No sólo le dio los nombres, sino también sus números de habitación. Dos mujeres y un hombre, todos octogenarios y una de ellas con una salud mental «apática». Ésa fue la palabra que empleó la monja: «apática». Brunetti tenía la sensación de que ella no le habría aclarado qué quería decir con ese término, así que la dejó pasar. Le dio las gracias y le preguntó si podía hablar en seguida con aquellas personas.
– Puede intentarlo. Es la hora del almuerzo, y para muchos de nuestros huéspedes ése es el acontecimiento más importante del día. Podría resultarle difícil que se concentren en lo que les pregunte, al menos hasta después de que hayan comido.
Al oírla recordó un período de la decadencia de su madre en que se interesó obsesivamente por los alimentos, por comer, aunque continuó adelgazando, sin que importara lo que ingiriese. Pero no tardó en olvidar lo que era la comida, y había que recordarle que comiera y casi forzarla a ello.
La monja lo oyó suspirar y dijo:
– Esto lo hacemos por amor al Señor y por amor al prójimo.
Él asintió, por el momento incapaz de hablar. Cuando Brunetti la miró, ella dijo:
– No sé si serán de mucha ayuda si se enteran de que es usted policía. Bastaría que dijera que es un amigo de Costanza.
– ¿Y dejarlo así? -preguntó con una sonrisa.
– Bastaría. -Ella no le devolvió la sonrisa, pero dijo-: Después de todo, en cierto sentido, es verdad, ¿no?
Brunetti se puso en pie sin responder a la pregunta. Se inclinó y tendió la mano. Ella se la estrechó brevemente y luego le explicó:
– Si sale por esa puerta, gire a la izquierda, al final del pasillo, a la derecha, llegará al comedor.
– Gracias, madre.
Ella asintió y volvió a fijar la atención en su libro. En la puerta, Brunetti estuvo tentado de volverse y comprobar si ella lo estaba observando, pero desistió.
No tuvo que utilizar sus habilidades profesionales para saber que el almuerzo consistía en asado de cerdo con patatas: los olió nada más entrar en el edificio. Mientras pasaba frente a lo que debía ser la puerta de la cocina, se dio cuenta de lo bueno que debían estar el asado de cerdo y las patatas.
Frente a las ventanas que daban al campo estaban dispuestas seis o siete mesas, la mitad de ellas pequeñas y con capacidad para sólo una o dos personas. Había más o menos una docena de comensales, algunos reunidos en parejas, un grupo de cuatro y alguno solo. No quedaba ninguna mesa vacía. Había botellas de vino y de agua mineral en todas, y los platos parecían de porcelana. Las cabezas se volvieron cuando entró en el comedor, pero de inmediato aparecieron detrás de él dos muchachas de piel oscura vestidas con una versión simplificada del hábito que llevaban la madre Rosa y la otra hermana. Entre la toca y el velo de la primera asomaban los ojos almendrados y la nariz muy arqueada de una estatua tolteca. Los labios, esculpidos en su rostro de caoba, estaban rodeados por una delgada línea de piel más clara que exageraba su rojo natural. Brunetti se la quedó mirando hasta que giró en su dirección. Entonces él actuó como lo hacía cuando un sospechoso le sostenía la mirada: cambió el enfoque de sus ojos, los adaptó a la visión lejana y recorrió con ellos la estancia, como si la joven no hubiera estado allí o no mereciera su atención.
Las dos novicias se apresuraban en torno a las mesas, apilando los platos en los que se había servido la pasta. Cuando pasaron camino de la cocina, Brunetti vio restos de pesto, una salsa de color verde que no le gustaba. Las novicias regresaron rápidamente, transportando cada una de ellas tres platos que contenían cerdo, zanahorias en rodajas y patatas. Sirvieron a los comensales de las mesas más próximas, desaparecieron y volvieron con más platos.
El rumor de conversación que se había roto al verlo se reanudó, y las cabezas -la mayoría blancas, excepto alguna, desafiante- se inclinaron sobre su almuerzo. Los tenedores golpeaban la porcelana y las botellas los vasos; los sonidos usuales durante una comida en comunidad.
La monja que había abierto la puerta principal apareció de repente junto a él y preguntó:
– ¿Querría, signore, que le dijera quiénes son? Dando por supuesto que había sido enviada por la madre superiora, Brunetti accedió:
– Sería muy amable de su parte, suora. -El dottor Grandesso almuerza hoy en su habitación; la signora Sartori está ahí, en la segunda mesa, vestida de negro; y a la signora Cannata la acompañan otras personas a la mesa que está junto a la anterior. Es la del pelo rojo.
Brunetti recorrió con la vista el comedor y localizó a ambas mujeres. La signora Sartori estaba encorvada sobre su comida, con el brazo izquierdo rodeando el plato, como si tratara de protegerlo de alguien que quisiera arrebatárselo. La vio de perfil: un pómulo alto cubierto con poca carne, pero con una abundante papada colgándole bajo la barbilla. La pintura de labios era de un rojo violento y se desviaba más allá de la boca. El cutis, como el de los ancianos que ya no ven la luz del día, tenía un matiz ligeramente verdoso, un efecto intensificado por el cabello, negro como la tinta, que le llegaba hasta los hombros.
Sujetaba el tenedor con su puño nudoso y lo utilizaba como una pala con las patatas. Brunetti advirtió que la carne le había llegado ya cortada en trocitos mínimos. Mientras la observaba, ella se terminó las patatas y a continuación, y no menos rápidamente, las zanahorias. Cogió una rebanada de pan, la partió por la mitad, y con una de las mitades rebañó medio plato hasta dejarlo limpio, y luego hizo lo mismo con la otra mitad. Mientras él seguía observando, la signora Sartori acabó con dos rebanadas más, y cuando no quedaban otras, detuvo sus movimientos y permaneció sentada, inmóvil. Una de las novicias le retiró el plato vacío y recibió una penetrante y airada mirada por hacerlo.
Brunetti se acercó a la mesa de la mujer del pelo rojo. Las novicias pasaron rápidamente ante él y sirvieron un trozo de pastel de manzana a cada una de las tres personas sentadas a la mesa. Él se detuvo a poca distancia y se dirigió a la mujer del ralo pelo rojo.
– ¿Signora Cannata?
Ella levantó la vista y le sonrió de una manera que él juzgó de forma automática como insinuante. Sus ojos pestañearon rápidamente y levantó una mano abierta como para mantener a raya a Brunetti, como si fuera una adolescente y él, el primer muchacho que le hubiera dirigido un cumplido. Tenía la nariz fina y bien dibujada, y la piel tirante bajo los ojos presentaba unas sombras más ligeras que el resto de su cara. El rímel había sido aplicado con torpeza, como también el lápiz de labios, del que eran visibles huellas en la servilleta y en las arruguitas a ambos lados de la boca. Lo mismo podía tener sesenta años que tener un hijo de esa edad.
Las demás personas de la mesa se volvieron hacia Brunetti: un hombre con escaso pelo blanco y un sospechoso bigote negro, y una mujer rubia cuyo rostro y lo que pudo ver Brunetti de su pecho parecían estar hechos de cuero bien curtido. La cabeza de la mujer y, cuando Brunetti se fijó más, también sus manos se movían erráticamente a causa de un evidente temblor. Él hizo una inclinación de cabeza y sonrió a todos los reunidos.
– ¿Y usted es…? -preguntó el hombre del bigote.
– Guido Brunetti -respondió, y añadió procurando emplear un tono más sobrio-: Un amigo de Costanza Altavilla.
La expresión de los comensales no cambió, aunque la rubia fue acometida por un momentáneo temblor en las comisuras de los labios. Ladeó la cabeza mientras decía: «Ah, povera donna», y el hombre movió la suya y produjo un chasquido con la lengua. ¿A eso se reducía todo?, se preguntó Brunetti. ¿Llegamos a un punto en nuestras vidas en que la muerte de otras personas no importa, y que lo más que cabe esperar es una especie de tristeza formularia, la manifestación genérica de la pena en lugar de la real? Lo que observó en ellos era algo mucho más próximo a la desaprobación que a la tristeza. Vergüenza ante la muerte por haber mostrado su rostro en nuestras vidas; vergüenza ante la muerte por habernos recordado que acechaba fuera y nos esperaba.
– Oh, un amigo de Costanza -comentó la signora Cannata, suspirando.
– Más de su hijo, en realidad. De hecho, él me pidió que viniera y hablara con las hermanas -empezó a decir, lo cual era verdad, pero rápidamente, sin solución de continuidad, pasó a la mentira-. Me pidió que cuando estuviera aquí procurara hablar con algunas de las personas que ella mencionaba y les dijera cuánto las apreciaba Costanza.
Al oír esto, la signora Cannata se llevó la mano abierta al pecho, como si preguntara: «¿Quién? ¿Yo?»
Brunetti le dirigió una sonrisa caritativa y dijo:
– Y espero poder decirle algunas palabras a su hijo, algún testimonio de cuánto la apreciaban aquí.
El hombre se puso en pie bruscamente, como si estuviera cansado de toda aquella charla de afecto y consideración. La rubia también se levantó y ambos se tomaron del brazo.
– Salimos a tomar un café -le dijo él a Brunetti o a la signora Cannata o, para que todo el mundo se enterara, a los ángeles de la guarda.
Dirigió una inclinación de cabeza a Brunetti, no hizo movimiento alguno para tenderle la mano y se alejó, acompañado por la mujer. Ignorándolos, Brunetti preguntó:
– ¿Puedo sentarme con usted, signora? -Y ante su sonrisa y su gesto invitador, se sentó en la silla a su izquierda, que nadie había ocupado. Él le devolvió la sonrisa y dijo-: Como puede usted comprender, signora, su hijo se siente muy abatido por el suceso. Usted sabe lo unidos que estaban.
Ella levantó la servilleta, que Brunetti advirtió era de tela y no de papel, la dobló en busca de una parte limpia, y se dio dos exquisitos toques en la comisura del ojo izquierdo y luego en la del derecho.
– Es algo terrible. Pero supongo que su hijo -es médico, ¿verdad?- sabía que no andaba bien de salud. -Hizo un gesto con la boca, y dirigió hacia abajo las comisuras de los labios-. Fue un ataque al corazón, ¿no?
– Sí, eso fue. Al menos la pobre no sufrió -dijo, esforzándose por emplear un tono de voz que denotara conmiseración, tal como recordaba haberlo oído en su juventud.
– Ah, gracias a Dios. Al menos por eso.
Inconscientemente, volvió a llevarse la mano abierta al pecho. Esta vez el gesto no tenía nada de artificioso.
– Su hijo me contó que usted era una de las personas que ella mencionaba con frecuencia. Y, según decía, disfrutaba mucho conversando con usted.
– Oh, eso es muy halagador. No es que yo tenga mucho de que hablar. Bien, quizá cuando era joven y vivía mi marido. Era contable, ¿sabe?, y ayudaba a mucha gente importante de la ciudad.
Brunetti apoyó el codo en la mesa y la barbilla en la palma derecha, dispuesto a permanecer allí sentado toda la tarde y escuchar la historia de los triunfos numéricos del marido. La signora Cannata no lo decepcionó: durante su vida laboral, su marido descubrió unos excesivos pagos por impuestos del propietario de una naviera; una vez ayudó a un famoso cirujano a idear un sistema contable particular para pacientes extranjeros; y también -aunque todo este asunto de los ordenadores era algo que le llegó tarde en la vida- consiguió diseñar un sistema informático para la facturación y la contabilidad completas de su despacho.
Brunetti adoptó su actitud más lisonjera, asintiendo y sonriendo ante cada triunfo que ella contaba, y se preguntaba cómo aquella mujer podría haber puesto a alguien en peligro, salvo a sí misma, de resultas de un ataque violento por parte de la gente a la que aburría.
– ¿Y cuánto tiempo lleva aquí de huésped, signora?
Su sonrisa se volvió más crispada al responder:
– Oh, hace unos años me di cuenta de que aquí tengo mucha más libertad. Y estoy con personas de mi edad. No con gente de la generación de mi hijo o incluso más joven… Usted ya sabe lo insensibles que pueden ser -continuó, abriendo los ojos para exteriorizar su honradez y su generosa sinceridad, por no mencionar su extrema calidez humana-. Además, la gente prefiere la compañía de sus iguales, que tengan los mismos recuerdos y parecida historia.
Sonrió, y Brunetti hizo un gesto de asentimiento que demostraba su acuerdo de forma tan expresiva que le sirvió para despejarse la cabeza.
– Bien -concluyó, poniéndose en pie y dejando claro que lo hacía con desgana-. No quiero entretenerla más, signora. Ha sido usted muy generosa con su tiempo y no sé cómo darle las gracias.
Ella compuso lo que probablemente intentaba ser una sonrisa coqueta.
– Una manera sería que volviese a charlar conmigo otra vez.
– Sin falta, signora -replicó Brunetti, y le tendió la mano. Ella la tomó y la retuvo un buen rato, lo que hizo que él se sintiera arrastrado por la compasión-. Lo procuraré.
Su mirada era tan clara que él comprendió que ninguno de los dos se engañaba lo más mínimo respecto a lo que acababa de decir, pero ambos decidieron seguir representando sus papeles hasta finalizar la escena.
– Y yo lo tendré en cuenta -dijo la signora Cannata, retirando la mano y juntándola con la otra, doblada en su regazo.
Brunetti sonrió. Sabía que, sencillamente, no podía trasladarse a la otra mesa y empezar a hablar con la signora Sartori, que parecía no haberse movido desde que había terminado su trozo de pastel. Abandonó el comedor y avanzó por el pasillo en dirección a la cocina. Una de las novicias salió con una gran bandeja y se dirigió hacia él.
– Usted perdone -empezó, inseguro de qué tratamiento darle-, ¿podría decirme dónde encontrar al dottor Grandesso?
– Oh, está detrás del vestíbulo, signore, a la derecha. La última puerta.
Miró alrededor de Brunetti y señaló el corredor, como si temiera que no siguiera sus instrucciones.
– Gracias -dijo, y echó a andar por el corredor. La última puerta a la derecha estaba cerrada, así que llamó. Llamó de nuevo y entonces, al no oír respuesta, abrió despacio y preguntó, dirigiendo la voz al interior de la habitación-: ¿Dottor Grandesso?
La respuesta fue un ruido. Pudo haber sido una palabra o también un gruñido, pero en definitiva sonó como un ruido, y Brunetti lo consideró una invitación a entrar. Dentro vio lo que, al principio, le pareció una calavera apoyada en la almohada de la cama. Pero la calavera tenía mechones de cabello pegados y una delgada capa de piel arrugada. Bajo las mantas sobresalía una forma larga y estrecha, y al final, unos pies semejantes a una mitra episcopal en miniatura. Los ojos seguían allí, y se volvieron en dirección a Brunetti. No pestañearon ni se movieron; se limitaron a abrir un conducto entre él y la calavera. Brunetti reconoció el olor que había llegado a conocer en la habitación de su madre.
– ¿Dottor Grandesso?
– Sì -respondió la calavera sin mover los labios. Pronunció esa única palabra con una voz que sorprendió a Brunetti por su profundidad y resonancia.
– Soy amigo del hijo de la signora Altavilla. Me ha pedido que venga a hablar con las hermanas y con aquellos de ustedes que mejor conocieron a su madre. Si no le molesta, claro.
Los ojos parpadearon. O, para más precisar, se cerraron y permanecieron cerrados un rato. Cuando se reabrieron, de algún modo se habían transformado en los ojos de un hombre vivo, embargado por la emoción y, de eso Brunetti estaba seguro, por el dolor.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó con la misma voz profunda.
Al aproximarse a la cama, tuvo plena conciencia de que los ojos del dottor Grandesso lo estudiaban. Su escrutinio dio a Brunetti la sensación de la contradictoria vitalidad de aquel hombre.
– Murió de un ataque al corazón. Debió ser fulminante, según los resultados de la autopsia, y cualquier dolor que hubiera podido sentir duró sólo un instante.
– ¿Rizzardi? -preguntó el dottor Grandesso para sorpresa de Brunetti.
– Sí. ¿Lo conoce?
Brunetti no había considerado la posibilidad de que aquel hombre fuera médico.
– Lo conozco. O lo conocí cuando yo aún ejercía. Un hombre sólido.
Los labios del doctor se movían al hablar, y sus ojos prestaban una cuidadosa atención a Brunetti, pero las arrugas de sus mejillas permanecían inmóviles, y su expresión se leía tan sólo en sus ojos.
Lo que dijo de Rizzardi era al mismo tiempo una descripción y un halago, pronunciados con una voz que no debía haber sonado de aquella forma. El doctor cerró los ojos de nuevo, y esta simple acción lo transformó, sustrayéndole el espíritu y no dejando en su lugar más que una cabeza estragada y más abajo, bajo las mantas, lo que parecían unas ramas.
Como no deseaba abrumarlo, Brunetti apartó la vista, pero la ventana junto a la cama daba a una calle estrecha y no proporcionaba otra vista que un muro y una ventana con los postigos cerrados. Continuó mirándolos hasta que el otro preguntó:
– ¿La conoció usted?
Volvió a mirarlo y vio que renacían la animación y el interés.
– No. Sólo a su hijo. Estuve con él mientras Rizzardi… -La frase languideció; Brunetti estaba inseguro de qué hacer con ella-. Me pidió que hablara con las hermanas. Dijo que su madre era feliz cuando venía. Después de reunirme con la madre superiora, me propongo hablar con las personas que más le gustaban a la signora Altavilla.
– ¿Conocía el hijo nuestros nombres? -preguntó, y Brunetti percibió una oleada de esperanza en su voz.
Quiso mentir y decirle al doctor que sí, que había hablado con el hijo acerca de las personas de las que ella más se preocupaba, pero Brunetti no se sintió capaz. En lugar de eso, dijo:
– No lo sé. Decidí hablar con usted después de haberlo hecho con la madre superiora. Ella me dio su nombre.
El hombre acostado volvió a un lado la cabeza al oír eso, sorprendiendo a Brunetti con el movimiento. Pero sus ojos no se cerraron ni repitió aquella completa desaparición de la vida de su cuerpo que había observado antes.
Enderezó la cabeza, su mirada encontró la de Brunetti y preguntó, con voz neutra:
– ¿Qué quiere saber?
Brunetti consideró por un momento si debía preguntarle qué había querido decir con eso. Pero el dottor Grandesso mantuvo su mirada, y Brunetti comprendió que aquel hombre no tenía tiempo que perder. La expresión, tan a menudo utilizada como lugar común, le llegó con contundencia. El doctor tenía una cita no con él, y no de las que uno quisiera tener, pero ineludible.
– Quiero saber si hay alguna razón por la que una persona quisiera hacerle daño.
Al oírse decir eso, sintió un súbito escalofrío, como si le hubieran pedido introducir una moneda en la boca de aquel hombre para pagarle su viaje al otro mundo o, peor, como si lo cargara con un gran peso que hubiera traído consigo.
– Si yo estuviera en condiciones de llamar a Rizzardi, ¿me diría que ella murió de un ataque al corazón?
– Sí.
Grandesso apartó la mirada de Brunetti, como si examinara la ventana cerrada al otro lado de la calle, buscando qué decir.
– Usted no es un hombre religioso, ¿verdad?
– No.
– Pero ¿tuvo una formación religiosa?
– Sí.
Brunetti no tuvo otra opción que admitirlo.
– Entonces recuerda la sensación que lo embargaba cuando acababa de confesarse -cuando usted aún creía en ello, quiero decir- y se sentía elevado -si ésa es la palabra adecuada- al quedar libre de su culpa y de su vergüenza. El sacerdote pronunciaba las palabras, usted decía las plegarias y de algún modo su alma volvía a quedar limpia.
Brunetti asintió. Sí, lo recordaba y era lo bastante inteligente como para sentirse gozoso por haber vivido aquella experiencia. El otro debió leerlo en el rostro de Brunetti, pues continuó:
– Sé que suena raro, pero ella tenía una capacidad que me recordaba eso. Me escuchaba. Se limitaba a sentarse ahí y a sonreírme, y en ocasiones me cogía la mano y yo le contaba cosas que no le había contado a nadie desde que murió mi mujer. -Desapareció bajo sus ojos cerrados, y cuando regresó dijo-: Y me temo que también le conté algunas cosas que mi mujer nunca supo. Después de eso me apretaba la mano y yo me sentía aliviado por haber sido capaz, por fin, de decírselo a alguien. -El doctor trató de levantar una mano para hacer alguna clase de gesto, pero sólo consiguió levantarla de la cama unos pocos centímetros, antes de que volviera a caer-. No preguntaba, nunca pareció curiosa en ningún sentido insano; quizá era la serenidad que había en ella lo que me impulsó a contarle cosas. Y nunca juzgó, nunca mostró sorpresa ni desaprobación. Todo cuanto hacía era sentarse ahí y escuchar.
Brunetti quiso preguntarle qué le había dicho, pero no pudo. Se dijo que era por respeto a la situación del doctor, pero sabía que alguna clase de tabú religioso le impedía atreverse a romper el sello de aquel confesionario, al menos en presencia de uno de los que allí habían hablado. En lugar de eso, preguntó:
– ¿Cree usted que escuchaba a todos de la misma forma?
Algo que pudo haber sido una sonrisa destelló en el rostro del doctor, pero su boca era demasiado delgada para que se reflejara en sus labios.
– ¿Quiere decir si creo que todo el mundo hablaba con ella?
– Sí.
– No lo sé. Dependería de la persona. Pero, como usted sabe, a los viejos les gusta hablar, y lo que más les gusta es hablar de sí mismos. De nosotros mismos. La he visto con ellos, y creo que la mayoría le hablaría con libertad. Y si pensaban que realmente ella podría perdonarlos, entonces…
Su voz se apagó. Brunetti no pudo resistir por más tiempo su curiosidad.
– ¿Y a usted?
Pugnó por mover la cabeza, pero cuando no lo consiguió, dijo:
– No.
– ¿Por qué?
– Porque, al igual que usted, signore -dijo el doctor, y esta vez la sonrisa sí alcanzó sus labios-, no creo en la absolución.