumidas cuentas, misión imposible. Lo que a su vez significaba…
Cuando terminaba de imaginarme aquel escenario catastrófico, era un sin techo en Wiltshire Boulevard, sentado en la acera, con un cartel pintado a mano que decía: «Antes contestaban mis llamadas».
Puede que exagerara un poco, pero sólo un poco. Porque en ese momento la única dirección que veía era hacia el precipicio.
Entonces, finalmente, Martha telefoneó. Era un viernes por la tarde y habían pasado diez días desde que nos habíamos visto. Llamó a la librería sobre las seis. Su tono era conciso y serio.
– Perdona que no te haya llamado antes -dijo-. He estado fuera.
– ¿Tienes noticias?
– ¿Cuáles son tus días libres?
– El lunes y el martes.
– ¿Puedes guardar el lunes completamente libre?
– Por supuesto.
– Bien. Te recogeré en tu casa sobre las dos.
Y colgó antes de que pudiera preguntarle nada.
Deseaba llamarla inmediatamente y pedirle que me explicara qué pasaba. Pero sabía que como mínimo aquello sería contraproducente. No podía hacer nada más que contar las horas hasta el lunes.
Se presentó puntualmente, aparcó el Range Rover ante la puerta principal. De nuevo, estaba muy seductora: una falda roja corta, un top negro ajustado que le dejaba los brazos y la espalda al aire, la misma chaqueta vaquera azul, las mismas gafas rotas de montura de concha y un camafeo antiguo al cuello. Isobel Archer con un look californiano. Salí a recibirla. Esbozó una gran sonrisa, una sonrisa que me hizo pensar que tenía buenas noticias para mí. Cuando me dio un beso breve en los labios y me apretó un brazo al mismo tiempo, pensé: «Esto pinta bien… pero es un poco raro».
– Hola -dijo.
– Hola a ti también. ¿Me equivoco o estás de buen humor?
– Nunca se sabe. ¿Eso es lo que piensas llevar hoy?
Yo llevaba unos Levis viejos, una camiseta y un jersey gris con cremallera.
– Como no sabía lo que íbamos a hacer hoy…
– ¿Puedo hacerte una proposición?
– Soy todo oídos.
– Quiero que hoy dejes que me ocupe de todo.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que quiero que me prometas que no discutirás nada de lo que haga. Y al mismo tiempo, harás todo lo que te pida.
– ¿Todo?
– Sí -dijo con una sonrisa-. Todo. Pero no te preocupes: no voy a proponerte nada ilegal. Ni peligroso.
– Bueno, eso sí que es un alivio.
– ¿Qué? ¿Hay trato?
Me tendió la mano y la estreché.
– Supongo, siempre que no me pidas que entierre un cadáver.
– Eso sería demasiado banal -dijo-. Venga, quítate esa ropa de chico.
Entró en la casa y fue directamente al dormitorio. Abrió mi armario y rebuscó entre mi ropa. Finalmente, sacó unos vaqueros negros, una camiseta blanca, una chaqueta de cuero ligera y unas zapatillas Converse negras.
– Esto irá bien -dijo, dándomelo todo-. Venga, cámbiate.
Volvió a la sala. Yo me desnudé y me puse la ropa que ella había elegido. Cuando salí, Martha estaba de pie ante la mesa, mirando una antigua fotografía mía con Caitlin. Me miró de arriba abajo.
– Eso está mejor -dijo. Entonces levantó la fotografía-. ¿Te importa si nos la llevamos?
– Pues… no. ¿Puedo preguntar por qué?
– ¿Qué me has prometido no hacer?
– Preguntas.
Se acercó a mí y me dio otro beso ligero en los labios.
– Pues no hagas preguntas.
Me cogió del brazo.
– Venga -dijo-. Nos vamos.
Fuimos en su Range Rover. En cuanto salimos de Meredith y entramos en la Pacific Coast, en dirección norte, ella dijo:
– Estoy impresionada, David.
– ¿Por qué?
– Porque todavía no me has preguntado qué ha pasado en los últimos diez días. Es muy disciplinado por tu parte.
– Tú has dicho que nada de preguntas.
– Pues te daré una respuesta, pero con otra condición: que cuando te la dé, no discutas nadas.
– ¿Porque son malas noticias?
– Sí, porque es una noticia muy poco satisfactoria. Y porque no quiero que estropee nuestro día.
– De acuerdo.
Con la mirada fija en el parabrisas, y mirando de vez en cuando por el retrovisor, empezó a hablar.
– Después de verte, volví a Los Ángeles, y dispuse que el Gulfstream me llevara directamente a Chicago. Antes de subir al avión, entré en una tiendecita de electrónica del aeropuerto y compré una grabadora diminuta que se activa con la voz. Después, en cuanto despegamos, llamé a Philip y le dije que tenía que verle inmediatamente. Cuando llegué a su suite de The Four Seasons y le tiré a la cara la carpeta, ¿sabes lo que hizo? Se encogió de hombros y dijo que no sabía de qué le estaba hablando. Entonces le expliqué todo el asunto, punto por punto, confirmando todas las palabras con las pruebas que me habías dado. Como me imaginaba, Philip adoptó una actitud indiferente, a su manera exasperante, típica de él, y negó saber nada. Ni siquiera me preguntó de dónde habían salido los documentos: hizo como si nada. Cuando perdí los estribos y empecé a gritarle para que me diera una explicación, se cerró en banda y se comportó como un zombi introvertido. Debí de pasar casi una hora actuando, intentando todos los trucos posibles para inducirle a admitir algo. No me hizo ningún caso. Por eso, al final, recogí todos los papeles, me fui hecha una furia, y volví con el Gulfstream directamente a Los Ángeles.
»Pasé los dos días siguientes investigando un poco por mi cuenta. Lubitsch Holdings es efectivamente una de las sociedades ficticias de mi marido, aunque está tan bien camuflada, como se camufla todo en las Caimán, que nadie podría relacionarla con él. Y, aunque no tengo pruebas, estoy completamente segura de que, además de aquella generosa donación económica, Philip también desembolsó una suma importante directamente en el bolsillo de James LeRoy, el director ejecutivo de la Asociación de Autores…
– ¿Cómo lo descubriste?
– ¿Cuál es la regla de hoy?
– Lo siento.
– En fin, eso es todo. Todo lo que me dijiste el otro día se ha confirmado. Philip decidió aniquilarte. No sé por qué lo ha hecho. Pero lo ha hecho. No lo reconocerá nunca, nunca explicará sus motivos, y nunca admitirá nada. Pero sé que es culpable. Y tendrá que pagarlo. El precio que pagará es éste: le abandono. Aunque por supuesto eso no le preocupa en absoluto.
– Le has dicho que le abandonas -pregunté, esperando que no sonara como una pregunta.
– No, no se lo he dicho todavía. Desde entonces no he vuelto a hablar con él. Has hecho muy bien, haciendo una pregunta como si fuera una afirmación.
– Gracias.
– De nada. Ojalá hubiera logrado hacerle reconocer algo. Entonces, al menos, podría haberle obligado a compensarte de algún modo; arreglarlo. En cambio…
Se encogió de hombros.
– Está bien -dije.
– No, no lo está.
– Por hoy, está bien.
Soltó una mano del volante y entrelazó los dedos con los míos. Los mantuvo así hasta que giramos para entrar en Santa Bárbara, y tuvo que poner tercera.
Pasamos por la calle donde había vendido mi Porsche y empeñado el ordenador. Pasamos por la hilera de tiendas de diseño y restaurantes de clase alta donde la rúcula y el parmesano rallado son de rigor. Cuando llegamos a la playa, dimos la vuelta, siguiendo la calle costera hasta la puerta del hotel The Four Seasons.
– Eh… -empecé a decir, recordando mi ilícita semana allí con Sally, cuando todavía estaba casado y tan ridículamente seguro de mí mismo.
Antes de que pudiera seguir, Martha me interrumpió.
– Ni se te ocurra preguntar.
El aparcacoches se llevó nuestro coche. Martha me condujo a través de la puerta principal. En lugar de llevarme en dirección a la recepción, me guió por un pasillo lateral hacia una gran puerta de roble, sobre la cual estaba escrito:
CENTRO DE BIENESTAR.
– He decidido que necesitabas un poco de «bienestar» -dijo Martha con una sonrisa, mientras abría la puerta y me empujaba dentro.
Se encargó de todo: le dijo al recepcionista que yo era David Armitage y que tenía reservado el especial de tarde, que incluía cita con el peluquero. Hablando del peluquero, ¿podía hablar un momento con él? La recepcionista descolgó el teléfono. Al poco rato, apareció un hombre alto y vigoroso por una puerta trasera. Con una voz casi susurrante se presentó como Martin.
– Bien, Martin -dijo Martha-. Ésta es la víctima. -Buscó en su bolso y sacó la fotografía en la que aparecía con Caitlin y se la pasó a Martin-. Así es como era antes de trasladarse a una cueva. ¿Cree que podría devolverlo a su estado preneandertal?
Martin sonrió ligeramente.
– Por supuesto -dijo, devolviéndole la foto a Martha.
– Adelante, guapo -me dijo ella-. Te esperan cuatro horas de diversión. Quedamos en la terraza a las siete para tomar algo.
– ¿Qué vas a hacer tú?
Otro beso en los labios.
– Nada de preguntas -dijo.
Se volvió y fue hacia la puerta. Martin me tocó en el hombro y me indicó que le siguiera a su santuario.
Primero me hicieron desnudar. Luego dos mujeres me acompañaron a una gran ducha de mármol donde me regaron con chorros a presión de agua muy caliente, me frotaron con jabón a las algas marinas y un cepillo de cerdas duras. Después me secaron, me dieron un albornoz y me mandaron a la silla de Martin. Con unas tijeras me liberó de la mayor parte de mi barba. Siguieron toallas calientes, espuma para la barba, y de un esterilizador quirúrgico salió una maquinilla de hoja recta. Mi peluquero me rasuró la cara, me la envolvió con una toalla caliente, la quitó, hizo girar mi silla, y me echó la cabeza hacia atrás, sobre una pila, donde me lavó el pelo largo y enredado. Después me lo cortó, devolviéndome el estilo de antes de que empezara a salirme todo mal.
Cuando terminó, me dio otra palmadita en el hombro y me indicó otra puerta, diciendo:
– Nos veremos al final.
Durante las siguientes tres horas me atormentaron, me embadurnaron, me momificaron, me cubrieron de arcilla, y me masajearon con aceite hasta que por fin me devolvieron a la silla de Martin, donde él me trabajó el pelo con el secador. Después me señaló el espejo y dijo:
– Ya vuelve a ser el de antes.
Me miré al espejo, y me costó un poco acostumbrarme a mi nueva vieja imagen. Tenía la cara más delgada, los ojos más hundidos, y un aire general de cansancio. Aunque pareciera adecuadamente terso y brillante tras cuatro horas intensas de un «bienestar» casi demasiado enérgico, una parte significativa de mí no se creía aquel acto de magia cosmética y barberil. No quería ver aquella cara porque ya no confiaba en ella. Decidí volver a dejarme la barba al día siguiente.
Cuando salí a la terraza, encontré a Martha sentada a una mesa, con una vista preciosa del Pacífico. Se había puesto un vestido negro corto y llevaba el pelo suelto. Me miró, pero esa vez no se sobresaltó por mi aspecto. Sólo sonrió y dijo:
– Eso está mejor.
Me senté a su lado.
– Ven aquí, por favor -dijo.
Me incliné y ella me cogió la cara con las manos. Acercó su cabeza a la mía y me besó.
– De hecho, eso está mucho mejor -dijo.
– Me alegro de que te guste -dije, mareado por el beso.
– La verdad, señor Armitage, es que en el mundo escasean los hombres atractivos e inteligentes. Se pueden encontrar muchos hombres atractivos y estúpidos, y muchos inteligentes y feos, pero la belleza y la inteligencia juntas es tan raro como ver al cometa Hale. Por eso cuando un tipo atractivo e inteligente decide transformarse en una especie de Tab Hunter en Rey de reyes…, hay que tomar la iniciativa para hacerle entrar en razón. Sobre todo porque no me acostaría nunca con alguien que parece salido de una pintura de Woolworth del Sermón de la montaña.
Una pausa larga, muy larga. Martha me cogió la mano y preguntó:
– ¿Has oído lo que he dicho?
– Oh, sí.
– ¿Y?
Fue mi turno de inclinarme y besarla.
– Era la respuesta que esperaba -dijo.
– ¿Sabes por qué me enamoré de ti aquella primera noche? -dije de repente.
– Ya vuelves a hacer preguntas.
– ¿Y qué? Quiero que lo sepas.
Ella me cogió la chaqueta y tiró de mí hasta que estuvimos cabeza contra cabeza.
– Lo sé -susurró-. Porque yo también me enamoré. Pero ahora no digas nada más.
Me dio otro beso y dijo:
– ¿Quieres probar algo completamente diferente?
– Por supuesto.
– Tomemos sólo una copa de vino cada uno. Dos como mucho. Algo me dice que estaría bien estar relativamente sobrios más tarde.
Nos limitamos a una copa de Chablis por cabeza. Después fuimos al restaurante. Comimos ostras y cangrejos tiernos, y yo bebí otra copa de vino, y nos pasamos una hora hablando de tonterías que nos hacían reír como tontos. Y después, cuando retiraron los platos y rechazamos el café, me cogió de la mano y me llevó al edificio principal del hotel, luego al ascensor y de allí a una suite lujosa. Cuando cerramos la puerta, me abrazó y dijo:
– ¿Conoces aquella escena famosa de todas las películas de Cary Grant y Katharine Hepburn, en la que él le quita las gafas y la besa con pasión? Quiero que interpretemos esa escena ahora mismo.
Lo hicimos. Aunque la escena fue más allá, mientras nos dejábamos caer sobre la cama. Y después…
Después era de día. Y, ¡sorpresa sorpresa!, me desperté pensando que me sentía estupendamente bien. Tan estupendamente bien que, en los primeros minutos de atontamiento, me quedé sencillamente recordando la extraordinaria noche una y otra vez. Pero, cuando busqué a Martha con la mano, sólo toqué un objeto de madera: la foto enmarcada de Caitlin y mía, colocada sobre la almohada. Me senté y me di cuenta de que estaba solo en la habitación. Miré mi reloj: las diez y doce. Entonces vi una caja negra sobre la mesa, con un sobre encima. Me levanté. En el sobre ponía «David» y dentro había una nota:
Querido David:
Tengo que irme. Me pondré en contacto contigo muy pronto, pero por favor, deja que sea yo la que llame.
El objeto de la caja es un pequeño regalo para ti. Si no lo aceptas, no volveré a hablarte nunca más, no porque hayas rechazado mi regalo, sino por el rechazo de lo que representa el regalo. Teniendo en cuenta que deseo volver a hablar contigo… creo que ya me entiendes.
Con cariño.
Martha
Abrí la caja, levanté la tapa y vi un ordenador portátil Toshiba nuevo.
Unos minutos después, me planté frente al espejo del baño, frotándome la cara que empezaba a escocerme. Había un teléfono junto al lavabo. Lo cogí y llamé a recepción. Cuando me respondieron, dije:
– Buenos días. ¿Podrían mandarme artículos para afeitarse a la habitación?
– Por supuesto, señor Armitage. ¿Desea que le traigan el desayuno?
– Sólo zumo de naranja y café, por favor.
– En seguida se lo llevan, señor. Por cierto, su amiga ha dispuesto que uno de nuestros chóferes le acompañe a casa.
– ¿En serio?
– Sí, está todo arreglado. Pero no tiene que dejar la habitación hasta la una…
A la una y cinco estaba en el asiento de atrás de un Mercedes con chófer, en dirección a Meredith, con la caja del ordenador en el asiento, a mi lado.
Me presenté a trabajar en Books & Company al día siguiente. Les pasó por la tienda a media tarde y se quedó un momento asombrado, intentando identificarme. Después me miró con solemnidad burlona y dijo:
– Según mi experiencia, debes de estar muy enamorado para haberte cortado tanto pelo.
Tenía razón: estaba muy apasionadamente enamorado. Martha ocupaba mis pensamientos constantemente. No paraba de repasar la cinta de aquella noche en mi cabeza. No dejaba de oír su voz, su risa, sus manifestaciones susurradas de afecto mientras hacíamos el amor. Estaba loco por hablar con ella. Loco por tocarla. Loco por estar con ella. Y loco porque todavía no me había llamado.
El cuarto día ya no podía más. Decidí que, si no me había llamado al mediodía del día siguiente, desobedecería sus órdenes y la llamaría al móvil y le diría que debíamos fugarnos juntos inmediatamente. Porque aquello no era un coup de foudre cualquiera. No, aquello era la expresión de todo lo que había sentido (pero había evitado expresar) todos aquellos meses. La convicción…, no, la absoluta certeza de que era eso.
A las ocho de la mañana siguiente, llamaron con fuerza a la puerta. Salté de la cama, pensando: «Está aquí». Pero cuando abrí la puerta de golpe, me encontré a un hombre con uniforme azul, y un gran sobre acolchado en la mano.
– ¿David Armitage?
Asentí.
– Un envío urgente. Tengo un paquete para usted.
– ¿De quién?
– No tengo ni idea, señor.
Me pasó el recibo para que firmara la entrega y le di las gracias.
Volví dentro, abrí el sobre. Era una cinta de vídeo. La saqué del cartón. Llevaba una etiqueta blanca en la que se había dibujado de cualquier manera un corazón atravesado por una flecha. En un extremo de la flecha había las iniciales «DA» y en el otro «MF».
Sólo tardé un instante en comprender: David Armitage, Martha Fleck.
Sentí un escalofrío en la espalda, pero me obligué a meter la cinta en el aparato de vídeo y apretar el botón de «play».
En la pantalla apareció el cuadro fijo de una habitación de hotel. Después la puerta se abría y Martha y yo entrábamos en la habitación, vacilantes. Ella me abrazaba. Aunque el audio era confuso y metálico, la oí decir: «¿Conoces aquella escena famosa de todas las películas de Cary Grant y Katharine Hepburn, en la que él le quita las gafas y la besa con pasión? Quiero que interpretemos esa escena ahora mismo».
Empezábamos a besarnos. Retrocedíamos hacia la cama. Nos echábamos el uno encima del otro, nos arrancábamos la ropa, la videocámara perfectamente colocada para mostrar todos los detalles.
Cinco minutos después, lo paré. No necesitaba ver más, sobre todo porque ya sabía lo que pasaba. Y porque estaba temblando por la impresión.
Fleck. El que todo lo sabía, todo lo veía, el omnipotente Philip Fleck. Nos había tendido una trampa. Había controlado las llamadas de Martha. Había descubierto que había preparado un encuentro en The Four Seasons, en Santa Bárbara. Luego, de nuevo, había hecho que su gente repartiera un poco de dinero, había averiguado el número de la habitación que Martha había reservado y había colocado la cámara y el micrófono ocultos.
Y ahora… nos tenía en un puño. Desnudos y en un vídeo en color. Su primera película porno, que utilizaría para destruir a su esposa, y para asegurarse de que la zona muerta en la que yo habitaba actualmente fuera mi dirección permanente.
Sonó el teléfono. Me lancé a descolgarlo.
– ¿David?
Era Martha. Su voz sonaba artificialmente tranquila: la clase de tranquilidad que normalmente acompaña a un impacto brutal.
– Oh, gracias a Dios, Martha.
– ¿Lo has visto?
– Sí, lo he visto. Me lo acaba de enviar.
– No está mal, ¿eh?
– No puedo creerlo…
– Tenemos que vernos -dijo.
– Ahora.