Aunque la signorina Elettra logró encontrar en menos de veinte minutos los archivos completos de los movimientos bancarios de Morandi, Brunetti no creyó ni por un instante que la facilidad con que los consiguió sirvieran para reconducirla por los senderos de la legalidad.
Los ingresos, el primero de cuatrocientos euros y el segundo de trescientos, se efectuaron mediante cheques firmados por Nicola Turchetti, un nombre que resonó en la memoria de Brunetti. Vianello había regresado al cuarto de la brigada, de modo que Brunetti tuvo que buscar el nombre por su cuenta. Al cabo de un rato, y al no sonar ninguna de las cuerdas que pulsó, sacó la guía telefónica del último cajón y la abrió por la «T».
Por alguna razón, ver el nombre impreso fue suficiente para refrescarle la memoria. Turchetti, el marchante, era un hombre con fama de Jano: su competencia como experto nunca había sido cuestionada; la probidad de sus tratos sí, en ocasiones. Como muy bien sabía Brunetti, nunca se habían presentado cargos contra aquel hombre. Su nombre, sin embargo, a menudo se mencionaba al tratar de negocios dudosos: favorablemente por parte de quienes encontraban rarezas en su tienda, y desfavorablemente por parte de quienes se interrogaban sobre las fuentes de algunas de sus adquisiciones. El cuñado de Brunetti, ignorando ambas opiniones, continuaba siendo cliente de Turchetti y, con los años, le había comprado muchas pinturas y dibujos.
Dibujos. El pensamiento de Brunetti voló a la legendaria subasta Reynard y a los dibujos que no aparecieron en el lote, lo que desanimó a muchos, que creyeron poder añadirlos a sus colecciones. ¿Es que nadie hizo un inventario? O, lo que era más probable, ¿supervisó el inventario el avvocato Cuccetti? Brunetti sabía que el palazzo Reynard era ahora un hotel, y que los objetos que en otro tiempo lo llenaron habían ido a parar, desde hacía mucho, a manos de compradores diligentes. El avvocato Cuccetti se hallaba en el lugar al que lo había precedido Madame Reynard, por lo que ninguno de los dos pudo llevarse nada consigo.
Puesto que la guía telefónica estaba abierta frente a él, Brunetti marcó el número. A su llamada respondió una secretaria con el típico acento descuidado romano que lo irritaba. Dio su nombre, pero no su cargo, y cuando la mujer le explicó que el signor Turchetti estaba ocupado, añadió el nombre de su cuñado y su título, con lo cual las aguas se dividieron y la llamada fue inmediatamente transferida al dottor Turchetti.
– Ah, dottor Brunetti -entonó una voz profunda-. El conte Orazio me ha hablado a menudo de usted.
– Y a mí de usted, dottore -respondió Brunetti con untuosa cortesía.
– ¿En qué puedo servirle? -se ofreció Turchetti tras un momento de duda.
– Me pregunto si tendría tiempo para hablarme de uno de sus clientes.
– Desde luego -se apresuró a responder-. ¿De cuál?
– ¿Puedo ir a verlo y se lo digo?
Sin esperar contestación, Brunetti colgó el teléfono y salió de su despacho. Tomó el Número Uno y bajó en Accademia, giró a la izquierda y retrocedió en dirección al Guggenheim. Antes del primer puente, dio con la galería, se demoró estudiando las pinturas del escaparate y luego entró. El espacio era amplio y bajo de techo, aunque el efecto lo compensaba la iluminación, que se proyectaba hacia arriba desde las paredes y así disimulaba de manera efectiva la falta de altura. Los destellos del agua del canal se reflejaban enfrente, lo que aumentaba la sensación de espacio.
Un hombre, a quien Brunetti reconoció por haberlo visto en la calle bastantes veces, se levantó a saludarlo desde un escritorio cubierto de catálogos, al fondo de la galería. No había rastro de la mujer que había contestado al teléfono.
– Ah, dottor Brunetti -dijo Turchetti aproximándose, con la mano extendida.
Era un hombre al que se lo describiría muy bien como «robusto»: no particularmente alto, lo cual le hacía parecer más grueso. De haber sido más alto, la briosa energía de sus movimientos hubiera sido imponente; como no lo era, quedaba en él algo vagamente pugnaz, como si toda aquella energía concentrada en tan reducido espacio se viera forzada a hallar otros medios de escapar. Tenía ojos oscuros dispuestos en una cara muy ancha, y una nariz desviada a la izquierda, como para reforzar la idea de algo que podía convertirse en beligerancia.
Su sonrisa era agradable e invitadora, evidente tanto en los ojos como en la boca, pero Brunetti no podía dejar de ver en esa sonrisa la de un vendedor. Su apretón era fuerte pero nada competitivo. El pespunte de sus solapas estaba cosido a mano.
– ¿En qué puedo ayudarle, dottore? -preguntó, sorprendiendo a Brunetti porque le dio el tono de una auténtica pregunta.
Antes de responder, Brunetti recorrió con la vista la galería. En una pared, a su izquierda, había un retrato pequeño de santa Catalina de Alejandría, con la cabeza vuelta a la izquierda, mirando hacia el martirio y la beatificación, y con una mano traidora colocada protectoramente en su solitaria sarta de perlas. Ceñía ya la corona del martirio, pero también ésta la comprometía una hilera de perlas incrustadas. Su mano derecha descansaba con gesto negligente en la rueda de su martirio, con la palma a punto de separarse de los dedos. ¿Qué va a ser, muchacha? ¿Tierra o cielo? ¿Placer o salvación? Sorprendida en un momento de perfecta indecisión, miraba fijamente un rayo de luz en la esquina superior de la pintura, con la incertidumbre dibujada en cada uno de sus rasgos.
– Es adorable, ¿verdad? -preguntó Turchetti. Se apartó para mirar de lleno el cuadro-. Odiaré perderla -confesó, como si la mujer de la pintura fuera capaz de tomar la decisión sobre cuándo recogerse las faldas y abandonar la galería. Luego, apartando la vista de la pintura, el marchante miró de frente a Brunetti y dijo-: ¿Estaba usted interesado en uno de mis clientes?
– Sí. Benito Morandi.
La impresión de oír ese nombre se reflejó en los ojos de Turchetti, y su boca se contrajo ligeramente en las comisuras, como si recordara un sabor desagradable.
– Ah -exclamó, con un suspiro, un sonido que podía evidenciar tanto confusión como reconocimiento, pero en ambos casos le dio tiempo para considerar la respuesta.
Brunetti, familiarizado con la táctica, permaneció a la espera, sin decir nada y ofreciendo tan sólo su rostro impasible.
– ¿Por qué no vamos y nos sentamos? -propuso Turchetti, volviéndose hacia su escritorio.
Brunetti lo siguió, se sentó en una de las sillas colocadas en el lado de los clientes y dirigió una mirada en derredor, a la galería, abarcando pinturas y dibujos, pero sin ver nada tan invitador como la mártir. Al principio, Turchetti se inclinó sobre la mesa y cruzó los brazos, pero luego, como si de pronto fuera consciente de que esa postura lo colocaba muy por encima que su huésped, se sentó en una silla frente a Brunetti.
– Su cuñado -empezó Turchetti- me dijo a qué se dedica usted.
Brunetti hubo de admirar la exquisita cortesía que le había impedido pronunciar la palabra «policía». Él asintió.
– Y que es usted un hombre con cierto… ¿Cómo diría yo? -continuó Turchetti, haciendo una pausa como si buscara el término más halagador.
Brunetti, por su parte, continuaba sentado, resistiendo el impulso de decirle a aquel hombre que no se preocupara mucho de expresarlo de ninguna manera, con tal de que le hablara de Benito Morandi. En lugar de eso, inclinó la cabeza de manera parecida a santa Catalina, pero como si esperara que ese gesto suscitara una moderada curiosidad más que un arrobamiento angélico.
– ¿… Sentido de la justicia? ¿Es ése el término que ando buscando?
Brunetti pensó que probablemente era ése, y por tanto asintió.
Turchetti renovó su sonrisa.
– Entonces, bueno. -Se recostó en su asiento y cruzó las piernas, dando a entender que, ahora que se habían llevado a cabo los preliminares, podían empezar a conversar-. Morandi es un cliente mío puesto que, ocasionalmente, me ha vendido cosas.
Brunetti sonrió como quien oye una verdad ya conocida y universalmente aceptada. Así que Turchetti debía recordar, y quizá lamentar, haber firmado aquellos cheques a Morandi. ¿Andaba corto de efectivo? ¿Había necesitado retrasar el pago? ¿O pagó con cheques para disponer de tiempo a fin de autentificar lo que había adquirido? ¿O para verificar la procedencia?
– ¿Qué cosas? -preguntó Brunetti.
– Oh, esto y aquello -respondió Turchetti, con una sonrisa fácil y un despreocupado gesto con la mano.
– ¿Qué cosas?
Sin exteriorizar sorpresa alguna por el tono de Brunetti, dijo:
– Oh, algún dibujo ocasional.
– ¿Qué dibujos?
Mientras Turchetti pensaba en cómo contestar, Brunetti se llevó la mano al bolsillo y sacó su cuaderno. Lo abrió por la página en la que constaban los nombres de los profesores de Chiara y miró la lista. Antes de que pudiera repetir la pregunta, Turchetti explicó:
– Oh, artistas menores, ninguno del que haya oído usted hablar, supongo.
Brunetti sacó un bolígrafo del bolsillo interior, dirigió a Turchetti una mirada inexpresiva y lo invitó:
– Pruebe.
La sonrisa de Turchetti fue cortés.
– Johann von Dillis y Friedrich Salathé.
Pronunció el nombre de pila del segundo pintor como si él mismo fuera un hombre que se hubiese alimentado de Goethe y Heine. Brunetti había oído hablar del primero, pero asintió como si ambos nombres le resultaran familiares, y los anotó. Aunque nunca había oído mencionar a su cuñado ninguno de esos nombres, el conde era coleccionista y pasaba mucho tiempo en las galerías, de modo que debía haberlos visto, Turchetti se los mostraría en su establecimiento y así Brunetti podría enterarse de su precio de reventa.
– ¿Y los demás? -preguntó Brunetti.
Turchetti sonrió.
– Tendría que consultar mis archivos. Hace mucho tiempo de eso.
– Pero la última venta data sólo de… -empezó Brunetti, tratando de recordar los papeles que la signorina Elettra le había dado, a la vez que pasaba una página de su cuaderno-… hace unos tres meses.
Si Turchetti hubiera sido un pez, Brunetti lo habría visto debatirse tratando de que el anzuelo le produjera el menor daño posible. No daba boqueadas, al menos como lo haría un pez: respiró largamente dos veces y, al final, dijo:
– Ahorremos tiempo, commissario, y dígame qué desea.
– Deseo saber qué le vendió y en cuánto estaba valorado.
Con una sonrisa que hubiera sido coqueta de haberla dirigido a una mujer, el comerciante preguntó:
– ¿No quiere saber cuánto le pagué?
Brunetti notó la urgencia por despacharlo cuanto antes, pero Turchetti ignoraba que, dado que Morandi había ingresado tan regularmente el dinero en su cuenta, Brunetti ya sabía cuánto le pagó. Tal vez a un comerciante de arte le resultaba inconcebible que una persona que le vendía algo ingresara la cantidad obtenida en el banco.
– No, signore -respondió Brunetti, negando a Turchetti su título-; sólo en cuánto estaban valoradas las piezas.
– ¿Puedo hacer un cálculo? -preguntó abiertamente Turchetti, como si estuviera fatigado de aquel juego.
Ya no se preocupó de hacer referencia a sus «archivos». Brunetti se había criado oyendo a los curas hablar de indulgencias, de modo que sabía bien cuán flexible era la interpretación del valor de algo.
– Con entera libertad -lo animó Brunetti.
– El Dillis estaba valorado en unos cuarenta mil; el Salathé, en un poco menos.
– ¿Y los otros? -indagó Brunetti, echando un vistazo a los nombres de los profesores de historia y de geometría de Chiara.
– Había algunos grabados: de Tiepolo, que no valdrían más de diez o doce. Creo que los grabados eran seis o siete.
– ¿No le ofreció un precio por el lote?
– No -negó Turchetti, incapaz de disimular su irritación-. Insistió en traérmelos de uno en uno. -Luego, incapaz esta vez de disimular su satisfacción por un trabajo bien hecho, añadió-: Creía que obtendría más por ese procedimiento.
Su tono dio a entender que mucho más. Brunetti se negó a darle la satisfacción de una respuesta, y preguntó:
– ¿Qué más?
– ¿Quiere saberlo todo? -preguntó a su vez Turchetti, con una sorpresa cuidadosamente orquestada y otra sonrisa coqueta.
Con estudiada lentitud, Brunetti insertó el bolígrafo en el cuaderno y lo cerró. Miró a Turchetti y dijo:
– Quizá no me he expresado con bastante claridad, signore. -Sus labios dibujaron algo que no se proponía ser una sonrisa-. Tengo una lista, con cantidades y fechas, y deseo saber qué dio él a cambio del dinero que recibió.
– Y yo doy por supuesto que usted dispone de autorización para solicitar esa información.
Todas las sonrisas cesaron.
– No sólo puedo obtenerla si la pido, sino que cuento también con el interés de mi cuñado.
Turchetti no pudo ocultar su sorpresa, ni tampoco disimular su incomodidad.
– ¿Qué significa eso?
– Que sólo tengo que insinuarle que la procedencia de algunas de las piezas de esta galería es dudosa, y estoy seguro de que llamará a todos sus amigos para preguntarles si han oído algo de eso. -Aguardó un momento y añadió-: Y supongo que ellos, a su vez, llamarán a sus amigos. Y así sucesivamente. -Brunetti volvió a sonreír y reabrió su cuaderno. Se inclinó sobre él y preguntó-: ¿Qué más?
Turchetti, con una precisión que Brunetti consideró ejemplar, le proporcionó una lista de dibujos y grabados, fechas aproximadas y valoraciones. Brunetti tomó nota, utilizando el espacio a la derecha de los nombres de los profesores de Chiara, y luego pasando a una página en blanco para completar la lista. Cuando Turchetti acabó, Brunetti no se molestó en preguntarle si lo había mencionado todo.
Cerró el cuaderno, lo guardó en el bolsillo, junto con el bolígrafo, y luego se puso en pie.
– ¿Los ha vendido todos? -preguntó, aunque no era necesario, pues pertenecían a quien los tuviera, y aun en el caso de que la ley pudiera recuperarlos, ¿a quién pertenecerían ahora?
– No. Quedan dos.
Brunetti advirtió que Turchetti se disponía a decir algo, se obligaba a detenerse, pero al cabo cedió al impulso:
– ¿Por qué? ¿Tengo que darle uno a usted?
Brunetti se volvió y abandonó la galería.