Tomaron el Número Uno, y optaron por sentarse en el interior, donde Brunetti informó a Vianello del contenido de los informes de Rizzardi y de los técnicos. También comunicó su impresión de que Niccolini se sentía incómodo a causa de cosas que no había dicho.
Cuando la embarcación pasaba frente a la Piazza, Brunetti miró a la derecha y preguntó:
– Nunca acaba de aceptarse como algo corriente, ¿verdad? -Antes de que Vianello pudiera contestar, y como si el inspector se lo hubiera robado del cajón mientras estaba ausente del despacho, añadió-: ¿Adónde fuimos ayer?
– Anduvimos.
– ¿Qué?
– No es como en las películas, donde montas en un coche y sales a toda velocidad hacia el lugar adonde vas, con la sirena atronando. Ya lo sabes. Caminamos y luego caminamos de vuelta. Y eso llevó mucho tiempo. Aunque la monja vieja no quiso decirnos nada, invirtió en ello una buena cantidad de tiempo. No estamos en Nueva York, Guido -concluyó, y sonrió para manifestar el gran alivio con que acogía ese hecho.
Como para corroborar la afirmación de Vianello, fueron bombardeados por un súbito fulgor procedente de la luz reflejada en las ventanas de los edificios de la orilla izquierda del canal: beige, ocre y rosa; y las ventanas: rematadas en punta y haciendo piruetas en lo alto, abriéndose entre las columnas retorcidas para dejar entrar más luz. Luego, apenas vistos a ras de agua, los enormes sillares de piedra desde los cuales la ciudad se alzaba a los cielos.
– Debimos haber dicho a Foa que nos recogiera -comentó Brunetti, todavía incómodo por lo rápido que había transcurrido el día anterior.
Espoleados por su inquietud, desembarcaron en San Silvestro y caminaron: les llevaría el mismo tiempo que si esperaban a bajar en San Stae, pero al menos de esta manera se movían.
Mientras andaban, Brunetti explicó su deseo de echar otro vistazo al lugar.
– Y hablar con la vecina -añadió. Pasaron el puente desde San Boldo, giraron hacia la calle del Tintor y de allí se dirigieron al campo.
Brunetti llevaba la misma chaqueta y sacó las llaves del bolsillo. La mayor de las tres abría la puerta de la calle, y la siguiente encajaba en la cerradura del piso, donde la cinta adhesiva de Vianello seguía en su lugar. Brunetti la despegó de un lado y la dejó colgar antes de abrir la puerta.
En el interior, se fijó en los sobres que había visto la noche anterior, los hojeó y comprobó que todos, incluida una carta certificada, iban dirigidos a la signora Giusti. Se los guardó en el bolsillo de la chaqueta. Durante la media hora siguiente, no hallaron nada más de lo que encontraron la noche anterior, salvo recibos de facturas pagadas a través de la oficina de correos y extractos bancarios que se remontaban a cinco años atrás. Mirándolos, Brunetti vio una pauta enteramente normal: su pensión llegaba cada mes, junto con un segundo pago de lo que podía ser la pensión de viudedad. La primera cantidad reflejaba el hecho de que había optado por jubilarse pronto; la segunda era más sustanciosa y elevaba sus ingresos mensuales hasta una suma con la que una persona sola podía vivir muy cómodamente. Tanto más -Brunetti no encontró indicio alguno de que pagara un alquiler a través del banco- para una mujer que vivía en un piso de propiedad.
Una cosa que atrajo la atención de Brunetti fueron los clavitos, clavitos sin los cuadros que sujetaban. Había dos en el corredor, y bajo ellos nada más que rectángulos de pintura ligeramente más blanca que la del resto de la pared. En el dormitorio más pequeño, ahora que Brunetti sabía lo que buscaba, vio otro cuadro fantasma y, sobre él, el clavo.
De mutuo acuerdo decidieron subir al piso de arriba. Cuando se fueron, Vianello volvió a pegar la cinta lo mejor que pudo mientras Brunetti permanecía llaves en mano aguardando para cerrar la puerta. Una vez lo hubo hecho, sostuvo las llaves en la palma de la mano, se las mostró a Vianello y le dijo:
– Me pregunto para qué es la tercera.
– Tal vez haya un trastero en la planta baja -sugirió el inspector.
Brunetti empezó a subir la escalera.
– Podemos preguntárselo a la signora Giusti.
La mujer abrió la puerta de su piso cuando ellos aún estaban subiendo el tramo final de la escalera.
– Los he oído moverse por ahí -dijo a modo de saludo, y luego se acordó de tenderles la mano y dar las buenas tardes.
Ahora su aspecto era menos agitado, y a Brunetti lo sorprendió darse cuenta de que ya no parecía tan alta. Quizá eso tenía algo que ver con la relajación de su cuerpo o sus hombros. También estaba más cerca de ser guapa de lo que antes había imaginado.
Brunetti presentó a Vianello y ella les franqueó la entrada al piso, que Brunetti pensó se había relajado tanto como ella misma. En la mesa de la sala de estar había dos periódicos, uno de ellos abierto en la sección cultural y el otro obviamente leído y doblado con descuido. Al lado había un vaso vacío y un plato con la piel y el corazón de una manzana, y el cuchillo que había servido para pelarla. Los cojines del sofá estaban arrugados, uno de ellos en el suelo.
En aquella sala a Brunetti volvió a impresionarlo la sensación dramática de intrusión que daba el ábside visto desde aquella altura y desde aquel ángulo, como si la iglesia llevada por las aguas del océano avanzara hacia ellos. El mobiliario, dos sillas y un sofá, estaba dispuesto de manera que mirase a la iglesia, al campo y a las montañas del fondo. Ella se sentó en el borde del sofá, dejándoles las dos sillas, con la mesa de por medio. No se preocupó de preguntarles si querían tomar algo.
Brunetti sacó los sobres de su bolsillo y los dejó encima de la mesa. La signora Giusti los miró pero no hizo ningún movimiento para tocarlos. Luego dirigió la mirada a Brunetti e hizo un gesto de agradecimiento, con expresión seria. Él seguía teniendo las llaves en las manos, y se las alargó.
– Hay una tercera llave en el juego que se dejó usted en el piso de abajo, signora. ¿Podría decirme para qué sirve?
Ella negó con la cabeza.
– No tengo idea. Le pregunté eso mismo a Costanza cuando me dio las llaves, y dijo que era… -Se detuvo y cerró los ojos-. Es extraño lo que me dijo. -Vianello y Brunetti permanecieron en silencio para darle tiempo a recordar. Al cabo de un momento, levantó la vista y habló-: Se refirió a algo así como que era un lugar seguro para guardar una llave.
Sumó su expresión perpleja a la de ellos.
– ¿Cuándo le dio esas llaves, signora?
A ella le sorprendió la pregunta, como si formularla otorgara a Brunetti un poder especial.
– ¿Por qué me lo pregunta?
– Simple curiosidad.
No tenía idea de cuánto tiempo llevaba cada una de las dos mujeres viviendo allí, como tampoco cuánto habrían tardado en tomarse suficiente confianza como para intercambiar las llaves de sus casas.
– Tuve un juego de llaves durante años, pero hace dos semanas me lo pidió por un día; dijo algo de que quería hacer copias. -Señaló las llaves como si mirarlas ayudara a comprender a los dos hombres. Luego se inclinó y las tocó-. Pero mírenlas. Una es roja y otra azul. Sólo son duplicados baratos, que probablemente no han costado un euro.
– Y eso ¿qué? -preguntó Brunetti.
– ¿Por qué querría copiar estas llaves cuando ella tenía las originales? Cuando me las devolvió, la tercera llave estaba también en el llavero, y es cuando dijo eso acerca de que era un lugar seguro para guardarla.
Miró alternativamente a cada uno, buscando alguna señal de que encontraran aquello tan desconcertante como ella.
– ¿Sabía ella dónde las guardaba usted? -preguntó Brunetti.
– Desde luego. Las tuve durante años en el mismo sitio, y ella sabía dónde. -Y señaló hacia un lugar que probablemente era la cocina-. Allí. En el segundo cajón.
Brunetti se abstuvo de decir que allí, precisamente, sería donde miraría un revientapisos competente. Preguntó:
– ¿Tienen ustedes trasteros en la planta baja? ¿Ella tenía uno?
La signora Giusti descartó la idea.
– No, los bajos pertenecen a la tienda de electrodomésticos que hay junto a la pizzeria y a uno de los restaurantes del campo.
Brunetti se dio cuenta de que Vianello, en silencio, había sacado su cuaderno y estaba escribiendo.
– ¿Podría darme alguna idea de la clase de vida que llevaba ella, signora?
– ¿Costanza?
– Sí.
– Era maestra jubilada. Creo que se jubiló hará unos cinco años. Enseñaba a niños pequeños. Y ahora visita a ancianos en residencias.
Como si de repente advirtiera la incongruencia entre los acontecimientos y el empleo del tiempo presente, se llevó la mano a la boca. Brunetti dejó pasar el momento y preguntó:
– ¿Tenía huéspedes?
– ¿Huéspedes?
– Personas que venían a vivir con ella. Quizá usted se las encontró en la escalera, o ella le dijo que vería entrar a extraños, para que lo supiera y no se preocupara.
– Sí, ocasionalmente he visto a personas en la escalera. Siempre muy educadas.
– ¿Mujeres? -preguntó Vianello.
– Sí -respondió como de pasada, y añadió-: Su hijo venía a verla.
– Sí, ya lo sé. Ayer hablé con él -dijo Brunetti, curioso por la resistencia de ella a hablar de las visitantes femeninas.
– ¿Cómo está él? -preguntó con verdadera preocupación.
– Cuando hablé con él parecía estar hundido.
No era una exageración. Brunetti sospechaba que eso dejaba traslucir la realidad que había tras la reserva de Niccolini.
– Ella lo quería. Y a sus nietos. -Luego, con una leve sonrisa-. Y le tenía mucho cariño a su nuera.
Hizo un movimiento de cabeza, como ante el descubrimiento de alguna excepción a la ley de la gravedad.
– ¿Hablaba de ellos a menudo?
– No, realmente no. Costanza, tiene usted que entenderlo, no era una persona comunicativa. Todo eso lo sé únicamente porque la conozco desde hace años.
– ¿Cuántos años? -la interrumpió Vianello, levantando su cuaderno, como dando a entender que él se limitaba a hacer lo que las páginas le decían que hiciera.
– Ya vivía aquí cuando yo vine. Fue hace cinco años. Creo que por entonces llevaba pocos años instalada, desde que murió su marido.
– ¿Le dijo por qué se había mudado? -preguntó Vianello, sin apartar los ojos de lo que escribía.
– Dijo que su domicilio anterior, cerca de San Polo, era demasiado grande, y que cuando se quedó sola, pues para entonces su hijo ya se había casado, decidió buscar un sitio más pequeño.
– Pero ¿sin abandonar la ciudad? -indagó Vianello.
– Desde luego -respondió, y dirigió una extraña mirada a Vianello.
– Permítame volver sobre cierto asunto -intervino Brunetti-. Sobre los huéspedes.
– Huéspedes -repitió ella, como si hubiera olvidado por completo que se le había formulado esa pregunta.
– Sí -confirmó Brunetti, con su sonrisa más agradable. Y prosiguió-: Bien, quizá usted no supo mucho de ellas, aquí arriba. Puedo preguntar a los vecinos de más abajo. Es más probable que ellos se hayan fijado.
Carraspeó, como si se dispusiera a cambiar de asunto y a preguntar sobre otra cosa enteramente distinta. Ella dijo entonces:
– Como les he dicho, ocasionalmente se alojaban algunas personas. Mujeres. Ocasionalmente.
– Comprendo -replicó Brunetti, mostrando sólo un ligero interés-. ¿Amigas?
– No lo sé.
Vianello levantó la vista y dijo, también con una sonrisa agradable:
– Todo el mundo quiere venir y alojarse en Venecia. A mi mujer y a mí nuestros amigos nos preguntan constantemente si sus hijos pueden venir a casa, y nuestros chicos siempre tienen amigos a los que quieren invitar.
Movió la cabeza ante ese pensamiento, como si fuera el conserje de un tranquilo y modesto hotel en Castello, convenientemente alejado del atestado centro de la ciudad, y no un ispettore di polizia. La noticia de tales demandas sorprendió a Brunetti y, considerando la corta edad de los hijos de Vianello y el hecho de que todos los amigos de éste vivían en Venecia, lo que había dicho el inspector resultaba muy improbable, pero al parecer él estaba convencido de su propia historia y prosiguió con ella, para concluir:
– Es probable que vinieran por eso. Inclinó la cabeza sobre las páginas, y la signora Giusti dijo en tono inseguro:
– Quizá.
Advirtiendo sus dudas, Brunetti abandonó su tono desenfadado y habló con la seriedad que consideró que requería el asunto:
– Signora, nosotros simplemente queremos entender qué clase de mujer era. Todas las personas con las que hemos hablado ponderan su bondad, y yo no tengo ninguna razón para no creerlo. Pero eso no me proporciona ningún conocimiento real de ella. Así que cualquier cosa que usted me diga podría ayudarme.
– ¿Ayudarlo a qué? -preguntó con una brusquedad que sorprendió a Brunetti-. ¿Sobre qué está preguntando realmente? Usted es de la policía, y nunca viene nada bueno de tener tratos con ustedes. Desde que han entrado han estado mezclando la verdad con lo que ustedes creen que yo quiero o necesito oír, pero en ningún momento han dicho por qué esas preguntas son importantes. -Hizo una pausa, pero no fue para calmarse, ni para escuchar lo que alguno de los dos tratara de decir-. He mirado los periódicos, y dicen que murió de un ataque al corazón. Si eso es cierto, no hay necesidad de que ustedes estén aquí, haciendo estas preguntas.
– Puedo entender su preocupación, signora, puesto que vive en el mismo edificio -dijo Brunetti.
Ella se llevó las manos a las sienes y las presionó, como si hubiera demasiado ruido o sintiera demasiado dolor.
– Basta, basta, basta. O me dicen lo que está pasando o váyanse los dos.
Cuando terminó, casi gritaba.
La disciplina pugnaba contra el instinto. La experiencia de Brunetti sobre la naturaleza humana se enfrentaba a sus sentimientos de humana compasión. Venció la cautela. Una vez que alguien sabía algo, uno ya no podía controlarlo, porque esas personas eran libres de hacer con eso lo que quisieran, y lo que quisieran no era necesariamente lo que quería uno, y a menudo, en efecto, no lo era.
– Muy bien -dijo, obligando a su cuerpo a relajarse en una postura más amable, una que reflejara honradez-. La causa fue un ataque al corazón, sobre eso no cabe duda. Pero quisiéramos excluir la posibilidad de que alguien hubiera podido crear las condiciones favorables para que se produjera.
Ella se encrespó con aquella jerga y replicó:
– ¿Qué significa eso?
Con calma, como si no se hubiera percatado de su reacción, Brunetti continuó:
– Significa que alguien pudo haberla… -En este punto se detuvo y ofreció toda la apariencia de hacer una pausa como para formarse un juicio acerca de si ella era de fiar, antes de proseguir-… asustado o amenazado.
Más calmada, preguntó:
– ¿Se trata de una investigación oficial?
Optó por decir la verdad.
– No, realmente no. Quizá es por mi paz mental, o por la del hijo de ella. Pero me gustaría excluir la posibilidad de que… de que muriese de resultas de haber sido forzada o asustada. Quiero saber si alguien la amenazó de algún modo, y pensé que usted podía saber algo.
– ¿Y eso supone una diferencia? -preguntó al instante.
– ¿El qué?
– Legalmente.
Sin referirse a las pequeñas marcas del cuello y los hombros de la signora Altavilla, Brunetti no tenía respuesta que dar.
Ella se levantó y se dirigió a la ventana que se abría al campo y a la prominente iglesia. Dándoles todavía la espalda, dijo:
– Desde abajo, cuando salgo por la puerta, veo la iglesia, pesada, encajada en el suelo. Pero desde aquí arriba casi parece que tuviera alas. -Calló durante un buen rato. Brunetti y Vianello intercambiaron una mirada-. La misma iglesia. Ángulo diferente. -De nuevo se sumió en el silencio. Y al término de una prolongada pausa-: Lo mismo que Costanza. -Brunetti y Vianello intercambiaron otra rápida mirada-. La primera vez que vi a las mujeres en la escalera, no tenía idea de quiénes eran. Sabía que no eran limpiadoras porque tenemos a la misma, Luba. Pero yo no podía preguntarle a Costanza porque era una persona muy reservada. Sin embargo, ellas venían, y yo veía a las mismas pocas veces. Al principio, como he dicho, realmente no reparé en ellas, y luego sí me fijé, pero nunca causaron ningún problema. Eran siempre muy educadas, y yo acabé acostumbrándome.
– ¿Hasta? -preguntó Brunetti, sintiendo que debía preguntar y que ella necesitaba ayuda para narrar aquella historia.
– Hasta que encontré a una en la escalera, bueno, en el rellano delante de la puerta de Costanza. Yo subía, y allí estaba. Costanza había salido. Llamé a su timbre, y aquella chica seguía allí echada. Al principio pensé que podía estar bebida o algo así. No sé por qué creí eso; esas mujeres habían sido siempre muy tranquilas. -Apartó la vista, y Brunetti pudo advertir que pensaba en lo que acababa de decir-. Quizá es porque todas tenían aspecto de pobres, y salió mi prejuicio burgués. -Ellos vieron alzarse sus hombros en un encogimiento inconsciente-. No lo sé.
»No podía dejarla allí, sin más, de modo que traté de ayudarla a ponerse en pie. Gemía, así que supe que no estaba inconsciente. Entonces le vi la cara. Tenía la nariz desviada hacia un lado, y había mucha sangre en el delantero de su abrigo. Al principio no me percaté porque el abrigo era negro, y yo no la había visto de frente hasta que la hice sentar-. La signora Giusti dio media vuelta y cruzó los brazos sobre el pecho-. Le pregunté qué había ocurrido y me contestó que se había caído en la calle. Así que le dije que iba a llamar una ambulancia para que la llevara al hospital.
– ¿Era italiana? -preguntó Vianello.
– No, no sé de dónde era. Yo diría que de algún lugar del Este, pero no estoy segura.
– ¿Hablaba italiano?
– Lo suficiente para entender lo que dije y para darme a entender lo de la caída: «Cadere. Pavimento.» Algo así. Y lo suficiente para entender «ospedale».
– ¿Qué hizo ella?
– Cuando me oyó decir eso, sintió pánico. Me agarró la mano y dijo: «Prego, prego», una y otra vez. «No ospedale.» Cosas así.
– ¿Y qué pasó? -preguntó Brunetti.
– Oí -ambas oímos- abrirse la puerta. La principal, abajo. -Cerró los ojos, rememorando la escena-. La mujer… Realmente era una niña. No podía pasar de la adolescencia, de veras. Estaba asustada. Yo nunca había visto a nadie en ese estado, tan sólo lo había leído. Se arrastró hasta el rincón y se apoyó en él. Se puso el abrigo por encima de la cabeza, como si creyera que eso la ocultaba o la volvía invisible. Pero continuó gimiendo, de modo que cualquiera se enteraría de que estaba allí.
– ¿Y entonces?
– Entonces subió Costanza. No dijo nada. Se limitó a detenerse en lo alto del tramo de escalera. La chica volvía a gemir por entonces, como un animal. Empecé a decir algo, pero ella levantó una mano y pronunció el nombre de la chica, Alessandra o Alexandra, no recuerdo cuál, y a continuación dijo que todo estaba bien y que no había nada que temer, de la misma manera que una se lo diría a un niño cuando se despierta por la noche.
– ¿Y la chica?
– Dejó de gemir, y Costanza se acercó a ella y se arrodilló a su lado. -Se los quedó mirando, sorprendida ahora al recordar algo-. Pero no la tocó. Se limitó a pronunciar su nombre algunas veces más y a decirle que todo iba bien y que no se preocupara.
– ¿Y luego? -preguntó Brunetti.
Me puse en pie y Costanza me dijo «Gracias», como si yo no hubiera hecho otra cosa que darle una taza de té o algo así. Pero estaba claro que me estaba invitando a marcharme, y eso hice. Así que subí a mi piso.
– ¿Volvió a ver a la chica?
– No. Nunca. Luego, al cabo de unos meses, hubo otra, pero nunca volví a hablar con ninguna. Llegué a conocer a dos o tres más.
– ¿La signora Altavilla se refirió alguna vez a eso o le dijo algo al respecto?
– No. Nada. Era como si nunca hubiera ocurrido, y al cabo de un tiempo así lo pareció. Yo saludaba a Costanza en la escalera o ella me pedía una taza de té o subía a casa si yo se lo sugería. -Miró a ambos alternativamente, como pidiéndoles que comprendieran-. Ya saben ustedes cómo son estas cosas. Sucede algo, aunque no sea muy bonito, y, transcurrido un tiempo, si no se habla de ello, resulta que se desvanece. No es que lo olvides, realmente no, pero ya no está ahí.
Brunetti reconoció lo familiar de esa situación, y Vianello dijo:
– Realmente, si uno lo piensa, es la única manera de que la vida pueda continuar.
Dicho esto, Brunetti miró a la signora Giusti y sus ojos se encontraron. Ella asintió, y Brunetti se encontró asintiendo a su vez. Sí, era la única manera de que la vida pudiera continuar.