5

Cuando Brunetti despertó de un sueño intranquilo, todos en la casa se habían marchado, y durante media hora permaneció en un duermevela, recordando la declaración de la signora Giusti: «Era una buena vecina», y la sustancia roja pastosa que había manchado el cabello blanco de aquella buena vecina. Su memoria selectiva evocó la cohibida reticencia de Marillo, y la fría minuciosidad de Rizzardi. Se puso boca arriba y miró al techo. ¿Era eso lo que hubiera querido que alguien dijera de él, alguien que hubiera vivido en su proximidad durante varios años? ¿Que había sido un buen vecino? ¿No había nada más que decir de una persona después de años de tratarla?

Al cabo de un rato fue a la cocina, gruñendo a propósito del día, y encontró una nota de Paola. «Deja de gruñir. El café está en el fuego. Basta con encenderlo. Panecillo de leche tierno en el mármol.» Vio lo segundo y lo cuarto e hizo lo primero y lo tercero. Mientras el café se hacía, fue a la ventana de atrás y miró hacia el norte. Los Dolomitas eran claramente visibles; las mismas montañas a las que la signora Altavilla había vuelto la espalda y que la signora Giusti vería desde sus ventanas del cuarto piso.

Aunque Brunetti era hijo, nieto, biznieto -y más- de venecianos, siempre se sintió más cómodo ante la vista de las montañas que del mar. Cada vez que oía que se aproximaba algo que iba a borrar del mapa a la humanidad o leía sobre el número siempre creciente de barcos llenos de residuos tóxicos o radiactivos hundidos por la Mafia frente a las costas de Italia, pensaba en la majestuosa solidez de las montañas, y en ellas encontraba consuelo. No tenía idea de cuántos años le quedaban al hombre, pero Brunetti estaba seguro de que las montañas sobrevivirían a lo que viniera y a todo lo que siguiera después. Nunca le había hablado a nadie, ni siquiera a Paola, de esa idea ni del extraño consuelo que le aportaba. Pensaba que las montañas parecían algo muy permanente, mientras que el mar, siempre cambiante, lo veía claramente alterado por lo que le sucedía. Además, era una víctima más obvia del daño y las depredaciones del hombre.

Sus pensamientos lo llevaron a la masa de basura y plástico, de tamaño continental, que flotaba en el océano Pacífico, cuando el sonido del café hirviendo lo devolvió a una realidad más modesta. Vació la jarra en su taza, la azucaró y sacó el panecillo de la bolsa. Con la taza en una mano y el pan en la otra, regresó a la contemplación de las montañas.

El teléfono llamó su atención. Se dirigió a la sala de estar, con la boca llena, y contestó con su nombre.

– ¿Dónde está usted, Brunetti? -gritó Patta al otro lado de la línea.

Cuando era más joven y más propenso a humorísticos actos de rebeldía, Brunetti hubiera respondido que estaba en su sala de estar, pero los años le habían enseñado a interpretar el lenguaje de Patta, de modo que reconoció aquellas palabras como una demanda para que explicara su ausencia del despacho.

Tragó el resto del panecillo y dijo:

– Siento haberme retrasado, señor, pero el ayudante de Rizzardi dijo que el médico iba a llamarme.

– ¿Y no tiene usted un telefonino, por el amor de Dios?

– Pues claro, señor, pero su ayudante me dijo que el médico podía requerirme para que fuera a hablar con él en el hospital, de modo que estoy esperando su llamada antes de salir de casa. Si voy a la questura y tengo que volver para ir al hospital, perderé…

El propio Brunetti se percató de que estaba hablando demasiado, y Patta lo interrumpió:

– Deje de mentirme, Brunetti.

– Señor -dijo Brunetti, procurando utilizar para la réplica el tono con el que Chiara había respondido al último comentario de Paola sobre un vestido que había escogido.

– Véngase para acá. Ahora.

– Sí, señor -contestó Brunetti, y colgó el aparato.

Duchado y afeitado, y muy recuperado gracias a haberse bebido el equivalente a tres cafés, a los que se añadió la generosa aportación de azúcar de dos pastelitos, Brunetti dejó su piso sintiéndose extrañamente alegre, un talante que se reflejaba en uno de esos gloriosos días soleados, cuando el otoño y la naturaleza se unen para suprimir todos los obstáculos y brindar a las personas algún motivo de contento. Aunque su espíritu lo impulsaba a caminar, Brunetti sólo llegó a la parada de Rialto, donde embarcó en un Número Dos, que se dirigía al Lido. Se ahorraba unos pocos minutos, pero el tono de voz de Patta le había metido prisas.

No tuvo tiempo de comprar un periódico, así que se contentó con leer los titulares que vio a su alrededor. Otro político sorprendido en un vídeo en compañía de un transexual brasileño; más declaraciones a cargo del ministro de Economía de que todo iba bien y que aún iría mejor, y que las informaciones sobre cierre de fábricas y desempleados eran exageraciones malintencionadas, un intento deliberado por parte de la oposición de infundir temor y desconfianza en la gente. Otro trabajador en paro se había pegado fuego en el centro de una ciudad, esta vez en Trieste.

Miró por encima de los titulares cuando pasaron frente a la universidad, pero no vio allí nada nuevo. Qué bonito sería que un día, en el momento preciso en que pasara bajo aquellas ventanas, Paola abriera una de ellas de par en par y le hiciera un gesto de saludo, quizá que lo llamara por su nombre y gritara que lo amaba absolutamente y que siempre lo amaría. Sabía que, en tal caso, él, desde donde estaba, le respondería gritando lo mismo. El hombre que estaba junto a él pasó la página de su periódico, y Brunetti volvió a dirigir su mirada al Gazzettino y a las noticias que nunca eran tales. Un conductor adolescente perdió el control del coche paterno a las dos de la madrugada y fue a estrellarse contra un plátano; a una anciana le estafó su pensión alguien que se presentó como inspector de la compañía eléctrica; la carne congelada de un gran supermercado estaba llena de gusanos.

Se apeó en San Zaccaria y caminó junto al agua, con el espíritu bien dispuesto a la vista del movimiento que el viento imprimía a las ondas del agua. Giró para entrar en la questura por la puerta principal unos minutos antes de las diez, y subió directamente al despacho de Patta. La secretaria de su superior, la signorina Elettra Zorzi, estaba detrás de su ordenador. Se adornaba, corno los lirios del campo, con una blusa que debía ser de seda, pues aquel estampado en oro y blanco habría sido un desperdicio con cualquier tejido de inferior calidad.

– Buenos días, commissario -dijo educadamente cuando entró-. El vicequestore está deseando hablar con usted.

– No menos que yo con él, signorina -replicó Brunetti, se dirigió a la puerta y llamó con los nudillos.

Un «Avanti!» como un bramido hizo que Brunetti alzara las cejas y que la signorina Elettra levantara las manos del teclado.

– Ay, ay, ay -exclamó la signorina Elettra a modo de advertencia.

– I am just going inside and may be some time -dijo Brunetti en inglés, para consternación de la secretaria.

Encontró a Patta en su papel de disparatado comandante-en-jefe-de-los-cuerpos-de-seguridad con el que Brunetti estaba ampliamente familiarizado. Modificó su postura en consecuencia y se encaminó al asiento que Patta le indicó frente a su escritorio.

– ¿Por qué no se me llamó anoche? ¿Por qué se me ha tenido en ayunas sobre este asunto?

El tono de voz de Patta era airado pero mantenía la calma, como correspondía a un oficial con una ardua tarea que cumplir y que no cuenta con la ayuda de quienes lo rodean, y desde luego no con la de quien tenía delante.

– Le informé a usted de la muerte de la mujer cuando abandoné nuestra cena, dottore. Cuando terminamos nuestra investigación inicial pasaban de las tres de la madrugada, y no quise molestarlo a esa hora. -Antes de que Patta pudiera decir, como solía hacer al llegar a este punto, que no había hora, ya fuera de noche o de día, en que no estuviera preparado para asumir las responsabilidades de su cargo, Brunetti admitió-: Sé que debí hacerlo, señor, pero pensé que unas pocas horas no suponían una diferencia, y que ambos estaríamos en mejor situación para tratar los asuntos después de dormir decentemente por la noche.

Patta fue incapaz de privarse de comentar:

– Desde luego parece que usted lo ha hecho.

Brunetti ignoró la observación o, al menos, no se permitió responder, para mantener la anodina expresión suave que mostraba a su superior.

– Parece no tener idea de quién es la muerta -dijo Patta.

– La del piso de arriba dijo que se llamaba Costanza Altavilla, dottore -respondió Brunetti con una voz que trató que sonara servicial.

Sin poder contener apenas su exasperación, Patta explicó:

– Es la madre del anterior veterinario de mi hijo; eso es lo que es. -Patta hizo una pausa para permitir que Brunetti asimilara el significado de aquello. Luego añadió-: Coincidí con ella una vez.

Raras veces Patta dejaba sin palabras a Brunetti, pero éste, con el paso de los años, había desarrollado una respuesta defensiva ante semejante eventualidad. Compuso la expresión más seria, asintió sesudamente varias veces y dejó escapar un prolongado y muy pensativo «Hummmm». No entendió por qué, una vez tras otra, Patta se sentía decepcionado por eso, como era el caso ahora, nuevamente. Quizá su superior carecía de memoria, o quizá era incapaz de responder a manifestaciones de máxima deferencia expresadas de otra manera, como un perro alfa es incapaz de atacar a otro perro que se pone panza arriba y le presenta el bajo vientre y la garganta.

Brunetti sabía que no podía decir nada. No podía arriesgarse a decir: «No me di cuenta de eso», sin que Patta percibiera el sarcasmo, ni podía pedirle que le explicara qué importancia tenía aquella relación, que sin duda él consideraba evidente por sí misma. Y en la medida en que valoraba su empleo, tampoco podía expresar curiosidad sobre el hecho de que el hijo de Patta tuviera un veterinario y no un médico. Así que esperó, moviendo la cabeza hacia un lado, como un perro muy atento.

– Salvo tenía un husky. Esos perros son muy delicados, especialmente con este clima. Padecía un eczema debido al calor. El doctor Niccolini fue el único que pareció capaz de hacer algo para ayudarlo.

– ¿Y qué pasó, señor? -preguntó Brunetti con sincera curiosidad.

– Oh, Salvo tuvo que desprenderse del perro. Se convirtió en un gran problema para él. Pero se formó una buena opinión del doctor y, ciertamente, nos habría ayudado de todas las formas posibles.

No cabía duda al respecto: Brunetti había advertido el tono de una verdadera preocupación humana en la voz de Patta.

Aun después de todos aquellos años, Brunetti no había aprendido a predecir cuándo Patta, en algún momento de descuido, daría pruebas de ser un individuo sensible. Eso siempre lo desarmaba, seducido por la sospecha de que aún podían hallarse trazas de humanidad en el alma de su superior. La reincidencia de Patta en su crueldad habitual no había apagado en Brunetti su deseo de ser engañado.

– ¿Aún está aquí? -preguntó Brunetti, conjeturando si Patta se había puesto en contacto con el hijo de la signora Altavilla, pero reticente a preguntárselo.

– No, no. Encontró un trabajo en algún otro lugar. Vicenza. Verona. He olvidado cuál.

– Ya veo -dijo Brunetti, asintiendo como si hubiera comprendido-. ¿Y cree usted que sigue ejerciendo de veterinario?

Patta levantó la cabeza, como si de repente hubiera percibido un olor extraño.

– ¿Por qué me lo pregunta?

– Tiene usted que establecer contacto con él. No había libreta de direcciones en el piso, y no pude ir al piso de arriba a aquellas horas para preguntarle a la mujer que vive allí. Pero si aún es veterinario, debe de estar inscrito en una de esas dos ciudades.

– Por supuesto que deberíamos contactar con él -replicó Patta con una brusca irritación, como si Brunetti se hubiera opuesto a la idea-. Difícilmente hubiera creído que tendría que explicarle algo tan sencillo, Brunetti. -Luego, para evitar que Brunetti se pusiera de pie, continuó-: Quiero que esto se aclare cuanto antes. No podemos permitir que la gente de esta ciudad crea que no está segura en sus casas.

– Desde luego, vicequestore -se apresuró a decir Brunetti, curioso por saber quién podría haber sugerido a Patta que la muerte de la signora Altavilla podría suscitar la inseguridad ciudadana-. Echaré un vistazo y llamaré a la signora Giusti…

– ¿A quién?

– A la mujer del piso de arriba, señor. Parece que conocía muy bien a la fallecida.

– Entonces debería saber dónde localizar al hijo.

– Eso espero, dottore -concluyó Brunetti, y se dispuso a levantarse.

– ¿Qué piensa hacer con la prensa? -preguntó Patta en tono cauteloso.

– ¿Se ha puesto en contacto con usted, señor? -preguntó a su vez Brunetti, volviéndose a sentar en la silla.

– Sí -respondió Patta, y dirigió a Brunetti una larga mirada, como si sospechara que él o Vianello o incluso, posiblemente, Rizzardi, hubiera pasado las primeras horas de la mañana al teléfono, hablando con los reporteros.

– ¿Qué han preguntado?

– Saben el nombre de la mujer, y han preguntado sobre las circunstancias de su muerte, lo acostumbrado.

– ¿Qué les ha dicho, señor?

– Que las circunstancias de su muerte ya están investigándose y que esperamos un informe del medico legale en algún momento entre hoy y mañana.

Brunetti asintió, aprobatoriamente.

– Entonces me ocuparé de contactar con el hijo, señor. La mujer de arriba seguro que sabe cómo encontrarlo. -Antes de que Patta pudiera preguntar, Brunetti dijo-: Señor, anoche no estaba en condiciones de responder a preguntas. -Como Patta no contestó, Brunetti añadió-: Iré a hablar con ella.

– ¿Sobre qué?

– Sobre la vida de la muerta, sobre su hijo, sobre cualquier cosa que ella crea que podría darnos razones para preocuparnos.

No hizo mención alguna de Palermo, ni dijo que Vianello iba a hablar con los vecinos de abajo, por temor a que Patta llegara a la conclusión de que la signora Giusti estaba complicada en la muerte de su vecina.

– ¿«Preocuparnos», Brunetti? Creo que sería más sensato disponer de los resultados de la autopsia antes de que empiece usted a emplear palabras como «preocuparnos», ¿no cree?

Brunetti se sintió casi reconfortado por el retorno del Patta que él conocía, el maestro de la evasión, que con tanta habilidad conseguía desviar toda la atención que no fuera enteramente positiva o laudatoria.

– Si la mujer murió de muerte natural, no tenemos por qué preocuparnos; así pues, me parece que no deberíamos emplear esa palabra.

Al instante, como si temiera que de algún modo la prensa se apropiara de aquella observación y se cebara en su falta de sensibilidad, Patta corrigió, para aquellos oyentes silenciosos:

– Quiero decir profesionalmente, claro. Desde el punto de vista humano, su muerte, como la de cualquiera, es terrible. -Luego, como si la voz de su hijo le hiciera una advertencia, añadió-: Y por partida doble, dadas las circunstancias.

– Por supuesto -afirmó Brunetti, resistiendo el impulso de inclinar la cabeza respetuosamente ante la sibilina opacidad de las palabras de su superior, y dejó pasar un instante en silencio-. Creo que por el momento no hay nada que podamos decir a la prensa, señor; al menos hasta que Rizzardi nos diga qué ha encontrado.

Patta se lanzó vorazmente sobre la incertidumbre de Brunetti.

– Entonces, ¿cree usted que fue una muerte natural?

– No lo sé, señor -respondió Brunetti, recordando la señal cerca de la clavícula de la mujer. Si el resultado de la autopsia apuntara a un delito, sería preciso que Patta revelara la noticia, reafirmando así su papel de jefe protector de la seguridad ciudadana-. Cuando tengamos los resultados, debería ser usted el único que hablara con la prensa, señor. Seguro que los periodistas prestarán más atención a cualquier cosa que provenga de usted.

Brunetti dobló los dedos de la mano derecha y cerró el puño. Fatigado de pronto con su papel, se dijo que ni siquiera un perro beta tenía que continuar tumbado tripa arriba durante tanto tiempo.

– De acuerdo -convino Patta, que recuperó su buen humor-. Que me entere cuanto antes de lo que le diga Rizzardi cuando lo vea. -Y luego, como si recordara algo-: Y encuentre al hijo de esa mujer. Se llama Claudio Niccolini.

Brunetti dio los buenos días al vicequestore y salió al antedespacho a hablar con la signorina Elettra, convencido de que ella encontraría fácilmente en algún lugar del Véneto a un veterinario llamado Claudio Niccolini.

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