Silenciosamente, como para no molestar al durmiente, Brunetti sacó del bolsillo el llavero de la signora Altavilla, que había recogido en el cuarto de pruebas antes de abandonar la questura. Lo sostuvo entre las manos, utilizó la uña del pulgar para abrir el anillo metálico, y luego deslizó la tercera llave -la que no encajaba en ninguna cerradura- hacia la estrecha abertura. Tiró de ella despacio, despacio, hasta que se soltó sobre su mano. Inclinándose, depositó la llave en el muslo derecho de Morandi, y luego volvió a guardarse el llavero en el bolsillo, cruzó los brazos y se recostó en la silla.
Consideró impertinente mirar al hombre dormido, de modo que volvió la vista hacia la ventana y al muro en la orilla opuesta del canal, mientras pensaba en los monos. Recientemente había leído un artículo que trataba de unos experimentos ideados para estudiar el sentido innato de la justicia en una especie de mono que Brunetti no podía recordar. Cuando cada miembro del grupo se acostumbraba a recibir la misma recompensa por la misma acción, los demás monos se enfadaban si uno recibía más que sus iguales. Aunque la causa de su agitación no era más que la diferencia entre un trozo de pepino y un grano de uva, a Brunetti le pareció que reaccionaban de una manera muy humana: la recompensa inmerecida era ofensiva incluso para los que no perdían nada con ella. Añádase a esto la presunción de engaño o robo por parte del ganador del grano de uva, y el sentimiento de agravio se reforzaba. En el caso del avvocato Cuccetti, sólo se contaba con la presunción de robo; nada más, aunque había sido recompensado con algo que superaba considerablemente un grano de uva. Había pasado bastante tiempo, sin embargo, y no habría consecuencias legales aun en el caso de que la presunción se confirmara. Aunque se pudiera probar que había robado el grano de uva, no había que devolverlo.
Morandi no se sorprendió por la llegada de un policía: pensaba que la policía debía presentarse por lo que había hecho. ¿Debido al testamento de Madame Reynard? ¿Porque fue a ver a la signora Altavilla? ¿Porque trató de razonar contra su tremenda honradez? ¿O porque la agarró por los hombros y trató de hacerla entrar en razón? ¿O la derribó, habiendo visto o no el radiador?
De vez en cuando pulsaban el timbre, y la tolteca iba a abrir la puerta, pero quienes llegaban estaban preocupados por otras cosas y no se molestaban en mirar hacia la habitación. De haberlo hecho, ¿qué hubieran visto? A otro de los residentes en el establecimiento, rendido a causa de las preocupaciones del día. ¿Y era su hijo el que estaba sentado con él?
– ¿Qué es lo que desea? -preguntó el anciano con voz mortecina.
Brunetti miró a Morandi y vio que estaba completamente despierto y que tenía la llave en una mano. La frotó entre el pulgar y el índice, como si fuera una moneda y comprobara si era o no falsa.
– Me gustaría que me hablara de la llave.
– O sea, que la tenía ella -dijo Morandi con tranquila resignación.
– Sí.
El anciano sacudió la cabeza con un gesto de evidente contrariedad.
– Estaba seguro de que la tenía, pero me dijo que no estaba allí.
– Y no estaba.
– ¿Qué?
– Se la había dado a otra persona.
– ¿A su hijo?
– A una amiga.
– Oh -exclamó Morandi, resignado, y luego añadió-: Debió habérmela dado.
– ¿Usted se la pidió?
– Desde luego. Por eso fui allí, para recuperarla.
– ¿Pero?
– Pero no quiso dármela. Dijo que sabía lo que era y que no era justo que yo la tuviera, ni que los tuviera.
– Comprendo. ¿Se lo dijo a ella la signora Sartori?
Al anciano le sobrevino un estremecimiento como los que Brunetti había visto en los perros. Empezó por la cabeza y, gradualmente, afectó a los hombros y los brazos. Otros dos mechones de pelo se desprendieron de la cabeza y cayeron sobre la solapa de la americana. Brunetti no supo si trataba de sacudirse la pregunta que le había formulado o la respuesta a ella. Dejó de moverse, pero siguió sin hablar.
– Supongo que la signora Sartori debió decírselo -comentó Brunetti resignadamente, como si hubiera seguido una compleja sucesión de pensamientos y aquella fuera la única conclusión a que podía llegarse.
– ¿Decirle qué? -preguntó el anciano, y su modo de hablar se hizo más lento a causa de la fatiga, no de la sospecha.
– Lo que usted y la signora Sartori hicieron.
Como si de pronto fuera consciente del desorden de su pelo, Morandi alzó una mano y volvió a colocar delicadamente en su sitio los mechones rebeldes, cubriendo con ellos, uno por uno, la cúpula sonrosada de su cabeza. Les dio unos golpecitos para fijarlos en su lugar, y luego mantuvo la mano sobre ellos, como si esperase alguna señal de que habían quedado adheridos a la superficie.
Bajó la mano y dijo, sin mirar a Brunetti mientras hablaba:
– No debió habérselo dicho. O sea, Maria. Pero desde que ella…, desde que le pasó eso, no ha sido cuidadosa con lo que dice, y ella… -Su voz se fue apagando, volvió a ponerse el pelo en su sitio con unos golpecitos, aunque no era necesario, y se quedó mirando a Brunetti, como si esperase alguna respuesta a sus palabras. Finalmente dijo-: Ella desbarra.
– ¿Qué opinan los médicos?
– Oh, los médicos -replicó Morandi airadamente, haciendo un gesto con la mano dirigido a algún lugar detrás de él, como si los médicos estuvieran alineados allí y, oyéndolo, se sintieran cohibidos-. Uno de ellos dice que fue un pequeño derrame, pero según otro podría ser el comienzo del al… o alguna otra cosa. -Como Brunetti no decía nada y los médicos invisibles no objetaban nada a sus observaciones, Morandi prosiguió-: Sólo es cuestión de la edad. Y de las preocupaciones.
– Lamento que esté preocupada. Merece paz y tranquilidad.
Morandi sonrió, inclinó la cabeza como ante un cumplido al que no fuera acreedor, y dijo:
– Sí, las merece. Es la mujer más maravillosa del mundo. -Brunetti advirtió un verdadero temblor en su voz. Aguardó, y Morandi añadió-: Nunca he conocido a alguien como ella.
– Debe usted conocerla muy bien para sentirse tan unido a ella, signore.
Como Morandi había bajado de nuevo la cabeza, Brunetti sólo pudo ver su cráneo sonrosado y los mechones oscuros de pelo que lo atravesaban. Pero mientras observaba, el color rosado se oscureció y Morandi confesó:
– Ella lo es todo.
Brunetti dejó transcurrir un momento antes de decir:
– Es usted afortunado.
– Ya lo sé -admitió Morandi, y de nuevo Brunetti percibió el temblor.
– ¿Cuánto tiempo hace que la conoce?
– Desde el dieciséis de julio del cincuenta y nueve.
– Yo todavía era un niño.
– Bien, yo ya era un hombre por entonces -dijo Morandi, y con una voz más suave añadió-: Pero ni muy bueno ni muy guapo.
– Y entonces la conoció -lo animó Brunetti.
Morandi levantó la vista, y Brunetti vio aquella misma sonrisa, extrañamente infantil.
– Sí. -Y como si lo hubiera pensado mejor-: A las tres y media de la tarde.
– Tiene usted suerte de recordar el día con tanta claridad -observó Brunetti, sorprendido, porque él no recordaba la fecha en que conoció a Paola.
Sabía el año, desde luego, y se acordaba de por qué estaba en la biblioteca, el tema del trabajo que tenía que escribir, de modo que si buscara en sus archivos de la universidad cuándo asistió a aquella clase, probablemente podría averiguar por lo menos el mes, pero la fecha se había borrado. Se sentiría cohibido si se la preguntara a Paola, porque si ella se la sabía de memoria él se sentiría como un patán por no recordarla. Pero con la misma facilidad era probable que ella lo tildara de bobo sentimental por querer recordar algo así. Lo cual hacía de Morandi un bobo sentimental, supuso.
– ¿Cómo la conoció?
Morandi sonrió ante la pregunta y ante la evocación.
– Yo trabajaba de portero en el hospital y tuve que ir a una habitación a ayudar a levantar a uno de los pacientes y tenderlo en una camilla para que pudieran bajarlo a hacerle unas pruebas, y Maria ya estaba allí, ayudando a la enfermera. -Miró la pared, a la izquierda de Brunetti, viendo quizá la habitación del hospital-. Pero ellas eran unas mujeres muy pequeñas y no podían hacerlo, de modo que les pedí que se apartaran y levanté al hombre, lo deposité en la camilla, y cuando me dieron las gracias, Maria sonrió y… Bien, supongo…
Su voz se apagó, pero mantuvo la sonrisa.
– Yo comprendí en aquel mismo momento, ¿sabe? -le dijo a Brunetti, de hombre a hombre, aunque Brunetti pensó que eso lo entenderían más las mujeres que los hombres-, que ella era la única. Y nada en estos años ha cambiado eso.
– Es usted un hombre afortunado -repitió Brunetti, pensando que todo hombre, o toda mujer, que pasaba décadas arropado en ese sentimiento era una persona afortunada.
¿Por qué, entonces, nunca se casaron? Recordó la primera impresión de matón que le produjo Morandi, y se preguntó si quizá tenía una familia molesta alojada en algún sitio. Paola se refería a menudo a los hombres que tenían una señora Rochester en el desván: ¿tenía una Morandi?
– Así lo creo -admitió Morandi, con la llave todavía en la mano.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí la signora Sartori? -preguntó Brunetti, haciendo un gesto con la mano que abarcaba cuanto los rodeaba, tan inocentemente como si en su despacho no estuvieran las copias de todos los pagos por los cuidados que se le daban, y que podían comprobarse de un vistazo.
– Ahora hace tres años -respondió Morandi, el tiempo transcurrido desde que, como Brunetti sabía, fue ingresado el primero de los cheques de Turchetti.
– Es muy buen sitio. Tiene mucha suerte de estar aquí -dijo Brunetti. No quiso permitirse mencionar la experiencia de su madre, y se limitó a comentar-: Me consta que en algunos otros establecimientos de la ciudad no ofrecen tan buena atención como la de las hermanas de aquí. -Dado que Morandi se abstuvo de responder, Brunetti añadió-: He oído historias sobre las residencias públicas.
– Tuvimos mucha suerte -reconoció Morandi seriamente, sin morder el anzuelo o evitándolo; Brunetti no estaba seguro.
– He oído decir que es muy cara -observó Brunetti, utilizando el tono de un ciudadano que conversa con otro.
– Teníamos unos ahorrillos.
Brunetti se inclinó hacia delante y tomó la llave que Morandi tenía en la mano. Levantando la llave, preguntó:
– ¿Es aquí donde están?
El anciano no contestó, y Brunetti se deslizó la llave en el bolsillo superior del pantalón. Morandi apoyó la mano derecha en el muslo, como para cubrir el lugar donde había estado la llave. Luego colocó la izquierda en el otro muslo. Miró a Brunetti, con la cara más pálida que antes.
– ¿Se lo dijo ella?
Brunetti no supo si se refería a la signora Sartori o a la signora Altavilla, así que respondió:
– No importa quién me lo dijera, ¿no es así, signore? Lo que cuenta es que tengo la llave y sé lo que hay allí.
– No pertenecen a nadie, ¿sabe? -puntualizó el anciano-. Todos están muertos, toda la gente que los quería.
– ¿Cómo los consiguió usted?
– La vieja francesa los tenía en su casa. En una canasta de la ropa sucia. -Debió haber captado el destello de inquietud en el rostro de Brunetti, pues aclaró-: No, guardados en una caja de plástico, en el fondo. Estaban seguros.
– Entiendo. Pero ¿cómo se hicieron ustedes con ellos?
Brunetti optó por utilizar el «ustedes».
Esta vez Morandi reaccionó ante la palabra.
– Maria no tuvo nada que ver. No le hubiera gustado. En absoluto. No me hubiera permitido cogerlos.
– Oh, ya veo, ya veo.
Brunetti se preguntó cuántas veces más tendría que decir lo mismo cuando, como ahora, lo que oía era muy improbable. ¿Morandi los tuvo en su poder durante décadas sin saberlo ella?
– Cuccetti me los dio. La misma noche que firmamos el papel como testigos. -Brunetti se dio cuenta de que el hombre no se atrevía a llamarlo «testamento». Luego, Morandi añadió, en tono airado-: Hice que me los diera.
– ¿Por qué?
– Porque no me fiaba de él -dijo Morandi con gran energía.
– ¿Y el piso? -preguntó Brunetti, en lugar de continuar con el tema de la honradez de Cuccetti.
– Eso es lo que me prometió al principio, cuando me pidió que firmara algo. Yo no me fié de él entonces y no me fié después. Sabía cómo era. Me daba el piso y luego ya encontraría una manera de quitármelo. Alguna vía legal. Después de todo era abogado -explicó Morandi más o menos como explicaría que un ave era un buitre. Brunetti, experto en la actuación de los abogados, asintió-. Así que le dije lo que quería.
– ¿Cómo supo usted que existían y lo que eran?
– La vieja solía hablar con Maria, y se refirió a ellos y a lo mucho que valían, y Maria me lo contó. -Antes de que Brunetti pudiera hacerse una opinión equivocada, se apresuró a aclarar-: No, no es lo que usted piensa. Fue algo que ella me dijo, cuando hablaba sobre el trabajo y sobre los pacientes, y las cosas que le contaban. -Apartó la vista por un momento, como si se sintiera cohibido por hallarse en compañía de un hombre capaz de pensar semejante cosa de la signora Sartori-. Fue idea mía, no de ella. Ella no lo supo. Nunca ha sabido que yo los tenía.
Brunetti se encontró pensando cruelmente cómo conoció ella la existencia de la llave.
– ¿Qué dijo Cuccetti?
– ¿Qué podía decir? -preguntó Morandi con brusquedad-. La vieja no iba a durar mucho. Cualquiera podía verlo, así que comprendí que él debía darse prisa. -Brunetti permaneció en silencio ante la incapacidad de Morandi para percatarse de lo que eso decía de su persona-. Le dije que no firmaría nada hasta que me los diera.
Mientras el anciano relataba su historia, Brunetti recordó por qué había pensado en él como en un matón. Su voz se hizo más dura, como también su mirada, y su boca se volvió más rígida conforme proseguía su narración. Brunetti mantenía un rostro impasible.
– Y entonces la vieja sufrió algún tipo de crisis; no recuerdo qué fue. Respiratoria, algo así. Y Cuccetti, preso del pánico, tuvo que ir a casa de la mujer, cogerlos, llevarlos al hospital y guardarlos en el armario de la enferma.
– ¿Por qué hizo eso?
Morandi respondió inmediatamente:
– Si alguien preguntaba, podría decir que ella le había pedido que los llevara para verlos una vez más. -Su gesto de asentimiento demostró cuán inteligente juzgaba esa acción de Cuccetti-. Pero ella no los vio. Para entonces ya estaba gagá.
Brunetti volvió a pensar en los lagartos de Dante y en la manera en que, repetidamente, cambiaban de forma, recuperando de manera ineluctable la que tuvieron antes.
– Así que ustedes firmaron.
– Sí.
– Y la firma de la signora Sartori ¿fue realmente la suya?
Morandi se sonrojó de nuevo, mucho más que en cualquier otro momento en el pasado. Su lucha interior afloró, y realmente pareció deprimirse otra vez.
– Sí -dijo, y bajó la cabeza para esperar la acometida de la siguiente pregunta de Brunetti.
– ¿Qué le dijo usted a ella?
Morandi empezó a hablar, pero luego le dio una tos nerviosa. Agachó la cabeza hasta las rodillas y la mantuvo así hasta que concluyó el acceso de tos. Luego se enderezó, se apoyó en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Brunetti no le dejó dormirse otra vez, y le dio un codazo para impedírselo. El anciano abrió los ojos.
– Le dije que yo había visto escribir a la vieja. Que Cuccetti y yo estábamos allí, y que ella escribió el testamento por sí misma.
– Pero ¿quién lo escribió realmente?
Morandi se encogió de hombros.
– No lo sé. Cuando entré en la habitación estaba encima de la mesa. -Miró a Brunetti y dijo, sin intentar disimular su impaciencia-. Tuvo que escribirlo ella, ¿no?
Brunetti ignoró la observación.
– ¿Pudo haber firmado cualquiera? -preguntó Brunetti en tono desapasionado-. Y aun así, ¿usted y la signora Sartori avalaron con su testimonio que aquélla era su firma?
Morandi asintió, luego se cubrió los ojos con la mano derecha, como si la visión de lo que sabía Brunetti fuera más de lo que podía soportar. Brunetti apartó la vista un momento, y cuando volvió a mirar vio lágrimas bajo sus dedos.
El anciano se mantuvo así un rato, y luego se inclinó a un lado y sacó un enorme pañuelo blanco del bolsillo. Se secó los ojos y se sonó, dobló el pañuelo cuidadosamente y lo devolvió al bolsillo.
Como si no hubiera oído la pregunta de Brunetti, Morandi dijo:
– La vieja murió pocos días después. Tres. Cuatro. Entonces Cuccetti nos presentó el testamento y nos pidió que firmáramos. Tuve que explicarle a Maria que debía decir que la vimos firmarlo o, de lo contrario, tendríamos problemas.
– ¿Y ella firmó?
– Sí. Entonces sí.
– ¿Y después?
– Después empezó a no creerme.
– ¿Fue por el piso?
– No, yo le dije que me lo había dejado mi tía. Ella vivía en Turín y murió por entonces, de modo que le dije a Maria que eso es lo que sucedió.
– ¿Y lo creyó?
– Sí, desde luego. -Viendo el rostro de Brunetti, dijo, con voz casi suplicante-: Por favor. Tiene usted que comprender que Maria es una persona honrada. No podía mentir, aunque quisiera. Y no cree que otras personas puedan hacerlo. -Hizo una pausa, pensativo, y añadió-: Y yo nunca le mentí. A ella, nunca. Hasta entonces. Porque yo quería que tuviéramos un hogar del que pudiéramos estar orgullosos y vivir juntos en él.
Brunetti se encontró pensando en lo oportunamente que ese deseo le dio las cosas hechas.
– ¿Qué hizo con los dibujos?
Brunetti estaba cansado de aquello, cansado de tener que considerar todo cuando decía Morandi para determinar cuál de los dos hombres que él había visto estaba hablando.
Como si hubiera esperado la pregunta, Morandi dijo, con un vago gesto en dirección al bolsillo de Brunetti, como si estuviera allí:
– Los deposité en el banco.
Brunetti se reprimió de darse una palmada en la frente y exclamar: «Claro, claro.» Las personas como Morandi no viven en pisos grandes cerca de San Marco, y nadie esperará que los pobres tengan cajas de seguridad. Pero ¿qué otra cosa era aquella llave sino la de una caja de seguridad?
– ¿Cuándo se hizo ella con la llave?
Morandi apretó los labios a la manera de un escolar al que se regaña por alguna infracción leve.
– Hace dos semanas. ¿Se acuerda de aquel día que hizo calor?
En efecto, Brunetti lo recordaba: cenaban en la terraza, pero pronto el calor se hizo insoportable.
– Salí al campo a fumarme un cigarrillo. Dejé el abrigo encima de la cama. Ella debió coger la llave mientras yo estaba fuera. No me di cuenta hasta que llegué a casa y abrí la puerta, pero era demasiado tarde para regresar a la casa di cura. Cuando le pregunté sobre el asunto al día siguiente, me dijo que no sabía de qué le estaba hablando.
– ¿Sabía ella qué era la llave?
Morandi sacudió la cabeza.
– No lo sé, no lo sé. Nunca pensé que supiera nada o comprendiera lo que había sucedido. Sobre el piso. O los dibujos. -Dirigió una prolongada mirada a Brunetti, y su confusión podía percibirse en cada palabra-. Pero tuvo que saberlo, ¿no cree? -Brunetti no respondió, y Morandi preguntó-: ¿Por eso cogió la llave? ¿Por qué lo sabía? ¿Todos estos años?
Había un indicio de desesperación en su voz, ante la necesidad de considerar en qué medida esa posibilidad afectaba a la visión que tenía de su idealizada Maria.
Brunetti no dio con las palabras adecuadas. Las personas sabían cosas que decían y pensaban no saberlas. Esposas y maridos sabían mucho más los unos de los otros de lo que se suponía que se habían enterado.
– Tengo que tener la llave -espetó Morandi-. Tengo que tenerla.
– ¿Por qué? -preguntó Brunetti, aunque lo sabía.
– Para pagar las facturas. -El anciano miró la habitación a su alrededor, y pasó la palma de la mano por el terciopelo del sofá-. Usted ya sabe cómo son las residencias públicas; usted las ha visto. No puedo permitir que ella vaya allí. -Ante ese pensamiento, volvieron las lágrimas, pero esta vez Morandi no fue consciente de ellas-. Allí no enviaría ni a un perro -insistió.
Brunetti, que no había ingresado a su madre en un centro público, calló.
– Tengo que pagarles. No puedo trasladarla ahora, y menos a uno de esos sitios después de haber estado aquí. -Ahogó un sollozo, lo que lo sorprendió a él tanto como a Brunetti. Morandi pugnó por ponerse en pie y caminó hacia la puerta-. No puedo seguir aquí dentro -dijo, y se dirigió al ascensor.