15

– ¿Ha leído los informes? -preguntó Brunetti, cuyo interés y respeto por la costumbre de la signorina Elettra de leer con atención y escepticismo todos los documentos oficiales superaban todos los escrúpulos que él pudiera abrigar por su condición de civil.

Ella asintió.

– ¿Y?

– Los técnicos fueron concienzudos -dijo. Brunetti pensó que era mejor renunciar a hacer un comentario, lo que la animó a añadir-: Las señales en la garganta y en la espalda y el traumatismo de la espalda me llamaron la atención.

– Y a mí -admitió Brunetti, que decidió seguir siendo cauteloso y no revelar nada de lo que Rizzardi le había dicho privadamente.

La mirada de ella era penetrante, pero su voz sonó tranquila al decir:

– Qué lástima que estas cosas se le escapen al doctor.

– Suele darse el caso.

– Claro. -Por su inflexión, Brunetti no se hizo una idea de si estaba afirmando o formulando una pregunta sobre la opinión de Rizzardi. Ella continuó-: Usted habló con la monja de la casa di cura de Bragora.

Esta vez no cabía duda de que se trataba de una pregunta.

– Sí.

– ¿Y? -preguntó, demostrando que dos podían jugar a los monosílabos.

– La monja con la que hablé la tenía en alta consideración. La madre superiora parecía comunicativa, pero… -empezó, pero luego se desvió, inseguro de cómo admitiría ella el peor de sus prejuicios. La signorina Elettra no le prestó ninguna ayuda, y así, al cabo de unos instantes, él se vio obligado a continuar-. Pero es del sur, así que advertí cierta…

– ¿Reticencia?

– Sí. Vianello estaba conmigo.

– Eso suele ayudar. Con las mujeres.

– Esa vez no. Quizá porque éramos dos. Y éramos altos.

Se lo quedó mirando como si lo examinara por primera vez.

– Nunca creí que ustedes fueran particularmente altos -dijo y volvió a mirarlo-. Pero quizá lo sean. ¿Cómo era ella de baja?

Brunetti, poniendo la mano horizontal, se la llevó a la altura del pecho.

La signorina Elettra asintió. Brunetti advirtió que la animación abandonaba su rostro y que fijaba la mirada en otra parte, dos cosas que él había observado que hacía cuando algo captaba su atención. La conocía lo bastante como para esperar a que reanudara la conversación. Cuando lo hizo, dijo:

– A menudo he pensado que las monjas tienen una reacción diferente ante los hombres.

– Diferente ¿en qué sentido o respecto a quién?

– Diferente de las mujeres… -hizo una pausa, obviamente incapaz de encontrar la expresión adecuada- de las mujeres que los encuentran atractivos.

– ¿Quiere decir de una manera romántica?

Ella sonrió.

– Qué delicadamente lo plantea, commissario. Sí, «de una manera romántica».

– ¿Y qué es lo diferente?

– A nosotras nos asustan menos -respondió al instante, pero luego añadió-: O quizá sea probable que nosotras confiemos más en ellos porque estamos más familiarizadas con el funcionamiento de sus mentes.

– ¿Cree usted que las mujeres nos entienden?

– Es un recurso para la supervivencia, commissario. -Sonrió al decirlo, pero luego su rostro se puso serio y prosiguió-: Acaso la diferencia se deba realmente a que vivimos con los hombres, tratamos con ellos a diario y nos enamoramos de ellos y dejamos de amarlos. Creo que eso debe minimizar nuestra sensación de que son algo ajeno.

– ¿Ajeno? -preguntó Brunetti, incapaz de disimular su sorpresa.

– Diferente, en todo caso.

– ¿Y las monjas? -inquirió, devolviéndola al comienzo de lo que la había llevado por aquel camino.

– Queda cerrada toda una zona de interacción. Llámelo usted flirteo si quiere, dottore. Quiero decir toda la zona en la que andamos jugando con la idea de que la otra persona es atractiva.

– ¿O sea, que las monjas no sienten eso? -preguntó Brunetti, interrogándose por el uso que ella había hecho de la palabra «jugar».

La signorina Elettra se encogió levemente de hombros.

– No tengo idea de si lo sienten o no. Por su bien espero que sí, porque si una consigue reprimirlo, entonces algo va mal. -Se puso en pie bruscamente, sorprendiéndolo y, según él mismo se percató, decepcionándolo al no querer continuar con el asunto. De pie junto a su silla, dijo-: Según usted, la monja se mostraba reservada. Si no era por sus sentimientos respecto a los hombres, y creo que a cualquiera le costaría encontrar amenazador a Vianello, entonces quizá fuera porque es una meridional o porque hay algo que no quiere que usted sepa. Yo en ningún caso excluiría esa posibilidad.

Sonrió y se fue, dejando a Brunetti para que considerase por qué no había dicho de él que resultaría difícil encontrarlo amenazador.

Levantó la vista y vio en la puerta al teniente Scarpa. Brunetti se esforzó en disimular su sorpresa y lo saludó:

– Buenos días, teniente.

Nunca podía mirar al teniente sin que la palabra «reptil» acudiera a su pensamiento. Eso no tenía nada que ver con el aspecto del teniente, pues sin duda era un hombre apuesto: de buena estatura y delgado, con una nariz prominente y ojos muy separados sobre unos pómulos altos. Quizá tenía que ver con cierta sinuosidad en la forma de moverse, un defecto que le impedía levantar plenamente los pies al andar, lo que daba lugar a que sus rodillas parecieran serpentear. Brunetti se resistía a admitir que atribuía aquello a su creencia de que en el interior del hombre no había nada más que la frialdad helada que se encuentra en los reptiles y en las lejanías del espacio.

– Siéntese, teniente -lo invitó Brunetti, y puso las manos sobre su escritorio, en un gesto de cortés expectación.

El teniente hizo lo que se le pedía.

– He venido a pedirle consejo, commissario -dijo, suavizando las consonantes a su manera siciliana.

– ¿Sí? -preguntó Brunetti en un tono rigurosamente neutro.

– Es acerca de dos de los hombres de mi brigada.

– ¿Sí?

– Alvise y Riverre -dijo Scarpa, y la sensación de peligro de Brunetti no hubiera podido ser más acusada si el hombre hubiera emitido un silbido.

Brunetti compuso una expresión de tibio interés, preguntándose qué habrían hecho ahora aquellos dos payasos, y repitió:

– ¿Sí?

– Son imposibles, commissario. En Riverre se puede confiar para contestar al teléfono, pero Alvise no es capaz ni de eso.

Scarpa se adelantó y apoyó la palma de la mano en la mesa de Brunetti, un gesto que sin duda había aprendido a hacer cuando quería dar a entender sinceridad y preocupación.

Brunetti no podía dejar de estar muy de acuerdo con aquella afirmación relativa a los dos hombres. Riverre, sin embargo, tenía cierto gancho para hacer hablar a los adolescentes, sin duda por un sentimiento de compañerismo. Pero Alvise era, para decirlo en pocas palabras, un caso perdido. O concretamente en tres: estúpido sin remedio. Recordó que Alvise había pasado meses trabajando en un proyecto especial con Scarpa unos años antes: ¿el pobre bobo tropezó con algo que pudiera comprometer al teniente? En tal caso, habría sido demasiado estúpido para darse cuenta, o de lo contrario toda la questura se hubiera enterado el mismo día.

– No estoy seguro de coincidir con usted, teniente -mintió Brunetti-. Como tampoco sé por qué ha decidido venir a contarme eso.

Si el teniente quería algo, Brunetti se oponía. Era tan sencillo como eso.

– Yo esperaba que su preocupación por la seguridad ciudadana y por la reputación de nuestras fuerzas lo animarían a tratar de hacer algo con ellos. Por eso he venido a pedirle consejo -dijo, y luego el eco llegó con su usual y exasperante retraso-…, señor.

– No dude que aprecio su inquietud, teniente -replicó Brunetti con su voz más anodina. Luego, poniéndose en pie, añadió, tratando de parecer contrariado-. Pero desafortunadamente me estoy retrasando para una cita y debo marcharme. Sin embargo, tenga la seguridad de que consideraré sus comentarios y… -empezó a decir, y para demostrar que era igualmente capaz de recurrir al eco, hizo una pausa antes de agregar-: y el espíritu que los anima.

Brunetti rodeó su escritorio y se detuvo junto al teniente, que no tuvo otra alternativa que ponerse en pie. Brunetti guió a Scarpa fuera de su despacho, volvió para cerrar la puerta, algo que hacía raras veces, y lo precedió escaleras abajo. Brunetti saludó con un movimiento de cabeza al teniente y cruzó el vestíbulo, sin molestarse en detenerse y hablar con el guardia. Una vez fuera, decidió ir a Bragora y tratar de hablar con alguno de los ancianos con los que la signora Altavilla había trabado amistad, convencido de que escucharlos hablar de su pasado, por más exagerados que fuesen sus recuerdos, sería preferible, con mucho, a prestar oídos a la verdad -especialmente por boca de personas como el teniente Scarpa- acerca de Alvise y Riverre.

Pensó seguir el itinerario más largo hasta Bragora y cruzó el puente hacia el Campo San Lorenzo. Al acercarse, Brunetti vio el letrero, descolorido por el sol, que daba cuenta de la fecha en que comenzó la restauración de la iglesia. Ya no podía recordar cuándo se suponía que empezaron, pero seguro que hacía décadas. La gente de la questura decía que las obras habían comenzado realmente, pero eso era antes de los tiempos de Brunetti, y por eso él sólo podía creer en el rumor. Durante los años que él estuvo junto a su ventana y estudió el campo, vio empezar, continuar e incluso acabar la restauración de la casa di cura. Quizá esa restauración era de mayor importancia que la de una iglesia.

Torció a la derecha y a la izquierda varias veces y se encontró de nuevo pasando ante la iglesia de San Antonin. Luego, se encaminó a la Salizada y salió al campo, donde los árboles aún invitaban a los transeúntes a sentarse un rato a su sombra.

Cruzó el campo y llamó al timbre de la casa di cura. Se anunció y dijo que había ido a hablar con la madre Rosa. Esta vez, una monja diferente, aún mayor que la madre Rosa, lo esperaba en la puerta, en lo alto de la escalera. Brunetti dio su nombre, entró y se volvió a cerrar él mismo la puerta. La monja sonrió para darle las gracias y lo condujo hasta la habitación donde ya había hablado con la superiora.

Aquel día la madre Rosa estaba sentada en uno de los sillones, con un libro abierto en el regazo. Hizo una inclinación de cabeza cuando él entró y cerró el libro.

– ¿Qué puedo hacer hoy por usted, commissario? -preguntó.

No le hizo ninguna indicación de que se sentara, de modo que Brunetti, aunque se aproximó a ella, permaneció de pie.

– Me gustaría hablar con algunas de las personas que mejor conocieron a la signora Altavilla.

– Debe usted comprender que su deseo tiene poco sentido para mí -dijo. Como Brunetti no respondió, añadió-: Como también su curiosidad por ella.

– Para mí sí tiene sentido, madre.

– ¿Por qué?

Le salió antes de pararse a pensarlo:

– Siento curiosidad por la causa de su ataque al corazón. -Antes de que la monja pudiera preguntarle algo Brunetti continuó-: No cabe duda de que falleció de un ataque al corazón, y el doctor afirma que fue muy rápido. -Vio que ella cerraba los ojos y asentía, como si diera las gracias porque se le hubiera concedido algo que deseaba-. Pero me gustaría asegurarme de que el ataque al corazón fue…, que no fue inducido por algo. O sea desagradable.

– Siéntese, commissario -lo invitó. Cuando lo hubo hecho, dijo-: Usted se da cuenta de lo que acaba de decir, claro está.

– Sí.

– Si la causa del ataque al corazón de Costanza, que en paz descanse, fuera, como usted dice -empezó, e hizo una pausa antes de permitirse repetir la palabra- desagradable, habría razón para esto. Y si ha venido aquí en busca de esa razón, es posible que usted crea que la va a encontrar en lo que le dijo alguna de las personas con las que ella trabajaba.

– Es verdad -admitió, impresionado por la agudeza de la monja.

– Y si es verdad, entonces esa persona podría estar igualmente en peligro.

– Ciertamente, también es posible, pero creo que dependería de lo que le dijera, madre -dijo, tras decidir que no tenía otra elección que confiar en ella-. Ignoro lo que sucedió, y reconozco que es una tontería reconocer que todo cuanto tengo es una extraña sensación de que algo no encaja en esa muerte…

Consciente de no haber dicho nada sobre las marcas en el cuerpo, Brunetti se preguntó si sería peor mentir a una monja que a cualquier otra clase de persona, pero decidió que no.

– ¿Significa eso que usted no está aquí…? ¿Cómo lo diría? Que no está aquí oficialmente.

Pareció complacida por haber dado con la palabra.

– No lo estoy -tuvo que admitir-. Tan sólo quiero procurar algo de tranquilidad mental a su hijo -añadió.

Eso era verdad, pero no toda la verdad.

– Comprendo.

Lo sorprendió porque abrió el libro que tenía en el regazo y volvió a fijar la atención en él. Brunetti permaneció sentado en silencio durante un tiempo que se prolongó hasta convertirse en minutos y, luego, en más minutos.

Finalmente acercó el libro a su rostro y pareció leer en voz alta: «Los ojos del Señor están en todas partes, contemplando el mal y el bien.» Bajó el libro y se quedó mirando a Brunetti por encima de las páginas.

– ¿Usted cree eso, commissario?

– No, me temo que no, madre -respondió sin dudar.

La superiora depositó el libro en su regazo, dejándolo abierto, y volvió a sorprenderlo diciendo esta vez:

– Bueno.

– ¿Bueno porque lo haya dicho o bueno porque no lo creo?

– Porque lo haya dicho, naturalmente. Es trágico que no lo crea. Pero si hubiera dicho que sí, habría sido un embustero, lo cual es peor.

Lo mismo que Pascal, ella conocía la verdad no por la razón, sino por el corazón. Pero Brunetti no se refirió a eso, y se limitó a preguntar:

– ¿Cómo sabe usted que yo no lo creo?

La monja sonrió con más calidez de lo que él le había visto hasta entonces.

– Yo podré ser un trasto viejo, commissario, y por añadidura del Sur, pero no soy tonta.

– Y el hecho de que yo no sea un mentiroso ¿qué sentido tiene en esta conversación?

– Me induce a creer que está realmente interesado en averiguar si podría haber algo desagradable, como usted dijo, en relación con la muerte de Costanza. Y puesto que ella era una amiga, también yo estoy interesada en el asunto.

– ¿Lo cual significa que ayudará?

– Significa que le daré los nombres de las personas con las que pasaba más tiempo. Y a partir de ahí usted actuará por su cuenta, commissario.

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