19

Vaya lugar extraño para encontrarse. ¿Había algún campo más a desmano que el Campo Santa Giustina? Sólo alguien que se dirigiera a San Francesco della Vigna o a la parada de embarcaciones Celestia pasaría por allí, o alguien como Brunetti, que a menudo caminaba por el simple placer de ver o redescubrir la ciudad. Recordó haber ido allí, años antes, en busca de una persona que, según lo que se decía, podía reparar muñecas. Los abuelos de Chiara le habían regalado por Navidad una niña con la cabeza de porcelana y con miriñaque, pero la muñeca perdió un ojo. Brunetti ya no recordaba si había conseguido encontrar el ojo, pero sí a la taciturna mujer de pelo gris que regentaba el Hospital de Muñecas, y cuyo aspecto era el de una paciente del local, muy parecido al de las muñecas que tenía en el escaparate. Desde entonces había atravesado el campo, pero nunca cambió de dirección para mirar el escaparate y ver nuevas pacientes.

Le costó poco rato llegar allí. Al otro lado del campo reconoció el deprimente escaparate de la tienda de ropa usada. Como muchos italianos de su edad, a Brunetti le desagradaba la idea de comprar ropa usada. De hecho, nunca compraría nada usado, a menos que fuera, digamos, una pintura. Pero ¿a quién, a menos que estuviera sumido en la más negra miseria, le tentaría algo de lo que había en aquel escaparate? Brunetti no había estado en Bulgaria cuando era un país comunista, pero imaginaba que los escaparates de sus tiendas deberían de tener un aspecto como aquél: polvoriento, solemne, carteles amarillentos ante los que la gente pasa sin mirar.

Entró en el bar. Una mujer de pelo oscuro era el único cliente, sentada a una mesa junto a la ventana. Se acercó a ella y preguntó:

– ¿Signora Orsoni?

Lo miró sin sonreír ni tenderle la mano.

– Buenas tardes, commissario -dijo, y señaló con la cabeza la silla frente a ella.

Retiró la silla de la mesa y se sentó. Antes de que pudiera decir algo, el camarero se acercó y pidieron café. Luego Brunetti cambió de idea y pidió una copa de vino blanco y un bocadillo caliente.

Cuando el hombre se alejó, se estudiaron el uno a la otra, esperando cada cual que el otro hablara. Brunetti vio a una mujer al comienzo de la cincuentena, con ojos claros, en sorprendente contraste con su pelo negro, y su tez olivácea. No había intentado teñirse los cabellos grises; eso y las patas de gallo en torno a los ojos evidenciaban su despreocupación por mantener la apariencia joven.

– Soy Maddalena Orsoni, commissario. Fundé Alba Libera y la he dirigido desde su comienzo.

– ¿Cuánto hace de eso? -preguntó, sin manifestar sorpresa ante su negativa a entrar en los acostumbrados preliminares sociales.

– Cuatro años.

– ¿Puedo preguntarle por qué la creó?

– Porque mi cuñado mató a mi hermana. -Aunque debía haber dado esta misma respuesta muchas veces, Brunetti sospechó que se mostraba curiosa por el efecto que causaba tan brutal franqueza. Pero él acogió su declaración con un simple gesto de asentimiento, y ella prosiguió-: Era un hombre violento, pero ella lo amaba. Él decía que también la amaba. Siempre había una razón para su violencia, claro está: que tuvo un día duro, que algo estaba mal en la cena o que la vio mirar a otro hombre.

Oírla recitar aquello lo llevó a preguntarse cuántas veces habría contado la misma historia, pero también le recordó cuán a menudo había oído idénticas explicaciones en boca de hombres que así justificaban la violencia, la violación y el asesinato.

El camarero se acercó y los sirvió. Brunetti no fue capaz de tocar su emparedado, al menos mientras el eco de las palabras de la signora Orsoni aún resonaba entre ellos.

– Adelante, coma -lo invitó ella, al tiempo que vertía azúcar en su taza.

Lo removió lentamente, observando cómo se disolvía. El estómago de Brunetti protestó, quizá por la proximidad de lo que iba a ser el sustituto del almuerzo que se había perdido. Ella sonrió, terminó su café y apartó la taza.

– Por favor, coma.

Trató de hacer lo que se le decía: el tostado no había hecho nada para mejorar el sabor del pan blanco industrial, ni el calor había conseguido derretir el queso de plástico ni dar gusto al jamón cocido. Supuso que el cartón hubiera sido peor. Devolvió el emparedado al plato y bebió un sorbo de vino. Éste, al menos, era tolerable.

– No quiso llamar a la policía -continuó la signora Orsoni. Brunetti advirtió que no había terminado de contar la historia de su hermana-. Y tenía miedo de llamarla.

Él le rompió la nariz, luego el brazo, y entonces llamó. -Se lo quedó mirando a los ojos, valorativamente-. No hicieron nada. -Brunetti no pidió explicación alguna-. No había un lugar adonde pudiera ir. -Captó la expresión de su interlocutor y precisó-: O adonde hubiera querido ir. Yo vivía en Roma y nunca me dijo que algo fuera mal.

– ¿Y su familia?

– Sólo nos quedaban dos tías abuelas, y no sabían nada.

– ¿Amigos?

– Tenía seis años menos que yo y nunca fuimos juntas a la escuela. Así que no teníamos amistades comunes. -Renunció a seguir con el asunto. Así es como sucedió. No es algo de lo que hablen las mujeres, ¿verdad?

– No, no hablan -reconoció Brunetti, y bebió más vino.

– Era abogada -aclaró la signora Orsoni, torciendo la boca en una sonrisa, como si le pidiera que creyese, por favor, que no estaba inventando; que quién podría creer que su hermana fuera tan estúpida-. Finalmente llamó a la policía, después de lo del brazo. Se lo llevaron, pero la cárcel estaba llena, de modo que le impusieron arresto domiciliario.

Hizo una pausa para comprobar si aquel representante del sistema legal tenía algo que decir al respecto, pero Brunetti permaneció silencioso.

– Así que ella se mudó, y luego obtuvo la separación, y cuando eso no sirvió para mantenerlo alejado, obtuvo una orden. Tenía que permanecer al menos a ciento cincuenta metros de ella.

Orsoni llamó la atención del camarero y pidió un vaso de agua mineral.

– Quiso trasladarse a otro lugar. Ambos vivían aún en Mestre. Ella le había dejado el piso cuando se mudó, pero su trabajo estaba allí y… -Brunetti se preguntó cómo conseguiría Orsoni decir lo que tenía que decir, algo que él había oído a muchas personas-. Supongo que en realidad no lo conocía.

El camarero trajo el agua. Ella le dio las gracias, bebió la mitad y apartó el vaso.

– Una noche su marido se presentó con un arma en el nuevo piso en el que vivía ella y le pegó un tiro cuando abrió la puerta. Luego le disparó tres veces más y a continuación se disparó él en la cabeza.

Brunetti recordaba el caso: cuatro, cinco años antes.

– ¿Y usted regresó?

– ¿Quiere decir entonces, cuando ella fue asesinada?

– Sí.

– Sí, regresé. Y decidí quedarme y hacer algo nuevo. Si podía.

– ¿Alba Libera?

Advirtiendo quizá escepticismo en la forma en que Brunetti pronunció el nombre, se apresuró a explicar:

– Bueno, es el alba de la libertad para la mayoría de esas mujeres. -Brunetti asintió y ella continuó-: Necesité dos años para poner esto en funcionamiento. Ya gestionaba una ONG en Roma, de modo que estaba familiarizada con el sistema y sabía cómo obtener permisos y dinero del Estado.

A él le gustó que dijera «dinero» y no fastidiara con los eufemismos que empleaba la gente. Y ahora que hablaba de procedimientos y rutina, desapareció de su voz el trasfondo airado. Orsoni continuó:

– Debió haberse ido a otra ciudad. Hubiera encontrado trabajo. La ley no podía protegerla, pero se negaba a creerlo. No había ninguna casa segura, ningún lugar al que pudiera ir y vivir y estar con personas que trataran de protegerla.

Brunetti sabía bien que una persona en peligro tenía escasas oportunidades de obtener algún tipo de protección del Estado. El gobierno actual hacía cuanto podía para vaciar de contenido la protección de testigos existente: había demasiadas personas que decían cosas comprometedoras para la Mafia ante un tribunal. Esos testigos aportaban información a cambio de seguridad. Cabía imaginar la protección que se brindaría a una mujer que no tenía nada que ofrecer al Estado.

Quizá ella también había captado el matiz de indignación que se deslizaba en su voz.

– Creo que es una explicación suficiente. Al menos usted sabe por qué empecé con esto. Contamos con varias casas, en su mayoría en terraferma; aquí, en la ciudad, tenemos a algunas personas que ceden una habitación a las mujeres que les mandamos y no hacen preguntas.

– ¿Están seguras aquí?

– Más seguras que en el lugar del que provienen. Mucho más.

– ¿Siempre? ¿No las encuentran?

– A veces sí -admitió, apartando el vaso a un lado, sin cogerlo-. El año pasado, cerca de Treviso, hubo un caso.

Brunetti rebuscó en su memoria pero no sacó nada de ella.

– ¿Qué sucedió?

– El novio averiguó dónde estaba -nunca supimos cómo lo consiguió o quién se lo dijo-, se presentó en la casa donde vivía y preguntó por ella.

– ¿Y qué pasó?

Su expresión se suavizó, como para anunciar que en aquella historia iba a haber menos sufrimiento.

– La anciana en cuya casa estaba acogida -tiene casi noventa años- dijo que realmente no comprendía de qué estaba hablando, que vivía sola, pero que parecía un chico guapo y que lo invitaba a un café. Me contó que lo dejó solo en la sala de estar mientras iba a la cocina.

Advirtió el temor de Brunetti por la anciana y por la joven, así que aclaró:

– Es una vieja astuta, y me contó que sus parientes tuvieron a un amigo judío viviendo con ellos durante toda la guerra. Entonces fue cuando aprendió las reglas que hacer eso impone. -En respuesta a la tácita pregunta de Brunetti, dijo-: Nada de objetos de cualquier clase procedentes de sus vidas anteriores, ni siquiera ropa interior. Todo cuanto llevan se guarda en su armario y en sus cajones, mezclado con sus propias cosas. Y cada vez que abandonan el piso, sin que importe para qué, tienen que dejar su habitación como si nadie la utilizara.

– ¿Por si acaso?

– Por si acaso.

– ¿Y qué ocurrió?

– Se demoró todo lo que pudo haciendo el café, y mientras tanto lo oyó moverse por las demás habitaciones. Entró en el cuarto de huéspedes. Luego fue a la cocina y ella le dio un café y unas galletas y empezó a hablarle de sus nietos y a decirle que era un joven guapo y que si estaba casado, y él no tardó en levantarse y marcharse.

– ¿Y?

– Y nosotros la trasladamos a otra ciudad aquella misma noche.

– Comprendo. Son ustedes muy eficaces.

– Tenemos que serlo. Algunos de esos hombres son muy listos. Y todos ellos, violentos.

No hizo más referencias injustificadas a su hermana, lo que satisfizo a Brunetti.

– ¿Y la signora Altavilla?

– Una prima suya le habló de nosotros. Ella y yo mantuvimos una conversación, y me dijo que nos ayudaría de buena gana. Era viuda, vivía sola, disponía de una habitación extra y había otros tres pisos en el edificio. -Al advertir la expresión perpleja de Brunetti, explicó-: Eso significa que hay personas que entran y salen constantemente del inmueble.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

Ella movió la cabeza hacia la derecha mientras trataba de recordar.

– Yo diría que dos o tres años. Tendría que consultar mis archivos.

– ¿Dónde tiene sus oficinas, si puedo saberlo? -preguntó Brunetti, aunque le hubiera resultado bastante fácil averiguarlo.

– No lejos de aquí -respondió ella, irritándolo con esa innecesaria evasiva.

– ¿Le ocurrió alguna vez a la signora Altavilla algo similar a lo que le sucedió a esa anciana, que un hombre acudiera a su casa o sospechara que alguien se alojaba en ella?

La signora Orsoni puso las manos sobre la mesa y entrelazó los dedos.

– Nunca dijo nada. -A modo de explicación añadió-: Nosotros proporcionamos instrucciones claras al respecto. El dueño de la casa debe informar de todo inmediatamente, aunque se trate de una mera sospecha. -Y luego, con una sonrisa fatigada-: No todo el mundo es tan inteligente como aquella anciana.

– ¿Sabe si alguna vez la inquietó algo que le dijera una de sus huéspedes?

La sonrisa se hizo más cálida.

– Es muy amable por su parte.

Momentáneamente confundido, Brunetti reconoció:

– No comprendo.

– Llamarlas huéspedes.

– Me parece que eso es lo que son -respondió con sencillez, ignorando la tentativa de distracción-. ¿Llegó a suceder eso, que se inquietara por algo que oyó?

La signora Orsoni alzó la barbilla e inspiró, produciendo un ruido que Brunetti pudo oír desde el otro lado de la mesa.

– No, realmente no. Vamos, nunca me dijo nada de eso. -Le dirigió una mirada valorativa, y continuó-: Por lo general esas mujeres hablan muy poco.

No ofreció más explicaciones, pero Brunetti tuvo la sensación de que le quedaba algo por decir.

– ¿Pero? -la animó.

– Pero me llegó por otro conducto -admitió, volviendo a sumir a Brunetti en la confusión-. Una mujer que se alojó en su casa creía que Costanza estaba preocupada por algo.

– ¿Qué dijo exactamente? -preguntó Brunetti, tratando de ocultar su impaciente interés.

Orsoni se frotó la frente, como para demostrar a Brunetti lo difícil que le resultaba recordar.

– Dijo que cuando fue a alojarse con ella, Costanza parecía una persona muy tranquila, pero luego, transcurridas unas semanas, un día llegó a casa agitada. Ella pensó que se le pasaría, pero el humor con que llegó pareció persistir.

– ¿Adónde había ido? ¿Se enteró ella?

– Dijo que Costanza sólo iba a visitar a su hijo y a los ancianos de la residencia. Esos eran los únicos sitios a los que iba.

– ¿Cuándo le contó eso?

– Cuando ya se marchaba, cuando yo la acompañaba al aeropuerto. Debió de ser hace un mes. Quizá después de eso a Costanza le mejoró el ánimo.

– Esa mujer ¿le preguntó al respecto?

La signora Orsoni puso las manos planas.

– Debe usted comprender cómo funcionan esas cosas, commissario. Usted llama a esas mujeres «huéspedes», pero no son tales. Se ocultan. Algunas salen a trabajar, pero en su mayoría permanecen en la casa, y lo único que pueden hacer es preocuparse por lo que les va a ocurrir. -Lo miró para asegurarse de que le prestaba plena atención, y continuó-: Esas mujeres lo han pasado mal, commissario. Les han pegado y las han violado, y los hombres han tratado de matarlas, de manera que les resulta arduo inquietarse por los problemas ajenos. -Hizo una pausa, como para medir la compasión que a él le inspiraba su relato-. Se les hace difícil incluso imaginar que personas como las que las acogen -que disponen de hogares y empleos, que carecen de apuros económicos y que no están en peligro- puedan tener problemas. -Se lo quedó mirando desde el otro lado de la mesa-. Así que lo extraño no es que no le preguntara qué andaba mal, sino que llegara a darse cuenta de ello. El miedo limita a las personas -concluyó, y Brunetti pensó en la hermana.

– Dice usted que la acompañó al aeropuerto.

Sin manifestar sorpresa porque sus palabras no hubieran conseguido desviar la atención de Brunetti, dijo:

– Se fue. Ya se lo he dicho.

– ¿Por qué?

– A su marido lo detuvieron.

– ¿Por qué razón?

– Asesinato.

– ¿De quién?

– De su amante.

– Ah -dejó escapar Brunetti, pero a continuación preguntó-: ¿Y entonces?

– Y entonces ella pudo regresar a su casa.

El tono de la signora Orsoni daba a entender que se trató de una decisión muy sencilla, incluso la obvia. Quizá lo fue.

– ¿Quién acudió después?

Se la quedó mirando mientras ella respondía:

– Otra joven, pero se marchó antes de la muerte de Costanza.

– Hábleme de ella.

– Realmente no hay nada de que hablar. Sólo lo que me dijo. -Ante el gesto invitador de Brunetti, continuó-: Es de Padua. Iba a la universidad allí y estudiaba economía. -Hizo una pausa, pero Brunetti seguía esperando, así que añadió-: Su familia es muy… tradicional. -Como Brunetti no respondió a esa palabra, prosiguió-: Así que cuando informó a los suyos de que tenía novio -empezó a contar-, el cual es de Catania…, le dijeron que tenía que elegir entre él o ellos. -Sacudió la cabeza, como lamentando que sucedieran tales cosas en estos tiempos-. Y ella eligió al novio y se fue a vivir con él.

– ¿Y cómo fue a parar a casa de la signora Altavilla? -preguntó, aunque sólo fuera para demostrar que su atención no había sido desviada por aquella historia de la joven, y que no le importaba lo tradicional que fuera su familia.

– Llamó a nuestra oficina de Treviso hará unas tres semanas. Fue después de que la policía le dijera que no podía hacer nada. -Miró a Brunetti, que levantó la barbilla interrogativamente-. El novio. Dijo que hubo problemas desde el principio. Que era celoso y violento: le dio varias palizas, pero ella temía llamar a la policía.

– Suspiró y alzó las manos y los hombros en un gesto de exasperación-. Esa vez creyó que iba a matarla: así se lo dijo él. Estaban en la cocina cuando sucedió y, para protegerse, le tiró encima el agua de la pasta.

Brunetti pensó que parecía insólitamente pasiva al describir la escena.

– ¿Y?

– Y se fue y llamó a la policía.

– ¿Qué ocurrió entonces?

– Acudieron al piso a hablar con él, pero no hicieron nada.

– ¿Por qué?

– Porque era la palabra de él contra la de ella. Dijo que la chica había iniciado la discusión, y que él se limitó a defenderse. -Al relatar los hechos, y aunque lo procuró, no consiguió disimular el menosprecio hacia la policía y la ira ante los prejuicios masculinos. Continuó, y finalmente expresó su opinión-: Además, ella es una mujer y él, un hombre. -A Brunetti le sorprendió que se abstuviera de añadir: «Y siciliano.» Ante el silencio de Brunetti, prosiguió-: Vivían en Treviso y, como he dicho, llamó a nuestra oficina de allí. Creyeron que estaría segura aquí, en la ciudad. Está lo bastante lejos.

Tras considerar lo que acababa de decirle, Brunetti preguntó:

– ¿Fue la policía la que le dijo eso?

Sus facciones parecieron contraerse.

– Hablé con alguien de nuestra oficina, y eso es lo que me dijeron.

Al cabo de un rato, Brunetti volvió a preguntar:

– Usted ha dicho que la signora Altavilla colaboró con usted durante varios años.

Resultaba evidente que la pregunta le había disgustado, pero acabó respondiendo:

– Sí.

– Y corría cierto riesgo. -Cuando advirtió que ella se disponía a protestar, precisó-: Riesgo teórico. Pero aun así lo hacía de buen grado. -Ella asintió, apartó la mirada y luego la dirigió de nuevo hacia él-. Usted ha dicho que esa mujer ya no está aquí. Y no había señal alguna de su presencia en el piso. -La signora Orsoni volvió a asentir-. ¿Pudo haber regresado?

Con voz mesurada, desprovista de emoción, dijo:

– No tenía nada que hacer allí.

– ¿Cómo puedo saber que eso es cierto?

– Porque se lo digo yo.

– ¿Y si opto por no creerla?

Mientras aguardaba su respuesta, Brunetti captó el momento en que ella decidió irse; lo vio en sus ojos y luego lo oyó cuando arrastró los pies bajo la silla. Brunetti levantó una mano para atraer su atención y le preguntó en tono suave:

– Su organización es bastante conocida, ¿no?

Ella sonrió involuntariamente ante lo que tomó como un cumplido.

– Me gustaría pensar que sí.

– E imagino que la ciudad le da el apoyo que puede. Más la aportación de donantes particulares.

Su sonrisa era leve pero graciosa.

– Quizá se dan cuenta del mucho bien que hacemos.

– ¿Cree que una mala publicidad cambiaría las cosas?

Brunetti lo preguntó con las mismas maneras suaves y con la apariencia de un auténtico interés.

Ella tardó un momento en asimilar lo que le había dicho.

– ¿Qué quiere decir? ¿Qué mala publicidad?

– Vamos, signora. No hay necesidad de disimular conmigo. La clase de mala publicidad a que daría lugar que los periódicos contaran que su sociedad coloca a una mujer en casa de una viuda -no, digamos que de una viuda veneciana-, y cuando la veneciana muere en extrañas circunstancias, a la mujer que usted colocó allí no se la encuentra por ninguna parte. -Sonrió y dijo en un tono amistosamente coloquial-: No se puede evitar que la palabra «riesgo» acuda a la mente, ¿verdad? -Luego, mucho más serio, continuó con su reconstrucción de los acontecimientos y de cómo serían percibidos, añadiendo algunos detalles para reforzar la idea-: Las circunstancias de su muerte no están claras, y la policía es incapaz de encontrar a esa mujer que fue colocada allí por Alba Libera. -Apoyó el codo en la mesa y se sostuvo la barbilla con las manos-. Ésa es la clase de mala publicidad a la que me refería, signora.

Se levantó. Brunetti creyó que iba a marcharse. Pero se quedó de pie y lo miró durante un rato. Luego sacó su telefonino y alzó una mano dándole a entender que esperara. Se apartó para situarse junto a la puerta, pero se volvió a mirar a Brunetti y salió fuera, donde marcó un número.

Brunetti pidió un vaso de agua mineral y bebió despacio, al tiempo que apartaba con el codo el plato que contenía el emparedado sin comer. Cuando acabó el agua, ella seguía sosteniendo el teléfono, y continuaba pulsando números.

Había un ejemplar de Il Gazzettino en la mesa de al lado, pero Brunetti no quiso ofenderla con una señal de impaciencia tan ostensible. Sacó su cuaderno y escribió unas pocas frases que sacaría en la conversación. Ocupado en ello, no oyó que se aproximaba a la mesa y no se percató de su regreso hasta que dijo:

– No contesta al teléfono.

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