Capítulo 4

Bobby y yo éramos los únicos pasajeros del Gulf stream. Sin embargo, la tripulación se componía de cuatro personas: dos pilotos y dos azafatas. Las azafatas eran rubias, de veintipocos años las dos, y con aspecto de haber sido majorettes. Se llamaban Cheryl y Nancy, y las dos trabajaban en exclusiva para «Air Fleck», como Bobby se refería a la flota de aviones de nuestro anfitrión. Antes de despegar, Bobby ya se le estaba insinuando a Cheryl, diciendo cosas como:

– ¿Crees que me darían un masaje durante el vuelo?

– Por supuesto -dijo Cheryl-. Precisamente estoy estudiando osteopatía a tiempo parcial.

Bobby le dedicó una sonrisa maliciosa:

– ¿Y si te dijera que querría un masaje muy localizado?

La sonrisa de Cheryl se tensó, y evitó la respuesta volviéndose para preguntarme:

– ¿Desea una bebida antes del despegue, señor?

– Buena idea. ¿Tiene agua mineral?

– Perrier, Badoit, Ballygowan, Poland Spring, San Pellegrino…

– No soporto la San Pellegrino -dijo Bobby-. Tiene demasiado cuerpo.

La sonrisa de Cheryl se tensó aún más.

– San Pellegrino para mí -dije.

– Vamos -dijo Bobby-, tenemos que brindar por este viaje con unas burbujas francesas; piensa que en Air Fleck sólo sirven Cristal…, ¿verdad, guapa?

– Sí, señor -dijo Cheryl-. Cristal es el champán de a bordo.

– Entonces dos copas de Cristal -dijo Bobby-. Y que sean grandes, por favor.

– Sí, señor -dijo ella-. Le pediré a Nancy que les tome nota de lo que desean para desayunar antes de despegar.

– Estupendo -dijo Bobby. En cuanto Cheryl desapareció en la bodega, Bobby se volvió para decirme-: Buen culo, si te va el estilo «animadora respondona».

– No hay duda de que tienes clase, Bobby.

– Sólo estaba flirteando.

– ¿Llamas flirtear a pedir una paja?

– No se lo he pedido directamente. He sido sutil.

– Eres tan sutil como un accidente de coche. ¿Y quién pide Cristal en copa grande? Esto no es un Burger King, por favor, norma número uno del buen invitado, Bobby: no intentes acostarte con el servicio.

– Eh, señor quisquilloso, el invitado eres tú.

– ¿Y tú qué se supone que eres?

– Un habitual.

Cheryl se presentó con dos copas de champán. Para acompañarlo traía triangulitos de tostada, moteados con huevos negros de pescado.

– ¿Beluga? -preguntó Bobby.

– Beluga iraní, señor -dijo Cheryl.

A continuación habló el piloto a través del interfono, pidiendo que nos abrocháramos el cinturón para el despegue. Estábamos sentados en butacones de piel, gruesos y mullidos, clavados al suelo, pero completamente giratorios. Según Bobby, aquél era el Gulfstream «pequeño», con sólo ocho asientos en la cabina delantera, una cama doble, un estudio y un sofá que adornaba la cabina trasera. El avión volaría aquella mañana únicamente para nosotros. No iba a ser yo quien se quejara. Saboreé el Cristal. El avión se paró completamente, luego aumentó la potencia y se lanzó sobre la pista. A los pocos segundos estábamos en el aire y el San Fernando Valley se fue alejando de nosotros.

– ¿Qué va a ser? -preguntó Bobby-. ¿Una película o dos? ¿Unas manos de póquer? ¿Un Chateaubriand para almorzar? Puede que tengan langosta…

– Tengo que trabajar un poco -dije.

– Eres divertidísimo.

– Quiero que este guión haya mejorado bastante antes de que lo vea nuestro anfitrión. ¿Crees que tendrá secretario en la isla?

– Phil tiene todo un departamento administrativo allí. Si quieres que te copien el guión, te lo copiarán.

Nancy apareció para apuntar lo que queríamos desayunar. Bobby preguntó:

– ¿Podría hacerme una tortilla de clara de huevo, esponjosa, con cebolletas y una pizca de gruyer?

– Por supuesto -dijo Nancy, un poco desorientada. Pero me dedicó una sonrisa-: ¿Y para usted, señor?

– Sólo zumo de pomelo, tostadas y café, por favor.

– ¿Desde cuando te has vuelto mormón? -preguntó Bobby.

– Los mormones no toman café -dije, y me fui a trabajar a la cabina trasera.

Saqué el guión de Nosotros, los veteranos, y mi rotulador rojo. Me instalé en la mesa. En la cabina delantera, oí a Bobby pidiendo un Watchman Sony y la lista de películas pornográficas del avión («¿No tendrás por casualidad Rin Tin Tin entra por fin, guapa?», oí que preguntaba. «Claro que si sólo tienes Bambi…»). Suspiré profundamente y empecé a estar de acuerdo con la conclusión crítica de Sally sobre Bobby: podía ser un imbécil redomado. Decidí abstraerme de su interminable corriente de necedades con el trabajo.

Leí la mitad del guión, complacido con los cambios que había hecho. Lo que más me sorprendió del borrador original de 1993 fue que necesitara explicarlo todo con palabras, paladas y paladas de palabras. Había diálogos inteligentes, pero ¡por el amor de Dios!, ¡qué necesidad de demostrar mi virtuosismo, mis posibilidades! En el fondo, aquélla sólo era una película de atracos, pero había intentado disimularlo adornando la acción con bromitas pretenciosas, que (en ese momento me daba cuenta) eran un fin en sí mismo. Era un guión que rebosaba autocomplacencia. Siguiendo con el trabajo que había hecho hasta entonces, lo limé, eliminando grandes fragmentos de diálogo demasiado explicativos y puntos de la trama innecesarios, y lo convertí en algo más robusto, más audaz, más sardónico… y definitivamente más ingenioso.

Trabajé sin parar durante casi cinco horas. Mis únicas interrupciones fueron la llegada del desayuno y la voz de Bobby que pedía alguna estupidez con voz afectada imitando a Hugh Hefner [5] («Sé que puede ser demasiado, guapa…, pero ¿podrías prepararme un daiquiri de plátano?»), o ladraba órdenes por teléfono a algún subalterno de la central de Barra en Los Ángeles. Cheryl apareció de vez en cuando en la cabina trasera para servirme más café y preguntarme si necesitaba algo.

– ¿Cree que podría amordazar a mi amigo?

Ella sonrió.

– Será un placer.

En la cabina delantera, oí que Bobby gritaba al teléfono:

– Escúchame, cretino, si no resuelves nuestro problemilla en seguida, no sólo me voy a tirar a tu hermana, me voy a tirar a tu madre también.

La sonrisa de Cheryl se volvió de nuevo forzada.

– No es realmente mi amigo, ¿sabe? Es mi agente de bolsa.

– Estoy segura de que gana mucho dinero para usted, señor. ¿Quiere que le traiga algo más?

– Sólo me gustaría utilizar el teléfono cuando él haya terminado.

– No es necesario que espere, señor. Tenemos dos líneas.

Descolgó el teléfono de la mesa, marcó un código y me lo pasó.

– Sólo tiene que marcar el prefijo y el número, y tendrá comunicación.

Le di las gracias y mientras ella salía de la cabina, marqué el número del móvil de Sally. Después de dos timbres, me salió el buzón de voz. Intenté disimular mi decepción dejando un mensaje muy animado:

– Hola. Soy yo a diez mil metros de altura. Creo que deberíamos comprarnos un Gulfstream para Navidad. Es la única forma de viajar, aunque si puede ser sin Bobby Barra, mejor, porque está intentando ganar un Oscar a Mejor Actor como Macho Asqueroso. Bueno…, te llamaba para saber cómo iba todo en el fuerte Fox, y también para decirte que ojalá estuvieras aquí conmigo ahora mismo. Te quiero, cariño…, y cuando salgas de las trincheras corporativas un minuto, llámame al móvil. Hasta pronto, vida…

Colgué, sintiendo el vacío que deja siempre hablar con un contestador. Después volví al trabajo.

Cinco horas después, cuando empezábamos a descender sobre Antigua, ya había terminado la revisión del guión. Eché un vistazo a los cambios, complacido en general con la nueva estructura narrativa, más compacta, los diálogos más ágiles… aunque también sabía que, en cuanto leyera la versión corregida, inmediatamente querría hacer más cambios. Y si Philip Fleck realmente decidía rodarla, sin duda me pediría que escribiera un borrador completamente nuevo, que nos llevaría a un segundo borrador, una corrección, un tercer borrador, otra corrección, la aparición de un revisor, su borrador, su corrección, después un tercer guionista que daría un empujón a la acción, después un cuarto guionista para suavizar algunos puntos de la trama, y entonces Fleck decidiría de repente cambiar la acción de Chicago a Nicaragua, y convertir todo el asunto en un musical sobre la Revolución sandinista, repleto de guerrilleros cantantes…

Como todos los que escriben para la gran pantalla, se esperaría de mí que me adaptara a ese proceso de desmembramiento. Porque aquello no era el mundo libre de la televisión por cable, donde uno podía jugar a ser autor y no tenía que bajarse demasiado los pantalones. Era el cine, donde el director se consideraba Dios y el guionista estaba relegado al estatus de pieza de recambio: una mercancía totalmente prescindible, que podía sustituirse por una docena de otras manos a sueldo. Los guionistas de Hollywood eran como los conejos: podías cargarte a centenares de ellos y aparecían muchos más, desesperados por trabajar, por tener su oportunidad, por triunfar. Al menos, en mi caso, tendría el consuelo de embolsarme un buen cheque.

– Ha vuelto la puta Greta Garbo -dijo Bobby cuando entré en la cabina delantera-: Recuérdame que no vuelva a viajar contigo.

– Eh, el trabajo es el trabajo y Fleck tendrá un nuevo borrador del guión para leer. Además, me ha parecido que estabas bastante ocupado. ¿Estabas amenazando a uno de tus socios?

– Sólo era un tipo que me jodio un pequeño negocio.

– Recuérdame que no me ponga nunca en tu contra.

– Eh, que yo a los clientes nunca se la juego, en ningún sentido. -Me dedicó una de sus sonrisas-. A menos, claro, que el cliente me la juegue a mí. Pero ¿por qué habría de hacerlo?

Le devolví la sonrisa.

– Ya, ¿por qué? -corroboré.

El capitán habló por el interfono para pedirnos que nos abrocháramos los cinturones para el aterrizaje. Miré por la ventana y vi una gran extensión de azul que delimitaba el panorama. Entonces nos inclinamos bruscamente, y el mar dio paso a una ciudad de barracas, docenas de diminutos cubículos mugrientos, que parecían una tirada de dados trucados. Al cabo de un rato, también se desvanecieron, y descendimos rápidamente entre las palmeras, mientras la pista de asfalto nos venía al encuentro, el sol incandescente e implacable.

Rodamos hasta detenernos a mucha distancia del edificio principal de la terminal. Mientras Cheryl abría la puerta y apretaba el botón electrónico que hacía bajar la escalera, nos asaltó una ola de intenso calor tropical. Vi que nos esperaban dos hombres: uno rubio y muy bronceado, vestido con uniforme de piloto, y un policía de Antigua, que llevaba un tampón y un timbre en la mano. En cuanto desembarcamos, el piloto dijo:

– Señor Barra, señor Armitage…, bienvenidos a Antigua. Soy Spencer Bishop, y les llevaré a Saffron Island esta tarde. Pero antes necesitamos los pasaportes para la policía de Antigua. ¿Quieren enseñárselos a este señor, por favor?

Le entregamos los pasaportes al policía de inmigración, que ni siquiera se molestó en mirar las fotografías ni en comprobar si los documentos respectivos eran válidos. Se limitó a poner un timbre con el visado de entrada en la primera página en blanco que encontró; después nos los devolvió. El piloto dio las gracias al policía y le alargó la mano. Mientras el policía la estrechaba, noté que el piloto le pasaba un billete estadounidense. Después el piloto me tocó el hombro y señaló un pequeño helicóptero, aparcado a cien metros del avión.

– Suban a bordo -dijo.

A los pocos minutos, estábamos en nuestros asientos con los cinturones abrochados, hablando por los auriculares, mientras las hélices sonaban con estruendo, el piloto aceleraba, el aeropuerto desaparecía y empezaba el azul otra vez. Miré por la ventana hacia el horizonte aguamarina, deslumbrado por la pureza de su color, por su falta de confines. El helicóptero siguió a través de ese vacío escénico hasta que, de repente, de la nada, surgió un retazo de verde que interrumpió aquella saturación interminable de azul. Al acercarnos, el fragmento se definió visualmente -una isla de unos ochocientos metros de diámetro, salpicada de gruesas palmeras, con casitas de una planta, hechas de troncos, en medio. Pude entrever un puerto grande, donde había algunas barcas amarradas. También había un banco de arena cerca del puerto. Y de repente, debajo de nosotros, vimos un círculo de asfalto, con una gran X en el centro. El piloto maniobró un momento para situarse encima de ella y aterrizó con un ligero pero perceptible tumbo.

Allí también nos esperaban dos funcionarios, un hombre y una mujer, los dos cerca de la treintena, los dos rubios y muy bronceados, y vestidos con el mismo uniforme tropical: pantalones cortos de color caqui, Nikes y calcetines blancos y un polo azul con las palabras Saffron Island discretamente bordadas en cursiva. Parecían monitores de niños exploradores de clase alta. Estaban de pie junto a un Land Rover Discovery azul oscuro, nuevo. Al sonreír, mostraron una dentadura perfecta.

– Bienvenido a Saffron Island, señor Armitage -dijo el hombre.

– Y bienvenido de nuevo, señor Barra -dijo la mujer.

– Bienvenidos vosotros también -dijo Bobby-. ¿Te llamabas Megan, verdad?

– Tiene buena memoria.

– Siempre me acuerdo de las mujeres hermosas.

Levanté los ojos al cielo, pero no dije nada.

– Me llamo Gary -dijo el hombre-. Y como ya ha dicho el señor Barra, ella es Megan.

– Pero puede llamarme Meg.

– Estaremos a su disposición durante su estancia. Todo lo que deseen, todo lo que necesiten, pídannoslo a nosotros.

– ¿A quién le toca quién? -preguntó Bobby.

– Bien -dijo Gary-, como Meg se encargó de usted la última vez, señor Barra, pensamos que la dejaríamos ocuparse del señor Armitage durante su visita.

Miré a Megan y a Gary. Sus sonrisas impertérritas no delataban nada. Bobby apretó los labios. Parecía desilusionado.

– Como queráis -dijo.

– Bien, subamos sus maletas -dijo Gary, moviéndose con rapidez.

– ¿Cuántas maletas ha traído, señor Armitage? -preguntó Megan.

– Sólo una, y llámeme David, por favor.

Mientras los dos monitores cargaban nuestras maletas, Bobby y yo subimos al Land Rover, que ya tenía el motor en marcha, y el aire acondicionado en funcionamiento.

– Déjame adivinar -dije-, le tiraste los tejos a Meg en tu última visita.

Bobby se encogió de hombros.

– Va con el pene, ¿no?

– Parece muy musculosa. ¿Te hizo una llave cuando intentaste tocarle el culo?

– No llegamos a tanto, y preferiría dejarlo.

– Pero, Bobby, me encanta oírte hablar de tus proezas románticas. Son tan conmovedoras.

– Vale, si quieres un consejo, no lo intentes. Porque tienes razón, tiene bíceps de boxeadora.

– ¿Por qué habría de intentarlo, cuando tengo a Sally esperándome en casa?

– Vaya, ya ha hablado el señor Monógamo Virtuoso. El señor Gran Marido y Padre.

– Vete a la mierda -dije.

– Era broma.

– Ya.

– Qué susceptible.

– ¿Fuiste a clases para convertirte en un idiota, o te sale del alma?

– Perdona si he tocado un punto sensible.

– No estoy sensible por…

– ¿Haber dejado a tu mujer y a tu hija? -preguntó con una sonrisa.

– Eres un mierda.

– La fiscalía se retira.

Meg abrió la puerta del pasajero.

– ¿Todo bien? -preguntó.

– Estamos teniendo nuestra primera pelea -apuntó Bobby.

Gary subió al asiento del conductor y metió una marcha. El coche arrancó con suavidad y tomamos una carretera que se abría frente a nosotros, mientras la cúpula de los árboles se cerraba rápidamente sobre nuestras cabezas. Después de un minuto, me volví y miré detrás de mí. La pequeña pista se había esfumado. Por delante sólo había selva.

– ¿Sabes lo que pensé cuando vine por primera vez? -preguntó Bobby, sin dirigirse a nadie en particular-. Este lugar se parece a Jonestown. [6]

– Creo que los alojamientos son un poco mejores -comentó Gary.

– Sí, pero el elenco de mujeres en Jonestown era insuperable. Te lo juro, si algún día dejo lo de las finanzas, fundo una secta.

– Recuérdame que no me apunte -dije.

– ¿Se puede saber qué te pasa hoy?

– Tú y tus continuas necedades…

– Señores -dijo Gary-, el señor Fleck está encantado de tenerles aquí, y desea que los dos tengan una estupenda estancia en la isla. Por desgracia, él ha tenido que ausentarse por unos días…

– ¿Qué? -dije.

– El señor Fleck se marchó ayer por unos días.

– ¿Nos toma el pelo? -exclamó Bobby.

– No, señor Barra, no bromeo.

– Pero sabía que veníamos -dijo Bobby.

– Por supuesto, y lamenta haber tenido que irse tan de repente…

– ¿Le ha surgido un gran negocio? -preguntó Bobby.

– No exactamente -dijo Gary con una risita-. Pero ya sabe cuánto le gusta pescar. Cuando se enteró de que el pez espada estaba llegando a la costa de St Vincent…

– ¿St Vincent? -interrumpió Bobby-. Pero eso está a dos días de navegación de aquí.

– Exactamente treinta y seis horas.

– Estupendo -dijo Bobby-. Por lo tanto, si llega esta noche y pesca mañana, no volverá hasta dentro de tres días.

– Me temo que es así -corroboró Gary-. Pero el señor Fleck desea que se acomoden y disfruten de todo lo que Saffron Island puede ofrecerles.

– Pero vinimos, a petición suya, para verle -insistió Bobby.

– Y le verán -aseguró Gary-, dentro de un par de días.

Bobby me dio un codazo.

– ¿Qué coño piensas de esto?

Lo que tenía ganas de decirle era: «Tú eres el que no paras de decirme lo amigos que sois…». Pero no tenía ganas de seguir con las pullas verbales con Bobby y me limité a decir:

– Bueno, si yo tuviera que elegir entre un guionista y un pez espada, sin duda elegiría al pez espada.

– Sí, pero los peces no tienen que preocuparse por su cartera de clientes y el actual estado ruinoso del Nasdaq.

– Señor Barra, ya sabe que nuestro Centro de Servicios de Negocios puede conectarle con cualquier mercado que desee. Y podemos abrir una línea reservada para usted las veinticuatro horas, siete días a la semana, si lo desea. Por lo tanto, no debería preocuparse.

– Y la previsión del tiempo para la próxima semana es perfecta -intervino Meg-. Ni rastro de lluvia, brisas ligeras del sur, y la temperatura debería mantenerse estable en los treinta grados.

– Así podrá vigilar la bolsa y broncearse -concluyó Gary.

– ¿Estás enfadado? -preguntó Bobby.

Por supuesto que lo estaba. Pero de nuevo decidí poner buena cara y mantener la calma. De modo que me encogí de hombros y dije:

– Un poco de sol no me irá mal.

El Land Rover siguió dando tumbos sobre la pista entre la selva hasta que llegó a un claro. Aparcamos junto a un cobertizo abierto, donde había aparcados tres Land Rovers más y una gran furgoneta blanca. Estaba a punto de preguntar para qué se necesitaban cuatro Land Rovers y una furgoneta en una isla tan diminuta pero, de nuevo, me callé. En lugar de hablar, miré a Meg mientras nos guiaba por un caminito pavimentado con pequeños guijarros. A los diez metros, llegamos a un puentecito que atravesaba un gran estanque ornamental. Miré hacia abajo y vi que había una amplia variedad de peces tropicales. Después levanté la cabeza y sofoqué una exclamación. Porque frente a mí vi la enorme e imponente chez Fleck.

Vista desde el cielo parecía una gran estructura de troncos. De cerca, se revelaba como un excéntrico ensayo de arquitectura moderna, con un bajo despliegue de ventanales enormes y madera lacada. En cada extremo de esa mansión tropical había dos torres tipo catedral, enmarcadas por todos los lados por cuatro imponentes paneles de vidrio. Entre las dos estructuras en ala había una serie más pequeña de torres en forma de V, cada una con una gran ventana panorámica. Atravesamos una pasarela de madera hacia el lado opuesto de la casa. Al doblar la esquina, reprimí otra exclamación de asombro: justo frente a la casa había una gran piscina natural de roca. Más allá, empezaba el azul, pues la casa tenía una vista privilegiada y sin obstáculos del mar Caribe.

– Dios Santo, ¡qué vista! -exclamé.

– Sí -dijo Bobby-. Esto sí es «asqueroso».

Sonó su móvil. Respondió y, después de murmurar un saludo, se sumergió inmediatamente en el trabajo.

– ¿Y qué margen tenemos? Sí, pero en esta época el año pasado cotizaban a veintinueve, y eso era antes de que el nuevo buscador tuviese una sacudida en Osaka… Por supuesto que vigilo a los de Netscape…, ¿crees que te voy a meter en un timo? ¿Te acuerdas del sobresalto de la bolsa del noventa y siete, el 14 de febrero, en seguida después de aquella chorrada de la Lewinsky, que hubo una pequeña corrección durante setenta y dos horas? Pero las consecuencias a largo plazo…

Escuchaba, fascinado por el dominio de Bobby de los hechos y las cifras, y de la comunicación fluida que mantenía con sus clientes (en comparación con la ferocidad con la que destripaba a los subalternos). Noté que Gary y Meg también estaban pendientes del consumado vendedor. Me pregunté si estarían pensando lo mismo que yo: ¿cómo podía ser que un virtuoso de la bolsa tan desenvuelto como él se transformara en un payaso grosero frente a la autoridad del dinero? ¿Y por qué insistía en comportarse como un neandertal con las mujeres? Pero, claro, el dinero y el sexo nos vuelven idiotas a todos. Puede que Bobby hubiera decidido que no le importaba que el mundo viera cuan indefenso estaba en su estupidez, cuando se trataba de aquellos focos de obsesión.

Apagó el móvil bruscamente, estiró los brazos y dijo:

– No tengáis nunca dermatólogos como clientes: para ellos cualquier mínimo movimiento del mercado es un melanoma. En fin, chicos… -dijo, dando un codazo a Gary-, ya has oído que le he prometido a ese imbécil una respuesta en diez…

Gary cogió el walkie-talkie que llevaba en el cinturón y habló:

– Julie, voy a traer al señor Barra. Desea el índice Nasdaq completo en pantalla para cuando lleguemos…, que será dentro de tres minutos. ¿Está claro?

Llegó una voz entrecortada por el walkie-talkie:

– Lo tendrá.

– Guíame -dijo Bobby a Gary, y después se volvió hacia mí para añadir-: Nos veremos más tarde, si todavía te dignas a hablar con alguien tan indigno como yo.

En cuanto se fueron, Meg dijo:

– ¿Quiere que le enseñe su habitación?

– Por mí de acuerdo.

Entramos en la casa. El vestíbulo principal era un pasillo largo y amplio, con paredes blancas y suelos de madera clara. En cuanto entramos, me encontré frente a una de las obras claves del arte abstracto estadounidense del siglo xx: un lienzo arrebatador de ecuaciones matemáticas situadas en medio de una superficie gris de brillantes texturas.

– ¿Conoce la pintura? -pregunté a Meg.

– No, el arte no es lo mío. ¿Es famosa?

– Mucho. Se titula Campo universal y es de Mark Tobey. Lo pintó justo después de la guerra, en el momento álgido de la paranoia sobre la bomba atómica, y por eso parece una enigmática fórmula física. Es asombroso, un hito de la pintura, como un Pollock a pequeña escala, pero con mucho más control estilístico.

– Si usted lo dice.

– Lo siento, me he entusiasmado.

– Eh, me ha impresionado. Si le gusta el arte, debería visitar la que llamamos Sala Grande.

– ¿Tenemos tiempo ahora?

– Esto es Saffron Island, tiene todo el tiempo que quiera.

Giramos a la izquierda y caminamos por un pasillo, pasando junto a una colección de fotografías clásicas de Diane Arbus enmarcadas. La Sala Grande era precisamente eso: una de las dos alas catedralicias de la casa, con un techo de doce metros completamente revestido de vidrio, y una enorme palmera interior plantada en el suelo. Como todo lo que había visto hasta entonces, la sala grande era una demostración de buen gusto caro. Había un gran piano Steinway. Había largos sofás y sillones cómodos, en tonos discretamente claros. Había un acuario inmenso, empotrado en una pared blanca de piedra. La iluminación era cuidadosamente sutil. Y lo mejor de todo, había mucho arte en las paredes. Más aún: había muchas obras de arte importantes en las paredes…, la clase de obras que normalmente se espera encontrar en el MOMA, en el Whitney, en el Getty o en el Art Institute of Chicago. Me paseé por la sala como el visitante de un museo, abrumado por lo que veía: Hopper, Ben Shahn, dos Philip Guston, Man Ray, Thomas Hart Baker, Claus Oldenberg, George L. K. Morris y una serie de fotografías de paisajes de los años treinta de Edward Steichen, realizadas para Vanity Fair.

Y así sucesivamente. Debía de haber al menos cuarenta obras colgadas en las paredes de la Sala Grande. No podía ni imaginar la cantidad de dinero que se habría gastado para crear tal colección.

– ¿Son todos del señor Fleck? -pregunté a Meg.

– Sí. Son buenos, ¿verdad? -contestó Meg.

– No sabe cuánto -dije-. Lo que tiene aquí es increíble.

Salió una voz de la nada:

– Debería ver lo que tiene expuesto en las otras cinco casas.

Levanté la cabeza y vi un hombrecillo robusto, de cuarenta y tantos años y aproximadamente metro sesenta y cinco, con el pelo largo hasta los hombros recogido en una cola grasienta. Llevaba unos vaqueros cortados a la altura de la rodilla, sandalias Birkenstock y una camiseta tirante sobre la barriga prominente, con la cara de Jean-Luc Godard y el lema: «El cine es la verdad a 24 fotogramas por segundo».

– Usted debe de ser David Armitage -dijo.

– El mismo.

– Chuck Karlson -dijo él, acercándose con la mano extendida.

La estreché y estaba húmeda.

– Soy un gran admirador suyo.

– Me alegro de saberlo.

– Sí, en mi opinión, Te vendo es lo mejor de la televisión. Phil también lo cree.

– ¿Es amigo suyo?

– En realidad trabajo para él. Soy su hombre del cine.

– ¿Y qué hace un «hombre del cine»?

– Principalmente mantener su archivo.

– ¿Tiene un archivo de películas?

– Y que lo diga. Unas siete mil películas en celuloide y otras quince mil entre vídeos y DVD. Después de la del American Film Institute, es la mejor filmoteca del país.

– Por no hablar del Caribe.

Chuck sonrió.

– En Saffron sólo tiene unas dos mil películas.

– Supongo que sin multicines en la ciudad…

– Claro, y como Blockbuster no manda precisamente películas de Pasolini aquí…

– ¿Le gusta Pasolini?

– Para mí es Dios.

– ¿Y para el señor Fleck?

– Dios Padre. En fin, tenemos sus doce películas, de modo que, si le apetece, la sala de proyección es suya.

– Gracias -respondí, pensando que El evangelio según san Mateo (la única película de Pasolini que había visto) era lo último que me apetecía ver en una isla del Caribe.

– Por cierto, sé que Phil tiene muchas ganas de trabajar con usted en el guión.

– Me alegro.

– Si me permite decirlo, es un gran guión.

– ¿Cuál? ¿El suyo o el mío?

Otra de sus sonrisas sardónicas.

– Los dos son igual de válidos.

«Eso sí es diplomático por tu parte -pensé-, teniendo en cuenta que son iguales.»

– Oiga, hablando del guión -dije-, he trabajado un poco en él estos días y me gustaría que me lo pasaran a limpio.

– Por supuesto. Le diré a Joan, de secretaría, que pase a buscarlo por su habitación dentro de un rato. Nos veremos en el cine, Dave.

Meg me acompañó a mi habitación. Por el camino, le pregunté de dónde era. Me dijo que era de Florida, y que formaba parte de la «tripulación de Saffron Island» desde hacía dos años. Antes trabajaba en un crucero de Nassau, pero le gustaba mucho más su empleo actual. Además era más fácil, porque, en general, los miembros de la tripulación eran las únicas personas que había en la isla.

– ¿Eso significa que el señor Fleck no se hospeda muy a menudo la isla? -pregunté.

– Sólo tres o cuatro veces al año.

– ¿Y el resto del tiempo?

– Está vacía…, aunque, de vez en cuando, le presta la isla a algún amigo. Pero eso son cuatro semanas como mucho. Si no, tenemos la isla para nosotros.

– Cuando dice «tenemos», se refiere…

– A catorce personas fijas de personal.

– ¡Dios santo! -exclamé, pensando que las facturas anuales de mantenimiento serían…, sobre todo teniendo en cuenta que la isla sólo se utilizaba dos meses al año.

– Bueno, el señor Fleck lo puede pagar -dijo ella.

Mi habitación estaba en una de las torres más pequeñas en forma de V que delimitaban la sección central de la casa. «Pequeño» podría ser una forma modesta de describir aquel espacio tipo loft. Paredes blancas de piedra, suelos de madera, ventanas del suelo al techo, que daban directamente al agua. Una cama monumental, una gran zona de estar y dos sofás enormes. Un bar surtidísimo, con todos los productos de primera clase: desde champán Cristal hasta un malta Macallan de treinta años. Un cuarto de baño con una bañera empotrada en el suelo, una sauna, y una de esas duchas con cabina de plexiglás que disparaban agua hacia cinco puntos diferentes del cuerpo. Encima del dormitorio, subiendo por una escalera de metal de caracol, había una zona completa de oficina, con una gran mesa, un fax, una impresora, tres líneas telefónicas y una conexión de hiperfibra óptica que, según me aseguró Meg, me daría acceso a Internet en una fracción de segundo.

Evidentemente, había paneles de control por todas partes: para ajustar la luz electrónicamente, para bajar las persianas que oscurecían los ventanales y para controlar el sistema de aire acondicionado por zonas, que permitía no sé cómo que la oficina estuviera cinco grados más fresca que el dormitorio.

Pero, sin duda, el golpe maestro de los artilugios eran los tres ordenadores de pantalla plana, convenientemente situados sobre la mesa, en una mesita de la sala y junto a la cama. Todas las pantallas eran completamente interactivas. Las tocabas con un dedo y se encendían, informándote de que eran tu centro privado de audio y vídeo. Toqué la pantalla y después el icono titulado «Videobiblioteca». Delante de mí se desplegaron las letras del alfabeto. Toqué la A, y apareció una lista de treinta películas en pantalla: todo, de Alphaville de Godard hasta El amor a los veinte años de Truffaut. Toqué Alphaville. De repente, se encendió la pantalla plana de televisión Panasonic último modelo, colgada en una pared. En un segundo, el extraño clásico futurista de Godard llenó la pantalla. Toqué el icono «Atrás» en la pantalla. Reapareció el alfabeto. Toqué la C. De una larga lista seleccioné Ciudadano Kane. A los pocos segundos, Alphaville se había esfumado y me encontré mirando la escena inicial del clásico de Welles: los altos y aislados muros y verjas, tras los cuales se oculta la inmensa mansión de un Kubla Khan de los tiempos modernos.

Pero Charles Foster Kane nunca tuvo un juguete como ese sistema de películas a la carta.

Llamaron a la puerta. Cuando respondí «Adelante», entró Meg.

– ¿Le parece bien que deshaga su maleta ahora? -preguntó.

– Gracias, pero puedo hacerlo yo mismo.

– Forma parte del servicio -dijo ella, levantando mi maleta-. Soy su mayordoma.

Me dedicó una ligerísima sonrisa, con apenas un rastro de ironía, tras una fachada de indiferencia totalmente profesional.

– Veo que ha entendido cómo funciona el sistema de vídeo. Es ingenioso, ¿eh?

– No está mal.

– Debería ver el audio. Hay unos diez mil discos almacenados en el sistema.

– ¿Bromea?

– Véalo usted mismo.

Toqué de nuevo la pantalla, seleccioné «Música», y me apareció inmediatamente una lista de géneros. Por probar, elegí «Clásica», y para ponerlo un poco difícil, elegí la S y después (con no poca sorpresa) encontré veinte entradas con Schöenberg. Toqué A survivor from Warsaw. La pantalla de televisión se apagó y, de todos los rincones de la habitación, la severa obra maestra atonai de Schoenberg (un grito de dolor de alguien que había escapado de la matanza nazi en el gueto de Varsovia) sonó en fragorosa erupción de pequeños pero potentes grupos de altavoces Bose, colgados por toda la habitación.

Meg parpadeó cuando el golpe auditivo la alcanzó de lleno. Sin embargo, enseguida me dedicó otra de sus ínfimas sonrisas y gritó para hacerse oír sobre el estrépito de doce tonos:

– Te dan ganas de bailar.

Apreté el botón de «off».

– Tampoco es mi favorita -dije-. Es que no podía creer que tuviera a Schöenberg en el repertorio.

– El señor Fleck lo tiene todo -dijo ella, desapareciendo en el vestidor contiguo con mi maleta.

Subí a la oficina. Abrí la cartera donde guardaba el portátil, y lo enchufé directamente a la conexión de Internet con el cable provisto. Tal como había prometido Meg, el sistema de fibra óptica era un poco más rápido que un suspiro. En una fracción de segundo, estaba conectado y leyendo mi correo. Entre los mensajes de Brad Bruce y de Alison estaba el que esperaba: «Cariño: esto es una locura. Es como el Reichstag en 1929. Pero aguanto el tipo. Te echo de menos. S».

El mensaje de Sally me sugirió varios pensamientos inmediatos. El primero fue: en fin, al menos ha dado señales de vida. El segundo fue: al menos ha dicho que me echaba de menos. Y el tercero fue: ¿por qué no ha dicho «te quiero» o «muchos besos» o algo incluso más pretencioso, como «bisous»? [7]

Después, mi parte racional se impuso, e intenté recordarme a mí mismo que ella estaba inmersa en un Sturm and Drang versión Los Ángeles. Y que en Hollywood, una crisis profesional de aquella envergadura se convertía para todos los afectados en algo parecido al sitio de Stalingrado.

En otras palabras, me obligué a no angustiarme injustificadamente por sus sentimientos hacia, mí. Estaba preocupada.

Volvieron a llamar a la puerta. Entró una mujer de treinta y tantos años, con el pelo negro corto y muy bronceada. También iba vestida con el uniforme Saffron Island de camiseta y pantalones cortos. Como Meg, también parecía una de esas mujeres de piernas largas y expresión fresca que con seguridad habían pertenecido a una hermandad de alguna buena universidad, y sin duda habían salido con un defensa llamado Bud.

– Hola, señor Armitage -dijo-. Soy Joan, la secretaría. ¿Está bien instalado?

– Muy bien.

– Me han dicho que tenía un manuscrito para pasar a limpio.

– Exacto -dije; saqué el guión de la funda del ordenador y bajé al salón-. Lo siento pero no tengo el disco original.

– No se preocupe. Podemos volver a picarlo.

– ¿No será mucho trabajo?

Ella se encogió de hombros.

– No he tenido mucho que hacer últimamente. Me irá bien trabajar un poco.

– También tendrás que descifrar mis jeroglíficos -dije, yendo a la tercera página y señalando mis múltiples correcciones y añadidos.

– Los he visto peores. En fin, se quedará unos días, ¿verdad?

– Eso me han dicho.

– Pues, si no le importa, le llamaré si no entiendo algo.

Mientras ella se iba, Meg salió del vestidor con unos pantalones en la mano.

– Han salido un poco arrugados de la maleta, así que los mandaré a la lavandería para que les den un planchazo. ¿Le apetece una buena cena o prefiere algo ligero?

Miré el reloj. Eran casi las nueve, aunque mi cerebro seguía cuatro horas retrasado según el horario de Los Ángeles.

– Algo muy ligero, si no es molestia.

– Señor Armitage…

– David, por favor.

– Al señor Fleck le gusta que llamemos por el apellido a los invitados. Señor Armitage, debe saber que en Saffron Island, estamos a su disposición para todo lo que desee. Si lo que quiere son una docena de ostras y una botella de…

– Gewurtztraminer, pero sólo una copa.

– Le diré al sommelier que traiga una botella. Si no se la termina, no pasa nada.

– ¿Tienen un sommelier?

– Todas las islas deberían tener uno. -Otra de sus sonrisitas-. Vuelvo en seguida con las ostras.

Y se marchó.

Unos minutos después, telefoneó el sommelier. Se llamaba Claude. Tal como esperaba, tenía un fuerte acento francés. Dijo que estaba encantado con mi elección de vino de Gewurtztraminer, y que tenía unas dos docenas de botellas en la bodega. Le pedí que me propusiera una. Empezó un elaborado repaso de sus preferencias y me informó de que su favorito era un Gisselbrecht de 1986:

– Un vino de Alsacia excepcional. Con un equilibrio perfecto de fruta y acidez.

– Sólo me apetece una copa -dije.

– Le mandaré la botella de todas formas.

En cuanto colgué, entré en la red y encontré una página de vinos añejos. En la casilla de búsqueda tecleé: Gisselbrecht Gewurtztraminer 1986, y apreté la tecla de enviar. Poco después, apareció una fotografía del vino en cuestión en la pantalla de mi portátil, junto con una descripción detallada, que me informaba de que entre los premier cru Gewurtztraminer, ése era el no va más.

Y podía pedir una botella por sólo 275 dólares, porque tenía un descuento especial.

Me recosté en el asiento, meneando la cabeza aturdido. Iban a mandarme una botella de vino de 275 dólares a la habitación, y yo lo único que quería era una copa de vino. Como empezaba a comprender, la vida en el refugio caribeño de Fleck se vivía de acuerdo con la norma del «dinero no es un problema».

Volví a inclinarme hacia la pantalla y tecleé rápidamente un mensaje para Sally:

Cariño:

Saludos desde la tierra de Oz de los nuevos ricos. Este lugar es al mismo tiempo maravilloso y absurdo. Es la versión de alquiler caro de «Cómo viven los ricos y famosos», la clase de sitio donde un Rothko o un Hopper auténticos se consideran simple decoración. Tengo que reconocerlo: el tipo tiene buen gusto, pero después de media hora aquí, ya estoy pensando: hay algo muy retorcido en tener todo lo que se desea. Evidentemente, para que tengamos claro quién manda, Fleck no está aquí en este momento. Está jugando a Hemingway y se ha ido a pescar un buen pez blanco en alguna parte de las islas Leeward, y nos ha dejado aquí pasando el rato. No sé si sentirme ofendido o sencillamente pensar que es otro homenaje de los suyos. Por ahora, he decidido escoger la segunda opción y hacer cosas constructivas y frenéticas, como broncearme y dormir. Ojalá pudiera ponerme al día de sueño en una cama contigo.

Puedes localizarme en el 0704.555.8660. Por favor, llámame en cuanto tengas un hueco en tu carrera de cuádrigas. Conociéndote, estoy seguro de que habrás encontrado una estrategia para superar esta pequeña crisis. Eres la más lista, después de todo.

Te quiero. Y, para utilizar el más prosaico de los clichés, ojalá estuvieras aquí.

David

Busqué errores en el mensaje, coloqué el cursor sobre el icono de «Enviar» y pulsé dos veces. A continuación cogí el teléfono y llamé a mi hija a Sausalito. Se puso mi ex esposa, que estuvo tan simpática como siempre.

– Ah, eres tú -dijo en tono inexpresivo.

– Exacto, soy yo. ¿Y tú cómo estás?

– ¿Qué más da?

– Lucy, no te culpo por seguir enfadada conmigo, pero estas cosas tienen un límite.

– No. Y no me gusta perder el tiempo con imbéciles.

– Vale, vale, como quieras. Se acabó la conversación. ¿Puedo hablar con mi hija, por favor?

– No, no puedes.

– ¿Por qué no?

– Porque es miércoles, y si fueras un padre responsable, te acordarías de que los miércoles tu hija va a clase de ballet.

– Soy un padre responsable.

– No pienso ni comentarlo.

– Me parece bien. Te daré el número del sitio donde estoy en el Caribe…

– Vaya, vaya, qué bien tratas a esa furcia de Princeton.

Apreté el receptor con fuerza.

– No me molestaré en responder a ese censurable comentario. Pero si te interesa saberlo…

– No especialmente.

– Entonces apunta el número y dile a Caitlin que me llame.

– ¿Por qué tiene que llamarte si vas a verla pasado mañana?

Mi nivel de angustia, ya bastante alto, gracias a la cordial y cálida conversación, subió un par de puntos.

– ¿Qué dices? -exclamé-. No me toca verla hasta dentro de dos semanas.

– Oh, no me digas que te has olvidado…

– ¿Olvidado qué?

– Olvidado que, «como habíamos acordado», te quedarías con Caitlin este fin de semana porque yo tengo que ir a un congreso.

Oh, mierda. Mierda. Mierda. Tenía razón. Aquello no me resultaría fácil.

– Espera un momento… ¿Cuándo hablamos de eso? ¿Hace seis u ocho semanas?

– No me vengas con el rollo de la amnesia.

– Pero es la verdad.

– Tonterías.

– ¿Qué puedo decir, excepto un gran mea maxime culpa?

– No se acepta. En fin, un trato es un trato, de modo que tienes que estar aquí en treinta y seis horas.

– Lo siento, pero no es posible.

– David, vas a volver, como quedamos.

– Ojalá pudiera, pero…

– No me jodas esta vez…

– Estoy a ocho mil kilómetros de ti. Tengo trabajo. No puedo marcharme.

– Si no vienes…

– Seguro que tu hermana puede venir de Portland. O puedes contratar a una canguro para el fin de semana. Por supuesto, me encargaré de la factura.

– Eres el cerdo más egoísta de la historia.

– Tienes derecho a tener tu opinión, Lucy. Voy a darte mi teléfono…

– No queremos tu teléfono. Porque dudo que Caitlin quiera hablar contigo.

– Deja que ella lo decida.

– Destruiste su sensación de seguridad el día que te marchaste. Y te lo prometo, acabará odiándote por eso.

No dije nada, el teléfono me temblaba en la mano. Finalmente, Lucy volvió a hablar.

– Me las pagarás por esto.

Y colgó.

Dejé el teléfono y escondí la cabeza entre las manos. Tenía una sensación abrumadora de culpabilidad. Y pensé: «Tiene razón. He provocado la ruina de mi familia. He destruido su seguridad. Y tendré que vivir con esa culpa el resto de mi vida».

De todos modos no estaba dispuesto a cruzar el continente sólo para que Lucy pudiera asistir a un congreso durante un día y medio. Es verdad que lo había olvidado por completo. Pero, por Dios, hacía casi dos meses que me lo había comentado. Nunca había faltado a ninguno de los fines de semana estipulados con Caitlin. Al contrario, ella había pedido pasar más tiempo conmigo y con Sally en Los Ángeles. Por mucho que me hubiera dicho aquello de que «dudo que quiera hablar contigo». El sentimiento de ultraje de Lucy no tenía límites. Por lo que a ella respectaba, yo era el señor ofensor y por mucho que yo hubiera actuado con egoísmo al poner fin a mi matrimonio, ella no reconocería nunca sus debilidades estructurales, que habían contribuido a empujar nuestro matrimonio al barranco (o al menos eso es lo que me dijo el terapeuta que estuve viendo durante el divorcio).

Otra llamada a la puerta. Grité: «Adelante» y entró Meg, empujando un elegante carrito de acero inoxidable. Bajé la escalera. Mi docena de ostras iba acompañada de tres diferentes clases de salsas, un cesto de pan moreno y una pequeña ensalada verde. La botella de Gewurtztraminer estaba dentro de un refrigerador de plástico transparente.

– Aquí lo tiene -dijo-. ¿Le parece que se lo sirva en la terraza? Podrá disfrutar del final del atardecer.

– Me parece estupendo.

Abrió las puertas de cristal de la sala y me encontré admirando el espectáculo de un sol anaranjado que se derretía y se deslizaba poco a poco en las aguas oscuras del mar del Caribe.

Me dejé caer en un sillón de la terraza y, observando aquel panorama celestial, me esforcé por poner freno al torbellino de emociones que me había provocado la conversación vitriólica con Lucy. Debía de desprender estrés por todos los poros porque, en cuanto terminó de preparar la mesa, Meg observó:

– Por su aspecto diría que le conviene una copa.

– No sabe cuánta razón tiene.

Mientras descorchaba el vino, pregunté:

– ¿Qué ha estado haciendo el señor Barra?

– No ha soltado el teléfono ni un segundo. Y ha estado todo el rato gritando.

– Por favor, dígale que me he acostado temprano -dije, pensando que no podría soportar otra dosis de Bobby ese día.

– Lo haré.

Me sirvió un poco de vino en una copa aflautada.

– Que aproveche -dijo alegremente.

Levanté la copa y cumplí todo el ritual: hice girar el vino, lo olí a conciencia, y después dejé caer una gotita sobre la lengua. Inmediatamente sentí algo parecido a una descarga eléctrica de alto voltaje: el vino no era sólo sublime, era un néctar, o algo que se acercaba a la perfección líquida; también sabía a gloria.

– Es estupendo -dije, pensando: «Faltaría más, a 275 dólares la botella».

– Me alegro -dijo Meg, llenándome la copa-. ¿Necesita algo más?

– Nada, gracias por todo.

– Es parte del servicio. Si necesita algo, utilice el teléfono.

– Me mima demasiado.

– Es de lo que se trata.

Levanté la copa, mirando los últimos estertores del sol poniente. Respiré hondo y capté aquel aroma mixto de frangipani y eucalipto que es la fragancia de la vida en el trópico. Bebí el vino absurdamente caro y absurdamente maravilloso. Y dije:

– La verdad, creo que podría llegar a acostumbrarme a esto.

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