Un par de cosas sobre Philip Fleck. Había nacido en Milwaukee, hacía cuarenta y cuatro años. Su padre tenía una pequeña empresa de papel de embalaje. Cuando murió fulminado por un infarto en 1979, su familia instó a Philip, que estaba terminando los estudios de la escuela de cinematografía de la Universidad de Nueva York, a volver a casa para encargarse de los negocios. A pesar de su resistencia a asumir la responsabilidad, especialmente porque estaba decidido a ser director de cine, accedió a los deseos de su madre y se hizo cargo de la dirección de la empresa. Al cabo de diez años, había convertido aquella empresa local en una de las mayores productoras de embalaje al por mayor de Estados Unidos. Entonces entró en bolsa y ganó sus primeros mil millones de dólares. Después de eso, empezó a tener escarceos con el capital de riesgo, y a finales de los ochenta decidió respaldar un oscuro caballo denominado «Internet». Elegía sus inversiones sabiamente, porque en 1997 tenía un capital de más de veinte mil millones de dólares. En 1998 cumplió cuarenta años. Y fue también el año en que decidió de repente desaparecer de la vida pública.
Renunció a la presidencia de la empresa familiar de embalaje. Dejó de vérsele en público. Contrató a una empresa importante de seguridad para asegurarse de que nadie invadía su intimidad. Rechazaba todas las peticiones de entrevistas o apariciones públicas, y se escondió detrás del gran aparato que gestionaba su imperio empresarial. Se desvaneció tan completamente que muchos creían que había muerto, se había vuelto loco o era J. D. Salinger.
Tres años después, Philip Fleck reapareció en público. Mejor dicho: su nombre reapareció de repente, con regularidad, cuando La última oportunidad, su primera película, llegó a las pantallas. Él mismo había escrito el guión y dirigido la película (y también la había financiado con un presupuesto de veinte millones de dólares), y en la entrevista que concedió a Esquire antes del estreno de la película, la calificó de «la culminación de diez años de planificación y reflexión». La película era un cuento apocalíptico ambientado en una isla de la costa de Maine, sobre dos parejas que se enfrentaban a una crisis de proporciones metafísicas cuando un accidente nuclear arrasaba casi toda Nueva Inglaterra. Se encuentran atrapados en la isla, donde esperan que el viento se lleve las toxinas mortales. Durante ese tiempo se pelean, discuten y charlan, empiezan a debatir sobre el auténtico significado de la existencia terrenal… y, con mucha imaginación, sobre sus muertes inminentes.
La película recibió algunas de las peores críticas imaginables. Se acusó a Fleck de ser pomposo y risible; un hombre rico sin talento que había tirado una montaña de dinero en una de las películas más pretenciosas y absurdas jamás rodadas.
Tras esa semejante acogida por parte de la crítica, Philip Fleck volvió a esfumarse; sólo se veía con unos pocos miembros del denominado círculo íntimo de amigos. Pero su nombre volvió a aparecer en las noticias cuando se filtró que finalmente se había casado… con la mujer que había sido la editora del guión de La última oportunidad (por cierto: cuando Brad Bruce vio la noticia de la boda en la sección de Sociedad del Times, en la oficina de la productora, se volvió hacia mí y dijo: «Puede que se haya casado con ella porque es la única persona que no se rió de su puto guión»).
Pero aunque los críticos hubiesen mellado el orgullo de Philip Fleck, no podían hacer nada contra su cuenta bancaria. En la clasificación Forbes del último año de los cien estadounidenses más ricos, él era el octavo, con un valor neto actual de 24.400 millones de dólares. Poseía casas en Manhattan, Malibú, París, San Francisco y Sidney, por no hablar de su propia isla privada cerca de Antigua. Tenía su propio jet 767 privado. Era un coleccionista de arte ávido, con predilección por los pintores norteamericanos del siglo XX, concretamente, abstractos de los sesenta como Motherwell, Philip Guston y Rothko. Por muchas obras de beneficencia que hiciera, era más conocido por su obsesión por el cine, hasta el punto de que había subvencionado generosamente organizaciones como el American Film Institute, la Cinemathèque Francaise y el departamento cinematográfico de la Universidad de Nueva York. Más precisamente, era un auténtico cinéfilo: en su entrevista en Esquire había afirmado haber visto más de diez mil películas. En alguna ocasión se le había visto asistir a cines de la orilla izquierda parisina como el Accatone y el Action Christine, aunque, por lo que se sabía de él, era difícil distinguirle en una multitud, porque se trataba de un hombre de aspecto muy corriente: «… alguien que, a pesar del vestuario de diseño de lujo, sigue pareciendo un don nadie del Medio Oeste un poco grueso» (según el perfil más bien quisquilloso de Esquire). «Sin embargo, es su carácter taciturno lo que realmente le define. Uno no sabe si sufre de timidez terminal o de una especie de arrogancia misantrópica que procede de su estratosférica riqueza. Porque él no tiene auténtica necesidad de relacionarse con el resto del mundo. Conoces a Philip Fleck, echas un vistazo a sus dominios, a su inmenso poder financiero, en toda su infinita magnificencia, y después le miras a él cuidadosamente, y piensas: a veces los dioses sonríen a los cretinos.»
Después de que Bobby me propusiera pasar el fin de semana en el refugio caribeño de Fleck, pedí a mi ayudante que buscara la entrevista de Esquire. En cuanto terminé de leerla, llamé a Bobby a su oficina y le pregunté:
– ¿El periodista de Esquire sigue con vida?
– Apenas…, aunque imagino que la oficina del Bangor Daily News no puede compararse con el embriagador mundo de las revistas de Hearst.
– Si me hubieran hecho esas críticas, me habría hecho piloto kamikaze.
– Ya, pero si tuvieras veinte mil millones en el banco…
– Entendido. Desde luego, seguro que después de toda la mierda que le lanzaron con La última oportunidad, no le quedan ganas de volver a ponerse a dirigir.
– Si hay algo que sé de Phil es esto: puede que sea el señor silencioso, el señor meditabundo, pero no es de los que abandonan, nunca se rinde. Es implacable. Si quiere algo, lo obtiene. Y ahora mismo te quiere a ti.
Sí, aquélla era la razón subyacente, el subtexto, de mi invitación al refugio caribeño de Fleck. Se lo sonsaqué a Bobby en su primera llamada, cuando me había invitado a conocer al gran recluso.
– La cosa está así, chico -dijo Bobby-. Él pasará una semana en ese sitio cerca de Antigua. Se llama Saffron Island, y te lo aseguro, es un paraíso de lujo.
– Déjame adivinar -dije-. Se ha construido su propio Taco Bell en la isla…
– Oye, ¿a qué viene el sarcasmo?
– Es que me gusta tomarte el pelo con tu amigo megarrico.
– Oye, Phil es original de verdad, un inadaptado. Y aunque ahora guarde su intimidad como si fuera un campo de pruebas nucleares, para sus amigos es un tipo normal. Sobre todo si le caes bien.
Y, según Bobby, él le caía bien.
– Porque soy un tipo simpático.
– Sin ofender -dije-, pero sigo sin comprender cómo te introdujiste en su círculo íntimo. A mí ese tipo hace que el difunto señor Kubrick me parezca una persona accesible.
Entonces me contó que «había hecho migas» con Fleck hacía tres años durante la preproducción de su película. Aunque Fleck asumía todos los gastos, quería montar el asunto de modo que se transformara en una enorme evasión fiscal. Uno de los productores asociados había sido cliente de Bobby, y como sabía que era un genio de las finanzas (palabras textuales de Bobby), propuso que Fleck hablara con él. De modo que convocaron a Bobby a chez Fleck en San Francisco. «Una modesta mansión en Russian Hill.» Se midieron con la mirada y charlaron. Bobby trazó un plan según el cual, si Fleck hacía toda la película en Irlanda, al año siguiente podría deducir de la declaración de renta todo el presupuesto de veinte millones de dólares, sin que Hacienda pudiera abrir la boca.
Así que La última oportunidad se rodó en una isla dejada de la mano de Dios de la costa del condado de Clare, y los interiores, en un estudio de Dublin. A pesar de que fue un desastre para todos los implicados, al menos Bobby Barra obtuvo un buen premio: su amistad con Philip Fleck.
– Te lo creas o no, hablamos el mismo idioma. Y sé que respeta mi opinión en asuntos financieros.
¿Lo suficiente para permitirte jugar con su dinero?, quería preguntar yo, pero me mordí la lengua. Porque estaba bastante seguro de que un hombre con los megarrecursos de Philip Fleck probablemente tenía a doce Bobby Barra en nómina. Lo que no lograba comprender era qué veía en un charlatán como Barra un individuo esquivo como Fleck. A menos que, como yo, lo encontrara divertido y le considerara un material en potencia.
– ¿Cómo es su nueva esposa? -pregunté a Bobby.
– ¿Martha? Muy de Nueva Inglaterra. Muy intelectual. Bastante guapa, si te gusta el tipo Emily Dickinson.
– ¿Conoces a Emily Dickinson?
– No salimos nunca juntos, pero…
Tenía que reconocerlo: Bobby era rápido.
– Te diré algo, entre nosotros -dijo-. A nadie le sorprendió que Phil la eligiera. Antes de ella, iba de flor en flor a lo grande, aunque siempre parecía incómodo con la modelo de turno que, aparte de los indispensables requisitos de maciza, tenía problemas al deletrear su propio nombre. A pesar de todo su dinero, nunca ha sido precisamente un imán para las mujeres.
– Pues me alegro de que encontrara a alguien -dije, pensando que, a pesar de sus credenciales de bella de Amherst, aquella tal Martha tenía que ser una cazafortunas.
– En fin, el objetivo de esta invitación es simple -dijo Bobby-. Como ya te he dicho, a Phil le encanta Te vendo, y sencillamente quiere conocerte, y pensó que te gustaría pasar un par de días con tu chica bajo las palmeras de Saffron Island.
– ¿Sally también puede venir?
– Te lo acabo de decir.
– Y es sólo una ocasión para saludarme, nada más.
– Ni más ni menos -dijo Bobby, con una leve nota de duda en la voz-. Por supuesto, es posible que Phil quiera hablarte de trabajo.
– No me importa.
– Y si no te importara leer uno de sus guiones antes de ir…
– Sabía que era una cazada.
– No es una cazada, Dave. Sólo te pide una «lectura de cortesía» de la nueva película que está escribiendo.
– Mira, no soy un revisor de guiones…
– Tonterías. Eso es precisamente lo que haces en todos los episodios de Te vendo que no has escrito tú.
– Sí, pero la diferencia es que se trata de mi serie. Lo siento si te parezco pedante, pero no administro primeros auxilios al trabajo de otros.
– Eres un pedante, pero la cuestión es: nadie te pide que juegues a médicos. Como te he dicho, es una lectura de cortesía, nada más. Seamos claros, el autor en cuestión es el señor Philip Fleck. Y está deseoso de que vueles en su avión privado a su isla privada, donde tendrás una suite privada con tu propia piscina privada, y donde también tendrás tu mayordomo privado y la clase de servicio de seis estrellas que no encontrarás en ninguna otra parte, y a cambio de esa semana de lujo absolutamente sibarítico, sólo te pide que leas su guión, que debo decir que sólo tiene ciento cuatro páginas, porque lo tengo delante de mí, y después de leerlo, sencillamente te sientas con él un rato bajo las palmeras de Saffron Island, y tomando una piña colada, charlas una horita con el octavo hombre más rico de Estados Unidos sobre su guión…
Hizo una pausa para respirar. Y también buscando el efecto dramático.
– Veamos, señor Armitage: ¿es mucho pedir?
– De acuerdo -concedí-. Mándamelo por mensajero.
El guión llegó dos horas después, y para entonces Jennifer había localizado el perfil de Esquire en Internet, y yo estaba verdaderamente intrigado. Había algo irresistible en el personaje paradójico que era Philip Fleck. Tanto dinero y tan poca capacidad creativa. Y, si el periodista de Esquire estaba en lo cierto, una necesidad tan desesperada de demostrar al mundo que era un hombre dotado de auténtico genio creativo. «El dinero no es nada sin reconocimiento», le había dicho al periodista. Pero y si resulta que, con todos tus miles de millones, no tienes un gramo de talento, ¿entonces qué? Creo que una parte insidiosa de mí pensaba que sería divertido pasar unos días observando esa suprema ironía.
Incluso Sally estaba intrigada con la idea de pasar una semana en las cercanías de tan desmesurada riqueza.
– ¿Estás completamente seguro de que esto no es una artimaña montada por Bobby Barra? -preguntó.
– Por mucho que fanfarronee, dudo que Bobby tenga su propio 767, y menos aún una isla en el Caribe. Además, recibí un ejemplar del guión de Fleck, y Jennifer lo comprobó en la Asociación de Autores. Está registrado a nombre de Fleck, o sea que todo parece perfectamente legal.
– ¿Qué tal?
– No lo sé. Lo recibí poco antes de salir.
– Bueno, si vamos a marcharnos el viernes, tendrás que encontrar tiempo para anotar alguna observación seria: al fin y al cabo tendrás que ganarte nuestro alojamiento.
– ¿Entonces, vienes?
– ¿Una semana gratis en una isla idílica de Phil Fleck? Ya lo creo. Además me servirá de tema en las cenas de muchos meses.
– ¿Y si todo resulta ser muy vulgar?
– Seguirá siendo una buena anécdota para contar por ahí.
Aquella noche, cuando el insomnio me obligó a levantarme de la cama a las dos de la madrugada, me senté en el salón y abrí el guión de Fleck. Se llamaba Diversión y juegos. La escena de apertura decía:
Interior tienda porno, noche
Buddy Miles, cincuenta y cinco años, cara curtida, un cigarrillo permanentemente colgando de un extremo de la boca, está sentado detrás de la caja de una tienda porno especialmente cutre. A pesar de los carteles de mujeres desnudas y las cubiertas chillonas del surtido de revistas que decoran el lugar donde está sentado, en seguida notamos que lee un ejemplar del Ulises de Joyce. El movimiento de apertura de la Sinfonía n.° 1 de Mahler suena en el radiocasete junto a la caja registradora. Levanta una taza de café, da un sorbo, hace una mueca, entonces busca bajo el mostrador y saca una botella de bourbon Hiram Walker. La destapa, se echa un poco en el café, tapa la botella y vuelve a probar el café. Bien. Pero cuando levanta la mirada de la taza, ve que hay un hombre de pie frente a la caja. Lleva una parka gruesa. Se tapa la cara con un pasamontañas. Inmediatamente Buddy nota que el individuo enmascarado le apunta con una pistola. Un momento después, el encapuchado habla.
Leon: ¿Es Mahler eso que escuchas?
Buddy (desconcertado por la pistola): Estoy impresionado. Diez billetes a que no adivinas qué sinfonía.
Leon: De acuerdo. La sinfonía número uno.
Buddy: Doble o nada a que no adivinas el director.
Leon: Triple o nada.
Buddy: Eso es pasarse.
Leon: Sí, pero soy yo el que tiene la pistola.
Buddy: No te lo discutiré. De acuerdo, triple o nada. ¿Quién lleva la batuta?
Leon calla un instante, escucha la música con atención.
Leon: Bernstein.
Buddy: Ni hablar. Georg Solti y la Chicago Symphony.
Leon: No me toques los cojones.
Buddy: Compruébalo tú mismo.
Leon, sin dejar de apuntar a Buddy con la pistola, abre la tapa del radiocasete, saca la cinta y mira la etiqueta con disgusto; después lo tira.
Leon: Mierda, nunca distingo el sonido de la Chicago.
Buddy: Sí, se tarda un poco en distinguirlo. Sobre todo con tanto metal. Oye, ¿vamos a hacer lo que sea que quieras hacer?
Leon: Me has leído el pensamiento. (Se acerca más a Buddy.) Adelante, abre la caja y alégrame el día.
Buddy: No hay problema.
Buddy abre la caja. Leon se inclina, utiliza la mano libre para coger el dinero. Mientras lo hace, Buddy le cierra el cajón pillándole la mano y simultáneamente saca una escopeta de cañones recortados de debajo del mostrador. Antes de que Leon reaccione, tiene una escopeta apuntándole la cabeza y la mano atrapada en la caja. Gime de dolor.
BUDDY: ¿No crees que deberías tirar el arma?
Leon hace lo que le ordenan. Buddy suelta el cajón de la caja, pero sigue apuntando a la cabeza de Leon con la escopeta mientras se inclina y le arranca el pasamontañas. Leon resulta ser un afroamericano, también de cincuenta y tantos años. Buddy mira a Leon con los ojos muy abiertos.
Buddy: ¿Leon? ¿Leon Wachtell?
Ahora es Leon quien abre los ojos de par en par. De repente también él le reconoce.
Leon: ¿Buddy Miles?
Buddy baja el arma.
Buddy: Sargento Buddy Miles para ti, gilipollas.
Leon: No puedo creerlo.
Buddy: No puedo creer que no me reconocieras.
Leon: Eh, ha pasado mucho tiempo desde Vietnam.