A la mañana siguiente Brunetti se levantó temprano y fue a hacerse el café. Mientras esperaba que subiera, se acercó a la ventana trasera, con la esperanza de que las montañas fueran visibles, pero no lo eran. Se quedó mirando la calima distante, mientras consideraba el extraño caso de Madame Reynard. No había forma de saber, a menos que se les preguntara a ellos directamente, cómo Sartori y Morandi habían acabado firmando el testamento. ¿Y por qué una mujer de la edad de Madame Reynard -por no mencionar su fortuna- había ingresado en el Ospedale Civile y no en una clínica privada?
El resoplido del café lo distrajo. Se lo sirvió, puso el azúcar y añadió leche fría, aunque la hubiera preferido caliente. Regresó a sus pensamientos. ¿En qué coyuntura las órbitas de esas cuatro personas se habían cruzado en una habitación de hospital: una heredera agonizante, el abogado que se convirtió en su heredero y los testigos del testamento ológrafo que beneficiaba a aquél? Como caídos del cielo, una enfermera y un hombre con antecedentes penales actuaron como testigos de ese testamento que implicaba la transferencia de unos cuantos millones. Una extraña constelación, ¿y qué superficie tenía el piso que uno de los testigos adquirió poco después?
Sus pensamientos se dirigieron a la mujer que había convivido con la signora Altavilla. Brunetti evocó con cierta incomodidad su inicial predisposición a no sospechar de ella, sino de su amante, el profesor de química lo suficientemente audaz como para advertir a la signora Altavilla de que tenía al enemigo metido en casa. El meridional.
Se quedó mirando la pintura de la pared de la cocina, el Gran Canal con su aspecto de siglos atrás, y luego evocó el piso de la signora Altavilla tal como lo encontraron. Volvió a mirar su pintura, y esta visión despertó el recuerdo de los clavos solitarios en las paredes de la signora Altavilla. Buscó el telefonino en el bolsillo de su chaqueta y marcó el número de Niccolini.
En cuanto el doctor oyó su nombre, dijo:
– Commissario, iba a llamarlo hoy mismo.
– ¿Por qué razón, dottore? -preguntó Brunetti, aliviado porque se le ahorrara un intercambio de frases corteses, aunque no tenía nada de cortés lo que cada uno tenía que decirle al otro.
– El piso de mi madre. Faltan algunas cosas -dijo Niccolini en tono agitado, pero no airado.
– ¿Cómo lo sabe, dottore?
– Fui allí ayer. Con un amigo. Sólo a ver. Me acompañó para…
Su voz se debilitó, pero Brunetti, al recordar lo que había visto en el piso, decidió mostrarse amable y dejarle recuperar la voz.
– … ayudarme.
Brunetti comprendió, desde luego, que así fuera.
¿Podría decirme qué faltaba?
– Tres dibujos. Eran muy pequeños.
– ¿Eso es todo?
– Creo que sí. Por ahora.
– ¿De dónde faltaban?
– Uno estaba en la habitación de invitados. Y dos en el vestíbulo, nada más salir de la habitación.
Brunetti evocó la sombra fantasmal bajo el clavo de la habitación de invitados, y era vagamente consciente de los dos del vestíbulo. No recordaba haber visto otros. Pero, sin duda, si Gabriela Pavon decidió robar los dibujos en el último minuto, ello se debía a que era lo más fácil de coger. Vaya nervios templados que debía tener para hacerse con los dibujos mientras las otras dos mujeres estaban allí mismo, en el pasillo.
– ¿Qué eran esos dibujos?
– Uno era de Corot. Los otros dos, de Salvator Rosa. Pequeños, pero de buena calidad.
El doctor mantuvo un largo silencio y luego dijo, con voz débil e indecisa:
– Creí que debía contárselo. Podría significar algo.
Brunetti dio las gracias al doctor por llamarlo y colgó. Se sentó, miró durante un rato la pintura, y después acabó su café, dejó la taza en el fregadero y fue a ducharse.
Cuarenta minutos más tarde, llegaba al dique de San Lorenzo. Apoyó los codos en la barandilla y miró pasar las embarcaciones, tratando de pensar cómo podría convencer a Patta para llevar a cabo una investigación oficial sobre la muerte de la signora Altavilla. Imaginó la estatua de la Justicia, con la venda en los ojos y con la balanza en la mano. En un platillo puso las palabras «sólo una posibilidad» y, en el otro, la publicidad a que sin duda daría lugar la noticia de que una mujer había sido asesinada en su casa. Después de todos aquellos años, era bien consciente de cómo funcionaba la mente de su superior, y sabía que el primer obstáculo iba a ser el perjuicio a la imagen de la ciudad, y el segundo, el perjuicio al turismo.
– ¿Y el efecto sobre el turismo? -le preguntaba media hora más tarde un Patta colérico, que volvía del revés el orden de las preocupaciones previstas por Brunetti, pero que aún no conseguía sorprenderlo.
El vicequestore, con evidente fuerza de voluntad, se contuvo hasta que acabó de escuchar los últimos delirios de su siempre insubordinado subordinado.
– ¿Qué se supone que le vamos a decir a la gente? ¿Que no está segura en sus propias casas, pero que de todos modos lo va a pasar bien?
Brunetti, bien aleccionado acerca de los excesos retóricos y las inconsistencias de su superior, se abstuvo de puntualizar que los turistas, al menos cuando estaban en Venecia, no se alojaban en sus propias casas, por más seguros o inseguros que pudieran permanecer en ellas. Asintió de una forma que esperó que pareciera reflexiva.
Brunetti se concentró en encontrar la mirada de su superior -Patta detestaba que la atención de alguien se apartara de él, sin duda el primer paso en la senda de la desobediencia- y adoptó toda la apariencia de que se las estaba viendo con una oposición racional.
– Sí, entiendo su punto de vista, vicequestore. Simplemente espero que el dottor Niccolini… -dejó que su voz se fuera apagando, como si sus pensamientos se hubieran escrito en una pizarra y él los estuviera borrando.
– ¿Qué pasa con él?-preguntó Patta, con los ojos alerta para todo cuanto considerara un matiz.
– Nada, señor -respondió evasivamente Brunetti, como inseguro de si Patta encontraría pesado su proceder o se sentiría mortificado.
– ¿Qué pasa con el dottor Niccolini?-insistió Patta con voz fría, exactamente la que Brunetti había tratado de provocar.
– Pues precisamente eso, señor, que es un doctor. Así es como se presentó él mismo en el hospital, y así es como Rizzardi se dirigía a él.
Eso era pura fantasía por parte de Brunetti, pero pudo haber sido cierto, lo cual bastaba.
– ¿Y qué?
– Le pidieron que identificara el cadáver de su madre -aclaró Brunetti, tratando de emplear un tono como si sugiriera a Patta algo que la delicadeza hacía difícil de expresar.
– La gente se limita a ver la cara -afirmó Patta, pero un instante después quiso asegurarse y preguntó-: ¿No es así?
Brunetti asintió y dijo, como si pusiera fin al asunto:
– Desde luego.
– ¿Qué significa eso? -inquirió Patta con una voz que trataba de ser amenazadora, pero que Brunetti, familiarizado con la bestia después de muchos años, reconoció como la voz de la incertidumbre.
Brunetti se forzó a mirarse las manos, cuidadosamente dobladas sobre el regazo, y luego miró directamente a los ojos de Patta, que siempre era la mejor táctica para mentir.
– Le mostrarían las marcas, vicequestore -dijo, y luego, antes de que Patta pudiera preguntar de qué, continuó-: Y como creían que era un doctor, se las explicarían. Bien, le explicarían a qué podían deberse.
Patta considero la cuestión.
– ¿Cree que Rizzardi lo hizo realmente? -preguntó, incapaz de disimular su insatisfacción porque el medico legale pudiera haberle dicho a alguien la verdad.
– Creería que era lo correcto, porque estaba hablando con un colega.
– Pero sólo es veterinario -replicó Patta encolerizado, pronunciando el nombre con desdén y olvidando al parecer no sólo la relación de su hijo con su husky, sino las muchas veces que había expresado su creencia de que la competencia profesional de los veterinarios aventajaba a la de los médicos del Ospedale Civile.
Brunetti asintió pero optó por no decir nada. En vez de hablar permaneció sentado en silencio y observó el rostro de Patta mientras la mente que había detrás medía las probabilidades y consideraba las posibilidades. Niccolini era un personaje desconocido: trabajaba fuera de la provincia de Venecia, de modo que podía tener algún peso político que Patta ignoraba. Los veterinarios trabajaban con los agricultores, y los agricultores estaban próximos a la Lega, y la Lega era una fuerza política creciente. Más allá de eso, por falta de suficiente fantasía, la imaginación de Brunetti no podía seguir la de Patta.
Finalmente Patta dijo en un tono nada feliz:
– Tendré que pedir a un magistrado que autorice algo. -Un súbito pensamiento cruzó su hermoso rostro. ¿Realmente el vicequestore había hecho una pausa para ajustarse la corbata?-. Sí, tenemos que llegar al fondo de esto. Dígale a la signorina Elettra lo que necesita. Y ya veré.
Había resultado tan impecable que Brunetti no había visto producirse el cambio. Recordó el pasaje -creía que del canto XXV- en el que Dante ve a los ladrones transformados en lagartos y los lagartos en ladrones; el momento de la transformación era invisible hasta que se completaba. Un instante una cosa, el siguiente otra. Así, Patta pasó de abogar por la paz a cualquier precio, a incansable buscador de la justicia, dispuesto a movilizar las fuerzas del orden en pos de la verdad. Como los pecadores de Dante, volvió a caer en tierra con la figura de su opuesto, luego se alzó y se alejó, limitándose a volver la cabeza.
– Iré a hablar con ella ahora mismo, si me lo permite, señor -sugirió Brunetti.
– Sí -lo animó Patta-. Ella sabrá qué magistrado es el mejor. Uno de los jóvenes, me parece.
Brunetti se puso en pie y dio los buenos días a su superior.
La signorina Elettra no pareció ni sorprendida ni complacida por el cambio de criterio de su superior.
– Puedo preguntarle a un guapo y joven magistrado -dijo con la sonrisa calculada que podía usar cuando le pedía al carnicero un pollo joven bien cebado-. No tiene mucha experiencia, así que es probable que esté abierto a… sugerencias.
Esto, pensó Brunetti, probablemente se parecía mucho a la manera en que el Viejo de la Montaña hablaba a sus aprendices de asesinos cuando los enviaba a cometer sus crímenes.
– ¿Cuántos años tiene?
– Seguro que no llega a los treinta -respondió ella, como si considerara que ese número era una palabra que había oído en alguna otra lengua y de la que, quizá, conocía su significado. Luego, en un tono mucho más serio, preguntó-: ¿Qué quiere que le pida?
– Acceso a los archivos del Ospedale Civile correspondientes al tiempo en que fue paciente allí Madame Reynard; archivos de los empleados del mismo período, si tal cosa existe; autorización para hablar con Morandi y con la signora Sartori; historial fiscal de ambos y todos los documentos concernientes a la venta de la casa de la viuda de Cuccetti a Morandi; el certificado de defunción de Reynard y una ojeada al testamento para comprobar cuánto le dejó, así como cualesquiera otros legados.
Aquello le sonaba a Brunetti como algo más que suficiente para seguir adelante.
La signorina Elettra tomó nota de sus peticiones, y cuando terminó, lo miró y dijo:
– Ya dispongo de parte de esta información, pero puedo cambiar las fechas y hacer que parezca que la petición no se hizo hasta que el magistrado la autorizó. -Consultó sus notas y comentó, mientras golpeaba con el extremo del lápiz la lista-: Probablemente no sabe todavía cómo solicitar todo esto, pero sospecho que yo podría hacerle algunas sugerencias que lo ayudaran.
– Sugerencias -repitió Brunetti, en voz muy baja.
La mirada que ella le dirigió hubiera hecho ponerse de rodillas a un hombre menos entero.
– Por favor, commissario -fue todo cuanto dijo, y luego descolgó el teléfono.
Al cabo de unos minutos todo estaba hecho, y la secretaria del magistrado, con quien la signorina Elettra habló con distendida familiaridad, dijo que las órdenes judiciales se entregarían a la mañana siguiente. Brunetti se abstuvo de preguntar el nombre del magistrado, convencido de que se enteraría mirando la firma cuando viera los papeles al día siguiente. Bien, se dijo, cuando consideró la rapidez y eficacia con que se había cumplimentado su solicitud: ¿por qué la judicial había de ser diferente de cualquier otra institución pública o privada? Los favores eran concedidos a la persona cuya petición iba acompañada de una raccomandazione, y cuanto más poderosa era la persona que hacía la raccomandazione, o cuanto más estrecha la amistad entre los ayudantes que descendían a los detalles, tanto más rápidamente se atendía la solicitud. ¿Se necesita una cama en un hospital? Lo mejor es tener un primo médico en ese hospital o estar casada con uno. ¿Un permiso para restaurar un hotel? ¿Problemas con la Comisión de Bellas Artes por la pintura que uno quiere trasladar a su piso de Londres? La persona adecuada no tenía más que hablar con el funcionario adecuado o con alguien a quien el funcionario debiera un favor, y todos los caminos quedaban allanados.
Brunetti se encontró, y no por primera vez, atrapado en la ambivalencia. En este caso, le otorgaba ventaja -y, se dijo, también al bien público- el hecho de que la signorina Elettra hubiera llevado a su terreno el sistema judicial de la ciudad. Pero en lugares donde estuvieran a cargo personas de menos… menos probidad…, los resultados podían no ser tan saludables.
Desechó estos pensamientos, dio las gracias a la signorina Elettra por su ayuda y regresó a su despacho.
Allí seguía al cabo de una hora, en cuyo transcurso leyó y firmó con sus iniciales varios documentos e informes, cuando la signorina Elettra fue a hablar con él.
– He encontrado al hombre de mis sueños -dijo al entrar, en un tono como para dar a entender a Brunetti que ese hombre era el joven magistrado.
– Debo interpretar eso como que él ha aprovechado la experiencia de usted en lo relativo a las particularidades de la ciudad.
Su sonrisa era tranquila, y su gesto de asentimiento, un ejercicio de gracia.
– Su secretaria dijo unas pocas palabras amables sobre mí antes de pasarme con él.
– ¿Tras lo cual usted lo indujo a pasar por alto la dudosa legalidad de algunas de las cosas cuya autorización le pedía?
La frase pareció herirla, aunque sirvió para espolearla y replicar:
– No estoy segura de que en este país quede alguna legalidad que no resulte dudosa.
– Sea como sea, signorina, tengo curiosidad por saber qué lo convenció a dar la autorización.
– Todo -respondió, con indisimulada satisfacción-. Creo que este joven puede acabar siendo una mina de oro para nosotros.
Brunetti pensó en la advertencia escrita sobre las Puertas del Infierno, y por un momento estuvo tentado de apartarse y no continuar por un terreno que no era de dudosa legalidad, sino de ausencia de legalidad, pero la hipocresía no se contaba entre sus vicios. También apreciaba el hecho de que ella hubiera usado el plural, así que sonrió y dijo:
– Tiemblo al pensar lo que podría pedirle que autorizara.
Incapaz de disimular su decepción, le recordó:
– Yo nunca lo he comprometido a usted en nada de esto, dottore.
– ¿Tan sólo se ha comprometido usted? -inquirió él, sabiendo que aquello era imposible.
Ella se abstuvo de contestar, lo que finalmente lo impulsó a enfrentarse al hecho de que durante años la signorina Elettra había estado efectuando solicitudes que iban mucho más allá de sus atribuciones. Pero ¿cómo formular la pregunta sin que sonara como una acusación?
– ¿A quién se le han enviado las respuestas a esas solicitudes?
– Al vicequestore, por supuesto -respondió ella sencillamente.
Por un momento Brunetti la imaginó como si compareciera diciéndole eso a un juez; vio su pelo tirante echado hacia atrás, su rostro completamente desprovisto de maquillaje; sin joyas, con el atuendo modesto que usaba, quizá con un vestido azul marino, con una falda de corte y longitud pasados de moda y zapatos cómodos. ¿Se arriesgaría a llevar gafas? Sus ojos permanecerían modestamente bajos frente a la majestad de la ley; y su modo de hablar, también modesto, sin bromas, sin desafíos, sin alardes de ingenio. Por vez primera Brunetti se preguntó si ella tendría algún tipo de grisáceo segundo nombre que exhibir para una ocasión como aquella: Clotilde, Olga, Luigia. Y Patta -Brunetti no tuvo otra opción que emplear la frase americana- would take the fall. [1]
– ¿Le haría eso? -preguntó Brunetti.
– Por favor, dottore -rechazó en tono ofendido-, debe usted reconocerme cierta capacidad para los afectos humanos, o cierta debilidad.
De hecho, Brunetti tenía razones para reconocerle más que cierta capacidad en aquel sentido, de modo que preguntó, decidido a hablar con contundencia:
– Pero si algo fuera mal, ¿dejaría que a Patta lo empaquetaran por eso?
Se las arregló para parecer auténticamente sorprendida por la pregunta; sorprendida y luego decepcionada de que a él pudiera ocurrírsele semejante cosa.
– Ah -replicó, dejando la sílaba en el aire un buen rato-. Yo nunca podría perdonarme si hiciera eso. Además, usted no tiene idea de lo que tardaría yo en aleccionar a quien enviaran para reemplazarlo.
Finalmente, pensó Brunetti, allí se ventilaba algo más que hipocresía de rango.
En tono reticente, la signorina Elettra dijo:
– Y debo confesar que, con los años, casi le tengo cariño.
Oírla decir algo así causó sorpresa a Brunetti porque aceptó que, probablemente, compartía sus sentimientos.
Después de dejarle tiempo suficiente para considerar cuanto le había dicho, añadió con una sonrisa agradable:
– Además, todas las solicitudes son enviadas en nombre del teniente Scarpa.
Brunetti no dejó de advertir su uso de la voz pasiva.
Sólo le costó un momento tomar conciencia de la genialidad de aquello.
– Vaya, parece que el teniente se ha excedido en sus atribuciones profesionales durante todos estos años, al solicitar información sin una orden de un magistrado… -rumió sin considerar necesario comentar el rastro de pruebas cibernéticas que estaba seguro habían quedado tras él.
– También ha penetrado en códigos bancarios, hurtado información de Telecom, revuelto en los archivos clasificados sobre ciudadanos en oficinas estatales, y robado copias de extractos de tarjetas de crédito de la gente -enumeró la signorina Elettra, escandalizada por la magnitud de la perfidia del teniente.
– Estoy asombrado -dijo Brunetti. Y lo estaba: ¿qué mente podía preparar semejante trampa para el teniente?-. ¿Y todas esas solicitudes procedían directamente de su correo electrónico? -preguntó, interrogándose sobre qué laberinto habría creado la signorina Elettra con las respuestas.
La duda que ella manifestó fue mínima y su respuesta, una sonrisa al tiempo que explicaba:
– El teniente cree que es la única persona que conoce la contraseña de su cuenta. -Su voz se suavizó, pero no su expresión-. Yo no quise inquietarlo con la lectura de las respuestas, de manera que se transfieren automáticamente a una de las cuentas del vicequestore.
El nombre de «Giorgio» se deslizó en el oído de Brunetti. Era el amigo, frecuentemente nombrado, de la signorina Elettra, el cibergenio de todos los cibergenios, pero la discreción mantuvo quieta la lengua de Brunetti y no pronunció el nombre en voz alta, como tampoco preguntó si el vicequestore conocía la existencia de su propia cuenta.
– Es notable que el teniente fuera tan poco precavido como para utilizar su propia dirección para obtener esta información -dijo Brunetti, cuyos pensamientos se dirigieron a Riverre y a Alvise, y a la gran seguridad que aquella información les daba.
– Probablemente se cree demasiado inteligente para que lo descubran -sugirió la signorina Elettra.
– Qué tontería por su parte -observó Brunetti, recordando cuán a menudo el teniente había hecho méritos tratando de demostrar a la signorina Elettra su superior inteligencia-. Debió haberse percatado de lo peligroso que era… -empezó a decir Brunetti, y al ver la sonrisa de ella y la amplitud de sus conocimientos, añadió-: pensar que podía salirse con la suya.
– El teniente a veces pone a prueba mi paciencia.
La frialdad de la sonrisa de la signorina Elettra reconfortó el corazón de Brunetti.