Bobby Barra era rico. Rico de verdad. Pero no «asquerosamente» rico.
– ¿Qué entiendes por «asquerosamente» rico? -le pregunté un día.
– ¿Te refieres a la actitud o a las cifras? -precisó él.
– La actitud puedo imaginármela. Dime las cifras.
– Cien millones.
– ¿Tanto?
– No es tanto.
– A mí me parece suficiente.
– ¿Cuántos millones tiene un millardo, chico?
– La verdad es que no lo sé.
– Mil.
– ¿Mil millones son un millardo?
– Has calculado bien.
– Entonces un billón es ser «asquerosamente» rico.
– No sólo «asquerosamente» rico sino asquerosamente rico tú y diez generaciones de tu familia.
– Eso es ser muy rico. Pero si sólo tienes cien millones…
– Puedes comportarte como un asqueroso, pero debes elegir a tu público más cuidadosamente.
– Tú ya debes de ser «asquerosamente» rico, Bobby.
– Aspirante a serlo.
– No está mal, ¿no?
– Pero sigue sin ser «asquerosamente» rico. Te lo explicaré: si te relacionas con los peces verdaderamente gordos -Bill Gates, Paul Allen, Phil Fleck- cien millones son cosa de niños. Un décimo de millardo. ¿Qué es eso para unos tipos que tienen treinta, cuarenta y cincuenta mil millones?
– ¿Calderilla?
– Acertaste. Calderilla. Negocios de baratillo.
Me permití una sonrisa.
– Como pordiosero, sólo gané un millón el año pasado…
– Sí, pero ya llegarás. Sobre todo si me dejas que te eche una mano.
– Soy todo oídos.
Bobby Barra tenía muchos consejos cuando se trataba de la bolsa porque eso era lo que hacía para ganarse la vida. Jugar a bolsa. Y lo hacía tan bien, que a los treinta y cinco años ya era aspirante a «asquerosamente rico».
Lo que hacía más espectacular su reciente riqueza era que venía de la nada. Bobby se refería a sí mismo como «El dago de Detroit», utilizando el apodo despreciativo con el que se llamaba a los inmigrantes. Era hijo de un electricista de la fábrica Ford de Dearborn que había abandonado la ciudad de los coches en cuanto aprobó el examen de conducir. Antes de eso, a una edad en que los niños pensaban en la mala suerte de tener acné, Bobby pensaba en las altas finanzas.
– Déjame adivinar lo que leías a los trece -comentó Bobby Barra cuando empezábamos a ser amigos-. A John Updike.
– No me agobies -dije-. No he llevado un Shetland marrón en mi vida. Prueba con Tom Wolfe…
– Eso encaja.
– ¿Y tú qué? ¿Qué leías tú a los trece?
– Lee Iaccocca… y te prohíbo que te rías.
– ¿Quién se ha reído?
– No sólo Iaccocca, sino Tom Peters y Adam Smith, John Maynard Keynes y Donald Trump…
– No está mal como cultura transversal, Bobby. ¿Crees que Trump ha leído a Keynes?
– Sí, seguramente cuando Ivana todavía le calentaba la cama. Pero mira, él sabe cómo montar un casino. Y es asquerosamente rico de verdad. Que es lo que decidí ser en cuanto leí su libro.
– Entonces ¿por qué no te metiste en el negocio inmobiliario?
– Porque tienes que hacer de mafioso: eso del primo Sal que tiene un tío Joey que tiene un sobrino Tony que puede poner en su sitio al judío que es dueño de la parcela vacía que quieres comprar… ¿Entiendes cómo funciona?
– Suena muy selecto.
– Los de buena familia juegan a lo mismo, sólo que lo hacen con trajes de Brooks Brothers y másters en economía y comprando todas las acciones de una sociedad. El caso es que no me apetecía hacerlo y también sabía que en Wall Street no les gustarían ni mi acento ni mis orígenes obreros. Así que decidí que Los Ángeles sería un lugar mucho más adecuado para un chico como yo. Porque, no nos engañemos, ésta es la capital mundial del dinero que manda y la tontería que habla. Más aún: aquí, a nadie le importa si hablas como el hijo mutante de John Gotti. Cuanto mayor tienes la cuenta, mayor tienes la herramienta.
– Como observó en una ocasión John Maynard Keynes.
En honor de Bobby diré que se pagó la Universidad de California trabajando tres noches a la semana como ayudante para todo de Michael Milken, en los últimos días memorables de reinado financiero. Después de la universidad, le contrató un personaje dudoso llamado Eddie Edelstein, que tenía su propia empresa de consultores en Century City y finalmente acabó en prisión por fraude.
– Eddie fue mi mentor, el mejor consultor financiero al oeste del continente. El tipo tenía un olfato de pit bull para las inversiones. Y cuando se trataba de sacar margen…, créeme, era un artista de los pies a la cabeza. Por supuesto, el muy idiota tuvo que estropearlo todo embolsándose cien millones después de darle un soplo a un consultor surafricano, una especie de nazi afrikáner, sobre una OPI de fundiciones y refinerías. Resultó que el nazi era en realidad un empleado de incógnito de la Comisión Federal de Acciones. De incógnito, no te jode. Le dije a Eddie que alegara engaño, pero no sirvió de nada. De tres a cinco, y a pesar de que era una de esas cárceles donde uno puede llevarse la raqueta de tenis, le mató. Cáncer de próstata, a los cincuenta y tres. ¿Te pasas el hilo dental, Dave?
– ¿Perdona? -dije, bastante aturdido por el súbito giro de la conversación.
– En el lecho de muerte, Eddie me dio dos consejos: no fiarse nunca de alguien que te diga que es un afrikáner y parezca educado en Nueva Jersey, y pasarse siempre el hilo dental para evitar el cáncer de próstata!
– No entiendo nada.
– Si no te pasas el hilo dental, la placa y la porquería te baja por la garganta y se acaba instalando en tu próstata. Es lo que le pasó al pobre Eddie, el mejor corredor de bolsa, el mejor tipo que…, pero no se pasaba el hilo dental.
Empecé a pasarme el hilo dental más en serio después de aquella conversación con Bobby. Y también empecé a preguntarme a menudo por qué me gustaba tanto estar con él.
Sabía la respuesta a esa pregunta: a) porque, como corredor, empezaba a hacerme ganar bastante dinero, y b) porque siempre era divertido.
Bobby había entrado en mi vida durante la primera temporada de Te vendo. Cuando ya habían emitido el tercer capítulo, me escribió a la FRT con su papel de cartas oficial, diciéndome que mi programa era lo mejorcito que había visto en años, y ofreciéndome sus servicios como agente de bolsa. «No soy el típico liante que lo promete todo. No prometo hacerle rico en un abrir y cerrar de ojos. Pero sí soy el mejor corredor de la ciudad y, con el tiempo, ganaré un montón de dinero para usted. Además soy escrupulosamente honesto y, si no me cree, llámeme…»
La carta incluía una lista de personajes de Hollywood de serie A y B que supuestamente eran clientes de Roberto Barra.
Leí la carta por encima. Sin embargo, antes de archivarla, me hizo sonreír. Porque de las dos docenas de cartas aduladoras que había recibido desde que la serie había triunfado en la pequeña pantalla -cartas de vendedores de coches, agentes inmobiliarios, contables, entrenadores personales y los habituales imbéciles New Age que «querían conectar conmigo», todos felicitándome por mi reciente éxito y ofreciendo sus servicios- la de Bobby era la más descarada, la más carente de modestia. Su frase final era ridícula:
«No sólo soy bueno en lo que hago: soy brillante. Si quiere ver cómo su dinero hace dinero, debe llamarme. Si no lo hace, se arrepentirá el resto de su vida.»
Al día siguiente de recibirla, me llegó una copia de la misma carta, con un post-it pegado:
«Imagino que, como todas las personas inteligentes, habrá tirado la carta que recibió ayer, y se la vuelvo a mandar. Vamos a hacer dinero, Dave.»
La cara dura del hombre me hizo gracia, aunque la llamada diaria a mi oficina que empezó a hacerme a continuación se me hizo pesada (por orden mía, Jennifer, mi ayudante, le aseguraba que siempre estaba reunido cuando llamaba). Tampoco me impresionó cuando me mandó una caja de vino Au Bon Climat (las mejores viñas de Napa) al final de la primera temporada de la serie. Hice lo correcto: le mandé una breve nota de agradecimiento. Una semana después, llegó una caja de Dom Perignon, con una tarjeta:
«Podrá beberlo como si fuera 7-Up si me permite hacerle ganar dinero.»
Brad Bruce estaba en mi oficina cuando llegó la caja de Dom.
– ¿Quién es la admiradora? ¿Tiene teléfono?
– La verdad es que es un admirador.
– Olvídalo.
– No, no es eso. El hombre quiere llevarme al huerto financiero. Es corredor. Un corredor muy persistente.
– ¿Se llama?
– Bobby Barra.
– Ah, él.
Me quedé de piedra.
– ¿Lo conoces?
– Claro. Ted Lipton es cliente suyo -dijo, mencionando al vicepresidente de la FRT -. Y también…
Soltó una retahíla de nombres, muchos de ellos incluidos en la primera carta que me había mandado Bobby.
– ¿Así que es un tío legal? -pregunté.
– Mucho, por lo que he oído. Y por lo visto sabe cómo presentarse. Ya me gustaría que mi corredor me mandara Dom Perignon.
Aquella tarde llamé a Ted Lipton. Después de hablar un poco de trabajo, le pedí su opinión de Roberto Barra.
– El año pasado me consiguió un veintisiete por ciento de beneficios. Sí, confío en ese cabrón.
Entonces no tenía corredor porque, con la precipitación y la locura de los acontecimientos desde que me habían encargado la primera temporada de la serie, no había tenido tiempo de pensar en nimiedades como la forma de invertir mi recién ganado dinero. Por eso le pedí a mi ayudante que averiguara todo lo que pudiera sobre Roberto Barra. Al cabo de cuarenta y ocho horas, volvió con la información: nacido en Detroit, graduado en la University of Southern California, veterano de las escuelas de Michael Milkin y el difunto Eddie Edelstein, establecido por su cuenta a la tierna edad de veintitrés años, ascenso vertiginoso, clientela satisfecha, sin antecedentes penales, ninguna relación con gente poco recomendable y certificado de calidad de la Comisión Federal.
– De acuerdo -dije después de leer su informe-. Queda con él para almorzar.
Bobby Barra resultó ser de los que hay que mirar hacia abajo: apenas medía un metro sesenta, tenía el pelo negro y rizado y vestía un impecable traje negro de corte italiano (sorpresa, sorpresa). Me llevó al Orso. Hablaba deprisa y era divertido. Me sorprendió con su cultura, tanto en cuanto a cine como a literatura. Me halagó, y después bromeó sobre sus halagos. Dijo: «No voy a venirte con el rollo típico de Los Ángeles de que te hablo como un amigo», y cinco frases después soltó un «hablándote como un amigo» en la conversación. También dijo: «No eres un simple guionista de televisión, eres un guionista de televisión de verdad, y en tu caso, no es un oxímoron». Era una compañía estupenda, un conversador de primera clase cuya erudición mezclada con aires de chico duro («Si necesitas partirle las piernas a alguien -dijo en voz baja-, conozco a dos mexicanos que lo harían por trescientos pavos más la gasolina»). Escuchando sus rollos, no podía evitar pensar que era como uno de esos gamberros de Chicago sobre los que Bellow escribía con tanta gracia. Era hábil, era listo, y sólo una pizca peligroso. No paraba de soltar nombres, pero también se reía de sí mismo por ser «un impenitente parásito de las estrellas». Pero yo entendía por qué aquellos personajes de serie A y B deseaban hacer negocios con él. Porque desprendía competencia. Y porque en su campo, el no va más del autobombo, era el mejor vendiéndose a sí mismo.
– Lo único que te hace falta saber es esto: tengo una obsesión básica, hacer dinero para mis clientes. Es mi absoluta razón de existir. Porque lo del dinero es cuestión de elección. El dinero es la capacidad de hacer esa cosa tan cara de ver: poner en práctica el propio criterio. Afrontar la esencia fortuita del destino con la convicción de que, al menos, tienes el arsenal necesario para contrarrestar las interminables vicisitudes de la vida. Porque el dinero, el dinero de verdad, te permite tomar decisiones sin el imperativo del miedo. Poder decirle al mundo: que te jodan.
– ¿No era ése el argumento de Adam Smith en La riqueza de las naciones?
– ¿Te gusta Adam Smith? -preguntó.
– Sólo he leído la cubierta.
– Olvídate de Maquiavelo y de El éxito es una elección. La riqueza de las naciones de Smith es el hito de los manifiestos capitalistas.
Entonces, tomó un poco de aire y empezó a hablar con una voz que podría describirse como estentórea de Detroit:
– «De todos los sistemas, pues, ya sean elegidos o impuestos, el obvio y simple sistema de la libertad natural se asienta sólo y por su cuenta. Todos los hombres, siempre que no vulneren las leyes de la justicia, quedan a su libre albedrío para defender su propio interés a su manera, y para poner su trabajo y su capital en competición con los de cualquier hombre o grupos de hombres… Tal defensa, por cierto, es mucho más importante que la opulencia.»
Se calló, dio un sorbo del vaso de San Pellegrino, y dijo:
– Sé que no soy precisamente Ralph Fiennes, pero…
– Eh -dije-. Estoy impresionado. Sobre todo porque lo has dicho enterito sin teleapuntador.
– Ésa es la cosa, chico: vivimos en la era de mayor «libertad natural» jamás conocida por el hombre. Pero lo que decía Smith es condenadamente cierto: antes de empezar a gastar a espuertas, asegúrate de que tienes dinero para guardarte las espaldas. Y aquí es donde entro yo. Financieramente hablando, no sólo voy a guardarte las espaldas, sino que voy a conseguirte un patrimonio de dimensiones importantes. Lo que significa que, juegues con las cartas que juegues en el futuro, seguirás estando en una posición de fuerza. Porque, no nos engañemos, siempre que tengas una posición de fuerza, nadie te va a utilizar como felpudo.
– ¿Qué me propones exactamente?
– No voy a proponerte nada. Lo que voy a hacer es enseñarte cómo obtengo resultados. Mira, así es como me gusta hacerlo: si estás dispuesto a confiarme una suma de dinero simbólica para empezar, pongamos cincuenta mil, prometo doblártela en seis meses. Y no pienso decir cosas como «si te lo doblo» o «si el mercado sigue subiendo». Tú extiendes un cheque a mi empresa por cincuenta mil, yo te mando el papeleo necesario; seis meses después recibes un cheque de cien mil como mínimo…
– Y si no lo logras…
Me interrumpió.
– Yo no fallo.
Silencio.
– Permite que te pregunte algo: ¿por qué te has esforzado tanto en pillarme como cliente?
– Porque en esta ciudad eres el hombre de moda, por eso. A mí me gusta trabajar con personas inteligentes. Igual que me gusta relacionarme con los que están en la serie A. Voy a dar nombres otra vez: ¿has oído hablar de Philip Fleck?
– ¿El multimillonario eremita? El director de cine frustrado. ¿Quién no ha oído hablar de Phil Fleck? Es infame.
– La verdad es que un hombre corriente, como cualquiera. Un hombre con veinte mil millones de dólares…
– Eso sí es ser asquerosamente rico, ¿verdad, Bobby?
– Phil está en el Olimpo de los asquerosamente ricos, y es un buen amigo mío.
– Qué bonito.
– Es un gran admirador tuyo, por cierto.
– ¿Me tomas el pelo?
– «El mejor guionista de la tele», me dijo la semana pasada.
No sabía si tragármelo o no. De modo que dije:
– Dale las gracias de mi parte.
– Crees que me estoy tirando un farol otra vez, ¿verdad?
– Si dices que eres amigo de Phil Fleck, te creo.
– ¿Me crees hasta el punto de extenderme un cheque de cincuenta mil dólares?
– Por supuesto -dije, un poco inseguro.
– Pues hazlo.
– ¿Ahora?
– Sí. Saca la chequera del bolsillo de tu americana…
– ¿Cómo sabes que llevo la chequera encima?
– Según mi experiencia, en cuanto alguien empieza a ganar dinero en serio, sobre todo después de años de vacas flacas, empieza a llevar la chequera encima. Porque de repente podría comprarse un montón de cosas que antes no podía. Y extender un cheque tiene mucha más clase que sacar un pedazo de plástico de color platino…
Sin querer toqué el bolsillo interior de la americana.
– Culpable confeso -dije.
– Pues extiende el cheque.
Saqué la chequera y la pluma. Puse ambas cosas en la mesa y las miré, lleno de dudas. Bobby golpeó la chequera con impaciencia con el dedo índice.
– Venga, Dave -dijo-. Es hora de actuar. Sí, lo sé: son cincuenta mil dólares. Todavía no estás acostumbrado a pensar con tantos ceros. Pero créeme: éste es uno de esos momentos críticos que contribuyen a definir el futuro. Y también sé lo que estás pensando: «¿Puedo confiar en él?». Bueno, no voy a venderme más. Pero te haré una pregunta sencilla: ¿tienes suficiente valor para ser rico?
Cogí la pluma, abrí la chequera y extendí el cheque.
– Así se hace -dijo Bobby.
Pocos días después, llegó la documentación oficial de mi inversión con Roberto Barra y asociados. Pasaron dos meses antes de que volviera a saber nada de él: una llamada del tipo «¿cómo va todo?», en la que me dijo que el mercado no paraba de subir y «todo iba bien». Me prometió llamarme al cabo de dos meses. Y lo hizo, casi exactamente el mismo día que me había prometido. Otra conversación rápida y amable, en la que parecía un poco frenético, pero optimista. Dos meses después, llegó un sobre de Fedex al despacho. Dentro había un cheque del banco pagadero a mi nombre, por la suma de 122.344,82 dólares. Llevaba una nota adjunta:
«Nos fue un poco mejor del cien por cien. A celebrarlo.»
Debía admirar el estilo de Bobby. Después de engatusarme con éxito, había desaparecido completamente hasta que había obtenido resultados. Aturdido por aquellas ganancias asombrosas, reinvertí inmediatamente toda la suma con Bobby; más adelante le añadí doscientos cincuenta mil más fruto del contrato para la segunda temporada de la serie. También empezamos a vernos de vez en cuando. Bobby no estaba casado («soy un mal prisionero», me dijo), pero siempre llevaba del brazo alguna conquista: normalmente una modelo o una aspirante a actriz. Inevitablemente era rubia y dulce y del tipo princesa tonta. Yo solía tomarle el pelo diciéndole que se ajustaba al arquetipo del «nuevo rico».
– Oye, en su día yo no era más que un italiano bajito de la ciudad de los coches. Ahora soy un italiano bajito de la ciudad de los coches con dinero. Así que por supuesto que utilizaré ese hecho para impresionar a las animadoras que solían mirarme como si fuera un mono grasiento.
Después de un par de salidas con Bobby y su conquista del día (parecía gustarle el estilo de pueblerina estupenda del Medio Oeste, con nombre de pila de novela rosa tipo Madison o January), le hice saber amablemente que no me interesaba ligar. Desde entonces restringimos nuestras salidas mensuales de hombres a una cena a deux, durante las cuales yo me acomodaba y dejaba que Bobby me regalara con sus inagotables historias sobre cualquier cosa. Sally no lograba comprender por qué me gustaba. Aunque le parecía bien cómo invertía mi dinero, su único encuentro con Bobby fue poco menos que un desastre social. Como Bobby me había apoyado mucho durante mi ruptura con Lucy, una vez se pasó un poco el polvo de la batalla estaba deseoso de conocer a Sally… sobre todo porque estaba al corriente de la posición de ella en la Fox Television. Tres meses más o menos después de que fuéramos pareja oficial, me propuso cenar en La Petite Porte de West Hollywood. Desde el momento en que nos sentamos, me di cuenta de que Sally lo había clasificado como un arribista. Él intentó encandilarla con su labia habitual, adulándola con cosas como: «Todos los que son alguien saben quién es Sally Birmingham». Intentó hacer gala de sus conocimientos literarios, preguntándole cuál era su novela preferida de Don DeLillo («Ninguna», contestó ella. «La vida es demasiado corta para perder el tiempo con su prosopopeya literaria»). Incluso jugó la carta del «me relaciono con personas de serie A», mencionando que Johnny Depp le había llamado el día anterior desde su casa de París para hablarle de unas acciones. De nuevo, Sally lo puso en su lugar:
– ¿De verdad que Depp sabe poner una conferencia? Estoy impresionada.
Fue un espectáculo enervante ver a Sally deshinchar plácidamente los frenéticos intentos de Bobby de caerle simpático. Pero lo más curioso de aquel trabajo de demolición fue la forma en que Sally mantuvo su aristocrática sonrisa sibilina. Ni una sola vez le dijo: «Eres un engreído». No levantó la voz ni una sola vez. Pero al final de la velada, lo había reducido a la estatura de Toulouse Lautrec, dando a entender, a su modo suave, que le consideraba un medio pelo, un pequeño burgués, y que no merecía perder el tiempo con él.
Cuando regresábamos a casa aquella noche, se volvió hacia mí en el asiento del conductor, me acarició la nuca y dijo:
– Cariño, sabes que te quiero mucho, pero no vuelvas a hacerme pasar por esto.
Un largo silencio. Después le pregunté:
– ¿Tan mal lo has pasado?
– Ya sabes a qué me refiero. Puede que sea un corredor excepcional, pero socialmente es un idiota.
– Yo le encuentro divertido.
– Y entiendo por qué, especialmente si algún día tienes que escribir algo para Scorsese. Pero es un coleccionista de personas, David, y tú eres su objet d'art del mes. No voy a decirte lo que debes hacer; si yo fuera tú dejaría que gestionara mis inversiones y nada más. Es un rufián de tres al cuarto: la clase de liante que por la mañana se rocía con after-shave de Armani, pero sigue apestando a Brut.
Naturalmente pensé que Sally estaba siendo demasiado cruel, demasiado esnob. Pero no dije nada. Como no le dije nada a Bobby, un par de días después de la cena, cuando me llamó a mi oficina para anunciarme que pensaba obtener unos beneficios del 29 % ese año.
– ¡Veintinueve por ciento! -exclamé, asombrado-. Eso parece totalmente ilegal.
– Pues es absolutamente legal.
– Bromeaba -dije, sintiéndolo a la defensiva-. Estoy encantado. Y agradecido. La próxima vez, invito yo.
– ¿Habrá próxima vez? Para Sally soy un impresentable, ¿no?
– No, que yo sepa -mentí.
– Mientes, pero te agradezco el detalle. Créeme, me doy cuenta cuando le caigo bien a alguien, y también cuando me clasifican como chusma.
– La química entre vosotros no funcionó, no le des más vueltas.
– Estás siendo educado. Pero vaya, mientras tú no compartas su opinión…
– ¿Por qué habría de hacerlo? Especialmente cuando me estás consiguiendo un veintinueve por ciento.
Se rió.
– Eso es lo que importa en el fondo, ¿verdad?
– ¿Tú me lo preguntas?
Bobby fue lo bastante sensato para no volver a sacar el tema de la cena desastrosa, aunque siempre que hablaba conmigo me preguntaba por Sally. Y una vez al mes, salíamos a cenar. Porque, en definitiva, el 29 % es el 29 %. Pero también porque me caía bien. Y porque veía que, detrás de la parafernalia de vendedor y las fanfarronadas, sólo era un hombre más con ilusiones, que intentaba dejar su propia huella en un mundo profundamente indiferente. Como el resto de nosotros, llenaba el tiempo con sus propias ambiciones y preocupaciones hiperaceleradas, en un intento de creer que, de alguna forma, lo que todos hacemos durante ese espasmo momentáneo llamado vida vale para algo.
En todo caso, yo estaba tan ocupado con la segunda temporada de la serie que, exceptuando nuestra cena mensual, no tenía más contacto con Bobby. Cuando se empezó a producir la segunda temporada de Te vendo, ya había llegado a la conclusión de que mi vida era un infinito estudio de tiempos y métodos: catorce horas de trabajo al día, siete días a la semana. La única variación de ese horario era el fin de semana al mes que pasaba en Sausalito con Caitlin. Dedicaba las pocas horas libres que tenía al día enteramente a Sally. Ella no se quejaba de la falta de calidad de nuestra vida en común, y de hecho creía que todo lo que estuviera por debajo de una jornada laboral de diecisiete horas era ser perezoso.
Uno de los aspectos más curiosos de estar tan ocupado es que el tiempo realmente transcurre rápido como una bala. Habían pasado otros seis meses. La segunda temporada estaba terminada. La primera reacción de la FRT fue entusiasta. Alison ya había recibido llamadas de Brad Bruce y Ted Lipton acerca de una tercera temporada, y todavía faltaban dos meses para emitir la segunda. La vida era caótica, pero buena. Mi carrera iba viento en popa. Mi pasión por Sally no había disminuido, y ella parecía seguir extasiada conmigo. Mi dinero producía más dinero. Y a pesar de que Lucy todavía se mostraba fría cuando yo iba a Sausalito, al menos Caitlin parecía encantada de ver a su padre, e incluso había empezado a pasar un fin de semana al mes con nosotros en Los Ángeles.
– ¿Se puede saber qué te pasa? -me preguntó Alison un día almorzando-. Pareces feliz.
– Lo soy.
– ¿Debo avisar a los medios?
– ¿Qué tiene de malo ser feliz?
– Nada. Es sólo que… tú nunca habías sido feliz, Dave.
Tenía razón. Pero hasta hacía poco tiempo nunca había tenido lo que quería.
– Bueno -dije-, quizá podría empezar a ser feliz ahora.
– Eso sí que sería un cambio. Y ya puestos: tómate unos días de vacaciones. El éxito te ha desmejorado mucho.
Como siempre, tenía razón. Salvo un fin de semana con Sally en Marina del Rey, no había conocido eso llamado «vacaciones» en más de catorce meses. Sí, estaba cansado y me moría por unos días de reposo. Hasta el punto de que cuando Bobby me llamó a mediados de marzo y me dijo:
– ¿Te apetece ir al Caribe este fin de semana? Puedes traerte a Sally.
Acepté sin pensarlo.
– Bien -dijo Bobby-. Porque Phil Fleck quiere conocerte.