Capítulo 3

De la misma manera que no existen los almuerzos gratis, no existe la manera de escapar a la ley de causa y efecto… sobre todo cuando un fotógrafo está presente para plasmarte mientras agredes a un periodista y estás en pijama.

Sucedió así que, dos días después de haber salido en primera página en Los Angeles Times, me encontré otra vez siendo noticia… con una fotografía en la página cuatro de su edición del sábado, mostrándome mientras increpaba a Theo MacAnna. Tenía la cara desfigurada en una expresión de furor desenfrenado. Se me veía claramente agarrándole del traje. También estaba el asunto de mi vestuario nocturno. Cuando se ven fuera del dormitorio, los pijamas siempre evocan imágenes de manicomio. Si encima quien lo lleva es una persona manifiestamente trastornada, en un aparcamiento de los estudios de la NBC durante el día, tiende a indicar que el caballero en cuestión puede sufrir algún problemilla psicológico merecedor de un examen profesional. Sin duda, de haber estado en condiciones de estudiar aquella imagen con desapego crítico, yo mismo habría llegado a la siguiente conclusión: está como una cabra.

Debajo de la foto había un breve artículo, con el titular:

EL AUTOR DESPEDIDO DE TE VENDO ATACA A UN PERIODISTA

EN EL APARCAMIENTO DE LA NBC.

El artículo era claro y simple: el incidente en los estudios de televisión, el papel de MacAnna en mi desgracia, un breve resumen de mis crímenes contra la humanidad, y el hecho de que, después de amonestarme, el guardia de la NBC me había dejado marchar una vez MacAnna rehusó denunciarme. También había una cita del propio MacAnna: «Como siempre, yo sólo quería contar la verdad… aunque eso evidentemente puso furioso al señor Armitage. Por suerte, el guardia de la NBC intervino antes de que pudiera causarme daños físicos. Pero espero, por su propio bien, que busque ayuda profesional. Está claro que es un hombre gravemente alterado, con la mente perturbada».

¿Puedo besar el dobladillo de su skmata, doctor Freud? (Sí, es una línea tomada prestada de otro autor.) Aunque no tuve tiempo de preocuparme por la evaluación mental que había hecho de mí MacAnna, porque tenía varios problemas más graves y apremiantes. Parecía que el periodista que me había fotografiado sacudiendo a aquel imbécil había logrado vender la foto a las agencias de prensa. De modo que la historia dio la vuelta al país (a la gente le encantan los artículos tipo «era famoso y ahora está como una cabra»). Incluso llegó a las vastas estepas heladas de Canadá, más concretamente a los húmedos confines de Victoria, Columbia Británica, donde Sally vio la historia en un periódico local. Y no le hizo ninguna gracia. Tan poca gracia que me llamó el sábado por la mañana a las nueve y media, y sin saludarme dijo:

– David, he visto el artículo… y me temo que desde este momento tú y yo somos historia.

– ¿Dejas que te lo explique?

– No.

– Pero deberías haber oído lo que decía de mí en Today…

– Lo vi. Y francamente, estuve de acuerdo en muchas cosas con él. La cuestión es que lo que hiciste fue una locura. Y digo locura en el sentido médico de la palabra. Y no pienso vivir con un hombre mentalmente inestable.

– Por el amor de Dios, Sally. Sólo perdí los nervios…

– No, perdiste la cabeza. ¿Cómo acabaste en el aparcamiento de la NBC en pijama?

– Estaba un poco abrumado por toda la situación.

– ¿Un poco abrumado? No lo creo.

– Por favor, cariño, no podríamos hablar…

– Absolutamente, no. Y espero que estés fuera del piso cuando yo llegue mañana por la noche.

– Espera, no puedes ordenarme que me marche. ¿Somos coinquilinos, recuerdas? El alquiler está a nombre de los dos.

– Es verdad, pero según mi abogado…

– ¿Ya has hablado con tu abogado esta mañana? Es sábado.

– Todavía no se había ido a la cama. Además, como era una urgencia…

– Eh, deja de ponerte melodramática, Sally.

– Y dices que no estás perturbado…

– Estoy muy angustiado y basta.

– Pues ya somos dos…, pero tú eres el que, según la ley de California, puede considerarse un peligro físico para el coinquilino, lo que permite que presente una orden contra ti en los juzgados que te impida ocupar el piso. Un largo silencio.

– ¿No piensas hacerlo en serio? -pregunté.

– No, no pediré la orden, siempre que me prometas dejar el piso antes de las seis de la tarde de mañana. Si sigues ahí, llamaré inmediatamente a Mel Bing y haré que ponga en marcha la rueda legal contra ti.

– Por favor, Sally, ¿podemos…?

– Esta conversación ha terminado.

– No es justo.

– Tú te lo has buscado. ¿Por qué no te haces un favor y te vas? No te lo hagas más difícil obligándome a recurrir al juzgado.

Después de eso, colgó. Me senté en el sofá, con la cara entre las manos, completamente anonadado. Primero ensucian mi nombre, después me despiden; después salgo en los periódicos con pinta de estar haciendo una prueba para el papel de Ezra Pound; luego me dan el parte de desahucio, no sólo del piso, sino también de la relación por la que rompí mi matrimonio.

¿Qué nuevo infierno seguiría?

Evidentemente tenía que llegar por cortesía de mi querida ex esposa Lucy, a través de su halcón legal, Alexander McHenry. Me llamó una hora después de la andanada de Sally.

– ¿Señor Armitage? -dijo con una voz profesional inexpresiva-. Soy Alexander McHenry, del gabinete de Platt, McHenry y Swabe. Como recordará, represento…

– Sé perfectamente a quién representa. Y también sé que si me llama el sábado por la mañana, es que tiene malas noticias.

– Bien…

– Al grano, McHenry. ¿Qué le preocupa a Lucy ahora?

Evidentemente ya sabía qué le preocupaba, porque me imaginaba que el San Francisco Chronicle había publicado la historia sobre el incidente ocurrido en el aparcamiento.

– Me temo que su ex esposa está muy alarmada por su comportamiento de ayer delante de la NBC. También está muy angustiada por la cantidad de publicidad que ha recibido el incidente, sobre todo por cómo eso puede afectar a Caitlin.

– Pensaba hablar personalmente con mi hija esta mañana.

– Me temo que no será posible.

Tragué saliva. Dos veces.

– ¿Qué ha dicho?

– He dicho que su ex esposa cree que, en vista de su comportamiento de ayer, se le puede considerar un riesgo físico para ella y para su hija.

– ¿Cómo puede pensar eso? Nunca, nunca he hecho daño…

– Sea como sea, el hecho es que agredió al señor MacAnna en el aparcamiento de la NBC. Y también está el hecho de que acaban de despedirle de la FRT por una acusación de plagio; un incidente trágico que, como podría verificar cualquier psicólogo, es capaz de desestabilizar fácilmente el estado mental de cualquiera. En resumen se le puede considerar un riesgo grave para su ex esposa y su hija.

– Lo que pretendía decir antes de que me interrumpiera era que nunca he hecho daño ni a mi esposa ni a mi hija. Eso sería impensable para mí. Ayer perdí los nervios, eso fue todo.

– Me temo que eso no es todo, señor Armitage. A petición de su ex esposa, hemos conseguido una orden de alejamiento contra usted que le impide toda clase de contacto físico o verbal con Lucy o con Caitlin.

– No pueden impedirme ver a mi hija.

– Ya lo hemos hecho. Y debo informarle de que, si intenta contravenir la orden, si intenta ver a Caitlin o a Lucy, aunque sólo sea por teléfono, se arriesga a ser detenido y posiblemente encarcelado. ¿Le ha quedado claro, señor Armitage?

Colgué el teléfono de golpe. De nuevo, lo arranqué de la conexión. Pero esa vez no lo dejé a un lado: lo tiré al suelo y lo aplasté con el pie derecho. Cuando quedó hecho pedazos, me derrumbé en el sofá sollozando. Que se lo llevaran todo… pero a Caitlin no. No podían hacerme eso. No podían impedirme que la viera…, que hablara con ella. No podían.

Alguien golpeó la puerta con energía. Sin duda era algún vecino que había oído mi violento psicodrama con el teléfono y había decidido llamar a la policía. Pero no pensaba dejarme coger fácilmente. No pensaba abrir la puerta. Los golpes se hicieron más seguidos y más fuertes. Después oí una voz conocida.

– Vamos, David. Sé que estás ahí, abre la puerta de una vez.

Alison.

Fui a la puerta y la abrí un poco. Me di cuenta de que ella notaba inmediatamente mi aspecto desaliñado y mis ojos hundidos, todavía rojos del llanto.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -pregunté en voz baja.

– Creo que la expresión sería: intentar salvarte de ti mismo.

– Estoy bien.

– Sí, claro. Esta mañana también se te veía estupendo en Los Angeles Times. Me encantó el pijama. Justo lo que le gusta a una agente que su cliente estrella lleve puesto en un aparcamiento, mientras intenta darle una paliza…

– No intentaba darle una paliza.

– Ah, bueno, entonces no hay ningún problema. ¿Vas a dejarme pasar o qué?

Me aparté del umbral y entré. Ella me siguió. Me senté en el sofá mirando fijamente el suelo. Alison cerró la puerta y echó un vistazo al teléfono hecho añicos en el suelo.

– ¿Es eso un…, perdón, era un Bang and Olufsen?

– Sí, lo era.

– Buen gusto. Lástima que ya no vuelva a funcionar.

– A la mierda. A la mierda todo.

– ¿Es esto una reacción a lo de la NBC?

Entonces le conté las consecuencias de la foto, que Sally me había desahuciado tanto de nuestra relación como del piso, y que Lucy me quería impedir ver a mi hija. Alison estuvo un buen rato sin decir nada. Luego, en cuanto empecé a culparme a mí mismo por haber provocado aquel desastre, habló finalmente.

– Te llevaré fuera de la ciudad.

– ¿Qué dices?

– Te sacaré de aquí y te llevaré a un lugar tranquilo y seguro, donde no puedas meterte en más líos.

– Estoy bien, Alison.

– No, no lo estás. Cuanto más tiempo te quedes en Los Ángeles, más posibilidades tienes de convertir este asunto en un programa freak.

– Muchas gracias.

– Es la verdad. Te guste o no, estás fuera de control. Y si sigues estando fuera de control públicamente, será una alegría para los periódicos, pero a ti te dejará definitivamente fuera de juego en lo que respecta a trabajar en el futuro.

– Ya estoy acabado, Alison.

– No pienso ni hablar de eso ahora mismo. ¿Cuándo quiere Sally que te marches?

– Mañana a las seis de la tarde.

– De acuerdo, cada cosa a su tiempo. Dame tus llaves del piso.

– ¿Por qué?

– Porque mañana voy a empaquetar todas tus cosas.

– Ya lo haré yo.

– No, tú no harás nada. Nos vamos dentro de treinta minutos.

– ¿Adónde?

– A un sitio que conozco.

– No me llevarás a la Betty Ford, ¿verdad?

– Ni hablar. Sólo te llevo a un lugar donde no puedas meterte en líos, y donde tengas tiempo de recuperarte un poco. Confía en mí, ahora lo que necesitas es dormir y tiempo para pensar.

Suspiré. Profundamente. Y también pensé: te guste o no, tiene razón. Me sentía tenso como una cuerda de violín, y empezaba a preguntarme en serio si resistiría todo el fin de semana sin hacer algo definitivo y estúpido… como tirarme por la ventana.

– De acuerdo -dije bajito-. ¿Qué quieres que haga?

– Llena un par de bolsas. No tienes que llevarte libros o cedes, habrá muchos en el sitio donde te llevo. Pero llévate el portátil, para poder conectarte. Después dúchate y aféitate esa media barba horrorosa. Te empiezas a parecer a un terrorista Unabomber.

Obedecí. Al cabo de media hora, estaba limpio, afeitado, me había cambiado de ropa y cargaba un par de bolsas y un ordenador portátil en el coche de Alison.

– Vale, el trato es éste -dijo-. Vamos a conducir por la Pacific Coast un par de horas. Yo cogeré mi coche, tú el tuyo… con una norma importante: no hagas un número de desaparición súbita y te desvanezcas en el olvido…

– ¿Quién te crees que soy? ¿Jack Kerouac?

– Sólo quería…

– Te lo prometo, no voy a desaparecer.

– Bien, pero si nos separamos, llámame al móvil.

– Soy bueno siguiendo -dije.

La verdad es que no necesité llamarla al móvil ni una sola vez, porque pude seguirla perfectamente por la autopista Pacific Coast hasta que cogimos el desvío a una pequeña ciudad llamada Meredith. Pasamos por una calle estrecha de tiendas (entre ellas una librería y una pequeña tienda de ultramarinos), seguimos por una tortuosa calle asfaltada de dos carriles hasta una pista que se adentraba en un bosque denso y terminaba en una casita. De hecho, casita era una palabra poco adecuada, porque el lugar era una construcción de madera clara, frente a una playita de guijarros, en la que rompían las aguas del Pacífico. La casa en sí estaba en un terreno de unos mil metros cuadrados… pero el paisaje costero era absolutamente sublime, y me gustó la visión de una hamaca colgada entre dos árboles, que permitía que su ocupante se echara a disfrutar de la vista del océano.

– No está mal el sitio -dije-. ¿Es tu refugio secreto?

– Ojalá fuera mío. No, es de Willard Stevens, ese cabrón afortunado.

Willard Stevens era un guionista cliente de Alison, quien (como mi defensor borrachín, Justin Wanamaker) había sido el no va más en la época de las turbulentas películas de los setenta, pero que en aquel momento se ganaba respetablemente la vida revisando textos.

– ¿Y dónde está Willard?

– En Londres, durante tres meses, revisando la nueva película de Bond.

– ¿Tres meses para una revisión?

– Creo que, ya puesto, tiene pensado pasar unos días en la Costa Azul. En fin, me dejó la llave de la casa mientras estaba fuera. Sólo la he utilizado una vez. Y como no volverá hasta dentro de diez semanas…

– No pienso pasarme diez semanas aquí.

– Vale, vale. Esto no es una celda acolchada. Tienes coche. Eres libre de ir y venir si te apetece. Lo único que te pido, para empezar, es que pases una semana aquí. Como si fueran unas vacaciones, una oportunidad para tranquilizarte y aclararte las ideas lejos del ruido de la ciudad. ¿Me prometes que te quedarás una semana?

– Todavía no la he visto por dentro.

En cuanto entré en la casa, me comprometí a quedarme una semana. El sitio era precioso. Paredes blanqueadas, suelo de piedra, una butaca enorme y cómoda y un sofá enorme y cómodo (los dos blancos). Una cocina pequeña y funcional. Cinco estantes de libros. Cinco estantes más de cedes, una mezcla excelente de música de jazz y clásica. Cinco estantes de vídeos. Una pequeña cadena de música. Un televisor de tamaño modesto y un vídeo. Un dormitorio con una cama grande estilo Mission y un baño todo blanco, con una bañera hundida en el suelo.

– Perfecto -dije.

– Me alegro de que te guste. ¿Me prometes que no vas a aplastar teléfonos ni nada?

– Oye, no soy un psicópata, ¿vale?

– De acuerdo, de acuerdo. De todos modos, sólo hay un teléfono, y la televisión no recibe cadenas porque Willard decidió que sólo quería ver películas antiguas. Pero su filmoteca es muy buena. Y hay mucho que leer y escuchar, como puedes ver. La radio de la cadena sí que coge emisoras locales, si quieres estar al día de las noticias y escuchar programas de cocina. Ya habrás visto la tienda de ultramarinos del pueblo. El supermercado grande más cercano está a unos ochenta kilómetros, pero deberías encontrar todo lo que necesites…

– Seguro que estaré bien -dije.

– Ahora escucha -insistió, sentándose en el sofá y haciéndome señales para que me sentara en la butaca-. Necesito que me prometas dos cosas.

– No, no destrozaré la casa. No, no recrearé la escena final de James Mason en Ha nacido una estrella y me meteré en el mar para no volver. No, no desapareceré…

Me interrumpió para decir:

– Y no, no pondrás los pies en los límites de la ciudad de Los Ángeles. Y no, no llamarás a la FRT o a la Warner o a nadie del trabajo. Y no, y éste es el no más importante de todos, intentarás ponerte en contacto con Sally, Lucy o Caitlin.

– ¿Cómo pretendes que no hable con mi hija?

– Hablarás con tu hija, pero sólo si me dejas llevarlo a mí. ¿Cómo se llama el abogado de tu divorcio?

– Olvídalo. Es un imbécil. Dejó que el abogado de Lucy me destripara.

– De acuerdo, entonces llamaré al mío y le pediré que nos busque a un nazi. Pero tengo que repetírtelo otra vez…

– Lo sé, si llamo a Caitlin, convertiré una situación catastrófica en un cataclismo.

– Bien dicho. También hablaré con tu contable…, sigue siendo Sandy Meyer, ¿verdad? Le pediré que me ponga al día de tus obligaciones, con Hacienda y otras cosas divertidas. Mañana, antes de las seis de la tarde, sacaré todas tus cosas del piso y las meteré en un almacén, y trataré con Sally algunos detalles, como tu parte del depósito, los muebles que comprasteis juntos, etc.

– Deja que se lo quede todo.

– No.

– Lo he echado a perder con ella. Como lo he echado a perder con todos y con todo. Y ahora…

– Ahora vas a pasarte una semana como mínimo dando largos paseos, leyendo en la hamaca, reduciendo tu ingesta diaria de alcohol a un vaso o dos de vino de Napa bueno e intentando dormir. ¿Está claro?

– Sí, sí, doctora.

– Hablando de doctores, una última cosa… y no te pongas a gritar. Un terapeuta que se llama Matthew Sims te llamará sobre las once, mañana por la mañana. Lo he contratado para una sesión de cincuenta minutos, y si te gusta, te hará una sesión diaria por teléfono. Te doy mi palabra: para ser terapeuta, es de lo mejorcito.

– ¿Es tu terapeuta?

– No te sorprendas tanto.

– Es que… no había pensado…

– Cariño, soy una agente de Hollywood. Por supuesto que tengo terapeuta. Y éste lo hace muy bien por teléfono, y creo que tienes claro que necesitas hablar con alguien ahora mismo, de modo que…

– De acuerdo, hablaré con él.

– Bien.

– Alison.

– ¿Sí?

– No tenías por qué hacer esto.

– Sí, yo creo que sí.

– Lo siento tanto…

– Cállate.

– De acuerdo.

– Ahora tengo que irme y volver a la ciudad. Esta noche tengo una cita potente.

– ¿Alguien interesante?

– Tiene sesenta y tres años, es un jefazo de los estudios, jubilado. Seguro que ya le han hecho un triple bypass y está en la primera fase del Alzheimer. Pero no voy a decir que no a un poco de juerga.

– Por Dios, Alison…

– Mira quién habla, el mojigato. Tengo cincuenta y siete años, pero no soy tu madre. Así que tengo derecho al sexo.

– No he dicho nada.

– Faltaría más -dijo, dedicándome una de sus sonrisas sesgadas. Después se adelantó y me cogió las manos-. Quiero que estés bien.

– Lo intentaré.

– Y recuerda, pase lo que pase profesionalmente, de un modo u otro sobrevivirás. Aunque parezca sorprendente, la vida sigue. Intenta no olvidarlo.

– Claro.

– Ahora súbete a la hamaca.

En cuanto Alison se marchó, hice lo que me había ordenado. Cogí un ejemplar de El hombre delgado de Hammett, del estante de Willard Stevens, y me eché en la hamaca. A pesar de que es una de mis novelas de misterio favoritas, de golpe el estrés y la fatiga de los días precedentes se apoderó de mí, y me dormí después de la primera página. Cuando me desperté, el aire se había vuelto frío y el sol empezaba a hundirse en el Pacífico. Me sentía frío y desorientado…, pero a los pocos segundos, el abrumador escenario en el que se había convertido mi vida volvió como una tromba a mi cerebro. Mi primera reacción habría sido coger el teléfono, llamar a Lucy y decirle que estaba jugando al juego más vil imaginable, y después le pediría que me dejara hablar con Caitlin. Pero hice un esfuerzo por calmar mi furia, acordándome de lo que había sucedido cuando había decidido enfrentarme a MacAnna (consciente también de que el mundo se me echaría encima si vulneraba la orden del tribunal). De modo que me levanté de la hamaca y entré en la casa. Me lavé la cara y me puse un jersey. Después, viendo que la despensa estaba vacía, me metí en el coche y fui a la tienda.

No era sólo una tienda de ultramarinos, sino también una delicatessen, lo que (junto con todo lo que había visto en la calle principal de Meredith: la librería, las tiendas que vendían velas perfumadas y sales de baño carísimas, la tienda de ropa con camisas Ralph Lauren en el escaparate) reflejaba que el pueblo era un refugio de lujo de fin de semana para los agitados habitantes de Los Ángeles, aunque seguía siendo, lo presentía, uno de esos lugares en los que la gente mantenía una cierta distancia educada.

Sin duda, era el caso en Fuller's Grocery. Después de comprar alimentos básicos, y una pasta al pesto para la cena, la mujer de cincuenta y tantos años de la caja (guapa, de pelo gris, camisa tejana, arquetipo de la propietaria de clase alta de una tienda de clase alta como aquélla) no me preguntó si era nuevo en el pueblo, o si había ido a pasar el fin de semana, o alguna curiosidad típica de los barrios. Se limitó a echarme un vistazo silencioso y a hacer un comentario:

– Ha acertado con el pesto. Lo he hecho yo misma.

Había acertado con el pesto. Y también con la botella de Oregon Pinot Noir. Me limité a tomar dos copas. A las diez estaba en la cama, pero como no podía dormir, me levanté y vi El apartamento de Billy Wilder en vídeo (una de mis películas preferidas). Aunque la había visto media docena de veces, lloré sin reparos cuando, al final, Shirley MacLaine corre por las calles de Manhattan para declararle su amor a Jack Lemmon (la verdad es que me sentía bastante frágil). Y como después seguía sin poder dormir, me quedé viendo la gran comedia olvidada de Cagney de los años treinta, Jimmy el gentilhombre. Cuando terminó, eran casi las tres, y cuando me metí en la cama me dormí en seguida.

Como todas las mañanas esa temporada, me despertó el teléfono: concretamente, Matthew Sims, el terapeuta que Alison me había contratado. Tenía una voz serena, tranquila: la voz estándar de terapeuta. Me preguntó si me había despertado. Cuando se lo confirmé, me dijo que, como era domingo, no estaba precisamente ocupado, y podía llamarme al cabo de veinte minutos. Le di las gracias fui a la cocina a prepararme una cafetera, y bebí dos tazas antes de que volviera a sonar el teléfono.

Alison tenía razón: Matthew Sims era un buen fichaje. No perdía el tiempo en cursilerías. Ni en tonterías de la infancia. Me hizo hablar de la semana anterior, sobre la sensación de estar en caída libre, del miedo de no ser capaz de recuperarme de aquella calamidad profesional, de la abrumadora culpabilidad por haber roto mi familia y del temor (y ése era el mayor miedo) a haber sido yo el artífice de mi desastre. Naturalmente, Sims se concentró inmediatamente en ese comentario y me preguntó:

– ¿Está diciendo que cree que consciente o inconscientemente se ha metido en este lío usted mismo?

– Inconscientemente, sí.

– ¿De verdad lo cree?

– ¿Por qué, si no, han aparecido todas esas líneas de otros en mis guiones?

– Porque quizá las tomó prestadas involuntariamente, David. Esa clase de asimilación de las bromas de otros sucede a veces, ¿no?

– O tal vez quería que me descubrieran.

– ¿Qué es lo que quería que descubrieran de usted?

– Que…

– Sí.

– Que… que soy un fraude.

– ¿Lo cree de verdad, especialmente después del éxito que ha tenido últimamente?

– Ahora lo creo.

Se acabó el tiempo y quedamos para seguir hablando al día siguiente a las once.

Pasé casi todo el día en la hamaca o paseando por la playa, pensando y pensando. Y manteniendo una de esas discusiones mentales silenciosas, en la que decía todas las cosas que quería decirle a Lucy, en la que convencía a Sally para que me diera -nos diera- otra oportunidad, en la que me entrevistaba Charlie Rose de la PBS y rebatía las acusaciones de MacAnna con tanta inteligencia e ingenio que Brad Bruce me llamaba al día siguiente y me decía: «Dave, hemos cometido un gran error. Ven en seguida y pongámonos a trabajar en la tercera temporada».

Claro. En mis sueños. Porque no había ninguna probabilidad de que recuperara nada. Lo había estropeado todo, al permitir que un error involuntario degenerara en un enfrentamiento personal. Y entonces empecé a jugar al juego: «¿Y si…?». Por ejemplo: ¿y si no hubiera contestado con tanta vehemencia a las primeras revelaciones de MacAnna?; ¿y si hubiera sido más humilde y hubiera reconocido mi error y (quizás) hubiera escrito a MacAnna una carta dándole las gracias por señalarme mi pequeño error? Pero había sido a la vez arrogante y temeroso, de la misma manera que había sido arrogante y temeroso cuando había empezado mi historia con Sally Birmingham: temeroso de que se supiera y yo perdiera a mi familia, y tan pagado de mí mismo con mi reciente éxito para creer que merecía aquel «premio». ¿Y?, por supuesto, ¿y si me hubiera quedado con Lucy…?, entonces quizá no habría reaccionado de una forma tan extrema cuando MacAnna apareció en Today. Porque entonces él no hubiera hecho nunca aquel comentario de que yo había abandonado a mi mujer y a mi hija: el comentario que me había hecho explotar e interpretar aquella escena en el aparcamiento de la NBC, y que…

Basta, basta. Citando aquel famoso proverbio: lo hecho, hecho está. Y eso me llevaba a su vez a una amarga conclusión: cuando estás jodido, estás jodido.

Pero lo más desesperante era esta idea: ¿era ésa la situación que yo quería en realidad? ¿Tenía tan poca confianza en mi éxito que de algún modo necesitaba fracasar? Como había dicho Sally, ¿era yo el artífice de mi desastrosa ruina?

Le planteé aquello a Matthew Sims cuando hablé con él el lunes por la mañana.

– ¿Me está diciendo que no confía en sí mismo? -preguntó.

– ¿Puede alguien confiar en sí mismo?

– ¿Con eso qué quiere decir?

– ¿No tenemos todos el dedo sobre el botón de la autodestrucción?

– Es posible, pero la mayoría no lo apretamos.

– Yo sí.

– Siempre va a parar a lo mismo, David. ¿De verdad cree que todo lo que le ha pasado ha sido obra suya?

– De nuevo… no lo sé.

En los días siguientes, ése fue nuestro tema de conversación durante todas las sesiones matinales: si me había buscado yo mismo aquella espectacular caída. Matthew Sims seguía animándome a creer que, a veces, sencillamente las cosas salían mal; que era cierto que me había comportado de una forma extrema al agredir a MacAnna, pero que en ese momento estaba sufriendo un grave estrés. Aquello no disculpaba mi comportamiento, pero sí lo explicaba.

– Recuerde -dijo Sims-, todos hacemos cosas que se salen de «nuestro personaje» cuando sufrimos un estrés grave. Al fin y al cabo no le causó daño físico.

– Pero sí deterioré profundamente mi situación.

– De acuerdo -dijo-. Cometió un grave error. ¿Ahora qué?

De nuevo, pronuncié mi frase favorita:

– No lo sé.

Las llamadas de Sims eran el momento central del día. Me pasaba el resto del tiempo paseando y leyendo, viendo películas antiguas y resistiendo la tentación de hacer ciertas llamadas de teléfono o conectarme. No me molesté en comprar periódicos. Cuando Alison me llamaba todas las tardes a las seis, no le pregunté ni una sola vez si mi nombre seguía siendo noticia. Me limitaba a escuchar las novedades del día. El lunes me informó de que todas mis pertenencias estaban embaladas y guardadas en un almacén. El martes me dijo que había contratado a un afamado abogado de divorcios llamado Walter Dickerson para que me representara, y que los cinco mil dólares que le había podido sacar a Sally por mi parte del depósito y los muebles que habíamos comprado pagarían sus honorarios.

– ¿Cómo reaccionó Sally cuando le pediste el depósito?

– Al principio con un buen surtido de insultos. Muchos «¿cómo te atreves?». A los que yo contesté: «¿Cómo te atreves tú a romper un matrimonio y después echar a tu novio cuando soplan malos vientos?».

– Madre mía, ¿en serio le dijiste eso?

– Ya lo creo.

– ¿Cómo reaccionó?

– Con más «¿cómo te atreves?». Entonces le insinué que no era la única que lo pensaba, sino todo Hollywood. Evidentemente, me lo estaba inventando, pero la hizo reaccionar y extender un cheque. Tuvimos que discutir un poco por la cifra, sobre todo porque empecé pidiendo siete mil quinientos, pero finalmente nos pusimos de acuerdo.

– Bueno, gracias, supongo.

– De nada, es parte del servicio. En fin, ahora que te ha dado el pasaporte, no me voy a callar: siempre he pensado que no tenía entrañas y que tú no eras más que un escalón en su escalera.

– Y me lo dices ahora.

– Siempre lo has sabido, David.

– Sí -dije en voz baja-. Supongo que lo sabía.

El miércoles, Alison me dijo que mi contable, Sandy Meyer, estaba preparando un informe completo de mi disponibilidad económica, pero no había logrado ponerse en contacto con Bobby Barra, el cual, según su secretaria, estaba en China por trabajo. Sin duda para vender la Gran Muralla a los chinos.

El jueves, Alison me dijo que Walter Dickerson estaba negociando ferozmente con Alexander McHenry, y tendría alguna noticia a principios de la semana siguiente.

– ¿Por qué no me ha llamado ya Dickerson?

– Porque yo le dije que no lo hiciera.

– ¿Qué?

– Le puse al día de la situación y de cuánto deseabas poder tener un contacto normal con tu hija de nuevo. Después le di el número de McHenry y le dije que le diera una lección. ¿Le habrías dicho tú algo más?

– Supongo que no. Es sólo que…

– ¿Cómo duermes?

– No del todo mal, la verdad.

– Eso es una mejora. Y sigues hablando con Sims todos los días.

– Sí, sí.

– ¿Haces progresos?

– Ya sabes cómo es la terapia: no paras de dar vueltas a lo mismo hasta que estás tan harto de oírte que piensas: estoy curado.

– ¿Te sientes curado?

– Ni mucho menos. Mis nervios todavía están bastante desquiciados.

– Pero al menos estás mejor que la semana pasada.

– Sí, eso es verdad.

– Entonces ¿por qué no te quedas una semanita más?

– ¿Por qué no? No tengo adonde ir.

Tampoco tuve mucho que hacer durante mi segunda semana, excepto seguir avanzando en la extensa filmoteca de Willard, leer, escuchar música, pasear por la costa, comer platos ligeros, beber un máximo de dos copas de vino al día y simultáneamente intentar mantener a raya mis demonios.

Entonces llegó el lunes. Poco después de terminar mi sesión telefónica confesional con Matthew Sims, sonó el teléfono. Era mi abogado, Walter Dickerson. Hablaba con una voz plana, con apenas un rastro de aspereza que insinuaba una infancia más bien poco acomodada y un estilo brusco en el litigio.

– Voy a ser sincero con usted, David -dijo-. Por razones que sólo ella conoce, su ex esposa ha decidido utilizar todas sus armas en este asunto, a pesar de que su propio abogado ha reconocido que cree que con lo de la orden de alejamiento ha ido demasiado lejos, teniendo en cuenta que no hay ningún antecedente de violencia doméstica, y también que, a excepción de un fin de semana, siempre ha sido cumplidor con sus visitas a Caitlin. Pero por mucho que Henry se lo explique a su esposa, ella está decidida a castigarle, lo que significa que tenemos entre manos lo que en nuestro oficio se conoce como una situación. Y se resume así: según mi experiencia, cuando alguien está tan enfadado, se pondrá aún más furioso si se intenta oponer resistencia a su voluntad. En otras palabras, podríamos acudir a los tribunales y alegar todo el rollo de que usted perdió los nervios con aquel tipo que estaba intentando destruir su carrera, pero que no le hizo ningún daño…, por lo tanto, ¿cómo podría representar un peligro para su ex esposa y su hija? Pero tenga clara una cosa: si lo hacemos, ella volverá al ataque con toda clase de acusaciones contra usted, desde ritos satánicos a tener muñecas vudú debajo de la cama…

– No está tan loca.

– Puede que no, pero está enfadadísima con usted. Si alimentamos su rabia, es usted quien lo pagará, tanto económica como emocionalmente. En fin, eso es lo que he hablado con McHenry, y aunque puede que no, sea ideal, es mejor que nada. Cree que puede convencer a su ex esposa para que en principio le permita una llamada diaria a Caitlin.

– ¿Sólo eso?

– Teniendo en cuenta que ella desea negarle totalmente el contacto, lograr que consienta una llamada diaria sería un paso adelante.

– Pero ¿algún día volveré a ver a mi hija?

– De eso no tengo ninguna duda, pero puede que lleve un par de meses…

– Un par de meses. Por favor, señor Dickerson…

– No obro milagros, David. Y tengo que escuchar lo que dice el abogado de la otra parte acerca de las intenciones de su cliente. Y lo que me está diciendo es que, ahora mismo, una llamada diaria con su hija entra en la categoría de «maná caído del cielo». Como le he dicho, está la opción de litigar, pero eso le costará como mínimo veinticinco mil, y además generará mucha publicidad. Por lo que me ha dicho Alison, y por lo que he leído en los periódicos últimamente, lo último que necesita usted es publicidad.

– De acuerdo, de acuerdo, consígame la llamada diaria.

– Es una decisión sabia -dijo Dickerson, y añadió-: Volveré a llamarle en cuanto la otra parte me dé una respuesta. Por cierto, soy un gran fan de Te vendo.

– Gracias -dije, sin mucho ánimo.

Sandy Meyer también me llamó el lunes, para informarme de que los doscientos cincuenta mil dólares que debía a Hacienda tenían que pagarse al cabo de tres semanas, y que estaba un poco preocupado por mi liquidez.

– Lo he comprobado con el Bank of America, y tienes unos veintiocho mil en la cuenta, lo que podría cubrir dos meses de pensión y gastos de tu hija. Pero después…

– Ya sabes que todo mi dinero está invertido con Bobby Barra.

– He examinado su último estado de cuentas, relativo a los últimos cuatro meses. Te ha hecho ganar bastante dinero, porque tu saldo de hace dos meses era de 533.245 dólares. El problema, David, es que no tienes otro dinero disponible, aparte del invertido en tu cartera.

– Se suponía que debía ganar dos millones de dólares este año, antes de que se me cayera el mundo encima. Ahora… ahora no voy a ingresar nada. Y ya sabes adonde han ido a parar mis grandes ganancias del primer año.

– Lo sé, a tu ex esposa y a Hacienda.

– Dios les bendiga.

– Pues parece que tendrás que liquidar la mitad de tu cartera para afrontar el pago de Hacienda. Alison también mencionó que la FRT y la Warner quieren cobrar medio millón de los derechos de autor. Si esas exigencias se hacen realidad…

– Lo sé, la suma no sale. Pero espero que Alison pueda negociar una reducción de esa cifra a la mitad.

– Lo que significa que tu cartera de inversiones quedará a cero. ¿Vas a tener algún ingreso?

– No.

– Entonces ¿cómo vas a pagar los once mil al mes de Lucy y Caitlin?

– ¿Lustrando zapatos?

– Seguro que Alison puede encontrar algún trabajo para ti.

– ¿Es que no te has enterado? Se supone que he cometido plagio. Nadie contrata a plagiarios.

– ¿No tienes ningún otro bien que yo no sepa?

– Sólo el coche.

Le oí revolver papeles.

– Es un Porsche, ¿verdad? Ahora debe de valer unos cuarenta mil dólares.

– Creo que sí.

– Véndelo.

– ¿Con qué voy a moverme?

– Con algo mucho más barato que un Porsche. Mientras, esperemos que Alison consiga hacer entrar en razón a la FRT y a la Warner. Porque, si deciden exigirte toda la cantidad, estamos jodidos.

– Ah, sí.

– Esperemos que no tengamos que llegar a ese extremo. Vayamos por pasos: según su secretaria, Bobby Barra estará de vuelta el fin de semana. Le he dejado un mensaje urgente para que me llame. Tú deberías hacer lo mismo. Para cuando vuelva, nos quedarán sólo diecisiete días para pagar a Hacienda, y se necesita tiempo para vender media cartera. Así que…

– Perseguiré a ese cabrón.

Al día siguiente, no pude evitar hablar de mis problemas económicos con Matthew Sims. Y él no pudo evitar preguntarme cómo me sentía.

– Estoy muerto de miedo -dije.

– De acuerdo -contestó-. Pongámonos en el peor de los casos posibles. Lo pierde todo. Se declara en bancarrota. Su cuenta bancària está a cero. ¿Entonces qué? ¿Cree que no volverá a trabajar?

– Claro que trabajaré, en un empleo en el que tenga que decir cosas como: «¿Quiere unas patatas con el batido?».

– Vamos, David, usted es un hombre muy inteligente…

– Pero también soy un hombre considerado persona non grata en Hollywood.

– Puede que por un tiempo.

– Puede que para siempre. Y eso es lo que me aterroriza. Que no pueda volver a escribir nunca más.

– Por supuesto que volverá a escribir.

– Sí, pero nadie lo comprará. Y, como el noventa por ciento de los autores, exceptuando a J. D. Salinger, vivo para un público: lectores, espectadores, lo que sea. Escribir es lo que sé hacer. Fui un marido desastroso, soy un padre mediocre, pero cuando se trata de palabras soy excelente. Me pasé catorce largos años intentando convencer al mundo de que era un buen escritor. ¿Y sabe qué? Al final los convencí. De hecho, llegué mucho más lejos de lo que jamás había soñado. Y ahora me lo han arrebatado todo.

– Del mismo modo que su ex esposa quiere arrebatarle a Caitlin, quiere decir.

– Está haciendo todo lo que puede.

– Pero ¿realmente cree que logrará que no vuelva a ver a su hija?

Y por quinta, o tal vez sexta vez seguida, nuestra sesión terminó conmigo diciendo:

– No lo sé.

Aquella noche dormí mal. Me desperté por la mañana con la sensación de mal augurio aguzada. Entonces me llamó Alison, y parecía un poco tensa.

– ¿Has leído el periódico esta mañana?

– Dejé de leer el periódico cuando vine aquí. ¿Qué pasa ahora?

– Muy bien, hay buenas y malas noticias. ¿Qué quieres oír primero?

– Las malas, por supuesto. Pero ¿cómo son de malas?

– Depende.

– ¿De qué?

– De lo apegado que estés al Emmy.

– ¿Esos hijos de puta quieren que lo devuelva?

– Ni más ni menos. Como aparece en Los Angeles Times de la mañana, la Academia Americana de las Artes y las Ciencias Televisivas ha aprobado una moción para retirarte el premio, debido…

– Ya me imagino el porqué.

– Lo siento mucho, David.

– No te preocupes. No es más que un pedazo de hojalata. ¿Te llevaste el Emmy de mi piso?

– Sí.

– Pues mándaselo. Que les aproveche. ¿Cuál es la buena noticia?

– Aparece en el mismo artículo de Los Angeles Times. Parece que ayer, durante la asamblea mensual, la Asociación de Autores aprobó una moción de censura contra ti…

– ¿Eso te parece una buena noticia?

– Espera. Te censuraron pero, por una mayoría de dos tercios, rechazaron la moción de recomendar que se te prohibiera trabajar durante un tiempo indeterminado.

– Qué bien. Los estudios y las productoras de la ciudad ya se encargarán de ello, con o sin moción de la asociación.

– Sé que te va a sonar a consuelo de loquero, pero la cuestión es que una censura no es más que un cachete. Podemos tomárnoslo como una buena señal de que en círculos profesionales la gente considera este asunto como lo que es realmente: una estupidez.

– Los del Emmy no.

– Eso es un juego de relaciones públicas. Cuando vuelvas…

– No creo en la reencarnación. Además, ¿no te acuerdas de lo que dijo Scott Fitzgerald, en uno de sus momentos de sobriedad, hacia el final?: «En las vidas americanas no hay segundos actos».

– Yo sigo una teoría diferente: la vida es corta, pero las carreras de los escritores son extrañamente largas. Intenta dormir un poco esta noche. Te noto por los suelos.

– Estoy por los suelos.

Evidentemente no dormí, sino que vi las tres partes de la Trilogía de Apu (seis horas de la vida doméstica hindú de los años cincuenta: espléndida, pero sólo un maníaco sería capaz de verla de un tirón). Finalmente me eché en la cama y me desperté cuando sonó el teléfono. ¿Qué día era? ¿Miércoles? ¿Jueves? El tiempo había perdido todo su valor para mí. Hacía poco, mi vida había sido un largo sprint de trabajo diario, en el que lograba meter muchas cosas: un par de horas escribiendo, reuniones de producción, sesiones de tormentas de ideas, llamadas interminables, almuerzo de trabajo, cena de trabajo, una película, una fiesta a la que debía asistir… Además estaban los fines de semana cada quince días con Caitlin. Los fines de semana que no estaba con ella, me pasaba nueve horas al día delante del ordenador, elaborando parte de un nuevo episodio, o un fragmento de mi guión, siempre más, más, más. Porque, como sabía perfectamente, estaba metido en una rueda. Y cuando estás en una rueda, no puedes permitirte parar. Porque si te paras…

El teléfono no dejaba de sonar y lo descolgué.

– David, soy Walter Dickerson. ¿Le he despertado?

– ¿Qué hora es?

– Casi mediodía. Le llamo más tarde.

– No, no, dígame, ¿tiene noticias?

– Sí.

– ¿Y?

– Bastante razonables.

– ¿Qué quiere decir?

– Su ex esposa ha aceptado que llame por teléfono a Caitlin.

– Eso es un paso adelante, supongo.

– Sin ninguna duda. Sin embargo, ha insistido en un par de condiciones. Sólo puede llamarla día sí día no, con un tiempo límite de quince minutos.

– ¿Ella ha puesto esas condiciones?

– Sí. Y según su abogado, le costó bastante convencerla para que aceptara ese tiempo limitado de contacto telefónico. Me ha dicho que sigue muy enfadada con usted.

– No me sorprende -dije-. ¿Cuándo puedo hacer la primera llamada?

– Esta tarde. Su ex esposa propuso las siete como hora fija para la llamada. ¿Le parece bien?

– Por supuesto -dije, pensando que no tenía el calendario precisamente lleno-. Pero señor Dickerson… Walter, ¿cuánto tiempo cree que tendré que esperar para que me deje ver a mi hija?

– La respuesta sincera a esa pregunta es que depende de su ex esposa. Si ella quiere seguir apretándole las pelotas, y disculpe la expresión, esto puede alargarse durante meses. En tal caso, y si tiene dinero para pagarlo, podemos llevarla a los tribunales. Pero esperemos que, cuando se enfríe un poco su rabia, esté dispuesta a negociar un contacto físico adecuado. Pero, ya se lo he dicho, será un proceso gradual. Ojalá tuviera mejores noticias, pero… como ya se habrá dado cuenta, los divorcios amistosos no existen. Y cuando hay un hijo de por medio, los desacuerdos son infinitos. Al menos hemos conseguido que hable con Caitlin otra vez. Es un principio.

Como estaba programado, hice la llamada a las siete en punto de la tarde. Lucy debía de tener a Caitlin junto al teléfono, porque descolgó inmediatamente.

– ¡Papá! -gritó, como si estuviera realmente encantada de oír mi voz-: ¿Por qué has desaparecido?

– Tuve que irme por cuestiones de trabajo -dije.

– ¿No quieres volver a verme? -preguntó.

Tragué saliva. No quería meter la pata. Ni mucho menos desmoronarme.

– Me muero de ganas de verte -dije-. Es que… ahora mismo no puedo.

– ¿Por qué no puedes?

– Porque… porque… estoy muy lejos, trabajando.

– Mami me dijo que te habías metido en un lío.

– Es verdad, he tenido problemas… pero ya estoy mejor.

– ¿Entonces vas a venir a verme?

– En cuanto pueda. -Respiré hondo, y me mordí el labio inferior-. Mientras tanto hablaremos a menudo por teléfono.

– Pero no es lo mismo que verte…

– Caitlin… -dije, incapaz de terminar la frase porque se me rompía la voz.

– Papá, ¿qué te pasa?

– Estoy bien, estoy bien, estoy bien… -dije, haciendo un esfuerzo para no caer por el precipicio-. Cuéntame lo que has estado haciendo en la escuela.

Durante los siguientes catorce minutos, hablamos de toda clase de temas: desde su papel de ángel en la próxima función de Semana Santa de la escuela a por qué creía que el Gran Oso era aburrido, pero el Monstruo de las Galletas estaba bien, hasta su deseo de tener una Barbie Dormilona.

Cronometré la llamada con mi reloj. Justo quince minutos después de que Caitlin descolgara, oí la voz de Lucy al fondo que decía:

– Dile a papá que tienes que colgar.

– Papá, tengo que colgar.

– De acuerdo, cariño. Te echo muchísimo de menos.

– Yo también te echo de menos.

– Te llamaré el viernes. ¿Puedo hablar con tu madre?

– Mamá -gritó Caitlin-. Papá quiere hablar contigo. Adiós, papá.

– Adiós, mi vida.

Entonces oí que le pasaba el teléfono a Lucy. Pero ella colgó sin decir palabra.

Naturalmente, aquella llamada ocupó toda la sesión con Matthew Sims del día siguiente.

– Lucy me desprecia tanto que nunca me permitirá volver a ver a Caitlin.

– Pero le ha permitido hablar con ella, y eso es un avance considerable respecto a la semana pasada.

– Sin embargo no puedo dejar de pensar que yo me lo he buscado.

– David, ¿cuándo dejó a Lucy?

– Hace dos años.

– Por lo que me explicó durante la primera sesión, fue increíblemente generoso en cuanto a la división de propiedades.

– Se quedó la casa, que había pagado yo.

– Desde entonces, usted ha pagado la pensión a tiempo, ha sido un buen padre para Caitlin y no ha cometido ningún acto hostil o desfavorable en contra de su ex esposa.

– ¡Ni mucho menos!

– Bien, entonces, si ella sigue albergando enemistad contra usted después de dos años del divorcio, es su problema, no el de usted. Y si utiliza a Caitlin como arma contra usted, y para ello impide que su hija vea a su padre, la vergüenza es de ella. Créame, pronto tendrá que afrontar el hecho de que está actuando con egoísmo en ese aspecto. Porque su hija se lo dirá.

– Espero que tenga razón. Pero me sigue obsesionando algo…

– ¿Qué es?

– Que no debí dejarlas nunca, que cometí un terrible error.

– ¿De verdad querría volver ahora?

– Eso es imposible. Hay demasiada porquería debajo de la alfombra, demasiada sangre. Aun así…, cometí un error. Un terrible error.

– ¿Se ha planteado decírselo a Lucy?

Cuando volví a llamar el viernes, Lucy siguió sin querer hablar conmigo, y ordenó a Caitlin que colgara el teléfono después de los quince minutos permitidos. Sucedió lo mismo el domingo, pero, al menos, pude darle a Caitlin mi número de la casa de la playa, y pedirle que le dijera a Lucy que estaría en ese número durante unas semanas más.

No me había costado mucho tomar la decisión de quedarme en la casita de Willard. No tenía muchas opciones de alojamiento, y por suerte, mi necesidad de cobijo coincidía con la decisión de Willard de quedarse en Londres seis meses más.

– Tiene una revisión de otra película, y parece que le gusta el encanto grisáceo de la ciudad, de modo que puedes quedarte en la casa hasta Navidad -dijo Alison, cuando me llamó para contármelo-. En realidad está encantado de tenerte como inquilino, y no te va a cobrar nada, sólo los gastos.

– Me parece justo.

– También quería que te dijera que cree que lo que te ha sucedido es una exageración y está mal. Incluso ha escrito a los organizadores del Emmy para decirles que se han comportado como una pandilla de capullos.

– ¿En serio ha utilizado esas palabras?

– Aproximadamente.

– Cuando vuelvas a hablar con él, dile por favor que le estoy muy agradecido. Es el primer golpe de suerte que tengo desde hace tiempo.

Pero mi racha de suerte tuvo una vida breve. Al día siguiente, me cayó una bomba de megatones en el regazo cuando por fin me puse en contacto con Bobby Barra.

Le llamé al móvil. Me pareció un poco titubeante cuando oyó mi voz.

– Hola, chico, ¿cómo va? -preguntó.

– He tenido tiempos mejores.

– Sí, me he enterado de que son tiempos duros para ti.

– ¿Sabes hasta qué punto?

– Saliste en la prensa de Londres y París, incluso en Hong Kong.

– Me alegro de saber que soy una sensación internacional.

– ¿Desde dónde llamas ahora?

Le expliqué que Sally me había echado y que Alison me había encontrado un refugio en la costa.

– Chico, estás con la mierda al cuello -dijo Bobby.

– Yo no lo habría dicho mejor.

– Bueno, mira, siento no haberte llamado, pero ya sabes que estaba en Shangai para el lanzamiento del motor de búsqueda. Y sé que me llamas para saber cómo han ido tus OPI.

Empezó a sonar una alarma en mi cabeza.

– ¿Qué tiene que ver la OPI conmigo, Bobby?

– ¿Que qué tiene que ver contigo? Vamos, fuiste tú el que me dijiste que invirtiera toda tu cartera en esa OPI.

– Nunca he dicho tal cosa.

– ¿Cómo que no? ¿Recuerdas la conversación que tuvimos cuando te llamé hace un par de meses para darte el informe de tu cartera para el último cuatrimestre?

– Sí, me acuerdo.

– ¿Y qué te pregunté?

Me preguntó si quería ser uno de los pocos privilegiados que podrían invertir de verdad en una OPI segurísima para un motor de búsqueda asiático; un motor de búsqueda que con toda garantía sería el artículo número uno en China y el Sureste Asiático. Y con mi privilegiada memoria para los detalles lúgubres, recordé la conversación completa en aquel momento.

«Es algo como Yahoo con ojos sesgados», había dicho él.

«Siempre tan políticamente correcto, Bobby.»

«Oye, estamos hablando del mercado virgen más grande del mundo. Y es la oportunidad de entrar en él a lo grande. Pero tengo que saberlo en seguida…, ¿te interesa?»

«Por ahora nunca me has aconsejado mal.»

«Buen chico.»

Mierda, mierda, mierda. Bobby pensó que aquello era una orden para vender.

– ¿Es que no lo era? -me preguntó Bobby-. Te pregunté si te interesaba. Contestaste que sí. Creí que eso significaba que querías.

– Pero no te dije que transfirieras toda la puta cartera…

– Tampoco me dijiste lo contrario. Para mí, «sí» significa «sí».

– Y para mí, no tenías derecho a transferir ninguna acción mía sin mi aceptación por escrito.

– Eso es una gilipollez y lo sabes. ¿Cómo te crees que funciona el mundo de los agentes de bolsa? ¿Con un cortés intercambio de documentos? Éste es un juego que cambia cada treinta segundos, o sea que si alguien me dice que venda…

– No te dije que vendieras…

– Te hice una oferta para participar en la OPI y aceptaste.

– Lo que hiciste es ilegal.

– No lo es. Y si lees el acuerdo que firmaste con mi empresa cuando te hiciste cliente, verás que hay una cláusula que nos autoriza a comprar o vender acciones en tu nombre con tu consentimiento verbal. Pero si quieres denunciarme a la comisión, por mí adelante. Se reirán de ti en el juzgado.

– No me lo puedo creer.

– Oye, no es el fin del mundo, sobre todo porque, hace nueve meses, te prometí que el precio de las acciones se cuadruplicaría, lo que significa que no sólo recuperarás la pérdida inicial del cincuenta por ciento del valor de los títulos.

Tres alarmas se encendieron en mi cabeza.

– ¿De qué cojones estás hablando?

No perdió la calma.

– He dicho que dado el momentáneo bajón de las acciones de tecnología, la OPI inicial no fue tan bien como esperábamos, y más o menos la mitad de tus acciones se han perdido.

– No puede ser verdad.

– ¿Qué puedo decir, excepto que son cosas que pasan? En fin, todo esto es un juego, ¿no? Yo intento minimizar el riesgo, pero a veces el mercado se vuelve loco durante un tiempo. La cuestión es que esto no es un desastre. Ni mucho menos. Porque a estas alturas del año que viene, estoy seguro de que verás…

– Bobby, a estas alturas el año que viene, estaré en la cárcel por deudas. Debo un cuarto de millón a Hacienda, y la FRT y la Warner están a punto de exigirme, en el mejor de los casos, la misma cantidad de dinero. ¿Comprendes lo que acaba de pasarme? Me han anulado todos los contratos. Se me considera un intocable en Hollywood. El único dinero que tengo en el mundo es el dinero que invertí contigo. Y ahora me dices…

– Lo que te digo es que no pierdas la cabeza.

– Y yo lo que te digo es que tengo diecisiete días para pagar la deuda de Hacienda. Como saben todos los estadounidenses. Hacienda no es muy paternalista cuando te retrasas en un pago. Son los peores acreedores del planeta.

– ¿Qué quieres que haga?

– Devolverme todo mi dinero.

– Tendrás que tener un poco de paciencia.

– No puedo tener paciencia.

– No puedo darte lo que quieres. Al menos no inmediatamente.

– ¿Y qué puedes darme inmediatamente?

– El valor actual de tu cartera, que está alrededor de los doscientos cincuenta mil.

– ¡Eres un italiano de mierda!

– Eh, nada de ofensas personales.

– ¿Me has arruinado y no puedo meterme contigo?

– Creo que eres tú el que se ha arruinado. Como he intentado decirte una y otra vez, si dejas el dinero donde está nueve meses más…

– No tengo nueve meses más, maldita sea. Tengo diecisiete días. Y cuando haya pagado a Hacienda, no me quedará nada. ¿Lo entiendes? Nada de nada.

– ¿Qué puedo decir? El azar es el azar.

– Si hubieras sido claro conmigo…

– Fui claro contigo, imbécil -dijo, enfadado de repente-. Enfréntate a la realidad. Si no hubieras sido tan estúpido para hacer que te despidieran por robar líneas de otros autores…

– Que te jodan, que te jodan, que te jodan…

– Se acabó. Hemos terminado. Literal y figuradamente. No quiero trabajar contigo. No quiero tener tratos contigo.

– Por supuesto que no, ahora que me has jodido.

– No pienso seguir hablando. Sólo tengo una última pregunta para ti: ¿quieres que liquide todas tus acciones?

– No tengo elección.

– Entonces es una afirmación.

– Sí, véndelo todo.

– Bien. Está hecho. Tendrás el dinero en tu cuenta mañana. Fin de la historia.

– No me llames nunca más -dije.

– ¿Para qué iba a llamarte? -preguntó Bobby-. No trato con perdedores.

Naturalmente, mi sesión del día siguiente con Matthew Sims empezó con un cuestionamiento de esa última frase.

– ¿Se considera un perdedor? -me preguntó.

– ¿Usted qué cree?

– Dígamelo usted, David.

– No sólo soy un perdedor. Soy una zona catastrófica. Me lo han arrebatado todo, todo. Y todo por culpa de mi propia estupidez, mi egoísmo.

– Está otra vez en la pauta del odio hacia sí mismo.

– ¿Qué espera? No sólo he perdido mi trabajo, a la mujer de mi vida, y el contacto personal con mi hija…, ahora también me enfrento a la bancarrota económica.

– ¿Y no cree que es lo suficientemente inteligente para salir de ésta?

– ¿Cómo? ¿Suicidándome?

– Esa broma no se le hace a un terapeuta.

Tampoco mi contable estaba muy jocoso cuando le conté lo del desastre con Bobby Barra.

– No quiero decirte que «ya te lo dije» -dijo Sandy Meyer-, pero te advertí que no centralizaras toda tu cartera de inversiones en manos del mismo agente.

– Lo sé, lo sé, pero me había hecho ganar tanto dinero hasta ahora… Además esperaba ganar un buen pellizco con él este año…

– Lo sé, David. Y también sé que ésta es una situación difícil de verdad. Bien, esto es lo que creo que deberíamos hacer. Los doscientos cincuenta mil dólares de la liquidación de las acciones servirán para pagar a Hacienda. Tus tarjetas de crédito tienen una deuda acumulada de veintiocho mil dólares, o sea que los treinta mil que tienes en la cuenta servirán para pagar esa deuda, y te quedarán sólo dos mil. Pero Alison me ha dicho que ahora mismo no tienes que pagar alquiler.

– Vivo sin pagar alquiler y sin gastar. Si gasto doscientos dólares a la semana es un acontecimiento.

– Entonces con esos dos mil tienes para diez semanas. Pero tenemos el problema de los once mil al mes de Lucy y Caitlin. He hablado con Alison sobre esto. Me ha dicho que ahora tienes un buen abogado que defiende tus intereses. Estoy seguro de que dadas tus circunstancias considerablemente menguadas, un tribunal aceptaría rebajar la cifra mensual de la pensión.

– No quiero hacerlo. No es justo.

– Pero, David, por lo que yo recuerdo, Lucy está ganando un buen sueldo ahora, y la pensión inicial y la cantidad para gastos de la niña fueron, en mi opinión, exageradamente altas. Ya sé que ganabas dos millones al año, pero aun así, la cantidad era tan excesiva que parecía…, y perdona que te lo diga, dinero para pagar el sentimiento de culpa.

– Era dinero para pagar el sentimiento de culpa. Y sigue siéndolo.

– Ahora no puedes permitirte sentirte culpable. Once mil al mes está fuera de tu alcance.

– Puedo vender el coche por cuarenta mil.

– ¿Qué vas a conducir?

– Algo barato y de mucho menos de siete mil dólares. Con los treinta y tres restantes, puedo pagar los tres próximos meses de la pensión.

– ¿Y después qué?

– No tengo ni idea.

– Es mejor que hables con Alison para que te encuentre algo de trabajo.

– Alison puede ser la mejor agente del mundo, pero no podrá encontrarme trabajo.

– Con tu permiso, la voy a llamar -dijo Sandy.

– ¿Por qué te molestas? Soy una causa perdida.

Unos días después de la llamada de Sandy, Alison me telefoneó y dijo:

– Hola, Causa Perdida.

– Veo que has hablado con mi querido contable.

– Ah, yo hablo con mucha gente -dijo-, incluidos la FRT y la Warner Brothers.

– ¿Y?

– Bueno, es otra llamada de buenas y malas noticias. Primero te daré la mala noticia: tanto la FRT como la Warner están empeñadas en que les devuelvas los dichosos pagos.

– Estoy acabado.

– No tan deprisa; la buena noticia es que las dos empresas están de acuerdo en reducir sus peticiones a la mitad, lo que significa ciento veinticinco mil cada una.

– Sigo estando arruinado.

– Sí, Sandy ya me lo explicó. Pero la otra buena noticia es que les he convencido para que te lo dejen pagar a plazos y el primer pago no vence hasta dentro de seis meses.

– Qué bien. La cuestión es que no tengo dinero para hacer frente a los pagos. Y no tengo trabajo.

– Sí, sí lo tienes.

– ¿De qué estás hablando?

– De que te he encontrado trabajo.

– ¿Escribiendo?

– Por supuesto. No es un encargo muy glamuroso, pero es trabajo. Y, teniendo en cuenta el tiempo que te llevará, está bien pagado.

– Explícate, por favor.

– No quiero que gimas cuando te lo explique.

– Dímelo, por favor.

– Es una novelización.

Intenté no gemir. Una novelización era un trabajo para escritores de poca monta, en el que se coge el guión de una película y se convierte en una novela corta y fácil de leer, que normalmente se vende en los supermercados y centros comerciales. Profesionalmente, era lo más tirado de lo tirado, la clase de encargo que aceptas cuando tienes la autoestima baja o has tocado fondo y necesitas dinero con urgencia. Sin duda yo cumplía todos los requisitos, así que me tragué las protestas y pregunté:

– ¿Cuál es la película que quieren que novele? -pregunté.

– Intenta no volver a gemir…

– La primera vez no he gemido…

– Bueno, pero ahora podría ser que sí, porque es una película para adolescentes que está produciendo New Line.

– ¿Cómo se llama?

– Perderlo todo.

Entonces sí gemí.

– A ver si lo adivino…: dos mocosos de dieciséis años llenos de granos que quieren perder la virginidad.

– ¡Ay qué listo eres! -exclamó Alison-. Sólo que los chicos tienen diecisiete años.

– Van retrasados.

– La virginidad está de moda últimamente. Sobre todo entre los adolescentes con acné.

– ¿Cómo se llaman nuestros dos protagonistas?

– Te va a encantar: Chip y Chuck.

– Parecen dos personajes de tira cómica. Y seguro que está ambientada en una urbanización de nuevos ricos como Van Nuys.

– Caliente: Orange County.

– ¿Y uno de los chicos se lía a cuchilladas?

– No, no es Scream. Pero tiene un giro estupendo al final: resulta que la chica que finalmente se cepilla Chip es la hermanastra de Chuck…

– ¿Pero Chuck no sabía que existía?

– No. Resulta que January…

– ¿Se llama January?

– ¡Oye, es una de esas películas!

– Está clarísimo.

– En fin, resulta que January era el producto de un ligue de una noche con una higienista dental de la que el padre divorciado de Chuck no había hablado nunca con nadie.

– ¡Qué antiguo!

– No, sería antiguo si Chuck sólo se cepillara a January, en plan Lástima que sea una zorra -comentó Alison.

– Alison, me asombras.

– Eh, John Ford fue uno de mis primeros clientes.

– ¿Ése es el argumento, entonces?

– Sí, más o menos.

– Es una mierda, Alison.

– Tienes razón. Pero te ofrecen veinticinco mil dólares por la novelización, a condición de que la entregues dentro de dos semanas.

– Lo hago -respondí.

El guión llegó por Fedex la mañana siguiente. Como era de esperar, era insufrible: pedante, lleno de bromas malas sobre erecciones, clítoris y flatulencias, con personajes insulsos, el típico repertorio de situaciones adolescentes (incluida la indispensable mamada en el coche), la inevitable pelea a puñetazos entre los dos chicos cuando Chuck descubre que está emparentado con la chica que Chip se ha llevado al catre, y el inexorable final «maduro» en el que Chip y Chuck se reconcilian, Chuck y su padre ausente se reconcilian y January le confiesa a Chip que él también ha sido su primer amante… y, aunque no desea una «historia de sexo y pasión», siempre serán amigos.

Llamé a Alison después de acabar de leerlo.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Es basura -dije, y aunque podría haber añadido un comentario lastimero tipo «ya ves a lo que he llegado», me callé.

– Sí, es lo que es. ¿Puedes hacerlo en dos semanas?

– Sin problema.

– Bien. Éstas son las normas que Max Michaels, el editor, me ha pedido que te transmita: la longitud no debe sobrepasar las 75.000 palabras. Recuerda que es para un mercado de idiotas, de modo que debe ser rápido, simple y básico… pero también que las escenas de sexo deben ser…, ¿cómo te lo diría?…, «calientes, pero no tórridas». ¿Se entiende?

– Creo que sí.

– Una última cosa: el editor sabe que eres tú quien va a hacer la novelización…

– ¿Y no tiene objeción?

– Es de Nueva York. Y cree que las cosas que pasan aquí son, por decirlo suavemente, una estupidez. Pero acordamos que, para protegeros, tanto él como tú, era mejor que utilizaras seudónimo. No te importa, ¿verdad?

– ¿Me tomas el pelo? No quiero que se asocie mi nombre a esta porquería.

– Pues piensa en un nombre ficticio.

– ¿Qué te parece John Ford?

– ¿Por qué no? David, una última cosa: aunque tú sabes que es un asco, yo lo sé y el editor lo sabe…

– Lo sé, seré un profesional.

– Buen chico.

Si empezaba al día siguiente, tendría exactamente trece días para hacer el trabajo. Así que antes de empezar a planificar el libro capítulo por capítulo (el trabajo que me tocaba aquel día), hice algunos cálculos sencillos, dividiendo 75.000 palabras por trece. Eso daba un total de 4.230 palabras, que eran la cuota diana que tendría que escribir para cumplir con la fecha de entrega. Teniendo en cuenta que hay unas 250 palabras en una página a doble espacio, significaba que tenía que redactar unas diecisiete páginas al día. Una cantidad absurda de páginas, si no fuera porque el material con el que trabajaba merecía una producción rápida y no merecía una reflexión demasiado profunda.

Sin embargo, un trabajo es un trabajo, sobre todo cuando todas las demás posibilidades de trabajar en tu campo se te han cerrado. De modo que me tomé en serio el encargo, decidido a hacerlo lo mejor posible con aquel material de baja categoría; dar a la novelización el brillo profesional conveniente y cumplir religiosamente con la fecha de entrega.

Planifiqué un horario rígido y me ceñí a él. Me levantaba cada mañana a las siete. Después de desayunar, daba un corto paseo por la playa y me sentaba a trabajar a las ocho y media. Intentaba tener mil quinientas palabras terminadas a la hora del almuerzo. Después de una hora de descanso, redactaba mil quinientas palabras más. Hacía una cena ligera a las seis y me obligaba a escribir las mil doscientas palabras restantes más o menos antes de las nueve… y entonces tomaba un baño caliente y veía una película, antes de meterme en la cama a medianoche. Las dos únicas interrupciones que me permitía eran mis tres llamadas a la semana a Caitlin y mi sesión diaria con Matthew Sims.

– Parece más animado -me dijo Sims cuando iba por la mitad de la novela.

– Es el trabajo. El trabajo me da cordura. Aunque en este caso sea un porquería.

– De todos modos lo está haciendo con diligencia y eso es admirable.

– Necesito el dinero, y también necesito llenar el tiempo de forma constructiva.

– En otras palabras, se comporta de forma responsable, y también se está demostrando a sí mismo que puede volver a encontrar trabajo.

– Ésta no es precisamente la clase de trabajo que me gustaría hacer.

– Pero es un comienzo. Y no está mal pagado, ¿verdad? ¿Por qué no alegrarse de que esto puede considerarse un nuevo comienzo positivo?

– Porque escribir una novelización nunca es una experiencia positiva.

De todos modos perseveré. Cumplí mi cuota diaria de palabras. Me ceñí a mi horario. Y no rebajé mi estatus profesional por trabajar con un material malísimo. Hice un buen trabajo. Y lo terminé en la fecha acordada. Incluso lo entregué en la agencia de Fedex más cercana una hora antes de la última recogida del día.

Hice tres copias del texto, mandé una al editor de Nueva York, una a Alison, y me quedé otra. Después fui a un restaurante italiano de Santa Bárbara (a unos cuarenta minutos en coche) y me regalé mi primera comida de restaurante desde que me había instalado allí. Me costó sesenta dólares, una pequeña fortuna para mí, teniendo en cuenta que vivía con menos de los doscientos dólares asignados a la semana. Pero sentía que me merecía un pequeño lujo después de aquel mal trago. Me sentí estupendamente comiendo fuera, algo que los dos últimos años había considerado lo más normal del mundo (cuando comía en restaurantes cinco noches a la semana, y gastaba más de veinte mil dólares al año en eso), pero que ahora me parecía un placer extraordinario. Después, di un largo paseo por la playa a la luz de la luna, disfrutando del simple hecho de haber terminado el trabajo a tiempo y haberlo hecho razonablemente bien.

En realidad, más que razonablemente bien, porque Alison me llamó tres días después para decirme que el editor de Nueva York estaba entusiasmado con el resultado.

– Oye lo que me ha dicho Max Michaels: «David ha cogido una mierda de tres al cuarto y la ha convertido en mierda de calidad». Estaba muy impresionado, no sólo con la elegancia de la redacción, sino también porque has cumplido escrupulosamente la fecha de entrega. Por lo visto eso te convierte en un bicho raro entre los escritores del planeta. Pero la buena noticia…, porque realmente es una buena noticia, es la siguiente: Max publica una de esas novelizaciones al mes. Hasta ahora las encargaba a distintos escritores, pero no era una solución especialmente satisfactoria, si quería mantener un cierto nivel de calidad y además cumplir el programa de edición. Por eso quiere ofrecerte un contrato para seis novelizaciones. La misma tarifa: veinticinco mil por novela. El mismo calendario: un libro al mes.

– ¿Y puedo seguir utilizando el seudónimo?

– Sí, John Ford, no hay ningún problema con el nombre. Lo importante es que con este contrato podrías liquidar una de las deudas de la FRT o la Warner.

– Te olvidas de la pensión.

– Sí, Sandy ya me ha hablado de eso. Tienes que hablar con Walter Dickerson para que efectúe los pasos legales necesarios para reducir esa carga mensual. Es una exageración. Y Lucy puede permitirse…

– No quiero hablar de eso, por favor.

– Como quieras, David.

– Pero ésta es una buena noticia, Alison. Muy buena, la verdad. Nunca creí que diría esto de una novelización, pero…

– Es mucho mejor que nada -dijo Alison.

Aquella noche dormí bien. Me desperté al día siguiente, sintiéndome extrañamente descansado y curiosamente enérgico. Cierto que era un trabajo que siempre despreciaría. Cierto que era un paso atrás abrumador desde las deslumbrantes cumbres de la creación de una serie de televisión importante, de moda y sofisticada. Y cierto que sería monótono: dos semanas sí, dos semanas no. Pero podría cumplir con parte de mis obligaciones. Si Max Michaels estaba contento con las primeras seis adaptaciones, quizás Alison podría convencerle para que me mantuviera como un novelador en nómina. Con aquella tarifa, descontando la comisión de Alison y los impuestos, podría seguir pagando a Lucy y liquidar mi deuda con la FRT y la Warner en más o menos dos años.

– Me alegro de verle tan optimista -dijo Matthew Sims durante nuestra siguiente sesión.

– Es que es estupendo pensar que he encontrado una salida.

Pasó una semana. El cheque de Max Michaels llegó a través de Alison. Lo ingresé y transferí inmediatamente el total a la cuenta de Lucy, y le mandé un correo electrónico (finalmente había decidido enfrentarme otra vez al mundo y volver a conectar el ordenador a la línea telefónica) que decía sólo: «Hoy he ingresado en tu cuenta dos meses de pensión. Me gustaría hablar contigo algún día, pero dejo la decisión en tus manos».

La noche siguiente, cuando estaba despidiéndome de Caitlin por teléfono, le pregunté a mi hija si podía hablar con su madre.

– Lo siento, papá, pero dice que no puede ponerse.

No insistí.

Pasaron dos días más y como no había noticias del nuevo guión de Max Michaels, le envié un correo electrónico a Alison, preguntándole si sabía qué pasaba. Ella me contestó diciendo que había hablado con Max Michaels el día anterior y todo estaba bien. De hecho, le había dicho que había hablado con su departamento de derechos para que le mandaran el contrato por Fedex al día siguiente.

Pero al día siguiente, recibí una llamada de Alison y su voz delataba los temblores de las «malas noticias».

– No sé cómo decirte esto… -empezó.

Estaba a punto de decir: «¿Y ahora qué?» pero me callé.

– Max ha anulado el contrato.

– ¿Qué?

– Ha anulado el contrato.

– ¿Por qué?

– Nuestro viejo amigo, Theo MacAnna…

– Oh no…

– Te leeré el artículo. Son sólo unas líneas: «Oh, cuan bajo han caído los poderosos. El creador de Te vendo, David Armitage, despedido por la FRT por plagiar la obra de otros (denunciado primero por esta columna), y después avergonzado públicamente por haber agredido a un periodista (es decir, a mí) en el aparcamiento de la NBC, se ha visto reducido al nivel más bajo de la denominada “escritura creativa”, más conocida como novelización. Según un topo en la Zenith Publishing de Nueva York, el ex ganador de un Emmy (recientemente despojado de su premio por la American Academy of Television Arts and Sciences) se ha visto obligado a redactar adaptaciones baratas en libro para películas de próximo estreno. Adivinen qué película acaba de novelar el ex chico de oro de la televisión: una tonta película para adolescentes de New Line, Perderlo todo…, que, por lo que se rumorea, hace que American Pie parezca un Bergman del último período. Mejor aún es el seudónimo que ha elegido Armitage para ocultarse: John Ford. No sabemos si se refiere al gran director de westerns o al dramaturgo que escribió Lástima que sea una zorra…, aunque en el caso de Armitage, el título podría ser: Lástima que sea un plagiario».

Un largo silencio. No me sentí ni mareado, ni traumatizado por los horrores de la guerra, ni hundido, porque ya había pasado por aquellas fases. Sólo me sentí atontado, como un boxeador que hubiera recibido un golpe de más en la cabeza y ya no pudiera sentir nada más que una catatonia paralizante.

Por fin habló Alison:

– David, no sé cómo decirte…

– ¿Max Michaels ha leído eso y ha anulado el contrato? -pregunté con una voz extrañamente calma.

– Sí. Y muy a su pesar. Porque le gustaba mucho tu trabajo. Pero su junta se le ha puesto en contra…

– ¿Por dar trabajo a un reconocido plagiario?

– Algo así.

– De acuerdo -dije inexpresivamente.

– Mira, estoy hablando con un abogado muy importante que conozco sobre una posible demanda por difamación contra Mac Anna.

– No te molestes.

– No digas eso, por favor, David.

– Oye, ahora sé que estoy derrotado. Definitivamente derrotado.

– Podemos demandarle.

– No es necesario. Pero escucha, antes de colgar sólo quiero decirte esto: no sólo has sido una agente extraordinaria, también has sido la mejor amiga que pueda imaginarse.

– David, ¿qué quieres decir con eso?

– Nada excepto que…

– No vas a hacer una estupidez, ¿verdad?

– ¿Como chocar con el Porsche contra un árbol? No, no le daré esa satisfacción a MacAnna. Pero me rindo.

– No digas eso.

– Lo digo.

– Te llamaré mañana.

– Cuando quieras.

Colgué. Y con toda tranquilidad, racionalmente, cogí mi ordenador portátil y todos los papeles de propiedad del coche. Después telefoneé a un concesionario de Porsche de Santa Bárbara con el que había hablado hacía una semana. Me dijeron que su mecánico estaría aquella mañana y que podía pasar al cabo de una hora.

Cogí el coche y me dirigí al norte. Llegué al local del concesionario y el vendedor salió a recibirme. Me ofreció un café, que rechacé. Me dijo que tendría la tasación del coche y el precio de compra listos en un par de horas. Le pedí que me pidiera un taxi. Cuando llegó, le dije al taxista que me llevara a la casa de empeños más cercana. Me miró con desconfianza por el retrovisor, pero hizo lo que le pedí. Cuando llegamos a la tienda, le dije que esperara. La ventana estaba protegida con rejas y había una cámara de seguridad en la puerta blindada de acero. Me abrieron y entré a un diminuto vestíbulo con el linóleo despegado, luces fluorescentes y una ventana con cristal a prueba de balas. Aquél era un prestamista muy nervioso. Un tipo muy gordo de unos cuarenta años apareció en la ventana, y me habló mientras devoraba un bocadillo.

– ¿Qué me trae? -preguntó.

– Un Toshiba Tecra portátil de última generación. Pentium III, iz8 megabytes de RAM, DVD, pantalla grande, comprado nuevo por cinco mil quinientos dólares.

– Pásemelo -dijo, levantando una parte de la ventana.

Se lo pasé, lo examinó por encima, lo enchufó, lo encendió, y miró los programas instalados en el escritorio de Windows. Luego lo apagó, lo cerró y se encogió de hombros.

– El problema con estos chismes es que seis meses después de salir al mercado ya están pasados de moda. Y su valor de segunda mano no es mucho. Cuatrocientos dólares.

– Mil.

– Seiscientos.

– Hecho.

Cuando volví al concesionario de Porsche, el vendedor tenía a punto la tasación y la oferta de compra era de 39.280 dólares.

– Me esperaba cuarenta y dos o cuarenta y tres mil -comenté.

– Cuarenta es el máximo que le puedo dar.

– Hecho.

Le pedí un cheque de caja. Le pedí que me llamara otro taxi para que me llevara a la sucursal más próxima del Bank of America. Enseñé muchas identificaciones. Hubo que llamar a mi sucursal del Bank of America de West Hollywood. Tuve que firmar muchos formularios. Pero por fin aceptaron ingresar el cheque de cuarenta mil dólares y transferir la cantidad de treinta y tres mil a la cuenta de Lucy en Sausalito. Salí del banco con siete mil dólares en efectivo y cogí otro taxi que me llevó a una tienda de coches usados, no muy lejos del concesionario Porsche. La diferencia era que aquella tienda sólo tenía vehículos de la gama más baja. Por cinco mil dólares pude comprar un Volkswagen Golf azul marino de 1990 con «sólo 158.000 kilómetros» y seis meses de garantía. Utilicé el teléfono de la tienda para llamar a mi compañía de seguros. Se quedaron bastante asombrados cuando les dije que había cambiado el Porsche por un Golf de siete años, que valía cinco mil dólares.

– Todavía le quedan nueve meses de seguro del Porsche. Pero el del Golf vale una tercera parte, lo que significa que sobran unos quinientos dólares.

– Mándeme un cheque, por favor.

Y le di la dirección de Meredith.

Fui con mi viejo coche nuevo a un cybercafé, en un barrio elegante de Santa Bárbara. Me concedí un capuchino y después me conecté a la red. Mandé un mensaje a Lucy: «He ingresado tres meses más de pensión en tu cuenta. Eso quiere decir que te he pagado los próximos cinco meses. Todavía espero poder hablar contigo algún día. Mientras tanto, quiero que sepas esto: cometí un grave error haciendo lo que hice. Ahora me doy cuenta, y lo siento muchísimo».

Después de mandar el mensaje, utilicé el teléfono del café y llamé a American Express, Visa y MasterCard. Las tres empresas me confirmaron que no debía absolutamente nada (había seguido el consejo de Sandy hacía varias semanas y había utilizado el saldo de mi cuenta para liquidar esas deudas). Cada una de las tres empresas intentó convencerme de que no cerrara mi cuenta con ellos. («No hay ninguna necesidad, señor Armitage -me dijo la mujer de American Express-, no sabe cuánto sentiríamos perder a un cliente tan bueno como usted.») Pero no me dejé convencer: «Anulen todas las cuentas con efecto inmediato y mándenme los formularios que sea necesario firmar a mi nueva dirección en Meredith».

Antes de salir del café, me paré en el mostrador y pregunté si tenían unas tijeras. Me dejaron unas y con ellas corté mis tarjetas de crédito Oro en cuatro pedazos. El chico del mostrador me observó hacerlo:

– ¿Le han ascendido a Platino o qué? -preguntó.

Me reí y le dejé las tarjetas inutilizadas en la mano. Después me marché.

En el camino de vuelta a Meredith, hice algunos cálculos mentales. Tenía mil setecientos dólares en mi cuenta. Tres mil seiscientos en el bolsillo. Un cheque de quinientos dólares en camino de la compañía de seguros. Cinco meses de pensión pagados. Cinco meses más sin pagar alquiler en la casita de Willard, y con un poco de suerte, podía decidir alargar su estancia en Londres (aunque yo no planificaba a tan largo plazo). No tenía deudas. No tenía facturas importantes, sobre todo gracias a Alison (Dios la bendiga), que había insistido en pagar a Matthew Sims con su comisión de mi novelización (me dijo que había ganado tanto dinero conmigo durante mis dos años lucrativos que lo menos que podía hacer era pagar la factura de mi loquero). Mi seguro médico estaba pagado nueve meses más. Había decidido prescindir de los servicios de mi terapeuta. No necesitaba ropa, ni libros, ni plumas caras, ni cedes, ni vídeos, ni entrenadores personales, ni cortes de pelo de setenta y cinco dólares, ni sesiones de blanqueo de dientes en el dentista (coste: dos mil dólares al año), ni vacaciones de cuatro mil dólares en hotelitos encantadores en una playa de la Baja California…, en resumen, nada de la costosa parafernalia que había llenado mi vida. Poseía cinco mil ochocientos dólares. Las facturas de la casa no subían a más de treinta dólares a la semana, y apenas usaba el teléfono. Entre la comida, un par de botellas de vino modesto, algunas cervezas y una escapada de vez en cuando al multicine del pueblo, podía seguir manteniendo mi presupuesto de doscientos dólares a la semana. Y eso significaba que era autónomo durante las siguientes veintiséis semanas.

Era una sensación extraña, haberlo reducido todo a aquel nivel. No exactamente liberador en un sentido de chorradas zen, sino algo mucho más complejo. Al haberme desprendido de todo, no me consideraba de repente espiritualmente gratificado o afortunado. A decir verdad, seguía afectándome el atontamiento que se había apoderado de mí la noche en que Alison me había dicho lo de la última columna de MacAnna. Me sentía como cuando has estado en uno de esos terribles accidentes en los que el impacto sigue siendo sísmico y omnipresente. Pero no era del todo consciente de eso. Más bien me sentía como si hiciera todo aquello y tomara todas esas decisiones con el piloto automático. Como al cortar las tarjetas de crédito. O al vender el ordenador. O al entrar en Books and Company, en la calle principal de Meredith, para solicitar un empleo.

Books and Company era una rareza: una librería pequeña e independiente, que seguía funcionando en un mundo de grandes cadenas de tiendas monoculturales. Era la clase de tienda que olía a madera pulida y vigas de madera a la vista y suelo de parqué, y que contenía la clásica mezcla de literatura de ficción de calidad, novelas populares, libros de cocina y una sección infantil apreciable. Había habido un letrero en el escaparate en las últimas semanas, informando a los buenos ciudadanos de Meredith de que la librería necesitaba un dependiente a jornada completa, y que los interesados podían hablar con el dueño, Les Pearson.

Les rondaba los sesenta: llevaba barba, gafas, una camisa vaquera azul y Levis azules. Me lo podía imaginar fácilmente husmeando en la librería City Lights de San Francisco durante el verano del amor, o siendo el orgulloso propietario de unos bongos. Entonces, en cambio, exudaba la paz de la madurez, como correspondía al dueño de una pequeña librería en una pequeña ciudad costera exclusiva.

Estaba de pie detrás del mostrador cuando yo entré en la tienda. Ya me había visto antes, porque yo había entrado de vez en cuando a curiosear. Por lo tanto su primera pregunta fue:

– ¿Necesita ayuda?

– De hecho, he venido a solicitar el empleo.

– ¿En serio? -dijo, mirándome con más atención-. ¿Ha trabajado antes en una librería?

– ¿Conoce la Book Soup de Los Ángeles?

– Cómo no.

– Trabajé allí trece años.

– Pero ahora vive aquí, porque le he visto otras veces en la librería.

– Sí, vivo en casa de Willard Stevens.

– Ah, claro, me dijeron que alguien estaba viviendo en la casa. ¿De qué conoce a Willard?

– Teníamos la misma agente.

– ¿Es usted escritor?

– Lo era.

– Bueno, soy Les.

– Y yo soy David Armitage.

– ¿De qué me suena su nombre?

Me encogí de hombros.

– ¿De verdad le interesa este empleo?

– Me gustan las librerías y conozco el oficio.

– Son cuarenta horas a la semana, de miércoles a domingo, de once a siete, con una hora para almorzar. Como es una librería pequeña e independiente, no puedo pagarle más de siete dólares a la hora, unos doscientos ochenta a la semana. No hay seguro médico, lo siento, ni beneficios… excepto café gratis y el cincuenta por ciento de descuento en sus compras. ¿Le parecen bien doscientos ochenta a la semana?

– Sí. Está bien.

– ¿Y si quiero pedir referencias?

Cogí un cuaderno y un bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y apunté el nombre de Andy Barron, el director de Book Soup (quien sabía que sería lo bastante discreto para no ir contando por el mundo que había solicitado un empleo en una librería). También le di el teléfono de Alison.

– Trabajé para Andy y Alison era mi representante -dije-. Y si quiere ponerse en contacto conmigo…

– Tengo el número de Willard en la agenda. -Me tendió la mano-. Le llamaré.

El teléfono de la casa sonó aquella tarde.

– ¿Se puede saber qué haces solicitando empleo en una jodida librería? -preguntó Alison.

– Hola, Alison -dije tranquilamente-. ¿Cómo va por Los Ángeles?

– Contaminado. Por favor, contesta a mi pregunta. Porque me he quedado perpleja cuando me ha llamado un tal Les Pearson diciendo que estaba pensando en darte trabajo en su librería.

– ¿Le has dado buenas referencias de mí?

– ¿Tú qué crees? Pero ¿por qué lo haces?

– Necesito trabajar, Alison.

– ¿Y por qué coño no has respondido a ninguno de mis correos de los últimos dos días?

– Porque me he deshecho del ordenador.

– Por el amor de Dios, David. ¿Por qué?

– Porque ya no estoy en el mercado de escritores, por eso.

– No digas eso.

– Lo digo porque es verdad.

– Estoy segura de que si busco bien puedo encontrarte algo.

– ¿Qué? ¿Una adaptación de una telenovela serbia? ¿Una corrección rápida de una película de vampiros mexicana? Las cosas claras, si no puedo ni mantener un trabajo de novelización porque el editor se avergüenza de que le asocien conmigo, incluso trabajando con seudónimo, ¿quién va a contratarme? La respuesta es nadie.

– Tal vez inmediatamente no. Pero…

– ¿Cuándo? La respuesta es nunca. ¿Recuerdas a la periodista del Washington Post a la que le quitaron el Pulitzer porque resultó que se lo había inventado todo? ¿Sabes lo que está haciendo diez años después de su pequeña trasgresión? Vender cosméticos en unos grandes almacenes. Eso es lo que pasa cuando te hacen quedar como un tramposo literario: acabas de dependiente.

– Pero tú sabes que, en comparación con aquella periodista, no hiciste nada tan grave.

– Theo MacAnna ha logrado convencer al mundo de lo contrario… y ahora mi carrera ha terminado.

– David, no me gusta que hables con tanta calma.

– Pero es que estoy calmado y muy satisfecho.

– No estás tomando Prozac, ¿verdad?

– Ni siquiera valeriana.

– ¿Por qué no me dejas ir a visitarte?

– Dentro de unas semanas, por favor. Como decía Greta Garbo: ahora quiero estar solo.

– ¿Seguro que estás bien?

– Nunca he estado mejor.

– No me gusta cómo suena eso -dijo ella.

Una hora después, el teléfono volvió a sonar. Esta vez era Les Pearson.

– Bueno, tanto Andy Barron como su agente le han puesto por las nubes. Y como vive aquí mismo…, qué puedo decir: ¿cuándo puede empezar?

– Mañana, si quiere.

– Quedamos a las diez. Ah…, otra cosa: he sentido mucho enterarme de todo lo que le había sucedido.

– Todo eso ya es agua pasada. Pero gracias.

Tal como habíamos quedado, empecé a trabajar al día siguiente. Era un trabajo fácil: entre miércoles y domingo, yo solo llevaba toda la librería. Estaba en la caja, atendía a los clientes, estaba en la oficina, para comprobar pedidos y hacer inventario, barría la tienda y pasaba un trapo para quitar el polvo de los estantes, limpiaba el baño, hacía la caja e ingresaba el dinero cada noche en el banco del pueblo, y hasta tenía un par de horas cada día para leer detrás del mostrador.

Era muy fácil, sobre todo durante la semana, cuando sólo entraba algún habitante del pueblo de vez en cuando. Los fines de semana había un poco más de movimiento, especialmente cuando los angelinos acudían en masa al pueblo. Pero el trabajo no era precisamente agobiante. Nunca supe si alguno de los clientes de Meredith había descubierto quién era yo. Nunca lo pregunté. En su favor hay que decir que nadie me hizo ningún comentario ni me miró de soslayo. En Meredith había una norma no escrita que exigía mantener una distancia cortés con los demás, y a mí me iba bien. Y cuando los de Los Ángeles venían al pueblo el viernes por la noche, nunca veía a nadie del «sector», sobre todo porque, a excepción del ausente Willard Stevens, Meredith era un pueblo que atraía a una población de fin de semana de abogados, médicos y dentistas. Para ellos, yo sólo era el dependiente de la librería, si bien un dependiente que, en unas pocas semanas, empezó a cambiar de aspecto.

Para empezar, adelgacé unos siete kilos, y me quedé en una talla extradelgada de setenta y tres kilos. Al principio se debió al estrés, pero también contribuyó la reducción de la ingesta de alcohol a una cerveza o una copa de vino al día. Y mi dieta era sencilla y baja en grasas. También empecé a correr por la playa todos los días, y llegué a más de seis kilómetros en pocas semanas. Al mismo tiempo, decidí ahorrarme el afeitado matinal. El pelo también me creció. Al final del segundo mes en la librería, empezaba a parecer un superviviente demacrado de los sesenta, sobre todo porque mi barba empezaba a ser realmente larga y el pelo me tapaba las orejas, y estaba a punto de llegarme a los hombros. Pero ni Les ni nadie de Meredith me dijo nada sobre mi nuevo aspecto hippy. Hacía mi trabajo y lo hacía bien. Era laborioso, directo y siempre educado. La vida transcurría tranquilamente.

Por su parte, Les era un jefe agradable. Sólo trabajaba los lunes y los martes (los dos días que yo tenía libres). El resto de los días los pasaba navegando y jugando a la bolsa en Internet. En una de nuestras conversaciones me dio a entender que había heredado algo de dinero de la familia, y eso le había permitido abrir la librería (un antiguo sueño de los años en que trabajaba de publicista en Seattle) y mantener un agradable estilo de vida en aquel rincón de la Pacific Coast Highway. También me mencionó en una ocasión, de paso, que estaba divorciado, pero vivía con una novia. Como era de esperar, no la llegué a conocer. Y cuando el día que empecé a trabajar le comenté que tenía que llamar a mi hija cada dos días a las siete, Les insistió para que lo hiciera desde la tienda. Cuando me ofrecí a pagar aquella llamada habitual de quince minutos, no quiso ni oír hablar de ello.

– Tómatelo como un beneficio del trabajo -dijo.

De todos modos, Lucy seguía sin querer hablar conmigo. Después de dos meses, llamé a Walter Dickerson y le pregunté si podía intentar negociar alguna clase de visita a Caitlin.

– Si Lucy quiere que sea supervisada, estoy dispuesto a aceptarlo -dije-. Estoy desesperado por ver de nuevo a mi hija.

Pero al cabo de unos días, Dickerson me llamó para darme la mala noticia:

– La situación no ha cambiado, David. Según el abogado de su esposa, ella sigue «insegura» respecto a la idea de que la vea personalmente. La buena noticia, sin embargo, es que, según su abogado, Caitlin está presionando a su madre sobre el tema, y exige saber por qué no puede ver a su padre. La otra buena noticia es que, después de un tira y afloja, le he conseguido una llamada diaria.

– Ésa es una buena noticia.

– Dele un poco más de tiempo, David. Siga comportándose tan bien. Tarde o temprano, Lucy tendrá que ceder.

– Gracias por conseguirme las llamadas. ¿Sabe dónde mandar la factura?

– Esta vez invita la casa.

Al tercer mes de trabajar en Books and Company, la vida se había convertido en una agradable y compartimentada rutina. Corría, trabajaba, cerraba la tienda a las siete, llamaba a Caitlin a diario, volvía a casa, leía o veía una película. En mis días libres, a menudo conducía por la costa. O pasaba la tarde en el multicine y a veces comía en un restaurante mexicano modesto de Santa Bárbara. Intentaba no pensar en lo que pasaría al cabo de ocho semanas cuando tuviera que pagar los once mil dólares de pensión. Intentaba no pensar en cómo afrontaría los pagos de la FRT y la Warner Brothers, que tenía pendientes. Y también intentaba no pensar en qué sería de mí cuando Willard Stevens decidiera volver de Londres, que según Alison sería dentro de tres meses.

Por el momento había decidido afrontar las cosas día a día. Sabía que, si empezaba a plantearme el futuro, volvería a caer en un estado de hiperansiedad.

Alison, todo hay que decirlo, siguió llamándome todas las semanas. No tenía novedades que comunicarme, no había perspectivas de trabajo, ningún cobro de derechos de autor o derechos de nueva sindicación porque, evidentemente, lo había perdido todo cuando anularon mi contrato con la FRT. Pero ella seguía insistiendo en llamarme todos los sábados por la mañana, sólo para saber cómo me iba. Yo siempre le decía que todo iba bien.

– Estaría más contenta si me dijeras que todo te va fatal -decía ella.

– Pero es que no me va fatal.

– Creo que estás en una especie de fase de negación cósmica -decía entonces-, que un día te caerá encima como King Kong.

– Qué se le va a hacer -contestaba yo.

– Otra cosa, David: uno de estos días podrías llenarme de asombro y gastarte un céntimo para llamarme.

Dos semanas después, eso fue lo que hice. Eran las diez de la mañana. Acababa de abrir la librería. No había clientes, así que me preparé un café y eché un vistazo al correo. Decidí mirar por encima Los Angeles Times -hacía poco que había empezado a leer de nuevo los periódicos- y en la sección de «Arte y Espectáculos» en un rincón, vi el siguiente artículo:

El multimillonario eremita Philip Fleck ha decidido volver a ocupar la silla de director, a los cinco años del estreno de su primera película, autofinanciada, el fiasco de cuarenta millones de dólares La última oportunidad, que fue ridiculizada y retirada de la programación pocos días después del estreno. Ahora Fleck anuncia que va a realizar una obra relativamente tradicional, una comedia de acción, Nosotros, los veteranos. La trama gira alrededor de dos veteranos del Vietnam, quienes, tras haber tocado fondo, idean una lucrativa actividad: robar bancos. De nuevo, Fleck se auto financiará la película, que ha escrito él mismo, y sostiene que contendrá mucho del humor irónico tan característico de las películas del gran Robert Altman de los setenta. Fleck también promete algunas sorpresas en el reparto, que se anunciarán próximamente. Esperemos que Fleck -cuyo patrimonio actual ronda los veinte mil millones de dólares- no intente transformar esta presunta comedia en una sesuda película seudobergmaniana sobre la angustia existencial, sobre todo porque la angustia existencial no casa bien con el perfil de la ciudad de Chicago.

Dejé el periódico. Volví a cogerlo, furioso e incrédulo. Mis ojos se pararon en una frase en particular: «De nuevo Fleck se autofinanciará la película, que ha escrito él mismo».

Qué cabrón. Un cabrón asqueroso sin ningún talento No sólo me había vuelto a robar el guión, sino que esa vez había tenido la osadía de mantener el título original.

Cogí el teléfono y marqué el prefijo de Los Ángeles.

– ¿Alison? -dije.

– Estaba a punto de llamarte.

– ¿Lo has visto?

– Sí -respondió-. Lo he visto.

– No puede hacerlo en serio.

– Tiene veinte mil millones de dólares. Puede hacer en serio lo que le dé la gana.

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