Brunetti no tuvo otra opción que seguirlo, aunque esta vez bajó por las escaleras y llegó antes que el ascensor. La expresión de Morandi se suavizó cuando lo vio allí y salieron juntos, caminando bajo el sol del atardecer. El anciano regresó al mismo banco, y al cabo de unos minutos los pájaros cambiaron las direcciones de sus vuelos y se posaron no lejos de sus pies. Se le aproximaron, pero él no tenía nada que darles y ni siquiera pareció percatarse de su presencia.
Brunetti se sentó en el banco, dejando un espacio entre Morandi y él.
El anciano se echó una mano al bolsillo y sacó papel de fumar y tabaco. Descuidadamente, dejando caer hebras de tabaco en los pantalones y en los zapatos, consiguió liar un cigarrillo y encenderlo. Dio tres profundas caladas y se recostó, ignorando los pájaros que, a su vez, ignoraron el tabaco caído a su alrededor. Levantaron la vista hacia él, pero su indignado piar no impresionó a Morandi. Dio una calada tras otra, hasta que su cabeza quedó envuelta en una nube y lo acometió otro acceso de tos. Cuando el ataque cesó, arrojó con desagrado el cigarrillo y se volvió hacia Brunetti.-Maria no me deja fumar en casa -dijo, en un tono casi de orgullo.
– ¿Por su salud?
El anciano se volvió hacia él, con el rostro desprovisto de emoción ante esa idea.
– Oh, ojalá -murmuró, y se apresuró a apartar la vista.
Morandi miró alrededor, abarcando la totalidad del campo, como si buscara a alguien que se preocupara de si fumaba o no. Se volvió para prestar atención a Brunetti, y dijo:
– Tiene que devolverme la llave, signore.
Se esforzó en emplear un tono razonable, pero sólo consiguió reflejar su desesperación. Su expresión era seria; trató de componer una sonrisa amistosa, pero luego dejó que se borrara.
– ¿Cuántos quedan?
Morandi entrecerró los ojos e inició una pregunta:
– ¿Qué es lo que usted…?
Pero desistió de su intento y se detuvo. Se cogió las manos, las puso entre los muslos y se inclinó hacia delante. Entonces se dio cuenta de la presencia de los pájaros, los cuales, sin demostrar temor, acercándose más a saltitos, empezaron a piar ante aquel rostro que les resultaba familiar. Él rebuscó en la chaqueta y sacó unos pellizcos de granos, que dejó caer entre sus pies. Los pájaros los picotearon ávidamente.
Con la cabeza todavía inclinada y la atención puesta, al parecer, en los pájaros, dijo:
– Siete.
– ¿Sabe lo que son?
– No -reconoció el anciano, rechazando la idea-. He ido a galerías y a museos para tratar de ver otros. Ahora entro gratis, por mi edad. Pero no puedo recordar lo que veo, y los nombres no me dicen nada. -Desdobló las manos y las separó, como para indicar su ignorancia y confusión-. Así que no tengo más remedio que confiar en el hombre que me dice lo que son.
– Y cuánto valen.
Morandi asintió.
– Sí. Él estuvo de paciente cuando Maria aún trabajaba en el hospital. Me habló de él. Lo recordé cuando… cuando tuve que venderlos.
– ¿Se fía de él?
Morandi se lo quedó mirando, y Brunetti percibió un destello de inteligencia cuando el anciano dijo:
– ¿Acaso tengo elección?
– Supongo que podría acudir a otro -sugirió Brunetti.
– Son una mafia -replicó Morandi con absoluta seguridad-. Vayas a uno o a otro, da lo mismo. Todos te engañan.
– Pero quizá alguien lo engañaría menos.
Morandi rechazó esta posibilidad con un encogimiento de hombros.
– A estas alturas todos saben quién soy y a quién pertenezco.
Hablaba como si estuviera seguro de que aquello era cierto.
– ¿Y qué pasará cuando se acaben? -preguntó Brunetti.
Morandi bajó la cabeza para contemplar los pájaros, que seguían reuniéndose alrededor de sus pies, mirando arriba, en demanda de alimento.
– Entonces se habrán acabado. -Su voz sonó resignada. Brunetti aguardó y, finalmente, el anciano dijo-: Podrían bastar para cubrir dos años.
– ¿Y luego? -preguntó Brunetti, con la tenacidad de un perro de presa.
El anciano alzó los hombros, al tiempo que emitía un ruidoso suspiro.
– ¿Quién sabe lo que pasará dentro de dos años?
– ¿Qué le ha dicho el médico? -se interesó Brunetti, señalando con un movimiento de cabeza la casa di cura.
– ¿Por qué lo pregunta? -replicó Morandi, volviendo a su anterior aspereza.
– Porque parecía usted muy preocupado. Antes, cuando habló de eso.
– ¿Y eso basta para que usted quiera enterarse? -preguntó Morandi, como si fuera un antropólogo que se enfrenta a una forma de conducta enteramente nueva.
– Parece una mujer que ha tenido muchos contratiempos en su vida -se arriesgó a decir Brunetti-. Espero que no tenga más.
Los ojos de Morandi se dirigieron a las ventanas del segundo piso de la casa di cura, ventanas que Brunetti pensó podían ser las del comedor donde vio por primera vez a la signora Sartori.
– Hay más y más contratiempos, y luego se acaban y ya no hay nada más. -Se volvió hacia Brunetti-. ¿No es así?
– No lo sé -fue lo mejor que se le ocurrió a Brunetti, aunque se tomó algún tiempo para hablar-. Espero que ella tenga cierta paz.
Morandi sonrió ante esa última palabra, pero no era algo agradable de ver.
– No la hemos conocido desde que nos mudamos.
– ¿A San Marco?
Asintió, y uno de los mechones se desprendió y se desplazó hasta apoyarse en su vecino.
– Antes las cosas iban muy bien. Trabajábamos, conversábamos y creo que ella era feliz.
– Y usted ¿no lo era?
– Oh -exclamó, y esta vez la sonrisa fue real-. Nunca había sido tan feliz en mi vida.
– ¿Y entonces?
– Entonces Cuccetti me ofreció la casa. Nosotros vivíamos en alquiler, en Castello. Cuarenta y un metros cuadrados, planta baja. Allí estábamos como una lata de sardinas -explicó, con la mente retrocediendo sin duda a aquel reducido espacio. Luego, con otra sonrisa, añadió-: Pero éramos unas sardinas felices.
Volvió a inspirar profundamente, tomando aire a través de las ventanas de la nariz y enderezándose de nuevo.
– Entonces habló de la casa que podríamos tener. Más de cien metros. Piso alto, dos baños. Sonaba tan maravilloso como si fuera un castillo.
Miró a Brunetti como si quisiera que aquel hombre, que no tenía idea de qué significaba vivir en un apartamento de cuarenta y un metros, imaginara lo que eso representaba para unas personas como ellos. Brunetti asintió.
– Así que le dije que lo haría. Y recurrí a Maria porque Cuccetti dijo que necesitaba dos testigos. Y entonces pensé en los dibujos que tenía la vieja. Le había hablado de ellos a Maria. -Ladeó la barbilla y formuló una verdadera pregunta-: ¿Cree que lo que hice estuvo mal? ¿Que fui codicioso por decirle que quería los dibujos?
– No lo sé, signor Morandi. No puedo emitir un juicio sobre eso.
– Maria sabe que desde entonces todo fue mal. Pero no sabe por qué -dijo el anciano, cuya desesperación era perceptible-. Así que no importa lo que yo piense sobre eso o lo que usted haga. Ella sabe que algo malo ocurrió.
Morandi sacudió la cabeza y luego continuó con su cabeceo, como si cada movimiento renovara su culpa por lo que hizo.
– ¿Qué pasó cuando fue a casa de la signora Altavilla? -preguntó Brunetti.
Dejó de mover la cabeza. Se quedó mirando a Brunetti y, de repente, cruzó los brazos sobre el pecho, como para dar a entender que ya tenía bastante de aquello y no quería continuar. Pero sorprendió a Brunetti cuando dijo:
– Fui a hablar con ella, a tratar de hacerle entender que necesitaba la llave. No podía hablarle de los dibujos. Se lo hubiera contado a Maria, y ella se habría enterado de lo que hice.
– ¿No lo sabía?
– Oh, no, nada -se apresuró a replicar-. Nunca los vio. Nunca estuvieron en casa. Cuando Cuccetti me los dio, los llevé directamente al banco, y yo pagaba en efectivo, una vez al año, por la caja. No había manera de que Maria pudiera conocer su existencia.
La mera posibilidad infundía temor en su voz.
– Pero ¿sabía que tenía usted la llave? -preguntó Brunetti, pensando que, con el transcurso de los años, con seguridad ella habría averiguado para qué era la llave.
– Maria no es estúpida -dijo Morandi.
– Estoy seguro de que no lo es.
– Sabía que la llave era importante, aunque ignoraba la razón. Así que la cogió y se la dio a ella.
– ¿Eso le consta?
Morandi asintió.
– ¿Se lo dijo ella?
– Sí.
– ¿Cuándo? ¿Por qué?
– Al principio no quiso decirme nada. Pero -ya le he dicho a usted que ella era incapaz de mentir- al cabo de un rato admitió que ella la había cogido. Aunque no quiso aclarar qué hizo con ella.
– ¿Y cómo lo averiguó usted?
Morandi miró la fachada del edificio, como un marinero en busca de un faro. Frunció la boca, emitió un sonido animal de dolor y luego se inclinó de nuevo hacia delante y se llevó las manos a la cara. Esta vez prorrumpió en sollozos, repentinos y entrecortados, perdida toda esperanza de felicidad futura.
Brunetti no pudo soportarlo. Se puso en pie, se acercó a la iglesia y se plantó frente a la lápida que informaba de que aquella fue la iglesia donde bautizaron a Vivaldi. Pasaron los minutos. Creyó que aún podía oír los sollozos, pero no se atrevió a volverse y mirar.
Después de leer la inscripción una vez más, Brunetti regresó al banco y volvió a sentarse.
Morandi, de pronto, agarró la muñeca de Brunetti.
– Le pegué.
Su rostro se cubrió de manchas y enrojeció. Le cayeron dos mechones a ambos lados de la nariz. Hipó con una pena residual, y luego repitió, como si la confesión lo purgara:
– Le pegué. Nunca lo había hecho, en todos los años que llevábamos juntos. -Brunetti apartó la mirada y oyó decir al anciano-: Y entonces me dijo que le había dado la llave a ella.
Tiró de la muñeca de Brunetti hasta que éste se volvió y se puso frente a él.
– Debe entenderlo. Tenía que conseguir la llave. A menos que uno la tenga, no le permiten el acceso a la caja, y yo debía pagar la casa di cura. O ella se vería obligada a ir a un centro público. Pero yo no podía decirle eso, porque entonces se lo hubiera tenido que contar todo. -Su presa se hizo más intensa, como para añadir más significado a lo que iba a decirle. Empezó a hablar, tosió, y luego, en un susurro-: Y entonces ya no me respetaría más.
La mente de Brunetti evocó en un destello el relato de la signora Orsoni sobre la justificación que dio su cuñado por sus actos violentos contra su mujer. Y ahora estaba escuchando la misma historia. Pero mediaba un abismo entre ellas. ¿O no? Con la mano derecha se desprendió de los dedos de Morandi, uno por uno, que le aferraban la muñeca. Para reforzar la acción, tomó la mano del hombre y se la colocó encima de su muslo.
– ¿Qué pasó cuando fue a ver a la signora Altavilla? -preguntó Brunetti.
El anciano pareció desconcertado.
– Ya se lo dije. Le pedí la llave.
Como si fuera consciente de su desaliño, se pasó las manos por la cara, retirando el cabello que colgaba sobre el cuello de su chaqueta.
– ¿Se la pidió?
Morandi no exteriorizó sorpresa alguna ni ante las palabras ni ante el tono en que Brunetti las repitió.
– De acuerdo -reconoció, de mala gana-. Le dije que me diera la llave.
– ¿O algo más?
Aquello lo sobresaltó.
– No hubo nada más. Ella tenía la llave y yo quería que me la diera. Si se negaba, yo no podía hacer nada.
– Podía haberla zarandeado -sugirió Brunetti.
El rostro de Morandi reflejó desconcierto y confusión. A Brunetti le parecieron auténticos.
– ¡Pero es una mujer!
Brunetti se contuvo y no dijo que la signora Sartori también era una mujer, y que eso no le había impedido golpearla. En cambio, con voz calma, volvió a preguntar:
– ¿Qué pasó?
Morandi miró de nuevo al suelo, y Brunetti lo vio sonrojarse a causa de la vergüenza.
– ¿Le pegó? -preguntó Brunetti, refrenándose para no añadir «también».
Manteniendo la vista en el suelo, como un niño que tratara de eludir una reprimenda, Morandi sacudió la cabeza varias veces. Brunetti se negó a permitirse que lo manipulara el silencio del otro, y repitió la pregunta:
– ¿Le pegó?
Morandi habló tan bajo que casi resultó inaudible.
– Realmente no.
– ¿Qué significa eso?
– La agarré -explicó, lanzó una mirada a Brunetti y volvió a mirar el pavimento. De nuevo Brunetti tomó una decisión sobre aquel silencio-. Me dijo que me fuera, que nada de lo que yo pudiera decir haría que me diera la llave. Y entonces se dirigió a la puerta.
– ¿Qué iba a hacer ella con la llave?
Morandi levantó una cara pálida hacia Brunetti.
– No lo sé. No lo dijo.
La imaginación de Brunetti pugnó con su conocimiento de la ley. La única persona que tenía derecho a abrir la caja era el poseedor de la llave, acompañado por un representante del banco provisto de una segunda llave. Para que la utilizara otra persona era necesaria una orden judicial, y para conseguir ésta hacía falta la prueba de un delito. Pero después de tantos años, aquello ya no era un delito.
Morandi pudo haber dicho en el banco que la había perdido. Hubiera llevado tiempo, pero al cabo le habrían permitido el acceso a la caja y a su contenido. La posesión de la llave carecía de significado: no otorgaba poder ni autoridad a la persona que la poseía; la persona autorizada podía abrir la caja. La signora Altavilla ignoraba eso y, al parecer, también Morandi. Intimidaciones inútiles. Amenazas inútiles.
Incansable, Brunetti preguntó:
– ¿Qué pasó?
Transcurrió un buen rato, y Morandi no tenía ninguna obligación de responder, pero él tampoco sabía eso, así que explicó:
– Fue hacia la puerta y yo traté de detenerla. -Mientras hablaba, Morandi levantó las manos, colocándolas delante de él y encogiendo los dedos-. La llamé por su nombre, y cuando se volvió le puse las manos en los hombros, pero cuando vi su cara, recordé mi promesa… -Miró a Brunetti-. Yo empezaba a retirar las manos, pero ella se liberó, fue a la puerta y la abrió.
– ¿Y usted?
Con voz aún más tenue y suave, Morandi dijo:
– Me sentí muy avergonzado de mí mismo. Primero le pegué a Maria y luego le puse las manos encima a esa otra mujer. Ni siquiera la conocía, y allí estaba yo, sujetándola por los hombros.
– ¿Eso es todo lo que hizo? -insistió Brunetti.
Morandi se cubrió los ojos con una mano.
– Estaba tan avergonzado que ni siquiera pude disculparme. Ella me abrió la puerta y me dijo que me fuera, así que yo no podía hacer otra cosa. -Tendió una mano hacia Brunetti, pero al recordar lo sucedido cuando lo había tocado antes, la retiró-. ¿Puedo decirle algo?
– Sí.
– Rompí a llorar en la escalera, mientras bajaba. Golpeé a Maria y luego asusté a aquella pobre mujer. Tuve que quedarme al otro lado de la puerta hasta que dejé de llorar. Aquella vez, cuando pegué a Maria, prometí que nunca volvería a cometer una mala acción, nunca en mi vida, pero allí estaba yo, cometiendo de nuevo una mala acción.
»De manera que reflexioné: "Si amo a Maria tanto como digo que la amo, nunca en mi vida volveré a hacer algo así. " -Se detuvo al oír sus propias palabras, miró a Brunetti, le dirigió una sonrisa cohibida y añadió-: No es que me quede mucha vida. -La sonrisa se borró y continuó-: Y me dije que nunca más mentiría y que nunca haría una sola cosa que a Maria no le gustara.
– ¿Por qué?
– Ya le he dicho por qué. Por lo muy avergonzado que estaba de lo que hice.
– Pero ¿qué creyó que pasaría si cumplía lo prometido?
Morandi se puso la punta del índice derecho en el muslo y se lo golpeó repetidamente, esperando cada vez que desapareciera la leve sensación antes de golpear de nuevo.
– ¿Qué pasó, signor Morandi?
Golpear, esperar, golpear, esperar: el momento adecuado llegaría. Finalmente, Morandi dijo:
– Porque, quizá, si ella lo hubiera sabido me habría amado.
– ¿Quiere decir que volvería a amarlo?
El asombro de Morandi fue total: Brunetti lo leyó en lo inexpresivo de sus ojos cuando se volvió a mirarlo.
– No. Amarme… Nunca me amó. Realmente no. Pero yo aparecí cuando ella casi tenía cuarenta años, así que me acogió y vivió conmigo. Pero nunca me amó. Realmente no. -Volvieron las lágrimas, que le cayeron en la camisa, pero Morandi no se dio cuenta-. No de la forma que yo la amé a ella. -De nuevo lo acometió aquel estremecimiento perruno-. Somos los únicos que lo sabemos -dijo, colocando fugazmente su mano en el brazo de Brunetti, tocándolo y apresurándose a apartarse, como si temiera por su propia mano-. Maria no lo sabe o no sabe que yo lo sé. Pero lo sé. Y ahora lo sabe usted.
Brunetti no supo qué decir ante aquellas terribles verdades y sus más terribles consecuencias. No cabía respuesta, ni ésta iba a darla la fachada de la iglesia o de la casa di cura.
Brunetti se puso en pie. Le alargó la mano al anciano y le ayudó a levantarse.
– ¿Por qué no me deja que lo acompañe a su casa?