26

Bien, bien, bien. Brunetti desanduvo el camino hacia el puente. El Dillis estaba valorado en cuarenta mil, y el pobre bobo de Morandi obtuvo cuatro mil. ¿Y por qué estaba él pensando en Morandi como un pobre o bobo? ¿Porque el Salathé valía casi tanto y permitió que Turchetti le pagara tres mil?

Brunetti era consciente de que, con independencia de la rectitud de su propio sistema ético, seguía encontrando difícil explicar aquello, incluso ante sí mismo. Había leído a los autores griegos y romanos y sabía lo que pensaban de la justicia, de lo recto y lo equivocado, del bien común y del bien personal, y había leído también a los Padres de la Iglesia y sabía lo que dijeron. Conocía las reglas, pero se encontraba, en cada situación concreta, enredado en lo específico de lo que les ocurría a las personas, a favor o en contra de ellas, debido a lo que pensaban o sentían, y no necesariamente de acuerdo con las reglas previstas para juzgar las cosas.

En otro tiempo Morandi fue un matón, pero Brunetti vio la mirada protectora que dirigió a la solitaria mujer al otro lado de la habitación, y por eso no pudo creer que Morandi se propusiera evitar que hablara con él, sino que trató de impedir que alguien perturbara la paz que pudiera quedarle a la anciana.

Esperó el Número Dos y observó a las personas cruzar el puente. Las embarcaciones pasaban en ambos sentidos, una de ellas cargada hasta la borda de los enseres, y acaso de las esperanzas, de una familia entera que se mudaba de casa. ¿A Castello? ¿O giraría a la izquierda y, de vuelta, se dirigiría a San Marco? Un perro negro peludo estaba subido en una mesa precariamente equilibrada sobre un montón de cajas de cartón en la proa de la embarcación, con el hocico apuntando adelante con tanta audacia como un mascarón. Cuánto les gustaban los barcos a los perros. ¿Era por estar al aire libre y por la riqueza de olores que se sucedían? No podía recordar si los perros veían a larga distancia o sólo muy de cerca, o quizá eso difería según la raza a la que pertenecieran. Bien, aquél no era de ninguna raza concreta: tenía tanto de bergamasco como de labrador, tanto de spaniel como de sabueso. Resultaba evidente que era feliz, y quizá eso era todo cuanto necesitaba ser un perro, y era todo cuanto necesitaba saber Brunetti acerca de un perro.

La llegada del vaporetto interrumpió sus reflexiones, pero no apartó a Morandi de su mente. «La gente no cambia.» ¿Cuántas veces le había oído a su madre decir eso? Ella nunca estudió psicología. De hecho, nunca estudió mucho en general, pero eso no le impidió tener una mente lógica, incluso sutil. Ante un ejemplo de conducta infrecuente, a menudo señalaba que aquello era una mera manifestación del verdadero carácter de cada cual, y cuando recordaba a las personas acontecimientos del pasado, a menudo se demostraba que ella tenía razón.

Con frecuencia las personas nos sorprendían con el mal que causaban -reflexionó- cuando algún impulso oscuro cruzaba la raya y las llevaba a ellas y a otros a la perdición. Y entonces, qué fácil era encontrar en el pasado los síntomas inadvertidos de su maldad. ¿Cómo, pues, hallar los síntomas inadvertidos de la bondad?

Cuando llegó a su despacho, probó de nuevo con la guía telefónica y encontró que en ella figuraba Morandi. No hubo contestación hasta la octava llamada, cuando una voz de hombre informó de que no estaba en casa pero podía ser localizado en su telefonino. Brunetti copió el número y marcó inmediatamente.

– Si -respondió una voz de hombre.

– Signor Morandi?

– Sì. Chi è?

– Buenas tardes, signor Morandi. Soy Guido Brunetti. Hablamos hace dos días en la habitación de la signora Sartori.

– ¿Es usted el hombre de las pensiones? -preguntó Morandi. Brunetti creyó percibir una esperanza renacida y supo que oía cortesía en su voz.

Sin responder a la pregunta, dijo:

– Me gustaría hablar de nuevo con usted, signor Morandi.

– ¿Sobre la pensión de Maria?

– Entre otras cosas -contestó Brunetti con suavidad.

Esperó la pregunta recelosa: cuáles podían ser esas otras cosas. Pero no llegó. En su lugar, Morandi quiso saber:

– ¿Dónde podemos hablar? ¿Quiere que vaya a su oficina?

– No, signor Morandi. No deseo que se moleste. Quizá podríamos encontrarnos en algún lugar cerca de donde está usted.

– Vivo detrás de San Marco -dijo, ignorante de que Brunetti sabía mucho más acerca de su casa que su mera situación-. Pero tengo que estar en la casa di cura a las cinco y media. ¿Tal vez podríamos reunimos cerca de allí?

– ¿En el campo? -sugirió Brunetti.

– Bueno. Gracias, signore -dijo el anciano-. ¿Dentro de quince minutos?

– De acuerdo.

Brunetti colgó. Quedaba bastante tiempo, de modo que primero bajó al cuarto de pruebas y luego emprendió la marcha hacia el campo. El sol de finales de otoño le dio en la parte posterior de la cabeza, como si lo saludara.


El anciano estaba sentado en uno de los bancos frente a la casa di cura, inclinado hacia delante, doblado por la cintura, lanzando algo a una reducida bandada de gorriones que danzaba alrededor de sus pies. Oh, Dios, ¿iba a caer Brunetti en la seducción de unas pocas migas de pan arrojadas a unos pájaros hambrientos? Se blindó y se acercó al hombre.

Morandi lo oyó llegar, echó a los pájaros el resto de lo que tenía en las manos, y se puso en pie. Sonrió, borrado o ignorado todo recuerdo de su primer encuentro, y alargó la mano. Brunetti se la estrechó y quedó sorprendido por lo débil del apretón. Bajando la mirada, pudo ver la piel sonrosada de la cabeza brillar a través de los mechones de pelo oscuro pegados a aquélla.

– ¿Nos sentamos? -propuso Brunetti.

El anciano se inclinó, apoyándose con una mano, y fue descendiendo despacio hasta sentarse en el banco. Brunetti dejó un espacio entre ambos y también se sentó, y los pájaros se congregaron a los pies de Morandi. Automáticamente se introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó algunos granos, que arrojó al campo. Sobresaltados por el movimiento de su brazo, algunos pájaros emprendieron el vuelo, sólo para aterrizar en medio de los granos, a la vez que llegaban los que habían decidido correr. No rivalizaban ni disputaban, sino que todos se dedicaban a comer cuanto podían.

Morandi miró a Brunetti y dijo:

– Vengo casi todos los días, así que ya me conocen. -Mientras hablaba, los pájaros empezaron a acercarse, pero él se recostó y cruzó los brazos sobre el pecho-. Basta. Ahora tengo que hablar con este caballero.

Los pájaros piaron en son de protesta, esperaron un momento y luego lo abandonaron en grupo al advertir la llegada de una mujer de pelo blanco al otro lado del campo.

– Creo que debería decírselo, signor Morandi -empezó Brunetti, considerando que era mejor limpiar su conciencia-. No he venido por la pensión.

– ¿Quiere decir que no va a tener un aumento? -preguntó, inclinándose adelante y volviéndose hacia Brunetti.

– No había equivocación. Ya está recibiendo su pensión por esos años.

– ¿Así que no habrá aumento? -insistió Morandi, negándose a creer lo que oía.

Brunetti negó con la cabeza.

– Me temo que no, signore.

Los hombros de Morandi cayeron, y luego se enderezó, apoyado en el respaldo del banco. Miró a través del campo, veteado por el sol de tarde, pero a Brunetti le pareció como si el anciano mirase a través de un páramo, de un desierto.

– Siento haber despertado sus esperanzas.

El anciano se inclinó a un lado y puso una mano en el brazo de Brunetti. Le dio un leve apretón y dijo:

– No se preocupe, hijo. Las cosas nunca han ido bien desde que empezó a cobrar la pensión, pero al menos esta vez podíamos tener una pequeña esperanza.

Miró a Brunetti y trató de sonreír. Allí estaban las mismas venas rotas, la misma nariz estropeada y el pelo ridículo, pero Brunetti se preguntaba qué se había hecho del hombre al que había visto en la casa di cura, pues seguro que no era el mismo. El enojo, el miedo o lo que quiera que fuese había desaparecido. Allí, a la luz del sol, Morandi era un anciano tranquilo en el banco de un parque. Quizá, a la manera de un guardaespaldas, Morandi reaccionaba sólo en defensa de aquello que tenía la misión de proteger, y para el resto se contentaba con sentarse y echar semillas a los pajaritos.

¿Qué hacer entonces con sus antecedentes penales? ¿Cuántos años se necesitaban para que unos antecedentes dejaran de tener importancia? Morandi lo sorprendió al preguntar:

– ¿Es usted policía?

– Sí. ¿Cómo lo ha sabido?

Morandi se encogió de hombros.

– Cuando lo vi en la habitación fue lo primero que pensé, y ahora que me dice que no estaba allí por lo de la pensión, lo he vuelto a pensar.

– ¿Por qué creyó usted que era policía? -quiso saber Brunetti.

El anciano lo miró.

– Pensaba que ustedes vendrían. Tarde o temprano -dijo, expresándose en plural. Volvió a encogerse de hombros y apoyó las manos abiertas en los muslos-. Pero no creí que les llevara tanto tiempo.

– ¿Por qué? ¿Cuánto ha durado?

– Desde que ella murió.

– ¿Y por qué creía usted que vendríamos?

Morandi se miró el dorso de los dedos, luego miró a Brunetti y después otra vez sus manos. Con una voz mucho más baja, dijo:

– Por lo que hice.

Dicho esto, tensó los codos, adelantó los brazos y se agarró los muslos. No se disponía a ponerse en pie. Brunetti pudo ver que miraba al suelo. De pronto los pájaros volvieron, se lo quedaron mirando y piaron insistentemente. Brunetti pensó que el hombre no los veía.

Con visible esfuerzo, el anciano se incorporó y luego se apoyó de nuevo en el respaldo del banco. Miró el reloj y, bruscamente, se levantó. Brunetti lo imitó.

– Es hora. Tengo que ir a verla. Su médico llega a las cinco, y las hermanas me dijeron que podría verla después de que él hablara con ella. Pero sólo unos pocos minutos. Así ella no tendrá que preocuparse por nada de lo que él le diga.

Se volvió y caminó en dirección a la casa di cura, al otro lado del campo. El edificio sólo disponía de una puerta, la principal, de modo que Brunetti podía esperar fácilmente en el campo, pero echó a andar junto a Morandi, el cual pareció no darse cuenta; o si se dio, no se preocupó.

Esta vez, por deferencia a la edad del otro, Brunetti tomó el ascensor, aunque los odiaba y se sentía atrapado en su interior. La tolteca esperaba frente al ascensor, sonrió a Morandi, dirigió una inclinación de cabeza a Brunetti y tomó al anciano del brazo para conducirlo a través de la puerta de la residencia, pasillo adelante.

Brunetti se dirigió a una salita de espera desde la que se veía la puerta principal. Se sentó en una silla precaria y cogió la única revista -Famiglia cristiana- que había en una mesa. En un momento dado se encontró ante la necesidad de elegir entre leer la lección semanal de catecismo del papa o la receta de una empanada de queso y jamón. En el momento en que los ingredientes se ponían en el horno, oyó unos pasos que entraban en la habitación.

Un mechón de cabello de Morandi colgaba suelto y serpeaba hasta la hombrera de su chaqueta. Se quedó mirando a Brunetti con ojos aturdidos.

– ¿Por qué tienen que decir la verdad? -preguntó mientras entraba, con voz áspera y desolada.

Brunetti se apresuró a ponerse en pie y tomar al hombre por el brazo. Sosteniéndolo, lo condujo hacia el sofá, que tenía un relleno excesivo. Morandi se sentó en el centro, cerró el puño derecho y golpeó con él varias veces el asiento junto a él.

– Médicos. Al infierno con todos ellos. Hijos de perra todos.

Con cada frase su rostro se volvía más veteado y el puño golpeaba el mullido asiento, y con cada frase se iba pareciendo más al hombre que Brunetti había visto en la habitación de la signora Sartori.

Finalmente, agotado, se recostó en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Brunetti regresó a su silla, cerró la revista y la volvió a colocar en la mesa. Esperó, preguntándose qué Morandi sería el que abriera los ojos, el san Francisco de corazón tierno o el enfurecido enemigo de los médicos y de los burócratas.

Pasó el tiempo, y Brunetti lo dedicó a construir un escenario. Morandi esperaba que la policía se presentara y diera con él tras la muerte de la signora Altavilla: ¿y por qué razón que no fuera la culpa? Recordando aquellos morados, Brunetti dirigió la mirada a las manos de Morandi: anchas y gruesas, las manos de un obrero. Si la visión de un extraño en la habitación de la signora Sartori o la idea de que un médico le dijera la verdad lo catapultaba a semejante acceso de ira, ¿cómo era probable que respondiera a…, a qué, exactamente? ¿Qué forma había adoptado la peligrosa honradez de la signora Altavilla? ¿Lo animó a que confesara su intervención en el engaño a Madame Reynard, sin considerar su efecto sobre la signora Sartori?

La mente de Brunetti se desplazó a una pared. Oddio!, ¿y si el testamento de Madame Reynard no hubiera sido falsificado? ¿Y si la caligrafía fuera sin duda la suya, y realmente hubiera querido dejárselo todo a su abogado quien, ciertamente, se había mostrado tan cortés y servicial como el mismo Lucifer? El hecho de que Cuccetti fuera un embustero y un ladrón a los ojos de media Venecia no significaba nada si, con sinceridad, la anciana hubiera querido legarle sus bienes. ¿Acaso tan sólo el bien debe ser recompensado?

¿Por qué, entonces, el piso, y de dónde procedían el Dillis, los Tiepolos y el Salathé? Brunetti miró al anciano, que parecía haberse quedado dormido, y a él lo invadió el deseo de agarrarlo por los hombros y zarandearlo hasta que dijera la verdad.

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