Siempre quise ser rico. Sé que puede parecer un comentario estúpido, pero es la verdad. Una confesión sincera.
Hace más o menos un año se cumplió mi deseo. Tras una mala racha de diez años -una acumulación tóxica de innumerables cartas de rechazo, de «no nos interesa su propuesta», y la habitual colección de fracasos por los pelos («sintiéndolo mucho, estábamos buscando algo así el mes pasado»), y (por supuesto) de que no me devolvieran nunca las llamadas- los dioses del Azar finalmente decidieron que me merecía una sonrisa. Y recibí una llamada. Ni más ni menos: recibí la llamada que todos los que se ganan la vida escribiendo sueñan con recibir.
La llamada era de Alison Ellroy, mi sufrida agente.
– David, lo he vendido.
El corazón se me paralizó un instante. No había oído las palabras «lo he vendido» desde…, bueno, si he de ser sincero, no había oído nunca esa frase.
– ¿Has vendido qué? -pregunté, puesto que, en ese momento, cinco de mis propuestas de guión estaban haciendo un periplo de Holandés Errante por una serie de estudios y productoras.
– El piloto -dijo ella.
– ¿El piloto para la televisión?
– Sí. He vendido Te vendo.
– ¿A quién?
– Bueno…
– No me gusta como suena ese «bueno»…
– ¿Por qué no?
– «Bueno»… suena a malas noticias después de las buenas noticias.
– ¿Siempre crees que las malas noticias acechan detrás de las buenas?
– Ali, ¿cuándo he recibido de ti buenas noticias?
– En eso tienes razón. Pero ahora…
– Al grano. Por favor.
– A la FRT.
– ¿Qué?
– Ya me has oído: la FRT, la Front Row Television; de la productora más de moda y más inteligente de programas originales por cable…
Para entonces mi corazón necesitaba una desfibrilación.
– Ya sé quiénes son, Alison. ¿Vas a decirme que la FRT ha comprado mi piloto?
– Sí, David. La FRT ha comprado Te vendo.
Un largo silencio.
– ¿Van a pagar? -pregunté.
– Por supuesto que van a pagar, David. Esto es un negocio, lo creas o no.
– Lo siento, lo siento…, es sólo que no estoy acostumbrado… ¿Cuánto exactamente?
– Cuarenta de los grandes.
– Bien.
– No pareces muy entusiasmado.
– Estoy entusiasmado. Es que…
– Lo sé, no ganarás un millón de dólares. Pero un trato así para un desconocido es, a lo sumo, algo que sólo pasa dos veces al año en esta ciudad. Lo sabes perfectamente. Como también sabes que cuarenta mil es el precio habitual para un programa piloto de televisión, sobre todo para un guionista que no tiene nada producido. En fin, ¿qué te pagan actualmente en Book Soup? [1]
– Quince mil al año.
– Pues míralo de este modo: acabas de ganar el salario de tres años de un golpe. Y esto es sólo el comienzo. Sobre todo porque no sólo van a comprar el piloto… También van a producirlo.
– ¿Te lo han dicho?
– Sí, me lo han dicho.
– ¿Y tú te lo has creído?
– Cariño, vivimos en la capital del universo de los bocazas. Aun así, podrías tener suerte.
La cabeza me daba vueltas. Buenas noticias, buenas noticias.
– No sé qué decir -comenté.
– Podrías intentar decir «gracias».
– Gracias.
No sólo le di las gracias a Alison Ellroy. Al día siguiente de recibir la llamada, me acerqué al Beverly Centre y me gasté 375 dólares en una pluma Mont Blanc para ella.
Cuando se la di aquella misma tarde, me pareció sinceramente conmovida.
– ¿Sabes que es la primera vez que recibo un regalo de un guionista en… cuánto hace que trabajo en esto?
– Tú sabrás.
– Unos treinta años. Bueno, supongo que siempre hay una primera vez. O sea que… gracias. Pero no creas que voy a prestártela para firmar los contratos.
Lucy, por su parte, se quedó boquiabierta cuando se enteró de que había gastado tanto en un regalo para mi agente.
– ¿De qué vas? -preguntó-. Finalmente vendes algo, por poco, encima, y de repente, ¿eres Robert Towne? [2]
– Ha sido un detalle, nada más.
– Un detalle de 375 dólares.
– Podemos permitírnoslo.
– ¿Ah, sí? Calcula un poco, David. Alison se lleva el quince por ciento de comisión de los cuarenta mil. Hacienda se queda con el treinta y tres por ciento de tu parte, lo que te deja con menos de veintitrés mil, y la calderilla.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Porque he hecho cálculos. Como he calculado a cuánto asciende nuestra deuda con Visa y MasterCard: doce mil, y no para de subir. Como he calculado el préstamo que pedimos para pagar la matrícula de Caitlin el trimestre pasado: seis mil, y tampoco para de subir. Como sé que sólo tenemos un coche en una ciudad de dos coches por familia. Y el coche en cuestión es un viejo Volvo de doce años que necesita urgentemente un cambio de transmisión que no podemos pagar, porque…
– Vale, vale. He sido demasiado generoso. Mea maxime culpa. Y por cierto, gracias por aguarme la fiesta.
– Nadie… absolutamente nadie… te está aguando la fiesta. Sabes lo contenta que me puse ayer cuando me lo contaste. Es lo que tú… lo que nosotros hemos soñado desde hace once años. Lo que digo, David, es muy sencillo: el dinero ya está gastado.
– Muy bien, muy bien, lo he entendido -dije, intentando zanjar el asunto.
– Y aunque no le envidie a Alison su pluma Mont Blanc, habría sido agradable que te hubieras acordado primero de quien nos ha estado alejando de la miseria todos estos años.
– Tienes razón. Lo siento.
Y para demostrar cuánto lo sentía, al día siguiente compré una cruz de plata de Tiffany's de 400 dólares que Lucy llevaba tiempo deseando en silencio. Aquel acto de despreocupado riesgo financiero la sacó más si cabe de sus casillas… pero se la puso de todos modos.
– Por favor, no te preocupes por el precio -dije, después de que me tratara de idiota y de manirroto.
– Creo que hago bien en preocuparme…
– Oye, estamos en racha…
– ¿No te estás precipitando un poco?
– Es sólo el principio, Lucy.
– Espero que tengas razón -dijo ella bajito-. Nos merecemos un poco de suerte.
Le acaricié la mejilla y ella esbozó una sonrisa, tensa y cansada. Parecía realmente exhausta. Con toda la razón, porque los últimos diez años habían sido para los dos un duro ascenso por una cuesta muy pronunciada. Nos habíamos conocido en Manhattan en los noventa. Yo hacía pocos años que había llegado de mi Chicago natal, decidido a triunfar como dramaturgo. En lugar de eso me encontré dirigiendo obras en teatros alternativos y realizando inventarios para Gotham Book Mart [3] para pagar el alquiler. Conseguí un agente. Consiguió que circularan mis obras. No se produjo ninguna, pero un guión -Un día cualquiera en Oak Park- (una oscura sátira de la vida suburbana) el público lo leyó ante la Avenue B Theatre Company (al menos no era Avenue C). Lucy Everett formaba parte del reparto. Una semana después de la primera lectura, decidimos que estábamos enamorados. Cuando se habían hecho tres funciones de la obra, yo ya me había instalado en su estudio de la Calle 19 Este (pequeño, pero más amplio que el cuchitril que yo tenía alquilado, al otro lado del puente, en Borough Hall). Dos meses después, le ofrecieron un papel en un piloto para una serie de la ABC que se rodaba en California. Como estaba locamente enamorado, no dudé ni un momento cuando ella me dijo «vente conmigo».
Así que nos mudamos a Los Ángeles y alquilamos un pequeño piso de dos habitaciones en King's Road, en West Hollywood. Lucy hizo el piloto. Yo convertí una de las diminutas habitaciones en mi estudio. La cadena rechazó el piloto. Escribí mi primer intento de guión para el cine, Nosotros, los veteranos, que describí como «una película de atracadores cómico-sarcástica» acerca de un robo a un banco efectuado por una banda de viejos veteranos del Vietnam. No llegó a nada, pero fiché a Alison Ellroy como representante. Era la última de una especie en peligro de extinción: los agentes de Hollywood independientes, que trabajan en una pequeña oficina de Beverly Hills, en lugar de en un monolito arquitectónico delirante. Después de leer mi guión «cómico-sarcástico» y mis anteriores obras teatrales inéditas «cómico-sarcásticas», me aceptó como cliente, pero también me dio un consejo:
– Tienes talento. Pero escribes como si todavía estuviéramos en los setenta y habláramos diciendo cosas como «el sistema está podrido», mientras nos fumamos un porro, colega.
– Alto ahí -protesté-, no encontrarás un solo arquetipo hippy en ninguno de mis guiones.
– Es verdad, pero si quieres ganarte la vida escribiendo en Hollywood recuerda que debes escribir de forma genérica… con algún toque ocasional de sarcasmo cómico. Pero sólo un toque. Bruce Willis se hace el listillo, pero sigue persiguiendo al terrorista alemán de mandíbula de acero y rescatando a su esposa de edificios en llamas. ¿Pillas la idea?
Claro que la pillé. Y durante el siguiente año escribí tres guiones: una película de acción (unos terroristas islámicos secuestran un yate en el Mediterráneo en el que viajan los tres hijos del presidente de Estados Unidos); un drama familiar (una madre que se muere de cáncer intenta arreglar las cosas con sus hijos adultos, a los que se vio obligada a abandonar, por culpa de su perversa suegra, cuando eran pequeños) y una comedia romántica (un plagio de Vidas privadas, en el que una pareja de recién casados se enamora cada uno del hermano del otro durante la luna de miel). Los tres guiones seguían normas genéricas. Los tres guiones contenían momentos de «comicidad sarcástica». Ninguno de los tres guiones llegó a venderse.
Mientras tanto, el programa de televisión se desvaneció sin dejar rastro y Lucy descubrió que las puertas del mundo del espectáculo no se abrían precisamente de par en par ante ella. Hizo algún que otro anuncio. Estuvo a punto de conseguir un papel de oncóloga comprensiva en una película de Showtime sobre un corredor de maratón que luchaba contra el cáncer de huesos. También estuvo cerca de conseguir un papel de víctima chillona de un acuchillador en una película de gritos y cuchilladas. Como yo, iba de desilusión en desilusión. Al mismo tiempo, nuestra cuenta corriente llegó a los números rojos. Tuvimos que buscarnos empleos remunerados. Yo entré a trabajar, con un horario de bajo impacto de treinta horas a la semana, en Book Soup (seguramente la mejor librería independiente de Los Ángeles). A Lucy la convenció un compañero actor, también en paro, para que probara la televenta. Al principio no lo soportaba, pero la actriz que llevaba dentro respondió al papel de «vendedora agresiva» que se veía obligada a representar por teléfono. Con gran horror por su parte, resultó ser una campeona de la televenta. Ganaba bastante dinero: unos treinta mil dólares al año. Seguía presentándose a audiciones. Seguía sin conseguir ningún papel. De modo que siguió con la televenta. Entonces apareció Caitlin en nuestra vida. Pedí una excedencia en Book Soup para cuidar de mi hija. También seguía escribiendo: guiones para el cine, una nueva obra de teatro, un capítulo piloto para televisión. No vendí ninguno. Un año después de nacer Caitlin, Lucy dejó que caducara su inscripción en la Asociación de Actores. Yo volvía a trabajar en Book Soup. A Lucy la habían promocionado al puesto de instructora de televenta. Entre los dos apenas ganábamos cuarenta mil dólares al año netos: una miseria en una ciudad donde muchos gastan cuarenta mil dólares al año en hincharse los pectorales. No podíamos permitirnos cambiar de piso. Teníamos que compartir un Volvo anticuado que había visto la luz durante la primera presidencia de Reagan. Estábamos agobiados, no sólo por la falta de espacio físico en casa, sino también por la sensación cada día más nítida de que estábamos atrapados en una vida angosta, con horizontes aún más limitados. Por supuesto, estábamos encantados con nuestra hija. Pero con el paso de los años, cuando los dos nos acercábamos a los cuarenta, empezamos a vernos el uno al otro como los respectivos carceleros. No sólo intentábamos asumir nuestros repetidos fracasos profesionales, sino también el reconocimiento de que, mientras las personas que conocíamos recogían los frutos de los años de prosperidad de Clinton, nosotros estábamos empantanados en tierra de nadie. Pero si bien Lucy había abandonado toda esperanza en cuanto a su carrera de actriz, yo seguía haciendo guiones como salchichas, para su exasperación, puesto que (con razón) consideraba que cargaba a sus espaldas con el peso de ganar el pan. No dejaba de insistir para que dejara el empleo de Book Soup, intentara abrirme camino en alguna empresa de Internet y cabalgara en la ola de las OPI [4] . Yo no cedía y le decía que el empleo en la librería me permitía seguir con mi trabajo de escritor.
– ¿Tu trabajo de escritor? -saltó ella, con un tono sarcástico que rayaba en el desprecio-. Ojalá dejaras de decir tonterías…
Por supuesto, eso desencadenó una de esas peleas conyugales termonucleares en las que años de resentimiento acumulado, hostilidad y frustraciones domésticas, explotan de repente en la clase de enfrentamiento que abre grietas bajo los pies. Me llamó fracasado. Yo la acusé de no tener talento. Ella me dijo que era un egocéntrico, hasta el punto de poner mi carrera de escritor sin ningún futuro por encima del bienestar de Caitlin. Yo contraataqué diciendo que además de ser un modelo de responsabilidad doméstica (porque lo era), mi integridad profesional seguía intacta. El siguiente intercambio de improperios fue brutal:
Lucy: ¿Integridad? ¿Tú, que no has logrado vender nada, repito, nada, tienes el valor de hablarme de integridad?
Yo: Al menos yo no me he convertido en el Dale Carnegie de la televenta.
Lucy: La única razón por la que hago ese trabajo de mierda es porque me he casado con un fracasado…
Yo (cogiendo el abrigo): Que te den.
Lucy: Vete, anda. Añade un matrimonio fracasado a tu colección de éxitos…
Me marché hecho una furia. Conduje toda la noche, y acabé al norte de San Diego, caminando por la playa, en Del Mar, deseando ser lo suficientemente despreocupado para seguir hacia el sur, cruzar la frontera a Tijuana y desaparecer del desastre que era mi vida. Lucy tenía razón: era un fracasado. Pero al menos era un fracasado relativamente responsable, y no pensaba abandonar a mi hija en un arrebato de furia. De modo que volví al coche, me dirigí al norte y llegué a casa antes del amanecer. Encontré a Lucy completamente despierta, acurrucada en el sofá de nuestro repleto salón, con una expresión más que desconsolada. Me dejé caer en una butaca delante de ella. Estuvimos un buen rato sin decir nada. Por fin fue ella la que rompió el silencio.
– Ha sido horrible.
– Sí -dije-. Horrible.
– No creía lo que decía.
– Yo tampoco.
– Es que estoy tan cansada, David.
Le cogí la mano.
– Ya somos dos -dije.
Así que cumplimos el ritual de besarnos y hacer las paces, y le dimos el desayuno a Caitlin, la metimos en el autobús escolar, y los dos nos fuimos a nuestros respectivos trabajos, que no nos proporcionaban ningún tipo de satisfacción, y ni siquiera nos compensaban económicamente. Cuando Lucy llegó a casa aquella noche, se había restablecido la paz doméstica, y no volvimos a mencionar aquella espantosa pelea nunca más. Pero las cosas, una vez dichas, quedan dichas…, y una corriente de frialdad silenciosa, pero perceptible, se asentó entre los dos. Por mucho que intentáramos comportarnos como si todo fuera bien, nuestro matrimonio había empezado a perder su centro de gravedad, su lastre.
Y cuando empiezas a perder lastre, inevitablemente estás perdido.
Sin embargo, ninguno de los dos deseaba enfrentarse a esa lúgubre realidad. De modo que nos mantuvimos ocupados. Escribí otro proyecto de guión inútil y el piloto de una serie de treinta minutos titulada Te vendo, dedicada a las complejas relaciones internas en una agencia de relaciones públicas de Chicago (mi ciudad natal). Los protagonistas eran un grupo de neuróticos inteligentes y susceptibles. Y, por supuesto, era sarcásticamente cómica. Hasta le gustó a Alison; era el primer guión mío que elogiaba en muchos años… aunque para su gusto fuera un poco «demasiado sarcásticamente cómico». De todos modos, lo pasó al jefe de proyectos de la FRT. Él, a su vez, lo pasó a un productor independiente llamado Brad Bruce, que empezaba a hacerse un nombre como generador de sit-coms ocurrentes y fuera de lo común para la televisión por cable. A Brad le gustó lo que leyó… y recibí aquella llamada de Alison.
Fue entonces cuando empezaron a cambiar las cosas.
Brad Bruce resultó ser una rara avis: un tipo que creía que la ironía era la única forma de enfrentarse a la vida en la ciudad de Los Ángeles. Como yo, rondaba los cuarenta; como yo era del Medio Oeste, de Milwaukee (pobre de él). Congeniamos inmediatamente. Mejor aún, establecimos un método de trabajo fluido. Yo respondía de forma positiva a sus observaciones. Nos compenetrábamos bien. Nos reíamos. Y a pesar de que él sabía que aquél era el primer guión que yo lograba vender, me trataba como si fuera un compañero veterano de las guerras televisivas. A cambio, yo trabajaba sin descanso para él. Porque sabía que tenía un aliado, un rabino… aunque, también sabía que, si el piloto no se hacía, su atención se desviaría hacia otra parte.
Pero Brad era un trabajador empecinado y el piloto se rodó. Es más, era todo lo que debía ser un piloto: estaba bien interpretado y dirigido, y tenía un estilo agudo y divertido. A la FRT le gustó. Una semana después, Alison me llamó:
– Siéntate -dijo.
– ¿Buenas noticias?
– Las mejores. Acabo de hablar con Brad Bruce. Te llamará dentro de poco, pero yo quería ser la mensajera. Escucha: la FRT te encargará una serie inicial de ocho episodios de Te vendo. Brad quiere que escribas cuatro y seas el supervisor de todos los guiones de la serie.
Me quedé sin habla.
– ¿Sigues ahí?
– Intento recoger mi mandíbula del suelo.
– Déjala ahí hasta que oigas las cifras que ofrecen. Setenta y cinco mil por episodio, que hacen un total de trescientos mil dólares por los guiones. Imagino que puedo conseguirte ciento cincuenta mil más por la supervisión de los demás episodios, por no hablar de la mención «Creado por…», por no hablar de un porcentaje de un cinco al diez por ciento sobre todo el programa. Felicidades, estás a punto de hacerte rico.
Aquella noche me despedí de Book Soup. Al final de la semana, habíamos dado una paga y señal para una casita encantadora de estilo español en Mid-Wiltshire. Cambiamos el viejo Volvo por un Jeep Cherokee nuevo. Yo hice un leasing de un Mazda Miata, prometiéndome un Porsche Boxter si se rodaba una segunda temporada de Te vendo. Lucy estaba encantada con nuestro cambio de posición. Por primera vez podíamos permitirnos comodidades materiales. Podíamos comprar muebles como es debido, electrodomésticos de calidad, objetos de diseño. Como estaba muy presionado por las fechas de entrega -sólo tenía cinco meses para entregar mis cuatro episodios- Lucy se encargó de la decoración de la nueva casa. Además acababa de empezar a formar un nuevo batallón de televendedores, lo que significaba que, como yo, trabajaba doce horas al día. Dedicábamos el poco tiempo libre que teníamos a nuestra hija. No era un mal arreglo, porque mientras tienes los días completos, puedes seguir ignorando las grietas evidentes de un matrimonio estructuralmente dañado. Nos manteníamos ocupados. Hablábamos de lo maravilloso que era aquel golpe de suerte, y nos comportábamos como si todo volviera a marchar sobre ruedas… por mucho que, en el fondo, supiéramos que no era verdad en absoluto. Más revelador era que el equilibrio de poder conyugal había cambiado, porque de repente me había convertido en el Gran Proveedor. Puedo asegurar que no me regodeé en ello, pero Lucy sí hacía algún comentario ocasional a nuestro cambio de papeles. Casi un año más tarde, después del éxito del primer episodio de Te vendo, Lucy me miró y dijo:
– Supongo que ahora me dejarás.
– ¿Por qué tendría que dejarte? -pregunté.
– Porque puedes.
– Eso no va a suceder.
– Sí, me dejarás. Porque es lo que exige el guión del éxito.
Por supuesto que tenía razón. Pero no sucedió hasta seis meses después, cuando ya había cambiado el Miata por el Porsche que me había prometido si se hacía una segunda temporada de Te vendo. El programa no sólo se había renovado sino que, de repente, me encontré siendo el objeto de una considerable atención pública, porque Te vendo se había convertido en el programa imprescindible de los enterados del momento. Las críticas eran fantásticas. The New York Times lo calificó de «posiblemente la disección más inteligente del mundo laboral estadounidense, con todo el esplendor de sus luchas intestinas, que jamás se haya emitido en la pequeña pantalla». Newsweek se refería a mí como «una parte de Arthur Miller, una parte de David Mamet, y dos partes de norteamericano a la última. En resumen, un gran talento cómico, original, que sabe que la oficina es el foro donde volvemos al patio de recreo, y donde se desencadena nuestra peor agresividad».
No podría haberlo descrito mejor… si bien la cita que me gustó especialmente procedió de un artículo en el The New York Observer, en la que el crítico en cuestión se extendía considerablemente acerca de cómo Te vendo «capta con un ojo diseccionador feroz esa necesidad innata estadounidense de ganar las discusiones y cerrar los tratos a cualquier precio. Para cualquiera que lamente lo anodino de nuestra era, ésta es la prueba de que una inteligencia maliciosa puede triunfar todavía en la pequeña pantalla».
No hay que decir que me aprendí aquella crítica de memoria. Ni que también me complació que Esquire publicara un breve artículo de quinientas palabras sobre mí, en el que se me calificaba de «el Tom Wolfe de la televisión por cable» en su sección de la revista Los hombres que nos gustan. Ni que acepté la entrevista de Los Ángeles Times: un artículo bastante largo (1.200 palabras) en el que se detallaban mis largos años de purgatorio profesional, mi trabajo en Book Soup y mi súbito ascenso «a la pequeña y selecta liga de brillantes autores de Los Ángeles que no tocan el formato “de género”».
Le pedí a mi ayudante que recortara el artículo y lo mandara por mensajero a Alison. Le pegué un post-it donde escribí: «Pensando en ti genéricamente. Besos. David».
Una hora después, llegó un mensajero a mi oficina, con un sobre de la agencia de Alison. Dentro había una cajita de regalo envuelta, y una tarjeta:
«Que te den… Besos, Alison.»
Dentro de la caja había algo que yo llevaba años codiciando: una pluma Waterman Edson…, el Ferrari de los instrumentos de escritorio, con un precio a juego: 675 dólares. Pero Alison podía permitírselo, porque el contrato que consiguió por mi «participación creativa» en la segunda temporada de Te vendo ascendía a casi un millón de dólares… menos su quince por ciento, por supuesto.
Entrevistaron a Alison los de Los Ángeles Times. Como de costumbre, estuvo ingeniosa, y le dijo al entrevistador que no me había dejado como cliente durante los años de sequía porque «yo era de los que sabían cuándo no telefonear y, en esta ciudad, hay pocos escritores que posean esa habilidad». También dijo algo sorprendente y conmovedor: «Es la prueba viviente de la teoría de que el talento y la extrema perseverancia pueden triunfar a veces en esta ciudad. David siguió insistiendo mucho más allá del momento en que otros aspirantes a escritores habrían tirado la toalla. Por eso ahora se merece todo lo que tiene: el dinero, la oficina, la ayudante, el reconocimiento, el prestigio. Pero sobre todo ahora le devuelven las llamadas, y yo no dejo de recibir peticiones para entrevistarle. Porque ahora todos los que valen algo quieren trabajar con David Armitage».
Mientras yo estaba inmerso en la planificación de la segunda temporada de Te vendo tuve que rechazar la mayor parte de las reuniones que me proponían. Pero, a petición de Alison, fui a almorzar con una joven ejecutiva de la Fox Television llamada Sally Birmingham.
– Sólo la he visto una vez -dijo Alison-, pero en el mundillo todos la conocen y dicen que llegará lejos. Y sé que, gracias a Rupert y a los chicos de la Fox, tiene un montón de recursos a su disposición. Y como cualquiera en esta ciudad con un mínimo de gusto, le chifla Te vendo, hasta el punto de que me dijo que estaba dispuesta a ofrecerte un cuarto de millón por el piloto de treinta minutos que tú quisieras.
Aquello me hizo pararme a pensar.
– ¿Doscientos cincuenta por un piloto? -pregunté.
– Sí, y yo ya me ocuparía de que pagaran por anticipado.
– ¿Sabe que no puedo pensar en ningún nuevo proyecto hasta que la nueva temporada esté en marcha?
– Lo sabe y me ha dicho que está dispuesta a esperar. Lo que quiere es contratarte ahora para el piloto, porque, las cosas claras, si contrata a David Armitage para un piloto incluso pueden subir sus acciones en el mercado. Piénsalo, si todo va bien, tendrás seis semanas libres entre la segunda y la tercera temporada de Te Vendo. ¿Cuánto tardarías en esbozar un piloto?
– Tres semanas como mucho.
– Y las otras tres, te vas a descansar a una playa… si es que eres capaz de estar sin hacer nada tanto tiempo… pensando que has ganado un cuarto de millón de dólares en veintiún días.
– De acuerdo, iré al almuerzo.
– Bien hecho. Porque lo bueno es que te caerá bien: es muy lista y muy guapa.
Alison tenía razón en todo: Sally Birmingham me cayó bien. Era lista y era guapa. Tan lista y tan guapa, en realidad, que a los veinte minutos de conocerla me tenía hechizado.
Su ayudante había llamado a la mía para fijar la fecha del almuerzo en The Ivy. Gracias al clásico atasco en la 10, llegué con unos minutos de retraso. Ella ya estaba sentada a una mesa muy buena. Se levantó para saludarme, y me cautivó al instante, aunque intenté por todos los medios no demostrarlo. Sally era alta, con los pómulos marcados, una piel impecable, el pelo castaño claro corto y una sonrisa maliciosa. Al principio, la clasifiqué como el producto deslumbrante y aristocrático de una buena familia y de la educación de la Costa Este que sin duda habría tenido su propio caballo a los diez años. Pero al cabo de quince minutos de conversación, me di cuenta de que había logrado compensar sus orígenes de niña rica con una astuta mezcla de cultura auténtica e inteligencia práctica. Sí, había crecido en Bedford. Sí, había ido a Rosemary Hall y a Princeton. Pero además de ser una lectora voraz y, como yo, bastante cinéfila, también poseía una aguda comprensión de Hollywood y sus esplendorosos contrastes internos, y me explicó que lo pasaba en grande con aquel juego. Comprendí por qué los peces gordos de la Fox Television la valoraban tanto: era una chica con clase, pero hablaba su idioma. Y tenía una risa asombrosamente obscena.
– ¿Quieres oír mi anécdota preferida de Los Ángeles? -preguntó.
– Por favor.
– Muy bien. El mes pasado fui a almorzar con Mia Morrison, jefa de asuntos corporativos de la Fox. Llama al camarero, y dice: «Cánteme sus aguas». El camarero, un profesional de verdad, no se inmuta ante la curiosa fraseología y se pone a enumerarlas: «Bien, tenemos Perrier, de Francia, y Ballygowen, de Irlanda, y San Pellegrino, de Italia…». De repente, Mia le interrumpe: «Oh, no, San Pellegrino, no. Tiene demasiado cuerpo».
– Creo que lo utilizaré.
– «Los poetas inmaduros imitan, los poetas maduros roban.»
– ¿Eliot?
– Veo que sí fuiste a Dartmouth -observó Sally.
– Me deja boquiabierto tu investigación de mis orígenes.
– Tanto como a mí tus conocimientos de Eliot.
– Bueno, ya habrás captado las referencias a los «Cuatro cuartetos» en mi programa.
– Creía que te iría más «Tierra baldía».
– No, tiene demasiado cuerpo.
Se rió, con su risa obscena.
No sólo congeniamos al instante, sino que charlamos un poco de todo, incluido el matrimonio.
– Así que -dijo echando una mirada a mi alianza-, ¿estás casado o «estás casado»?
Su tono era ligero. Me reí.
– Lo primero -dije.
– ¿Desde cuándo?
– Once años.
– Es estupendo. ¿Eres feliz?
Me encogí de hombros.
– No me extraña -dijo ella-. Sobre todo después de once años.
– ¿Tú sales con alguien? -dije, intentando aparentar indiferencia.
– Hubo alguien… pero era una distracción sin importancia, nada especial. Lo terminamos de mutuo acuerdo hace cuatro meses. Desde entonces… vuelo en solitario.
– ¿Nunca te has lanzado a la piscina conyugal?
– No… Pensé en hacer algo arquetípicamente desastroso, como casarme con mi novio de Princeton. Él quiso, pero le dije que los matrimonios de universidad suelen tener una duración de dos años a lo sumo. De hecho, la mayoría de relaciones se queman cuando la pasión se vuelve prosaica. Por eso no he durado con nadie más de tres años.
– Entonces no crees en esa tontería de que «el destino tiene a alguien reservado para mí».
Otra de sus risas obscenas. Pero luego dijo:
– La verdad es que sí. Pero por ahora no lo he encontrado.
De nuevo su tono fue risueño. De nuevo, intercambiamos una mirada insinuante.
Pero fue sólo una mirada, y rápidamente volvimos a enfrascarnos en el remolino de la conversación. Me asombraba que no pudiéramos dejar de hablar, que nos entendiéramos tan bien y que tuviéramos una forma de ver las cosas tan parecida. La sensación de sintonía era apabullante… y un poco aterradora. Porque, a menos que lo estuviera interpretando todo al revés, la atracción mutua era enorme.
Finalmente nos pusimos a hablar de trabajo. Me pidió que le hablara de mi propuesta de piloto. Bastó una sola frase:
– La atormentada vida profesional y personal de una consejera matrimonial de mediana edad.
Sally sonrió.
– No está mal.
Le devolví la sonrisa.
– Primera pregunta -dijo ella-. ¿Está divorciada?
– Por supuesto.
– ¿Hijos problemáticos?
– Una adolescente que cree que mamá es idiota.
– Muy bonito. ¿Nuestra consejera matrimonial tiene un ex marido?
– Sí, y se largó con una profesora de yoga de veinticinco años.
– Evidentemente piensas ambientarla en Los Ángeles.
– Pensaba en San Diego.
– Bien pensado. El estilo de vida del sur de California sin la sobrecarga de Los Ángeles. ¿Sale con alguien la consejera matrimonial?
– Sin parar, y con resultados desastrosos.
– Y por su parte, los clientes…
– Harán sonreír, te lo garantizo.
– ¿Título?
– Habla claro.
– Trato hecho -dijo.
Intenté no sonreír descaradamente.
– Ya sabes que no puedo ponerme a trabajar en ello hasta que la segunda temporada…
– Alison ya me lo advirtió, y no es ningún problema. Lo importante es que te tengo.
Me rozó brevemente el revés de la mano. Yo no la aparté.
– Estoy contento -dije.
Me miró a los ojos y preguntó:
– ¿Cenamos mañana?
Quedamos en su casa, en West Hollywood. En cuanto crucé la puerta, nos arrancamos la ropa el uno al otro. Mucho más tarde, echado en su cama, bebiendo una copa de Pinot Noir poscoital, me preguntó:
– ¿Eres un buen mentiroso?
– ¿Te refieres a cosas como ésta?
– Exactamente.
– Bueno, es sólo la segunda vez que me pasa en los once años que he estado con Lucy.
– ¿Cuándo fue la primera?
– Un lío de una noche, en el noventa y seis, con una actriz que había conocido una tarde en la librería. Lucy estaba en el este, en casa de sus padres, con Caitlin.
– ¿Nada más? ¿Es tu única trasgresión extraconyugal?
Asentí con la cabeza.
– Por Dios…, sí que tienes conciencia.
– Es una debilidad, lo sé, sobre todo aquí.
– ¿Vas a sentirte culpable ahora?
– No -dije sin vacilar.
– ¿Y eso por qué?
– Porque las cosas entre Lucy y yo ahora son muy diferentes. Y también…
– ¿Sí? -preguntó.
– Porque…, bueno, porque es contigo.
Me besó tiernamente en los labios.
– ¿Es una confesión?
– Me temo que sí.
– Pues yo también tengo una. Diez minutos después de conocerte ayer, pensé: es él. Lo pensé ayer y lo pensaba hoy mientras contaba las horas que faltaban para las siete y tú llamabas a mi puerta. Y ahora…
Me acarició la mandíbula con el dedo índice de la mano derecha.
– … Ahora no pienso dejarte escapar.
La besé.
– ¿Es una promesa? -pregunté.
– Palabra de exploradora. Pero ya sabes lo que eso significa…, al menos, a corto plazo.
– Sí, voy a tener que aprender a mentir.
De hecho ya había aprendido a mentir, cuando como coartada para pasar mi primera noche con Sally le había dicho a Lucy que pasaría la noche en Las Vegas para investigar sobre el terreno el escenario de un futuro episodio. A Sally no le importó cuando utilicé su teléfono a las once para llamar a casa y decirle a mi esposa que estaba estupendamente alojado en The Bellagio y la echaba muchísimo de menos. Cuando llegué a casa la tarde siguiente, observé a Lucy atentamente por si veía alguna señal reveladora de sospecha o dudas. Incluso me pregunté si habría llamado a The Bellagio para comprobar si estaba inscrito en el hotel. Pero me recibió cariñosamente, y no soltó ninguna indirecta sobre dónde había estado la noche anterior. De hecho, no podría haber estado más cariñosa, y quiso que nos fuéramos a la cama temprano. Y sí, la cuerda de la culpabilidad sonó cuando se apretó contra mí y me dijo que me quería. Pero aquellos ecos fueron silenciados por una evidencia aún más clara: estaba locamente enamorado de Sally Birmingham.
Y ella lo estaba de mí. Me lo anunció unas dos semanas después de aquella primera cena en su piso. Me dijo que nunca había sentido nada igual por nadie. Su seguridad era abrumadora. Yo era el hombre con quien quería pasar el resto de su vida. Lo pasaríamos en grande. Tendríamos grandes carreras profesionales, hijos maravillosos. Y nunca caeríamos en el tedio vacío que caracterizaba a tantos matrimonios, porque ¿cómo podíamos ser algo menos que ardientes? Seríamos felices, porque estábamos destinados a serlo.
Sin duda, yo sabía que se estaba dejando llevar un poco por la pasión del momento. Aunque no me quejaba precisamente. Al fin y al cabo, era tan lista y tan hermosa… Y se había enamorado de mí. ¿Cómo podía no perder la cabeza yo también? Sobre todo cuando la pasión que sentíamos el uno por el otro era tan embriagadora, tan excitante… No podía más que dejarme atrapar por aquella teatralidad. Como tampoco podía creer en mi suerte en ascenso: primero el piloto, después la serie, la fama y la prosperidad. Y, ahora, una declaración de amor de una mujer extraordinaria y triunfadora. Aquello no era simplemente éxito: aquello era un auténtico triunfo personal.
Sin embargo había un problema: seguía estando casado.
Y me preocupaba profundamente el efecto que cualquier futuro desarreglo doméstico pudiera tener en Caitlin. Sally lo comprendió perfectamente.
– No te pido que te marches ahora mismo. Debes hacerlo sólo cuando estés a punto y cuando creas que Caitlin lo está. Esperaré. Porque vale la pena esperarte.
«Cuando estés a punto.» No «si»: un explícito «cuando». Pero la convicción de Sally no me molestaba, ni pensé que las cosas fueran demasiado deprisa, después de sólo dos semanas. Porque estaba de acuerdo con ella sobre nuestro futuro juntos, aunque interiormente me carcomiera el dolor y el daño que iba a infligir a mi esposa y a mi hija.
En honor de Sally, debo reconocer que no me agobió para que me fuera de casa. O, al menos, durante los ocho primeros meses, durante los cuales terminé mi trabajo en la segunda temporada de la serie, y me convertí en un refinado experto en disimular mi relación extraconyugal. Cuando la fecha de entrega de los tres episodios que estaba escribiendo se volvió apremiante, me instalé dos semanas en el Four Seasons Hotel de Santa Bárbara, con el pretexto de que necesitaba enclaustrarme para concentrarme en el trabajo.
Y trabajé, aunque Sally pasó una de las semanas conmigo, por no hablar de los dos fines de semana. Cuando el programa se trasladó a Chicago una semana para rodar exteriores, decidí quedarme unos días más para visitar a mis antiguos amigos aunque, en realidad, aquel fin de semana Sally y yo apenas salimos de la suite del The Park Hyatt. Haciendo malabarismos con nuestros respectivos calendarios, por no mencionar el alquiler de una habitación en el hotel Westwood Marquis, cerca de las oficinas de la Fox Television, lográbamos almorzar juntos dos veces a la semana y pasar al menos una noche en su piso.
Como descubrí, el engaño es una auténtica forma de arte. Más aún, es un ejercicio compulsivo: una vez que se empieza a adornar la verdad, se crea una ficción en la cual hay que vivir. A diferencia de la ficción, es imposible invalidar ese mecanismo en cuanto se pone en marcha. La mentira engendra mentira, y el adorno se expande, hasta el punto de que a menudo te encuentras pensando: ¿podría ser que la mentira fuera verdad en realidad? Porque ya no eres capaz de discernir la borrosa frontera entre realidad e invento.
Sin embargo, a menudo me maravillaba de lo bueno que era disimulando e inventando excusas. Es verdad que se podría objetar que, como escritor profesional, me limitaba a practicar mi oficio. Sin embargo, en el pasado, siempre me había considerado un mentiroso lamentable, hasta el punto de que, unos días después de mi única aventura extraconyugal anterior, en el noventa y seis, Lucy me había mirado y había dicho:
– Te has acostado con otra, lo sé.
Por supuesto, me quedé lívido. Por supuesto, lo negué con vehemencia. Por supuesto, ella no creyó una sola palabra.
– Anda, dime que estoy alucinando -dijo-. Pero puedo leer en tu interior, David. Eres transparente como un cristal.
– No te miento.
– Oh, por favor…
– Lucy…
Pero salió de la habitación y no volvió a hablar del tema nunca más. Una semana después, mi intensa culpabilidad, y mi miedo igual de acentuado a ser descubierto, se habían disipado, acallados por mi juramento interior de no volver a ser infiel.
Mantuve la promesa durante los siguientes seis años, hasta que conocí a Sally Birmingham. Pero después de aquella noche en su piso, apenas sentí culpabilidad, ni angustia, quizá porque mi matrimonio había empezado a regirse por la ley de mínimos. O tal vez porque, desde el principio de mi relación con Sally, supe que nunca había sentido tanta pasión por nadie.
Aquella certeza me convirtió en un experto del subterfugio; de hecho, Lucy no me cuestionó ni una sola vez mis idas y venidas las noches que «trabajaba hasta tarde». Tampoco me lanzó ninguna mirada de reproche para darme a entender que estaba enterada de mis embrollos. Por el contrario, no podría haber estado más cariñosa y más solícita. Sin duda, la mejora de circunstancias materiales había aumentado su afecto por mí. O, al menos, ésa era mi interpretación. Sin embargo, en cuanto entregué los borradores finales de mis episodios y me puse a revisar los cuatro guiones que se habían escrito para la nueva temporada, Sally empezó a hablar con más insistencia de «regularizar» nuestra situación y empezar a vivir juntos.
– Esta situación de clandestinidad tiene que acabar -dijo-. Te quiero para mí sola, si todavía me quieres.
– Por supuesto que te quiero. Ya lo sabes.
Pero también deseaba aplazar el día de poner las cartas sobre la mesa, el momento en que me sentaría con Lucy y le rompería el corazón. Así que lo fui dejando. Y seguí diciendo:
– Esperemos un mes más.
Una noche, volví a casa sobre la medianoche, después de una larga cena de trabajo con Brad Bruce. Cuando entré, Lucy estaba sentada en el salón, con mi maleta junto al sillón.
– Deja que te pregunte algo -dijo-. Es una pregunta que quiero hacerte desde hace siete meses: ¿es una gritona, o es una de esas vírgenes de hielo que, a pesar de los aires de gata maula, no soportan que nadie las toque?
De nuevo me quedé lívido. De nuevo, intenté que no se me notara.
– ¿Te has vuelto loca? -exclamé.
– No, sólo estoy muy bien informada.
– De verdad que no sé de qué me hablas.
– ¿Quieres decir que de verdad no sabes cómo se llama la mujer que te has estado tirando los últimos siete… o son ocho meses?
– Lucy, no hay nadie.
– Entonces, ¿Sally Birmingham no es nadie?
Me senté.
– Veo que eso te ha dado que pensar -siguió ella con tranquilidad.
Finalmente pregunté:
– ¿Cómo sabes cómo se llama?
– Hice que alguien lo investigara.
– ¿Que hiciste qué?
– Contraté a un detective privado.
– ¿Me espiaste?
– No pretendas escandalizarte, cretino. Era evidente que te acostabas con otra…
¿Cómo lo había sabido, si yo había sido tan cuidadoso y circunspecto?
– … y cuando me quedó claro por tus constantes ausencias que era algo más que un pequeño flirteo que el señor del universo televisivo se concedía para halagar el ego, decidí descubrir quién era tu enamorada. Así que contraté a un detective, un perdiguero…
– ¿No te salió muy caro?
– Tres mil ochocientos dólares, que estoy decidida a recuperar, de una forma u otra, en el acuerdo de divorcio.
Me oí decir:
– Lucy, no quiero el divorcio.
Su voz siguió siendo firme y extrañamente calma.
– Me da lo mismo lo que quieras tú, David. Yo me divorcio de ti. Este matrimonio se acabó.
De repente sentí un miedo cerval, a pesar de que ella estuviera haciéndome el trabajo sucio y desencadenando el principio del fin. Estaba consiguiendo exactamente lo que quería… y me daba un miedo espantoso.
– Si me lo hubieras echado en cara al principio…
Se puso tensa.
– ¿Qué? -dijo, demostrando su ira-. ¿Y hubiera intentado recordarte que teníamos una historia de once años juntos, y una hija que los dos adoramos y que, a pesar de toda la miseria de los últimos diez años, lo habíamos conseguido y ahora vivíamos bien por fin, y…?
Se calló, a punto de llorar. Intenté tocarla pero se apartó inmediatamente.
– No volverás a tocarme jamás -dijo.
Silencio. Entonces ella añadió:
– Cuando descubrí el nombre de tu amiguita, «la otra mujer», ¿sabes qué fue lo primero que pensé?: «David está subiendo rápidamente. La jefa de producción de la Fox Television. Magna cum laude en Princeton. Y es preciosa». El detective fue muy concienzudo. Incluso me trajo fotos de la señorita Birmingham. Es muy fotogénica, ¿verdad?
– Podríamos haber hablado de esto…
– No, no había nada de qué hablar. Tú has decidido jugarte el matrimonio, tu familia, y yo no tenía ninguna intención de hacer el papel de pobre infeliz en una canción country cualquiera, suplicando al esposo infiel que vuelva a casa.
– Entonces, ¿por qué no has dicho nada en todo este tiempo?
– Porque tenía la esperanza de que recuperaras el sentido común, de que se acabara por sí solo, de que te dieras cuenta de lo que estabas a punto de perder…
Volvió a fallarle la voz, e hizo un esfuerzo desesperado por controlar su emoción. Esta vez no intenté acercarme.
– Hasta te di una fecha límite -dijo-. Seis meses. Que, como una tonta, amplié a siete, y después a ocho. Pero hace una semana me di cuenta de que habías decidido dejarme.
– No había tomado esa decisión -mentí.
– Chorradas. Lo llevabas escrito en la cara, con luces de neón. Así que decidí tomar esa decisión por ti. Vete. Ahora.
Se levantó y yo la imité.
– Lucy, por favor. Intentemos…
– ¿Qué? ¿Hacer como si los últimos ocho meses no hubiesen existido?
– ¿Y Caitlin?
– Vaya, vaya, por fin piensas en el asuntillo de tu hija…
– Quiero hablar con ella.
– Bien, puedes volver mañana.
Quería insistir en mi derecho de pasar la noche en el sofá, e intentar discutir la situación con calma a la luz del día. Pero sabía que no me escucharía. En fin, aquello era lo que yo quería. ¿O no?
Recogí la maleta y dije:
– Lo siento.
– No acepto disculpas de un mierda -dijo Lucy, y corrió escalera arriba.
Estuve diez minutos sentado en el coche, inmóvil, dando vueltas a lo que haría a continuación. De repente, me encontré corriendo hacia la puerta de la casa, golpeándola con los puños, gritando el nombre de mi esposa. Después de un momento, oí su voz al otro lado de la puerta.
– Vete, David.
– Dame una oportunidad de…
– ¿De qué? ¿De decirme más mentiras?
– He cometido un terrible error…
– Lástima. Deberías haberlo pensado hace siete meses.
– Sólo estoy pidiendo una oportunidad de…
– No hay nada más que decir.
– Lucy…
– Hemos terminado.
Saqué mis llaves de la casa. Pero en cuanto intenté meter la primera en la cerradura, oí que Lucy pasaba el cerrojo por dentro.
– Ni se te ocurra volver, David. Hemos terminado. Vete. Ahora mismo.
Debí pasar los cinco minutos siguientes golpeando la puerta, implorándole, repitiéndole que había cometido el mayor error de mi vida, suplicándole que me permitiera volver. Pero sabía que ya no me escuchaba; que las cosas habían empezado a precipitarse por un abismo. Una parte de mí estaba totalmente aterrorizada por aquella convicción: mi familia destruida por mi vanidad, mi éxito recién estrenado. No obstante, otra parte de mí comprendía por qué había optado por aquel camino destructivo. Como sabía también lo que sucedería si de repente la puerta se abría y Lucy me permitía entrar: volvería a una vida anodina. Y recordé algo que un escritor amigo mío me había dicho después de dejar a su esposa por otra mujer: «Por supuesto el matrimonio tenía algunos problemas, pero ninguno que fuera tan insoportable. Por supuesto era un poco tedioso, pero eso también forma parte del curso natural de doce años de convivencia. Fundamentalmente, no había nada tan malo entre nosotros. ¿Así que por qué lo hice? Porque una vocecita en mi cabeza no dejaba de hacerme una pregunta fundamental: “Es esto todo lo que va a ofrecerte la vida”».
Ese recuerdo fue desbancado por una voz que gritaba dentro de mi cabeza: «No puedo hacerlo». Saque el teléfono móvil y marque el número de casa a la desesperada. Cuando Lucy respondió, dije:
– Cariño, haré lo que sea…
– ¿Lo que sea?
– Sí, lo que me pidas.
– Pues jódete y muérete.
Colgó. Miré la casa. Todas las luces de la planta baja estaban apagadas. Respiré hondo para calmarme, después crucé el punto de no retorno y llamé a Sally. Le expliqué que finalmente había hecho lo que me había pedido: había informado a Lucy de que habíamos terminado. Aunque ella me hizo todas las preguntas delicadas sobre cómo se lo había tomado Lucy («No muy bien», dije), y cómo me sentía yo («Me alegro de haberlo hecho»), parecía sinceramente encantada. De hecho, tan triunfante que, por un momento, pensé que se lo tomaba como una especie de victoria: la fusión y adquisición definitiva. Pero la impresión pasó cuando me dijo cuánto me amaba, que sabía lo difícil que había sido para mí, y que estaría a mi lado. De todos modos, aunque aquellas palabras me tranquilizaran, seguía sintiendo un vacío y una desorientación insoportables. Era de esperar en aquellas circunstancias, pero me angustiaba.
– Ven a casa, querido -dijo.
– No tengo adonde ir si no.
Al día siguiente, tras una tensa conversación telefónica con Lucy, acordamos que yo recogería a Caitlin en la escuela.
– ¿Se lo has dicho? -pregunté.
– Por supuesto que se lo he dicho.
– ¿Y?
– Has destruido su sentimiento de seguridad, David.
– Oye -protesté-, no soy yo el que pone fin al matrimonio. Fue decisión tuya. Como dije anoche, si me dieras la oportunidad de demostrarte…
– Ni hablar -dijo ella, y colgó.
Caitlin no me permitió que le diera un beso cuando me vio esperándola delante del colegio. No me dejó darle la mano. No quiso hablar conmigo cuando subimos al coche. Propuse un paseo por el frente marítimo de Santa Mónica. Propuse una cena temprana en Johnny Rockets, en Beverly Hills (su restaurante favorito). O una vuelta por FAO Schwartz, en el Beverly Centre. Mientras iba enumerando la lista de opciones, me di cuenta de algo: estaba hablando ya como un padre divorciado.
– Quiero ir a casa con mamá.
– Caitlin, no sabes cuánto lo siento…
– Quiero ir a casa con mamá.
– Sé que es una cosa horrible. Sé que debes pensar que soy…
– Quiero ir a casa con mamá.
Me pasé los cinco minutos siguientes intentando que me escuchara. Pero no hubo manera. Siguió repitiendo la misma frase una y otra vez: «Quiero ir a casa con mamá».
De modo que, al final, no tuve más remedio que hacer lo que me pedía.
Cuando llegamos a la puerta de casa, corrió a los brazos de Lucy.
– Gracias por lavarle el cerebro -dije.
– Si quieres hablar conmigo, hazlo a través de un abogado.
Y entró en la casa.
En realidad acabé hablando con Lucy a través de dos abogados de la firma Sheldon y Strunkel, que Brad Bruce me había recomendado encarecidamente (los había utilizado en sus dos divorcios anteriores, y los mantenía a la espera por si el matrimonio número tres hacía aguas). A su vez, ellos hablaban con la abogada de Lucy, una tal Melissa Levin, a quien mis abogados describían como un exponente de la escuela jurídica «destripemos a ese hijo de puta». Desde el principio, no se limitó a querer desposeerme de todos mis bienes; también quiso asegurarse de que salía del divorcio renqueando y permanentemente entablillado. Al fin, tras muchas y costosas negociaciones, mis chicos lograron poner freno a su política de tierra quemada, pero los daños fueron igualmente formidables. Mi mujer se quedó con la casa (mi parte de la propiedad incluida). También recibió la friolera de once mil dólares al mes de pensión y mantenimiento para Caitlin. Dado mi reciente éxito, podía permitírmelo, y por supuesto deseaba que Caitlin tuviera todo lo que deseara. Pero me abrumaba la idea de que, a partir de entonces, los primeros doscientos mil dólares de mis ingresos brutos ya estuvieran gastados. Tampoco me complacía la cláusula que había incluido Levin, la empaladora: el derecho de que Lucy se mudara con Caitlin a otra ciudad, siempre que su trabajo lo exigiera. Cuatro meses después de concluir nuestro rápido divorcio, ella ejerció ese derecho, después de encontrar un empleo como jefa de recursos humanos de una empresa informática en Marin County. De repente, mi hija (con quien por fin había logrado restablecer nuestra vieja relación, gracias en parte, a la habilidad de Sally para conquistarla como madrastra) ya no vivía a cuatro pasos de mí. De repente ya no podía tomarme una tarde libre y recogerla en la escuela para ir a Malibú, o a la gran pista de patinaje sobre hielo de Westwood. De repente, mi hija estaba a una hora de vuelo, y cuando la serie se empezó a rodar, me fue imposible verla más de una vez al mes. Y eso me preocupaba, hasta el punto de que, en las frecuentes noches en que no lograba dormir, paseaba por el gran loft de West Hollywood que Sally y yo habíamos alquilado, por cuatro mil quinientos dólares al mes, y me preguntaba -quizá por cuadraséptima quinta vez- por qué había destruido mi familia. Sin duda sabía la razón: porque mi matrimonio con Lucy se había estancado y se había vuelto rutinario, y porque me había dejado arrastrar por el deslumbrante estilo y brillo de la señorita Birmingham. Pero en aquellos momentos de íntima desesperación a las cuatro de la madrugada, no podía evitar castigarme por hacer lo que era previsible a mi mediana edad y preguntarme: «¿He cometido un terrible error?».
Pero a la mañana siguiente había un guión que terminar, una reunión a la que acudir, un contrato que firmar, una inauguración a la que asistir con Sally; en resumen, el empuje irrefrenable del éxito. Era un ímpetu que me permitía escapar de vez en cuando del persistente sentimiento de culpa; la silenciosa incertidumbre, omnipresente, sobre mi nueva existencia.
Naturalmente, la noticia de mi cambio de situación doméstica se difundió por el tamtan de Hollywood pocos minutos después de mi abandono del techo conyugal. Todos decían lo que se consideraba pertinente (a la cara, al menos) sobre la dificultad de poner fin a un matrimonio. El hecho de haber «huido» (por utilizar esa expresión canalla) con una de las ejecutivas de televisión mas prestigiosas de la ciudad no me perjudico mucho. Había «prosperado», y como me había dicho Brad Bruce: «Todos sabían que eras un tipo listo, David. Ahora todos piensan que eres un tipo muy listo».
Sin embargo, la reacción de mi agente fue cáustica, como era de esperar. Alison conocía a Lucy y la apreciaba, y tras el éxito de la primera temporada de episodios de Te vendo, me había recomendado que evitara las tentaciones extraconyugales. De modo que cuando le di la noticia de que estaba a punto de empezar una nueva vida con Sally, hizo una mueca, y luego se quedó callada. Por fin dijo:
– Supongo que debería felicitarte por esperar más de un año antes de hacer algo así. De todos modos, supongo que era inevitable. Porque es lo que sucede siempre aquí cuando alguien logra triunfar.
– Estoy enamorado, Alison.
– Mi enhorabuena. El amor es algo maravilloso.
– Sabía que reaccionarías así.
– Cariño, ¿no sabías que en el mundo hay sólo diez guiones? ¿Y que ahora tú estás actuando en uno de ellos? Pero al menos, el tuyo, ha tenido un giro distinto.
– ¿Cuál?
– En tu caso, el guionista es el que jode al productor. En mi hastiada experiencia, siempre es al revés. De modo que, bravo, estás desafiando las leyes de gravedad de Hollywood.
– Pero Alison, fuiste tú la que nos juntó.
– No me lo recuerdes. Pero no te preocupes, no te pediré el quince por ciento de vuestras futuras ganancias.
Lo que sí dijo Alison fue que, ahora que Sally y yo éramos pareja, sería mejor que olvidáramos el piloto de la Fox, que yo no había escrito todavía.
– No nos engañemos, parecería un regalo de boda para ti, y no quiero imaginar lo que cualquier advenedizo podría escribir en el Daily Variety.
– Sally y yo ya lo hemos discutido. Hemos decidido que sería mejor olvidar lo del piloto para la Fox.
– ¡Qué deliciosas conversaciones de cama debéis de tener!
– Fue durante el desayuno.
– ¿Antes o después de hacer cuentas?
– ¿Por qué te soporto?
– Porque, «como amiga», soy realmente una amiga. Y también porque te guardo las espaldas. Hasta el punto de que el consejo que acabo de darte me costará casi cuarenta mil dólares en comisiones.
– Eres una altruista, Ali.
– No, sólo soy idiota. Pero tu hermana mayor del quince por ciento tiene un último consejo que darte: sé discreto los próximos meses. Ya te van demasiado bien las cosas.
Seguí su consejo. Aunque a Sally y a mí en seguida nos clasificaron como el prototipo de pareja afortunada, no hacíamos ostentaciones. Éramos ejemplares perfectos del Nuevo Hollywood: la clase de personas cultas, con títulos de universidades de prestigio, que por causalidad triunfaban en el turbulento mundo de la televisión. Aunque el dinero no nos faltaba, huíamos de la ostentación. Nuestro loft era de diseño minimalista; mi Porsche Boxter y el Range Rover de Sally se consideraban vehículos simbólicos y bien elegidos: la clase de coches elegantes de gama alta conducidos por personas elegantes de gama alta, que evidentemente habían alcanzado un nivel significativo de éxito profesional, pero también habían resistido las tentaciones de los nuevos ricos en las que suelen caer los que empiezan a «ser alguien». Sí, nos invitaban a las fiestas importantes, a los estrenos importantes, pero no nos dejábamos avasallar por las lisonjas de la fama o la necesidad de mantener un alto perfil público. De todos modos, estábamos demasiado ocupados los dos para añorar el frenesí social. Como todas las ciudades industriales, Los Ángeles es mayoritariamente una ciudad que se acuesta temprano. Así que, con Sally enfrascada en la planificación de una nueva programación para la temporada de otoño, y yo con la segunda temporada de Te vendo en plena producción, apenas teníamos tiempo para hacer vida social, por no hablar de tiempo para nosotros. Descubrí que Sally vivía la vida como si fuera un horario perpetuamente planificado: hasta el punto de que, aunque nunca lo verbalizara así, yo sabía que ella había reservado tácitamente tres «ventanas para hacer el amor» a la semana. Incluso esos raros momentos en que le entraban ganas de improviso de tener relaciones empezaron a parecerme curiosamente premeditados, casi como si hubiera calculado que, las pocas mañanas que no tenía un desayuno con alguien, podíamos encontrar los diez minutos más o menos exigidos para alcanzar un orgasmo cada uno, antes de que empezara su jornada laboral.
A pesar de todo no me quejaba. Porque, exceptuando las frecuentes punzadas de remordimiento por Lucy y Caitlin, todo iba de maravilla. Tenía éxito. Ganaba mucho dinero. Había conseguido el respeto de los colegas. Había conquistado el amor de una mujer extraordinaria. Y, por supuesto, estaba a punto de presentar al público estadounidense la segunda temporada de episodios de la aclamada serie que llevaba mi nombre como creador.
– Todo el mundo debería tener tus problemas -dijo Bobby Barra una de las raras noches que salí (bueno, era viernes), después de tomarme un martini de más y confiarle que todavía me martirizaba la culpabilidad por haber echado a perder mi matrimonio.
A Bobby Barra le encantaba que le utilizara de padre confesor, porque eso significaba que éramos íntimos. Y a Bobby Barra le encantaba la idea de ser íntimo mío, porque yo era famoso, un personaje; uno de los pocos triunfadores de verdad en una ciudad de ansiadas aspiraciones y fracasos dominantes.
– Plantéatelo así, chico. Tu matrimonio pertenece a ese segmento de tu vida en que nada funcionaba. Por lo tanto, era lógico que tuvieras que desprenderte de él cuando cruzaste la calle a la acera de los afortunados.
– Supongo que tienes razón -dije, no muy convencido.
– Claro que tengo razón. Una nueva vida significa que todo debe ser nuevo.
Incluidos amigos nuevos, como Bobby Barra.