Brunetti puso a Vianello al corriente de lo que desconocía de su conversación con la signorina Elettra.
– No debería reírme, lo sé -dijo Vianello, con expresión seria-, pero el pensamiento de que todo lo que ese cabrón codicioso de Cuccetti robó durante su miserable vida haya acabado en los bolsillos de la Iglesia es… -Hizo un movimiento de resignación con la cabeza, ya fuera de admiración o de asombro, y concluyó-: Te gusten o no, debes admitir que son los mejores.
– ¿Los curas?
– Los curas. Las monjas. Los frailes. Los obispos. Llámalos como quieras. Ellos ya han metido el hocico en la sopa antes de que tú hayas puesto el plato en la mesa. Al final la convencieron y se lo chuparon todo. Los felicito -dijo, sacudiendo la cabeza en lo que Brunetti interpretó como auténtica admiración, aunque a regañadientes.
Como decidió que no tenía nada que oponer a ese sentimiento, Brunetti sugirió que ambos estarían mejor en casa con sus familias, una opinión que Vianello compartía. Abandonaron juntos la questura, y al salir por la puerta principal cada uno tomó un camino distinto.
Brunetti decidió andar, pues necesitaba experimentar la sensación de movimiento y libertad que le proporcionaba recorrer la ciudad sin tener conciencia de adónde se dirigía. La memoria y la imaginación, tranquilizadas por la caminata, lo llevaron a considerar de nuevo los nombres de Cuccetti y de Reynard. El primero sólo le inspiró un sentimiento de desagrado, mientras que el segundo le provocó los de patetismo y pérdida.
Se detuvo en la parte baja del Rialto y se ensimismó en sus pensamientos. Lo atrajo la perspectiva de ir a casa por la menos atestada riva, pero decidió bajar hasta Biancat y llevar unas flores a Paola: había pasado una eternidad desde la última vez que lo había hecho. Encontró cerrada la floristería. Como se le había metido en la cabeza la idea de las flores, se sintió irritado -incluso más que eso- por no poder llevárselas. Se paró ante el escaparate y miró los lirios que quería, visibles en un cilindro de plástico blanco que los contenía, tras la humedad que empañaba el escaparate, bellos y tanto más deseables por cuanto no podía poseerlos. «Muy propio del hombre», murmuró para sí, y se alejó camino de su calle. Llegaba a tiempo; eso ocuparía el lugar de las flores.
Brunetti no era un hombre de fe, al menos no de la forma que postulaba la existencia de un ser supremo preocupado por lo que hacían los hombres. Como policía, Brunetti sabía bastante de lo que hacían los hombres como para esperar que la divinidad se sintiera alarmada por ellos por su voluntad de concederles alguna recompensa más en la otra vida. Pero en el transcurso de su vida a veces se había encontrado embargado por un sentimiento de gratitud ilimitada: podía experimentarlo en cualquier momento y siempre lo asaltaba por sorpresa. Aquel atardecer lo acometió cuando giraba hacia el último tramo de escalera que conducía a su piso. Gozaba de buena salud, no creía ser insensato ni violento, tenía una esposa a la que amaba con locura y dos hijos en los que tenía puestas todas sus esperanzas de felicidad en esta tierra. Hasta el momento, la aflicción, el dolor, las privaciones y la enfermedad se habían mantenido fuera del círculo de fuego que le gustaba pensar que los rodeaba. Lo que consideraba como superstición primitiva le infundía dudas sobre si atreverse a manifestar de modo consciente cualquier expresión de gratitud: hacerlo era atraer el desastre. Y pensar así, le constaba, era propio de un necio primitivo.
Entró, colgó la chaqueta a la izquierda de la puerta y se dirigió a la cocina. Desde luego, había turbanti di soglie. Si era otra cosa, tanto Paola como su nariz mentían. Ella estaba en la cocina, de pie junto a la mesa, con las manos abiertas a ambos lados de un periódico desplegado, y con la cabeza inclinada mientras leía.
Él se colocó detrás y la besó en la nuca. Ella lo ignoró. Brunetti abrió el armario situado a la derecha de su mujer y sacó una copa y después una segunda. Abrió el frigorífico y tomó otra botella de Moët del cajón de las verduras, pensando la suerte que tenía de estar casado con una mujer a la que obsequiaban con un soborno de tan buen gusto. Retiró el papel de aluminio, quitó el corcho y lo proyectó a través de la cocina. Ni siquiera la explosión suscitó en Paola gesto o comentario alguno.
Vertió cuidadosamente el champán en ambas copas, dejó que las burbujas se disiparan, añadió más, esperó, volvió a añadir, puso un tapón en la botella y devolvió ésta a la puerta del frigorífico. Deslizó una de las copas hacia Paola, luego tomó la suya, la golpeó con la otra y pronunció el «Cin, cin» con su voz áspera y cordial.
Ella siguió ignorándolo y pasó una página. Brunetti alargó la mano para asegurar su copa, que Paola había apartado a un lado con un ligero codazo al pasar la página del periódico.
– A un hombre le reconforta llegar al seno familiar y ser bienvenido con el afecto al que está acostumbrado -dijo, y tomó un sorbo de champán-. Ah, qué efusivo calor, qué sentido de la intimidad y el bienestar familiares que el hombre sólo halla en su hogar, rodeado y venerado por las personas a las que más quiere.
Paola alargó el brazo, tomó la copa y bebió un sorbo. Lo que probó la indujo a volverse a mirarlo.
– ¿Es Moët? -preguntó.
– Premio para la señora -replicó él, le dedicó un brindis y bebió otro sorbo.
– Yo pensaba que íbamos a guardarlo para alguna ocasión especial -dijo en tono de sorpresa pero en absoluto contrariada.
– ¿Y qué más especial que mi regreso junto a mi señora esposa, la cual me acoge con la amorosa solicitud -bajo la cual resplandecen las ascuas de una furiosa pasión- que ha caracterizado nuestra unión en estas últimas décadas y más?
Trató de componer una sonrisa lo más idiota posible.
Ella colocó su copa encima del periódico -de hecho, encima del rostro del hombre que aquel día había anunciado su candidatura a la alcaldía- y dijo:
– Si te has parado en unas pocas ombre en el camino a casa, Guido, creo que podríamos estar malgastando este champán.
– No, querida. Me han traído a casa las alas del amor, y era tal mi empeño en reunirme con tu dulce persona, que no tuve tiempo de pensar en pararme.
Ella cogió su copa, tomó otro sorbo y golpeó con el dedo el pie de la copa para señalar la foto.
– ¿Puedes creerlo? Continuará siendo ministro y, al mismo tiempo, alcalde.
– ¿Qué días nos tocará? ¿Lunes, miércoles y viernes? Y al gobierno de Roma ¿dedicará martes, jueves y sábados? -Bebió y dijo-: Cualquier persona normal pensaría que es un insulto, tanto para la nación como para la ciudad.
Ella se encogió de hombros.
– ¿Acaso el último no conservó su puesto en Bruselas y, al mismo tiempo, el de profesor universitario?
– Estamos gobernados por una raza de héroes -declaró Brunetti, dirigiéndose hacia el frigorífico.
– ¿Tú crees que bebemos a toda prisa la botella entera hará que se vayan? -preguntó Paola, vaciando su copa y tendiéndosela.
Él sirvió, aguardó, volvió a servir y al cabo dijo:
– Un rato más y volverán, como cucarachas, pero al menos podremos verlos a través de las burbujas del champán.
En un tono despreocupado, ella preguntó:
– ¿Crees que hay alguien sobre la tierra que desprecie a sus políticos tanto como nosotros?
Brunetti llenó su propia copa antes de comentar:
– Oh, estoy seguro de eso. Excepto en lugares como Escandinavia y Suiza, la mayoría de la gente los desprecia.
Ella oyó el final de la frase, pronunciado en tono de guasa, y preguntó:
– ¿Pero?
Brunetti estudió la foto del periódico.
– Pero creo que nosotros tenemos más motivos que la mayoría. -Tomó un trago.
– A menudo me pregunto en qué planeta creen que están viviendo -dijo Paola, doblando el periódico y deslizándolo a un lado-. No hablan un lenguaje que el hombre comprenda; no conocen otras pasiones que la codicia y…
– Si estás haciendo una lista de sus pasiones, no olvides incluir la actual por los transexuales -replicó Brunetti, con el fin de precisar más, y esperando alegrar el humor de su esposa, aunque no estaba del todo seguro de que el tema de los transexuales fuera apropiado para eso.
– Su sentido de la ética haría parecer a ese transexual muerto -no puedo recordar ya su nombre, pobre chica- como la difunta Madre Teresa.
– Es una comparación que muchas personas religiosas encontrarían ofensiva.
Ella otorgó a eso la consideración que merecía y dijo:
– Tienes razón. Incluso yo la encuentro ofensiva. Pero esas cosas me hacen perder la calma.
Él se inclinó y la besó en los labios.
– Ya lo sé, querida, y ésa es una de las razones por las que me robaste el corazón.
– Oh, para, Guido -protestó ella, tendiendo su copa-. Ponme un poco más, e iré a preparar el agua para la pasta.
Hizo lo que le pidió y luego la ayudó a poner la mesa, encantado de saber que los chicos iban a estar. «Cómo nos pone trampas la vida», pensó, mientras doblaba las servilletas y las colocaba junto a los platos. Cuando Raffi empezaba a sentarse a comer con ellos, tirando en la mesa o al suelo tanto como se llevaba a la boca, sorbiendo y derramando y sin estar nunca del todo seguro de qué hacer con el tenedor, Brunetti consideraba su proceder no como algo encantador, sino como una distracción continua que le impedía comer tranquilo. Y allí estaba él, años más tarde, esperando que aquel chico -ahora competente en el uso del tenedor- encontrara el momento de comer con ellos y no en casa de un amigo. Brunetti comprendía que eso no tenía nada que ver en absoluto con la conversación con su hijo, ni con su inteligencia ni con el alcance de sus ideas. Sencillamente a Brunetti lo llenaba de gozo tenerlos allí y poder verlos y oírlos, sabiendo que estaban seguros, bien queridos y bien alimentados.
– ¿Qué es lo que anda mal? -preguntó Paola detrás de él.
– ¿Hummm? -preguntó a su vez Brunetti, volviéndose a mirarla.
– Tú estabas aquí, mirando la mesa, y yo me pregunto si algo anda mal -respondió ella, desconcertada.
– No. Nada. Estaba pensando.
– Ah -replicó Paola, en el tono de alguien que ya ha oído eso con anterioridad. Y luego-: ¿Le endiñamos otro trago a la botella antes de que vengan los chicos?
Con rapidez pavloviana, Brunetti se volvió hacia el frigorífico.
– La elegancia de tu pensamiento sólo es comparable a la de tu lenguaje.
– Es el destino de la persona que convive con dos adolescentes.
Quedaba suficiente champán para que sus hijos encontraran una copa delante cuando se sentaron a cenar.
– ¿Qué estamos celebrando? -preguntó Raffi al tiempo que cogía su copa.
– No se necesita celebrar nada para tomar champán -dijo Chiara, tratando de adoptar el tono de una bebedora consumada.
Chiara levantó su copa, la hizo chocar con la de Raffi y luego tomó un sorbo. Raffi, mirando su copa pero sin hacer ningún intento de beber, dijo:
– Lo del champán no lo entiendo.
Paola colocó un plato de turbanti delante de él y otro delante de Chiara, y luego llenó otros dos para Brunetti y para ella. Los puso en su sitio y se sentó.
– ¿Qué es lo que no entiendes -preguntó, aunque no antes de haber tomado un sorbo, como para revisar la prueba del litigio.
– Por qué la gente se vuelve loca por eso o cree que es tan bueno -explicó Raffi, deslizando su copa al lado del plato y cogiendo el tenedor.
– Por esnobismo -respondió Chiara, a la vez que tomaba un bocado de pescado.
– Chiara -dijo Paola en tono de advertencia, y Chiara asintió y se llevó la mano a la boca como admitiendo la reprimenda.
Se sirvió agua mineral y tomó un sorbo, descansó el tenedor y repitió:
– Esnobismo.
Brunetti estudió su rostro y advirtió que algo de la redondez propia de la adolescencia dejaba paso a la angulosidad de la madurez, acentuando aún más el parecido con su madre.
– ¿Qué significa eso? -inquirió Raffi, volviendo a fijar su atención en la comida.
– Impresionar a la gente -contestó Chiara-. Con lo refinado que es uno y con el buen gusto que tiene. -Antes de que Raffi pudiera decir algo, añadió-: La gente hace eso todo el tiempo y con cualquier cosa. Coches, la ropa que lleva, lo que dice que le gusta…
– ¿Por qué decir que algo te gusta cuando no te gusta? -preguntó Raffi en un tono que a Brunetti le pareció de sincera confusión, y que lo forzaba a interrogarse sobre si en los últimos años, sin saberlo él ni Paola, su hijo habría pasado su tiempo libre en otro planeta.
Chiara soltó el tenedor, apoyó la barbilla en una mano y miró a su hermano, al otro lado de la mesa. Él la ignoró. Finalmente, ella dijo:
– Es la razón por la que tú quieres un par de Clarks y no un simple par de zapatos viejos.
Raffi persistió en ignorarla y continuó comiendo. Ella insistió:
– O por qué los amigos de papá y mamá creen que deben ir de vacaciones a las Maldivas o a las Seychelles.
Raffi se sirvió un vaso de agua, desdeñando el champán. Bebió el agua, dejó el vaso en la mesa, echó hacia atrás la silla y se volvió hacia su hermana. Levantó un pie y lo extendió en dirección a ella.
– Comprados en el mercado de Lignano este verano por diecinueve euros -declaró orgullosamente, imprimiendo al pie un movimiento circular, para mostrar mejor el zapato-. Nada de Clarks, ninguna etiqueta.
Bajó el pie e hizo girar la silla, volviéndose a colocar en su sitio a la mesa. Tomó su tenedor y siguió comiendo.
Cabizbaja, Chiara miró a su madre y luego a su padre. De haber sido un chico, ella y Raffi probablemente se habrían enzarzado en una pelea, y Brunetti sospechó que hubiera intervenido para proteger al más pequeño. ¿Por qué, entonces, cuando el combatiente usaba sólo palabras, había que dejarla sola, para que se protegiera por sí misma?
Brunetti había participado en las que consideraba peleas normales en su época de crecimiento: nunca pasaron de unos pocos puñetazos y un buen surtido de empujones. No recordaba haber resultado nunca herido, ni, por supuesto, haber herido a nadie, y ninguna de las peleas le había dejado un recuerdo claro. Pero aún se acordaba de una tarde en que Geraldo Barasciutti, que se sentaba a su lado en clase de matemáticas, se había reído cuando Brunetti cometió un error gramatical, mezclando el veneciano con el italiano.
– ¿Qué te pasa? ¿Es que tu padre se gana la vida descargando barcos? -preguntó Geraldo, dándole un codazo en las costillas.
Lo dijo como una broma: era bastante corriente entre los niños confundir ambas lenguas. Pero la verdad había herido su sentido de la identidad -un sentido frágil, porque tenía que llevar los zapatos y las chaquetas desechados de su hermano-, ya que su padre, en efecto, trabajó en otro tiempo en los muelles, descargando barcos para ganarse la vida. Fue ese día y esa observación lo que Brunetti recordaba como lo peor que le había sucedido de niño. Su formación universitaria, su posición como comisario de policía, la categoría y fortuna de la familia de su esposa: todo eso podía poner en tela de juicio el recuerdo de aquellas palabras y el dolor que le causó lo que, sin intención alguna, tenían de verdadero.
– Lo extraño -dijo Brunetti, sosteniendo su copa en dirección a Raffi, aunque hablando en defensa de la postura de Chiara- es que probablemente yo no podría establecer la diferencia entre esto y el prosecco que tomamos todos los días.
– ¿Todos los días? -preguntó Paola, aunque no antes de que Brunetti hubiera intercambiado una sonrisa con su hija.
– El prosecco que bebemos habitualmente -dijo, corrigiéndose.
Acabó su champán, cogió la botella vacía y fue al frigorífico en busca de una segunda. Pero se conformó con su cotidiano prosecco y lo puso en la mesa.
– Lo que está haciendo vuestro padre -explicó Paola a sus hijos mientras Brunetti arrancaba el papel de estaño- es daros un ejemplo del método científico. No está preparado para permitir que su observación quede sin demostrar.
– ¿Cuál? -indagó Raffi-. ¿Sobre la diferencia entre el champán y el prosecco o sobre que lo bebéis a diario?
– Sobre las dos cosas -declaró Brunetti, y sus palabras fueron seguidas por un fuerte estallido.