Dormí como un tronco. De un tirón, sin los habituales temores nocturnos o sueños de culpa. Me desperté con aquella curiosa euforia que acompaña a nueve horas de descanso comatoso. Incorporándome un poco, pensé que desde que, como se suele decir, «había triunfado», y los consecuentes cataclismos, mis nervios estaban tensos como cuerdas de violín. Se supone que el éxito debe simplificarte la vida. En cambio, te la complica más, porque necesitamos las complicaciones, las intrigas, las nuevas competiciones para lograr mayores éxitos. Una vez logramos lo que siempre hemos querido, de repente descubrimos una nueva necesidad, una nueva sensación de que nos falta algo. Así que nos esforzamos en busca de esa nueva meta, ese nuevo cambio de vida, con la esperanza de que, esta vez, la sensación de plenitud sea total, aunque signifique echar por tierra todo aquello que hemos construido durante años.
Sin embargo, cuando has alcanzado la nueva cima, o cuando te despiertas una mañana y descubres que otra persona está compartiendo tu cama, tu vida, te preguntas: ¿puedes seguir con todo eso? ¿Puede escapársete de las manos? O, aún peor, ¿podrías cansarte de todo y descubrir que lo que tenías antes es lo que realmente querías? Porque, ahora que lo has perdido, se ha convertido en el nuevo objetivo ilusorio; aquello inalcanzable que no pararemos hasta conseguir. Y entonces…
Basta.
Me esforcé por salir de aquel ensueño melancólico, recordándome de nuevo que, según el conocido estudioso de Hollywood, Marco Aurelio, el cambio es el encanto de la naturaleza. Muchos conocidos míos (sobre todo guionistas) venderían a su madre por estar en mi lugar. Sobre todo porque podía apretar un botón para subir una persiana, detrás de la cual me esperaba el azul intenso de una mañana caribeña. O porque podía descolgar el teléfono y hacer que me mandaran lo que quisiera a la habitación. O porque la persona que contestó al teléfono me ofreció también una copa de Cristal con el desayuno. O, mejor aún, porque descubrí que Bobby Barra se había marchado a toda prisa.
Recibí esa información cuando finalmente me obligué a levantarme de la cama y entrar en el baño, y vi que me habían pasado un sobre por debajo de la puerta. Lo abrí y encontré la siguiente nota:
Atontado:
Quería llamarte anoche, pero Meg me dijo que te habías metido en la cama con el osito, un vaso de leche caliente y un platito de galletas. En fin, ayer, cinco minutos después de llegar, mientras intentaba aplacar a aquel cliente tan nervioso, me llego la noticia de Wall Street de que el presidente de una nueva empresa de Internet, que la semana próxima salía a bolsa, había sido acusado por la policía de todo, desde malversación, a estafa, fraude y sodomizar a su perro. Bueno, la cosa es que mis socios y yo tenemos invertidos unos 30 millones en esa OPI, lo que significa que tengo que largarme en seguida a Nueva York a jugar a los bomberos antes de que el negocio se convierta en humo.
Tendrás que prescindir de mi compañía un par de días. Sé que en cuanto hayas leído estas líneas se te romperá el corazón, te sentirás destrozado y empezarás a descorchar botellas de champán. Me parece que ayer no sintonizamos. Por supuesto fue todo culpa tuya. Por supuesto espero que sigamos siendo amigos.
Disfruta de la isla. Serías idiota si no lo hicieras. Intentaré volver dentro de un par de días, y para entonces Herr Host debería estar de vuelta con todos los pececitos que haya atrapado.
Descansa. Tu cara da pena, un par de días al sol deberían darle un aspecto menos lamentable. Hasta pronto,
Bobby
No pude evitar sonreír. Y tampoco pude evitar pensar que Bobby era un lameculos cuando se trataba de tratar a los amigos que estaban a punto de darle la patada para siempre.
Llegó el desayuno, acompañado de una botella de Cristal de 1991. De nuevo, le dije a Meg que sólo tomaría una copa.
– Beba tanto o tan poco como le apetezca -dijo, colocando los platos en la terraza.
Acabé bebiendo dos copas y comiendo un plato de frutas tropicales que había pedido; probé el surtido de dulces exóticos y bebí café. Escuché las Piezas líricas para piano de Grieg mientras comía, y descubrí que había un discreto amplificador en una pared de la terraza. El sol ardía. El mercurio parecía haber alcanzado los treinta y cinco grados. Y, excepto revisar el correo electrónico, no tenía nada programado para el día, aparte de tomar el sol. Me arrepentí de mi decisión de conectarme a la red. Porque los comunicados matutinos del ciberespacio eran de todo menos alegres. Primero leí la siguiente y desagradable misiva de Sally.
David:
Me quedé estupefacta y más que un poco ofendida por tu descripción de mi actual problema con la Fox como una pequeña crisis. Estoy batallando por mi vida profesional en este momento, y lo que más necesito es apoyo. En cambio, estuviste condescendiente y tu respuesta me decepcionó muchísimo. Sobre todo porque necesito saber que cuento con tu confianza y tu amor.
Esta mañana tengo que ir a Nueva York. No intentes llamarme porque estaré volando. Pero mándame un correo. Quiero creer que esto ha sido solo una frase desafortunada por tu parte.
Sally
Leí dos veces el mensaje, asombrado por su totalmente errónea interpretación de mis palabras. Abrí la carpeta de los mensajes archivados y releí con atención el correo que le había enviado la noche anterior, intentando entender cómo diablos podía haber ofendido a Sally. Al fin y al cabo, lo único que había escrito era:
Por favor, llámame en cuanto tengas un hueco en tu carrera de cuádrigas. Conociéndote, estoy seguro de que habrás encontrado una estrategia para superar esta pequeña crisis. Eres la más lista, después de todo.
Te quiero. Y, para utilizar el más prosaico de los clichés, ojalá estuvieras aquí.
Ahí ya lo veía, Sally no soportaba la idea de que yo pudiera considerar «pequeña» su regia batalla, aunque lo que yo intentaba expresar era que, viéndola con perspectiva, aquella situación acabaría pareciendo una nimiedad. Sin embargo, por mucho que considerara que su respuesta era absolutamente exagerada, también sabía que Sally era una mujer que quería que la tomaran siempre en serio. Y, en consecuencia, su mirada se habría fijado inmediatamente en la palabra «pequeña» como una afrenta, por no mencionar mi intento de redimensionar la gravedad de la situación.
¡Dios mío, qué susceptibilidad! Pero yo llevaba todas las de perder, y lo sabía. Hasta entonces, Sally y yo habíamos tenido algo muy raro: una relación sin malentendidos. Por nada del mundo quería que aquél fuera el primero. Así que, sabiendo que no reaccionaría bien si le decía «Has malinterpretado mis intenciones» (porque aquello la haría pensar seguramente que estaba cuestionando su capacidad para la comunicación epistolar), decidí que era mejor cargar con las culpas. Si había algo que casi catorce años de matrimonio me habían enseñado, era esto: si quieres suavizar el ambiente después de un desacuerdo, es mejor admitir siempre que te has equivocado… aunque creas que tenías razón.
Apreté el botón de «Responder» y escribí:
Amor mío:
Lo último que desearía es ofenderte. Lo último que pienso es que lo que tú haces carezca de importancia. Mi intención era decir que eres tan buena en todo lo que te propones que esta crisis -por muy grande que pueda parecer- en el futuro se considerará pequeña, porque tú lograrás salir airosa de ella. Mi error fue no expresar claramente este sentimiento. Las palabras, para variar, me fallaron, y me doy cuenta de que te he ofendido. Me siento fatal.
Sabes que creo que eres maravillosa. Sabes que cuentas con todo mi amor y apoyo en todo lo que haces. Estoy desolado de que mi desafortunada expresión haya provocado este equívoco. Por favor, perdóname.
Te quiero.
David
De acuerdo, me había pasado con las adulaciones. Pero sabía que, por muy profesional que fuera, Sally tenía un ego muy permeable, que necesitaba ser animado constantemente. Más exactamente, una gran parte de mí sabía que, en aquel momento de nuestra relación, la estabilidad lo era todo. En consecuencia, en aquella circunstancia era mejor tragar un poco… aunque no creyera ni la mitad de lo que había escrito. También me había alarmado un poco su hipersensibilidad, y su necesidad de indignarse por una palabra mal aplicada. Sin embargo, repetí mi mantra de los últimos días: «Está pasando un mal momento. Probablemente me malinterpretaría si le preguntara la hora. Pero se tranquilizará cuando la situación se calme».
O al menos eso era lo que esperaba.
Una vez enviado el mensaje enjabonado, me enfrenté al siguiente problema: un correo de Lucy, que se inspiraba directamente en la escuela de comunicación «Que te den, sigue carta de humillación»:
David:
Te encantará saber que Caitlin lloró desconsoladamente ayer cuando le comuniqué que no vendrías esta semana. Felicidades. Has vuelto a romperle el corazón.
Para hablar de cosas prácticas (que es de lo único de lo que quiero volver a hablar contigo): he convencido a Marge para que venga de Portland en avión para cuidar de Caitlin las dos noches que estaré fuera. Sin embargo, en el último momento, sólo encontró billete en Business Class, y además tuvo que llevar a Dido y a Aeneas a la residencia para el fin de semana. El coste total, incluido el billete, es de 803,45 dólares. Espero recibir un cheque tuyo inmediatamente.
Creo que tu comportamiento en esta ocasión confirma todo lo que he advertido en ti desde que te liaste con esa divinidad inconstante llamada éxito: estas completamente motivado por el egoísmo. Y lo que te dije anoche por teléfono sigue en pie: te lo haré pagar.
Lucy
Descolgué inmediatamente el teléfono y marqué unos números. Miré el reloj: las once y catorce en el Caribe, las siete y catorce en California. Con un poco de suerte, Caitlin no se habría ido todavía a la escuela.
Tuve suerte. Mejor aún, respondió mi hija en persona. Y parecía encantada de hablar conmigo.
– ¡Papá! -exclamó feliz.
– Hola, pequeñina. ¿Va todo bien?
– Haré de ángel en la función de Semana Santa de la escuela.
– Tú ya eres un ángel.
– No soy un ángel. Soy Caitlin Armitage.
Me reí.
– Perdóname por no poder ir este fin de semana.
– Este fin de semana la tía Marge vendrá a quedarse conmigo. Pero sus gatos tendrán que ir a un hotel de gatos.
– ¿No estás enfadada conmigo?
– ¿Vendrás la semana que viene?
– Seguro, Caitlin. Te lo prometo.
– ¿Y podré quedarme en el hotel contigo?
– Pues claro. Haremos todo lo que tú quieras.
– ¿Me traerás un regalo?
– Te lo prometo. Ahora me gustaría hablar con mamá.
– De acuerdo… pero sólo si no os peleáis.
Respiré hondo.
– Intentaremos no discutir, cariño.
– Te echo de menos, papá.
– Yo también a ti.
Una pausa. Entonces oí que le pasaba el teléfono a alguien. Hubo otro largo silencio, hasta que Lucy lo rompió.
– A ver, ¿de qué quieres hablar? -preguntó.
– Ya he visto lo desconsolada que estaba, Lucy. En serio, está hecha polvo.
– No tengo nada que decirte…
– Por mí, estupendo. Yo tampoco tengo ganas de hablar contigo. Pero que sepas esto: no intentes volver a mentirme sobre el estado emocional de Caitlin. Te lo advierto, si intentas ponerla en mi contra…
La línea se cortó cuando Lucy colgó de golpe. Un intercambio de puntos de vista adulto y maduro. Pero, al menos, me sentía reivindicado, y enormemente aliviado de que Caitlin no pareciera afectada por mi incapacidad de organizarme para verla aquel fin de semana. El tema de la tía Marge y su tarifa de fin de semana de 803 dólares era otro asunto. Marge era una obesa colgada New Age, «facilitadora de canalización» (no me lo estoy inventando), que vivía sola con sus amados gatos, sus prismas y sus discos de cánticos nepalíes en su ashram de una habitación. En su favor hay que decir que tenía buen corazón. Y quería mucho a su única sobrina, lo que me hacía feliz. Pero ochocientos dólares para transportar su talla cincuenta a San Francisco…, por no hablar de pagar por el alojamiento de cinco estrellas de sus preciosos amigos felinos (¿a quién se le ocurre poner Dido y Aeneas a sus gatos?). En fin, sabía que, me gustara o no, tendría que soltar la pasta, como sabía también que Swami Marge probablemente se embolsaría la mitad de los ochocientos dólares. Pero no se los regatearía, sobre todo después de ganar la discusión con Lucy. Sólo oír a Caitlin decirme que me echaba de menos había borrado toda la angustia acumulada de la mañana, y me había puesto de nuevo de buen humor. Además, tenía toda una isla caribeña a mi disposición.
Descolgué el teléfono. Pregunté si tenían algún periódico. Me informaron de que The New York Times acababa de llegar en el helicóptero.
– Mándemelo, por favor.
Toqué la pantalla de audio-vídeo. Fui hasta la biblioteca musical. Elegí un disco del gran pianista de jazz francés enano, Michel Petrucianni. Llegó el periódico. Meg desplegó una tumbona para mí en la terraza. Se metió en el cuarto de baño y al rato salió con seis marcas diferentes de cremas para el sol, que abarcaban todos los factores de protección posibles. Me rellenó la copa de champán. Me pidió que llamara cuando quisiera almorzar.
Leí el periódico. Escuché las brillantes improvisaciones de Petrucianni en Hojas de otoño y De un humor sentimental. Me bronceé al sol. Una hora después, decidí que era hora de bañarse. Cogí el teléfono y me respondió Gary.
– Hola, señor Armitage. ¿Se divierte en el paraíso?
– No está mal. Quería saber si había algún lugar concreto para bañarse en esta isla. ¿Al lado de la piscina, o dónde?
– Tenemos una playita muy buena. Pero si le apetece bucear…
Veinte minutos después, estaba a bordo del Truffaut (sí, como el famoso director francés): un yate de doce metros con una tripulación de cinco hombres. Navegamos aproximadamente media hora hasta llegar a un arrecife de coral, cerca de un archipiélago de islas diminutas. Dos tripulantes me ayudaron a ponerme el traje de neopreno, después me equiparon con aletas, gafas y tubo. Otro miembro de la tripulación también iba vestido con el equipo de buceo.
– Dennis le acompañará por el arrecife -me dijo Gary.
– Gracias, pero no es necesario -dije.
– Es que el señor Fleck insiste mucho en que los invitados no se bañen solos. Ya sabe, forma parte del servicio.
No paraba de oír aquella expresión en Saffron Island. «Forma parte del servicio.» Tener un guía para bañarme en los arrecifes de coral formaba parte del servicio. Tener a una tripulación entera cuidándome en un yate también formaba parte del servicio. Como la langosta que me sirvieron (sólo para mí) a bordo del yate, acompañada de un Chablis premier cru a la temperatura perfecta. Cuando volvimos a tierra por la tarde y pregunté si tenían un ejemplar de The New Yorker de aquella semana, mandaron un helicóptero a Antigua para comprármelo (a pesar de que intenté por todos los medios convencerles de que no valía la pena tomarse tantas molestias «¡y gastos!» por una miserable revista). Pero entonces también me dijeron que «formaba parte del servicio».
Volví a mi habitación. Laurence, el chef de la isla, me llamó y me preguntó qué me apetecía cenar. Cuando le pedí que me sugiriera algo, simplemente dijo:
– Cualquier cosa que le apetezca.
– Cualquier cosa.
– Más o menos.
– Sugiérame algo.
– Bien, mi especialidad es la cocina del Pacífico. Y como evidentemente tenemos acceso a toda clase de pescado fresco…
– Lo dejo en sus manos.
Minutos después, llamó Joan, de secretaría. Ya había pasado la mitad del manuscrito, y tenía unas diez dudas respecto a mi espeluznante caligrafía. Las repasamos todas. Entonces me dijo que tenía que tener el manuscrito listo al día siguiente a mediodía, porque esperaban la llegada del señor Fleck a última hora de la tarde, y seguro que querría leer el guión inmediatamente en cuanto supiera que yo lo había revisado.
– Pero ¿no pasará la noche tecleando? -pregunté.
– Forma parte del servicio -dijo, y añadió que, con mi permiso, haría que me trajeran una copia del guión revisado con el desayuno.
Si podía echarle un vistazo, ella tendría tiempo de introducir las correcciones durante la mañana.
Me estiré en la cama. Alargué un brazo y toqué la pantalla del audio-vídeo. Elegí una grabación histórica de Emil Giles tocando Bagatelas de Beethoven de la biblioteca musical. Me adormecí con el sonido de aquella música compleja pero apaciguadora. Cuando me desperté, había pasado una hora… y alguien había pasado una nota por debajo de mi puerta. Me levanté para recogerla.
Apreciado señor Armitage:
No queríamos molestarle, pero delante de la puerta encontrará el ejemplar de The New Yorker que pidió, así como el catálogo de la filmoteca de la isla. Pensamos que tal vez le apetezca que le proyecten una película esta noche. En ese caso, llámeme a la extensión 16. Y, cuando le parezca, llame a Jacques, el sommelier. Quiere hablar con usted del vino que desea para esta noche. Puede informarle a él de a qué hora desea cenar. La cocina tiene un horario totalmente flexible. Basta que se lo haga saber.
De nuevo, es un placer tenerle con nosotros. Y, como le dije anoche, me encantaría verle en el cine…
Con mis mejores deseos
Chuck
Abrí la puerta, recogí el catálogo de películas y el The New Yorker que habían ido a comprar en avión para mí. Volví a echarme en la cama, preguntándome cómo sabrían que estaba echando una siesta y no debían molestarme. ¿Había micrófonos en la habitación? ¿Había una cámara oculta? ¿O me estaba volviendo paranoico? Al fin y al cabo, puede que simplemente dedujeran que, tras un día agotador de trabajo al sol, necesitaba una siestecilla. Tal vez estaba reaccionando exageradamente a toda la atención que me estaban dedicando, por no hablar de que me sentía en una extraña tierra fantástica donde todo lo que pedía se me servía con prontitud.
De repente me acordé de una vieja anécdota literaria: Hemingway y Fitzgerald en un café de París, observando a un puñado de ostentosos a su alrededor. «Sabes, Ernest -dijo Fitzgerald en tono solemne-, los ricos son realmente diferentes de ti y de mí». A lo que Hemingway replicó bruscamente: «Sí, tienen más dinero».
Pero en ese momento me daba cuenta de que lo que el dinero compraba para ellos era en realidad poder liberarse de los prosaicos asuntos de la vida cotidiana. Cuando eras tan «asquerosamente» rico como Philip Fleck, todas tus necesidades domésticas estaban resueltas. No tenías que preocuparte por hacerte la cama, recoger las toallas húmedas del suelo, cambiar las sábanas, hacer la colada. No tenías que hacer la compra, o acercarte al quiosco a comprar el periódico, o conducir cinco manzanas para recoger la ropa de la tintorería. Ni siquiera tenías que pensar en pagar las facturas, porque, evidentemente, tenías un departamento entero de servicios financieros para gestionar tu dinero y extender tus cheques. Si querías viajar… el problema era decidir si cogías uno de los Gulfstreams o el 767. Había limusinas para recogerte cuando aterrizabas…, por no hablar de helicópteros, lanchas y (sin duda) un todoterreno HumVee propio, por si te encontrabas en zona de guerra. Había cines privados en cada una de tus residencias. No tenías que acercarte a ningún horrible multicine o a algún hotel de mala muerte, a menos, claro, que te apeteciera vivir una noche a lo pobre.
Aquél era el significado último de tener tanto dinero: te comprabas un cordón sanitario, dentro del cual estabas a salvo de todas las tediosas banalidades con las que tenía que lidiar el resto del mundo. Por supuesto, también te daba poder; pero en última instancia, el privilegio residía en la distancia a la que te colocaba de la forma de vivir de los demás. Veinte mil millones de dólares. No lograba asimilar aquella cifra, además de la estadística (citada naturalmente por Bobby) de que el interés semanal de Fleck por su fortuna ascendía a alrededor de dos millones de dólares… netos. Sin tocar un solo penique de su fortuna, tenía unos ingresos netos de unos cien millones de dólares al año para gastos. ¡Qué absurdo! Dos millones de dólares a la semana para gastos. ¿Se acordaba Fleck de lo que era (como yo me acordaba, sin duda, de aquellos años en tierra de nadie) sufrir para pagar el alquiler? ¿O tener que hacer malabarismos para pagar la factura del teléfono? ¿O tirar con un coche de diez años al que no le entraba la cuarta, porque no podías permitirte un cambio de transmisión?
O, simplemente, ¿tener toda clase de ilusiones, a pesar de que todos tus deseos terrenales estuvieran satisfechos? Y no podía evitar preguntarme cómo alteraba esa clase de ambición material la propia visión personal del mundo. ¿Te concentrabas en las cosas más cerebrales de la vida, y aspirabas a pensamientos y gestas más altos? Quizá te convertías en un rey filósofo moderno o en un príncipe Medici. O, exagerando un poco, ¿te convertías en un papa Borgia?
Sabía en lo que me había convertido yo en apenas un día chez Fleck: en un mimado. Pero debo admitir que me gustaba. Mi complejo latente de superioridad empezaba a sacar la cabeza, y gradualmente iba aceptando la idea de que tenía a todo el personal de la isla dispuesto a complacer cualquier petición por mi parte. En el barco, Gary me había dicho que, si me apetecía pasar el día en Antigua, podían llevarme en helicóptero. O, del mismo modo, si me apetecía ir más lejos, el Gulf stream se estaba llenando de polvo en el aeropuerto de Antigua, y estaba a mi disposición si lo necesitaba.
– Es muy amable -dije-. Pero creo que me quedaré por aquí ganduleando.
Y gandulear es precisamente lo que hice. Aquella noche, después de la sorpresa del chef (una bullabesa exquisita al estilo Pacífico, acompañada por un Au Bon Climat Chardonnay, igual de asombroso), me senté solo en el cine y vi un programa doble de dos películas clásicas de Fritz Lang: Más allá de la duda y Los sobornados. En lugar de palomitas, Meg se presentó con una bandeja de chocolates belgas y un Bas Armagnac de 1985. Chuck entró en la sala de proyección y mantuvimos una larga e interesante conversación sobre las aventuras de Fritz Lang en Hollywood. Estaba tan enterado de todo lo relacionado con el celuloide que le pedí que me acompañara con una copa de Armagnac y me hablara un poco de sí mismo. Me dijo que había conocido a Philip Fleck cuando los dos estudiaban en la Universidad de Nueva York a principios de los setenta.
– Fue mucho, mucho antes de que Phil fuera ni de lejos rico. Yo sabía que su padre era propietario de una empresa de embalaje en Wisconsin, pero básicamente era un estudiante más que quería dirigir, que vivía en un apartamento destartalado de la calle 11 con la Primera y que, como yo, pasaba casi todo el tiempo libre en el Bleecker Street Cinema o en el Thalia o el New Yorker, o cualquiera de los locales de reposición de Manhattan que desaparecieron hace tiempo. Fue así como nos hicimos amigos, nos encontrábamos siempre en esos pequeños cines, y nos dimos cuenta de que a ninguno de los dos le importaba ver cuatro películas al día.
»En fin, Phil estaba decidido a hacer cine de autor, mientras que mi ilusión era sencillamente tener mi propio cine, y quizá publicar algún artículo en alguna revista europea de cine de vanguardia, como Sight and Sound o Cahiers du Cinema. Entonces, durante el segundo año en la universidad, el padre de Phil murió, y él tuvo que volver a Milwaukee para dirigir los negocios de la familia. Perdimos completamente el contacto, aunque yo estaba al tanto de lo que hacía Phil, porque cuando amasó sus primeros mil millones sacando la empresa de embalaje a bolsa, salió en todos los periódicos. Y, después, cuando hizo una de esas inversiones típicas suyas que le convirtieron en Philip Fleck, no podía creérmelo. Mi antiguo compañero cinéfilo era multimillonario.
»De repente, un día, sin más ni más, en el noventa y dos, recibí una llamada de Phil en persona. Me había localizado en Austin, donde yo trabajaba como ayudante de archivista cinematográfico, en la Universidad de Texas. No era un mal trabajo, aunque sólo ganara veintisiete mil al año. Cuando me llamó no me lo podía creer. “¿Cómo me has encontrado?”, le pregunté. “Tengo gente que hace eso por mí”, contestó. Y fue directamente al grano: quería crear su propia filmoteca…, la mayor filmoteca privada de Estados Unidos…, y quería que la dirigiera yo. Incluso antes de que me dijera lo que me pagaría, acepté. ¿Qué voy a decir? Era la oportunidad de mi vida, crear un gran archivo… y para uno de mis mejores amigos.
– ¿Y ahora tiene que ir a donde va él?
– Usted lo ha dicho. El archivo principal se encuentra en un gran local cerca de su casa de San Francisco, pero tiene divisiones en todas sus casas. Yo dirijo un equipo de cinco personas que gestionan el archivo principal, pero también viajo con él dondequiera que vaya, para que me tenga a mano siempre que me necesite. Phil se toma el cine muy en serio.
No tenía ninguna duda. Porque hay que ser un fanático del cine para emplear a un archivista a tiempo completo y llevártelo a todas partes, por si acaso una noche te entran unas ganas incontrolables de ver una de las primeras películas de Antonioni, o sencillamente charlar de la teoría del montaje de Eisenstem mientras contemplas la puesta del sol sobre las palmeras de Saffron Island.
– Parece un trabajo estupendo -dije.
– El mejor -dijo Chuck.
Otra noche de sueño ininterrumpido, indicio seguro de que, después de un solo día allí, empezaba a relajarme. No había puesto la alarma ni había pedido que me despertaran. Me desperté cuando me desperté, que de nuevo fue casi a las once, y descubrí que me habían pasado otro mensaje por debajo de la puerta.
Apreciado señor Armitage:
Espero que haya dormido muy bien. Sólo quería que supiera que hemos tenido noticias del señor Fleck esta mañana. Le manda saludos y lamenta comunicarle que se retrasará tres días más. Sin embargo, estará con seguridad de vuelta el lunes por la mañana, y espera que usted siga disfrutando de la isla hasta entonces. También me ha dado instrucciones para que nos pongamos a su disposición si desea hacer algo, ir a alguna parte u organizar alguna clase de actividad.
En otras palabras, señor Armitage, no dude en llamarme en cualquier momento: estamos a su servicio.
Esperamos que hoy sea para usted otro magnífico día en el paraíso.
Saludos cordiales,
Gary
De modo que los peces espada estaban picando y Philip Fleck había decidido que yo seguía sin ser tan importante como un puñado de peces. Por alguna extraña razón, me daba igual. Si quería hacerme esperar, esperaría. Especialmente porque el alojamiento no estaba mal. Como el servicio.
Pero antes de resolver exigencias tan apremiantes como decidir qué pediría para desayunar, me armé de valor para abrir mi correo. Los comunicados de aquella mañana no me amargaron la vida. Por el contrario, tenía un mensaje le Sally de tono muy conciliador.
Querido:
Perdóname, perdóname. En el fragor de la batalla, olvide quiénes eran mis auténticos aliados: hasta el punto de que estaba irascible con todos. Gracias por tu maravilloso correo. Más gracias aún por ser tan comprensivo.
Estoy en Nueva York, instalada en The Pierre…, que no es precisamente el peor de los alojamientos imaginables. Stu Barker tenía que ir a Nueva York para conocer a uno de los peces gordos de la dirección general de la Fox y me pidió que fuera con el, para hablar de nuestro programa de otoño. En fin, volamos en clase turista (astutamente, Stu no quería aparecer como un arribista cualquiera, insistiendo en viajar en un avión de la empresa, recién ocupado el puesto de Levy). Durante el vuelo a Nueva York, estuvo realmente encantador; un cambio de actitud radical. Me dijo que le apetecía mucho trabajar conmigo, que me necesitaba en su equipo y quería que dejáramos atrás nuestros años de rivalidad. «Mis diferencias eran con Levy, no contigo», me dijo.
En fin, tenemos la gran reunión con la Fox dentro de dos horas. Por supuesto, estoy nerviosa, porque (hablando claro) es importante que me luzca, tanto ante los jefazos como ante mi superior. Ojalá estuvieras aquí para abrazarme (y lo otro también… pero no me pondré ordinaria en el ciberespacio). Intentaré llamarte más tarde, pero tengo la sensación de que volveremos a California en cuanto termine la reunión. Espero que te broncees por los dos. La isla de Fleck parece alucinante.
Te quiero,
Sally
En fin, aquello era una mejora. Evidentemente, que Stu Barker se hubiera vuelto tan colega había levantado el ánimo a Sally, pero no hay nada como una disculpa de la mujer que amas para empezar el día con buen pie.
Pero todavía tenían que llegar noticias mejores, porque mientras estaba conectado, empezó a parpadear la señal de «Mensajes nuevos» en la pantalla. La pulsé y encontré el siguiente mensaje de Alison:
¡Eh, superestrella!
Espero que estés bien moreno y tumbado en una hamaca ahora mismo, porque tengo buenas noticias para ti:
Te han nominado para un Emmy.
Que Dios nos ayude a todos los que tendremos que aguantar tu ego hiperhinchado (es broma).
Estoy encantada por ti, David. Y también lo estoy por mí, porque sé que puedo subir tus honorarios para la próxima temporada en un 25 %. Y si haces cuentas…
Citando al rey Lear, bien hecho, chico. ¿Puedo ser tu acompañante en los premios… o a Sally le parecería mal?
Besos,
Alison
Al final de la jornada, estaba ebrio de felicidad por todas las felicitaciones que había recibido. Brad Bruce me llamó a la isla, y me dijo lo encantado que estaba el equipo de Te vendo conmigo… a pesar de que seguían molestos con los de los Emmy porque yo era el único nominado del programa. El jefe del departamento de comedia de la FRT, Ned Sinclair, también me llamó. Lo mismo hicieron dos de los actores. Y recibí correos de felicitación de una docena de amigos y colaboradores de nuestro sector.
Lo mejor de todo fue que Sally salió de su reunión en Nueva York para llamarme.
– Estábamos en plena reunión y un ayudante de uno de los peces gordos de la Fox ha entrado con una lista de las nominaciones a los Emmy. Por supuesto, se le han echado encima en seguida para ver cuántas nominaciones recibía la cadena. Entonces, uno de ellos me ha mirado y ha dicho: «¿David Armitage no es su novio?». Y me lo ha dicho. Estuve a punto de ponerme a gritar. Estoy orgullosísima de ti. Además, por qué no decirlo, me has hecho quedar muy bien delante de los peces gordos.
– ¿Cómo va por ahí?
– Ahora no puedo hablar, pero, en general, vamos ganando.
«¿Vamos?» ¿Sally y el encantador Stu Barker? ¿El tipo que ella describía como el Heinrich Himmler de la comedia en televisión?
– Parece que vosotros dos os estáis entendiendo -comenté.
– Todavía no me fío del todo -dijo ella en un susurro-. Pero, de todos modos, es mejor tenerle de mi lado que apuntándome con sus dardos. Bueno, no quiero aburrirte con la política de oficina…
– Tú nunca me aburres, cariño.
– Y tú eres el hombre más dulce y más listo del mundo.
– Me voy a volver un engreído.
– Te lo mereces. Y, si no te importa, esta tarde haré algunas llamadas, a ver si Prada se ocupa de vestirnos esa noche.
Claro, ¿por qué no? Si a Sally la hacía feliz, que convenciera a los italianos para que le prestaran un trapo para la noche, aunque yo sabía que ella ya tenía tres vestidos de noche espectaculares en su armario. Pero ésa no era la cuestión. Lo importante era que cuando todos la vieran en los premios fabulosamente vestida, pudiera dejar caer el revelador detalle de que Prada nos había pedido que vistiéramos su firma para la ocasión. El hecho de que hubiera sido Sally la que se lo hubiera pedido nunca se sabría.
– Oye -dije-, Mein Host sigue pescando a lo grande en las islas adyacentes, y no piensa volver hasta el lunes. Pero como me han dado carta blanca en la isla, podría mandarte el Gulfstream a Nueva York para recogerte y traerte aquí.
– Oh, Dios, me encantaría, mi amor, pero debo volver a Los Ángeles con Stu. Es esencial que mantenga el vínculo con él. Y quiere que nos pongamos a hacer planes en serio en la oficina, el domingo.
– Claro -dije, intentando no parecer desilusionado.
– Por favor, que no te parezca mal. De no haber sido por esta crisis en el trabajo, sabes que estaría allí contigo.
– Lo comprendo.
– Bien -dijo, dando por cerrado aquel posible foco de discusión-. En fin, sólo quería decirte que es una noticia fantástica, y que te quiero, y que no tengo más remedio que volver a la reunión. Te llamaré mañana cuando llegue a casa.
Y antes de que pudiera despedirme, me colgó. Mis cinco minutos con Sally se habían acabado.
Por supuesto, inmediatamente pensé que aquél era un pensamiento poco caritativo. Por supuesto recordé que Sally había encontrado el momento para llamarme. Así que…
Basta de buscar problemas. Sally estaba forjando una alianza con su nuevo Uber-Fübrer, el señor Barker. Estaba contentísima con mi premio. Y me había dicho que me quería.
¿De acuerdo? ¿Convencido?
Sí. Más o menos. Pero, claro, deseaba que lo dejara todo y viniera corriendo a verme y me dijera una y otra vez que yo era lo mejor que le había sucedido jamás. Aunque no era que yo albergara ninguna duda al respecto.
Mi inseguridad se esfumó inmediatamente tras una velada perfecta, atendida por el personal de la isla, regada con un Morgón del 75 absurdamente bueno, en la que vi otro programa doble: El gran carnaval, de Billy Wilder, y Atraco perfecto, de Kubrick, y que coronó con un pastel (diseñado personalmente por el chef pastelero de la isla) en forma de premio Emmy.
– ¿Cómo demonios se ha enterado de lo de mi nominación? -pregunté a Gary, cuando me trajo el pastel a la sala de proyecciones, acompañado de otros seis empleados.
– Las noticias vuelan.
Aquél era un mundo en el que todos lo sabían todo de ti, donde todas las peticiones se concedían, donde ningún detalle se consideraba demasiado pequeño o insignificante. Todas las responsabilidades de las menudencias del día a día eran resueltas por otros. Te liberaban de las pesadas banalidades de la vida, recibías exactamente lo que querías, cuando lo querías. Mientras tanto, te convertías en el equivalente ambulante de una retina desprendida: ciega a las realidades exteriores.
No es que me importara ser un turista en un reino tan enrarecido. Au contraire, me regocijaba en su lujo absurdo, a sabiendas de que, un día o dos después de la vuelta de su dueño, se me expulsaría amablemente de sus aislados confines y se me mandaría de vuelta al mundo del vin ordinaire (aunque no hubiera nada especialmente ordinario en el tenso sector en el que yo me ganaba la vida).
A pesar de que me había jurado no trabajar mientras estuviera en la isla, cuando Joan, de secretaría, me trajo el manuscrito pasado a limpio, no pude evitar echarme en una tumbona de la terraza con un bolígrafo rojo en la mano. La nueva versión tenía ocho páginas menos. Un ritmo más vivo y estimulante. El diálogo era más mordaz y menos pretencioso. Los puntos de la trama se sucedían con facilidad. Pero, después de una segunda lectura, noté que gran parte del tercer acto me parecía poco logrado: la escena posterior al atraco y la forma en que todos los implicados se volvían unos contra otros me parecía un poco forzada. Así que, durante el fin de semana, redacté de nuevo las últimas treinta y una páginas, pensando en una serie de giros inesperados e inventando un final que (en mi menos que humilde opinión) era diabólicamente inteligente, en tanto que le daba la vuelta a todas las expectativas del público. Los buenos acababan siendo los malos. Y los que antes eran malos tenían calados a los buenos desde el principio. Seguía siendo una película de género… pero respetaba la inteligencia del público. Y, más concretamente, era muy ingeniosa.
De nuevo, me dejé absorber por la vorágine del trabajo. A pesar de que el tiempo siguió siendo condenadamente espléndido, me encerré en mi habitación veintiuna horas al día, y terminé la revisión a las seis de la tarde del domingo. Joan, de secretaría, se presentó poco después y recogió las cuarenta páginas del manuscrito sobre las que había redactado de nuevo el tercer acto. A continuación lo celebré con una copa de Cristal. También en este caso abrieron una botella para mí, aunque yo sólo quería una copa, y había dejado claro que me conformaba con una marca normal de champán francés.
– Pero es que en la isla sólo tenemos Cristal -dijo Meg.
Después me pasé una hora en la bañera, cené un cangrejo exquisito y me tomé media botella de Chablis de 1974 premier cru. Entonces, hacia las diez, se presentó Joan con las páginas pasadas a ordenador.
– Las tendré corregidas antes de medianoche.
– Gracias, señor.
Entregué las páginas a la hora prometida. Y me metí en la cama. Dormí hasta tarde, hasta muy tarde, de hecho, porque me desperté a las once. El nuevo manuscrito llegó con el desayuno, junto con una nota:
Hemos tenido noticias del señor Fleck. Ha recibido su guión y piensa leerlo en cuanto le sea posible. Desgraciadamente, le han vuelto a retrasar, pero estará de vuelta el miércoles por la mañana, y esta deseando encontrarse con usted
Mi primera reacción a la nota fue muy simple: «Que te den. No pienso quedarme esperando a que te dignes honrarme con tu presencia». Pero cuando llamé a Sally a su móvil en Los Ángeles (acababa de desayunar con Stu Barker) y le dije que Fleck estaba jugando conmigo y retrasando su vuelta, dijo:
– ¿Qué esperabas? El tipo puede hacer lo que le dé la gana. De modo que va a hacer lo que le dé la gana. Qué se le va a hacer, chico, tú sólo eres el escritor.
– Ah, muchas gracias.
– Vamos, ya sabes cómo funciona la cadena alimentaría. El tipo puede ser un aficionado, pero sigue teniendo el dinero. Y eso le convierte en el rey del mambo.
– Mientras que yo soy un siervo en este escenario.
– No conozco a muchos peones que reciban tratamiento de seis estrellas. Pero, vaya, si estás harto de él, monta una escena, exige que el Gulfstream te lleve a Los Ángeles, pero no esperes verme en las próximas tres noches, porque tengo que hacer una visita a nuestras filiales de San Francisco, Portland y Seattle.
– ¿Desde cuándo?
– Desde ayer. Stu decidió que debíamos hacer una gira de inspección por nuestro mercado del Pacífico.
– Parece que tú y Stu os lleváis de maravilla.
– Creo que me lo he ganado, si eso es lo que quieres decir.
No era lo que quería decir, pero tampoco quería insistir en el tema, a riesgo de parecer presa del proverbial monstruo de los ojos verdes. Pero Sally sabía perfectamente a qué me refería.
– ¿Detecto un indicio de celos en tu voz? -preguntó.
– Ni hablar.
– Sabes por qué tengo que hacerle la rosca, ¿verdad?
– Claro, claro.
– ¿Sabes que tengo que contener a los bárbaros para que no nos invadan?
– No quería decir…
– … Y también sabes que estoy locamente enamorada de ti, y no se me pasaría por la cabeza…
– De acuerdo, de acuerdo… Me disculpo.
– Disculpas aceptadas -dijo ella animadamente-. Tengo que volver a la reunión. Ya hablaremos.
Y colgó.
Idiota, idiota, idiota. ¿Por qué te comportas siempre como si padecieras el síndrome de Tourette? [8] «Parece que tú y Stu os lleváis de maravilla.» Menudo comentario. Ahora tendría que pensar en un poco de jabón extra para tenerla contenta.
Cogí el teléfono. Llamé a Meg y le pedí que mandara un ramo de flores a Los Ángeles. Me dijo que no habría ningún problema. Tampoco necesitaba darle mi número de tarjeta de crédito:
– Nos encargaremos de todo encantados.
¿Tenía alguna preferencia para el ramo? Sólo quería algo elegante. ¿Y el mensaje de la tarjeta? Necesitaba algo reconciliador y adulador, pero no demasiado deferencial, de modo que me decidí por: «Eres lo mejor que me ha sucedido. Te quiero».
Meg me aseguró que le entregarían las flores a Sally en su despacho al cabo de una hora. Tal como me había dicho, noventa minutos después llegó un correo de la señorita Birmingham: «A eso lo llamo yo disculparse con clase. Yo también te quiero. Pero intenta animarte un poco. Sally».
Intenté seguir al pie de la letra su consejo. Llamé a Gary y organizamos un día de navegación alrededor de un pequeño archipiélago cercano. El yate de doce metros de Fleck estaba a punto para el viaje. Cargaron el equipo de buceo a bordo por si me apetecía bañarme. Y el ayudante del chef vino con nosotros para preparar una exquisita bullabesa para almorzar. También colgaron una hamaca entre los mástiles, donde dormité durante una hora. Cuando me despertaron para preguntarme si quería un capuchino (que acepté en seguida) me entregaron también un papel con un mensaje de correo de Chuck, el hombre del cine:
¡Hola, señor Armitage!:
Espero que no haya planeado nada para esta noche, porque he hablado con el señor Fleck y desea que proyecte una película especialmente para usted.
¿Podría decirme a qué hora le conviene? Tendré a punto las palomitas.
Cuando le comenté al camarero del yate que quería hablar con Chuck personalmente, me trajo el teléfono de a bordo.
– ¿De qué película se trata? -pregunté.
– Lo siento, señor Armitage, pero es una sorpresa.
– Ah, venga, ¿a qué viene el suspense?
– Ordenes del señor Fleck. Pero le aseguro que pasará una noche memorable en el cine.
Así que me presenté en la sala de proyección a las nueve. Me acomodé en una de las grandes butacas de piel, sosteniendo una hermosa fuente llena de palomitas sobre las rodillas. Apagaron las luces y la pantalla se iluminó. Se oyó como banda sonora una suntuosa grabación de los años cuarenta de These Foolish Things, y la pantalla se llenó con un título en italiano, que me anunciaba que estaba a punto de ver Salo o los 120 días de Sodoma de Pier Paolo Pasolini.
Por supuesto había oído hablar de la última e infame película de Pasolini: una relectura de posguerra de la difamada novela del marqués de Sade. Pero, como tantos individuos moderadamente cuerdos, no la había visto. Tras sus primeras proyecciones de mediados de los setenta, la película fue prohibida en casi todos los estados, incluido Nueva York. Y cuando te prohíben en Nueva York, es evidente que has hecho algo demasiado fuerte.
A los veinte minutos, comprendí por qué las autoridades neoyorquinas habían tenido algunos dilemas morales acerca de la película. Ambientada en la república fascista de Salo (creada por Mussolini durante su última época, al final de la guerra) la película trataba de cuatro aristócratas italianos (de comportamiento más bien sórdido) que decidían casarse unos con las hijas de los otros. Ésta era la menor de las transgresiones morales instigadas por el cuarteto, porque en seguida estaban rastreando las zonas rurales del norte de Italia en busca de chicos y chicas adolescentes nubiles, que eran capturados para ellos por militares fascistas. Sus víctimas eran transportadas a una magnífica mansión donde sus captores anunciaban que a partir de ese momento vivían en un reino por encima de la ley, un lugar en el que se les obligaría a participar en una orgía cada noche, y donde cualquiera que fuera sorprendido realizando un acto religioso sería ejecutado.
Los aristócratas empezaban así a divertirse: sodomizaban a los chicos y escenificaban un matrimonio entre una chica virgen y un adolescente, obligando a la pareja a consumar la «boda» frente a ellos. Pero justo cuando el chico estaba a punto de penetrar a la novia, los aristócratas se precipitaban a desflorar a los dos jóvenes ellos mismos.
Después empeoraba. Durante una «orgía», el aristócrata jefe defecaba en el suelo, e insistía para que la joven novia de la escena anterior comiera sus heces. Pensando que todos debían unirse a la fiesta, obligaban a los cautivos a defecar en orinales y después servían un banquete de excrementos en fina porcelana. Cuando ya empezaba a pensar que aquello podía degenerar más, torturaban y aniquilaban a sus víctimas en el patio de la mansión, arrancando globos oculares, estrangulando a una joven, quemando los pechos de otra con una vela, cortando lenguas. Y mientras de fondo resonaban de nuevo las notas de These Foolish Things, dos militares fascistas bailaban un lento.
Pantalla negra. Créditos. Necesitaba un Valium, o un whisky, o morfina, o cualquier cosa fuerte y narcótica para hacer desaparecer de mi mente las abrumadoras imágenes de las últimas dos horas.
Al encenderse la luz, me di cuenta de que estaba en estado de shock. Salo no era simplemente una locura…, estaba más allá. Lo que me angustiaba más era que no se trataba de una película snuff barata, hecha por un par de pringados por cinco mil dólares en un almacén de San Fernando Valley. Pasolini era un director excepcionalmente sofisticado y ultraserio. Aquello era una exploración ultraseria del totalitarismo, llevada a los últimos extremos del gusto. Había sido testigo de los peores excesos imaginables del comportamiento humano, sentado en una lujosa sala de proyecciones de una isla privada del Caribe. Y no podía evitar preguntarme: «¿Qué coño pretendía decirme Philip Fleck?».
Antes de que pudiera perderme en especulaciones al respecto, oí una voz detrás de mí.
– Estoy segura de que le iría bien una copa después de esto.
Me volví y vi a una mujer de unos treinta y pocos años, atractiva, al estilo severo de Nueva Inglaterra, con gafas de montura de concha y pelo largo castaño recogido en un moño.
– Creo que necesito veinte whiskies -dije-. Ha sido…
– ¿Horrendo? ¿Abrumador? ¿Repugnante? ¿Abominable? ¿O simplemente las obscenidades de toda la vida?
– Todo junto.
– Lo siento. Pero me temo que ésta es la idea de mi marido de una broma.
Me puse inmediatamente de pie, con la mano extendida.
– Disculpe que no la haya reconocido. Soy…
– Sé quién es, David -dijo ella, estrechando mi mano con una sonrisa-. Soy Martha Fleck.