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Brunetti se encontró a Vianello y Rizzardi esperándolo frente a la puerta del piso. Vianello y él intercambiaron inclinaciones de cabeza porque se habían visto aquella misma tarde, y Brunetti estrechó la mano del patólogo. Como siempre, el doctor parecía un gentleman inglés que salía de su club. Llevaba un traje azul marino de raya diplomática, con los evidentes pero invisibles signos de la sastrería a medida. La camisa parecía como si se la hubiera puesto al empezar a subir las escaleras, y su corbata era de las que Brunetti clasificaba vagamente como «de regimiento», aunque no tenía una idea muy clara de lo que eso significaba.

Aunque sabía que el doctor acababa de regresar de unas vacaciones en Cerdeña, Brunetti pensó que Rizzardi parecía cansado, que se encontraba inquieto. Pero ¿cómo preguntarle a un médico por su salud?

– Me alegro de verlo, Ettore. ¿Cómo… -Brunetti empezó a preguntar, pero cambió rápidamente la pregunta por otra menos impertinente- fueron sus vacaciones?

– Laboriosas. Giovanna y yo habíamos planeado pasar el tiempo en la playa, bajo un parasol, leyendo y mirando el mar. Pero en el último minuto Riccardo nos pidió que nos quedáramos con los nietos, y no pudimos decir que no, así que tuvimos uno de ocho y otro de seis años. -Brunetti advirtió que su expresión era la habitual en quien había sufrido un asalto-. Yo ya había olvidado lo que era tener niños alrededor.

– Y doy por supuesto que se sentaron bajo el parasol y leyeron y miraron el mar.

Rizzardi sonrió y no hizo caso.

– Nos gustó, pero me siento mejor si finjo que no. -Luego, agotada la charla ociosa, el doctor cambió de tono y preguntó-: ¿Qué pasa?

– La mujer del piso de arriba regresó de vacaciones, echó en falta el correo y bajó al piso de abajo a buscarlo, entró y encontró a la otra mujer muerta.

– ¿Y llamó a la policía y no al hospital? -terció Vianello.

– Dice que vio sangre; por eso llamó -explicó Brunetti.

Brunetti se dio cuenta de que la puerta era de madera, antigua, con una manilla metálica horizontal, el tipo de puerta que raras veces se ve en esta ciudad castigada por los ladrones. Aunque la entrada de la signora Giusti habría dañado o destruido las huellas en la manilla, Brunetti la abrió cuidadosamente, presionando con la mano abierta el extremo, hacia abajo.

Al entrar, vio una mesa arrimada a la pared, a su izquierda, con un juego de llaves encima de unos sobres. Salía luz por una puerta abierta, a su derecha, y por otra al final del pasillo, en la parte delantera del piso. Se dirigió a la primera y se asomó a la habitación, pero todo cuanto vio fue un sencillo dormitorio con una cama individual y una cómoda.

La costumbre le hizo abrir la puerta del lado opuesto del pasillo, de nuevo con cuidado de tocar sólo el extremo de la manilla. Se filtraba bastante luz para que Brunetti, al pasar, viera una habitación más pequeña, con otra cama individual, una mesita de noche al lado y una cómoda baja. La puerta que daba al cuarto de baño estaba entreabierta.

Se volvió y prosiguió su camino hacia la habitación al final del pasillo, vagamente consciente de que los otros hombres miraban en las otras estancias como él lo había hecho. Dentro del cuarto, la mujer yacía sobre el lado derecho, de espaldas a él, bloqueando la puerta con el canto de un pie. Tenía un brazo extendido y el otro bajo su cuerpo. No parecía más alta que un niño; seguro que no podía pesar más de cincuenta kilos. Había una mancha de sangre un poco mayor que un disco compacto, ahora seca y oscura, en el suelo, junto a la mujer, y parcialmente cubierta por su cabeza. Brunetti permaneció observando el cabello corto y blanco, la rebeca azul marino hecha de grueso cachemir, el cuello de una camiseta amarilla y el delgado anillo de oro en su dedo anular.

Brunetti se consideraba el menos supersticioso de los hombres, y se enorgullecía de su intenso respeto por la razón, el buen sentido y todas las virtudes asociadas al adecuado funcionamiento de la mente. Lo cual, sin embargo, no le impedía aceptar la posibilidad de fenómenos menos tangibles: nunca hubiera sido capaz de encontrar una manera más clara de expresarlo. Algo que, aunque invisible, dejaba vestigios. Esos rastros los notaba allí: se trataba de una muerte problemática. Lo sentía así, aunque vaga y fugazmente, y en cuanto la sensación alcanzó el nivel del pensamiento consciente, desapareció, para ser desestimada como una mera reacción, más fuerte de lo usual, ante la vista de una muerte súbita.

Dirigió un rápido vistazo a la habitación y repasó el mobiliario, las lámparas de pie y una hilera de ventanas, pero una intensa conciencia respecto a la mujer a sus pies le hacía difícil concentrarse en cualquier otra cosa.

Regresó al pasillo. No había rastro de Vianello, pero el patólogo aguardaba unos pasos más allá.

– Está ahí, Ettore -dijo Brunetti.

Mientras el médico se acercaba, la atención de Brunetti fue atraída por ruidos de pasos abajo. Oyó voces de hombres, una de ellas profunda, seguida de un tono más ligero, y a continuación se cerró una puerta.

Los pasos continuaron hacia el piso, y en la puerta abierta apareció Marillo, el técnico del laboratorio. Inmediatamente detrás de él, dos hombres provistos de los maletines propios de su función. Marillo, un lombardo alto y delgado que parecía incapaz de entender algo que no fuera la sencilla y literal verdad de cualquier afirmación o situación, saludó a Brunetti y entró en el piso, adelantándose para permitir a sus hombres entrar detrás de él. El último cerró la puerta y Marillo dijo:

– Un tipo, abajo, quería saber a qué venía todo este ruido.

Brunetti saludó a los hombres, pero cuando se volvió hacia donde había estado Rizzardi, advirtió que el patólogo había pasado a la otra habitación. Comunicó a los hombres que Vianello les diría por dónde empezar a fotografiar y a buscar huellas. Se encontró con Rizzardi inclinado sobre el cuerpo de la mujer, con las manos cuidadosamente metidas en los bolsillos del pantalón. Se puso en pie cuando se acercaba Brunetti, y dijo:

– Puede haber sido un ataque al corazón. Tal vez un derrame cerebral.

Brunetti señaló silenciosamente el pequeño círculo de sangre, y Rizzardi, que llevaba lo bastante en la habitación como para haber echado un cuidadoso vistazo alrededor, señaló a su vez el radiador situado bajo la ventana, no lejos de donde yacía la mujer.

– Pudo haberse golpeado con él -dijo Rizzardi-. Tendré una idea más clara cuando pueda darle la vuelta. -Dio un paso atrás, apartándose del cadáver-. Así que dejemos que hagan las fotos, ¿no?

Con cualquier otro médico, Brunetti podría haber perdido la paciencia ante su negativa a interpretar la mancha de sangre como un signo de violencia, pero estaba familiarizado con la insistencia de Rizzardi en que a él sólo le importaba la causa física de la muerte cuando la viera o pudiera probarla por sí mismo. A veces Brunetti conseguía que el médico conjeturase, pero no era una tarea fácil.

Brunetti permitió que su atención se desviara del médico y de la mujer a sus pies. La habitación parecía en orden, salvo por los dos cojines del sofá, que estaban en el suelo, y un libro encuadernado en piel caído junto a aquéllos. Había un armario ropero, pero sus dos puertas estaban cerradas.

Entró el fotógrafo, quien anunció:

– Marillo y Bobbio están buscando huellas, así que he venido primero a encargarme de ella.

Pasó ante Brunetti, en dirección al cadáver, jugueteando con la mano derecha con un botón de su cámara.

Brunetti se apartó. Oía el leve murmullo de la voz de Rizzardi detrás de él, pero la ignoró y echó a andar por el pasillo.

En el dormitorio principal, Vianello, con finos guantes de plástico, permanecía de pie ante los cajones abiertos de la cómoda. Inclinado, examinaba algunos papeles que había encima del mueble. Mientras Brunetti lo observaba, Vianello deslizó la hoja de la parte superior a un lado con la punta del dedo, y luego leyó la siguiente antes de apartarla también para leer la última hoja.

En respuesta a la silenciosa presencia de Brunetti, Vianello dijo:

– Es una carta de una niña de la India. «A Mamma Costanza.» Debe de ser de una de esas organizaciones con las que apadrinar a un niño.

– ¿Qué dice?

– Está en inglés -respondió Vianello, señalando las hojas- y manuscrita. Por lo que he podido entender, le agradece el regalo de cumpleaños y le dice que se lo dará a su padre para que pueda comprar arroz para la plantación de primavera. -Asintiendo a la vista de los papeles, añadió-: Incluye las notas de la escuela y una foto.

Vianello devolvió cuidadosamente las hojas a su sitio y preguntó:

– ¿Crees que todas esas ONG son honradas?

– Así lo espero -respondió Brunetti-. De otro modo un dineral habrá ido a parar durante mucho tiempo a lugares indebidos.

– ¿Tú mandas?

– Sí.

– ¿A la India?

– Sí -contestó Brunetti, sintiendo algo parecido a la vergüenza-. Paola se encarga de eso.

– Nadia también lo hace -se apresuró a decir Vianello-. Pero que estemos dando dinero a países como la India y China es algo que no comprendo. No puedes abrir un periódico sin leer lo poderosos que son económicamente, y que el mundo acabará perteneciéndoles dentro de una década. O dos. Así pues, ¿qué estamos haciendo, mantener a sus niños? -Luego Vianello añadió-: Al menos eso es lo que yo me pregunto.

– De creer a Fazio -dijo Brunetti, refiriéndose a su amigo, que trabajaba en la policía de fronteras-, lo que no deberíamos hacer es comprarles ropa, juguetes y equipos electrónicos. Pero no hace daño a nadie dar un par de cientos de euros para mandar a un niño a la escuela.

Vianello asintió.

– Allí los niños todavía tienen que comer, supongo. Y comprar libros.

Se quitó los guantes y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta.

En aquel momento el fotógrafo apareció en la puerta y le dijo a Brunetti que Rizzardi quería ver a Vianello. La fallecida había sido colocada boca arriba, con los brazos a los lados. Mirándola ahora, Brunetti no pudo recuperar la sensación que experimentó al mirar por primera vez el cadáver. Tenía los ojos cerrados, la boca abierta y su espíritu la había abandonado. No había la menor esperanza de que su espíritu perdurase aún cerca de aquel cuerpo. Uno podía optar por debatir adónde había ido ese espíritu, o incluso si existió alguna vez, pero de lo que no cabía duda era de la ausencia de vida.

Sobre el rabillo del ojo derecho, inmediatamente encima de la ceja, Brunetti vio un corte, con la carne a su alrededor inflamada y descolorida. Del corte escapaba una pasta oscura, similar por su consistencia al lacre, e iba a parar al cabello. Resultaba obvio que el corte era la fuente de la sangre en el suelo. La rebeca estaba desabrochada, y la camiseta amarilla se había desplazado hacia un lado cuando pusieron el cuerpo boca arriba, dejando expuesta una mancha oblonga en el lado izquierdo de la clavícula.

Inconscientemente, Brunetti juntó las manos frente a los muslos, con los dedos doblados, como si midiera la distancia entre sus pulgares. Cuando miró a Rizzardi, vio que el médico le observaba las manos.

– Debería tener los ojos inyectados en sangre -dijo Rizzardi, leyendo el mensaje de violencia en aquellas manos.

Brunetti oyó detrás de él que alguien dejaba escapar una larga espiración. Se volvió y vio a Vianello, al que no había oído acercarse. El rostro del inspector tenía una expresión de ensayada neutralidad.

Brunetti volvió a mirar a la muerta. Una de sus manos estaba fuertemente apretada, como si hubiera quedado congelada cuando trataba de evitar que su espíritu la abandonara. La otra yacía abierta, con los dedos flojos, animando al espíritu a partir.

– ¿Puede hacerlo mañana por la mañana? -preguntó Brunetti.

– Sí.

– ¿Echará un vistazo a todo?

La respuesta de Rizzardi fue un suspiro, seguido de «Guido», pronunciado en voz baja y en la que podía advertirse un esfuerzo por mostrarse paciente.

Rizzardi miró su reloj. Brunetti sabía que debía consignar en el certificado de defunción la hora en que la mujer había sido declarada muerta, pero el patólogo parecía estar tomándose una desacostumbrada cantidad de tiempo para decidir. Finalmente, se quedó mirando a Brunetti.

– Yo ya no tengo nada que hacer aquí, Guido. Le mandaré el informe en cuanto pueda.

Brunetti asintió, comprobó que era casi la una y agradeció al médico su presencia, aunque sabía que Rizzardi no tenía elección. Se volvió para marcharse, pero Brunetti se le acercó, le puso por un instante la mano en el brazo y no dijo nada.

– Lo llamaré en cuanto termine -dijo Rizzardi.

Se apartó de la mano de Brunetti y abandonó el piso.

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