21

Brunetti se sintió aliviado al librarse de ella, admitiendo sólo entonces lo poco simpática que le había resultado aquella mujer. Sus medias verdades y sus dilaciones para manipularlo lo molestaban; y, lo que era peor, parecía preocupada por la muerte de la signora Altavilla únicamente en la medida en que era una fuente de culpa para sí misma o un potencial peligro para su Alba Libera, de ridículo nombre. Qué poco se preocupaba por la gente aquellos que pretendía ayudar a la humanidad.

Meditó sobre aquellas cosas mientras emprendía el camino de regreso a la questura, pero entonces, como emergiendo de un sueño, se dio cuenta de repente de la mucha luz que había arrojado aquel día. Miró su reloj y se sorprendió al comprobar que eran casi las cinco. Le pareció una tontería volver a la questura, pero no cambió la dirección de sus pasos, contemplándolos desde arriba mientras caminaba lentamente como un animal que regresa al establo. Una vez en la questura, se dirigió al despacho de la signorina Elettra y la encontró sentada a su mesa, leyendo el que parecía el mismo libro que había observado la última vez. Ella levantó la vista cuando lo oyó entrar y, como distraídamente, cerró el libro y lo deslizó a un lado. Sonriendo, dijo:

– Tiene el aspecto de alguien que se ha traído más trabajo.

– Acabo de hablar con la directora de Alba Libera.

– Ah, Maddalena. ¿Qué piensa de ella? -preguntó con total neutralidad, sin ofrecer indicio alguno de cuál podía ser su propia opinión.

– Que le gusta ayudar a la gente -respondió Brunetti con idéntica neutralidad.

– Parece un deseo muy meritorio -concedió la signorina Elettra.

Brunetti se preguntó cuándo alguno de los dos se daría por vencido y expresaría una opinión.

– Me recuerda un poco a esas mujeres de las novelas del siglo XIX interesadas en el progreso moral de sus inferiores -dijo ella.

Por un momento, Brunetti sopesó la posibilidad de que más de una década expuesta a la visión del mundo del propio Brunetti hubiera afectado la de la signorina Elettra, pero luego se dio cuenta de lo pretencioso que resultaba eso. Sin duda ella tenía sus propias y amplias reservas de escepticismo.

Impaciente de pronto por tanta charla, dijo:

– Una de las mujeres a las que ayudó se alojó en casa de la signora Altavilla hasta la noche anterior a su muerte, pero resulta que esa mujer había estado en otras casas en similares circunstancias…

– ¿Y se había largado con el dinero? -bromeó la signorina Elettra.

– Algo así.

Observó su sorpresa y le agradó el hecho de que se sorprendiera.

– ¿Su nombre? -preguntó.

– Gabriela Pavon, aunque dudo mucho de que sea ése su verdadero nombre. Y el hombre del que supuestamente se escondía es Nico Martucci, un siciliano. Ése sí es probable que sea su verdadero nombre. Vive en Treviso. -Cuando ella empezó a escribir los nombres, Brunetti la interrumpió-: No se moleste. Tengo un amigo en Treviso que puede decírmelo. Eso ahorrará tiempo.

Se volvió para marcharse, pero ella dijo, señalando unos papeles que tenía encima de la mesa:

– He encontrado algunas cosas sobre la signora Sartori y sobre el hombre que vivía con ella.

– ¿O sea, que no están casados?

– No, según los registros de la residencia. La totalidad de la pensión que percibe ella va a parar a la institución, y el resto lo paga su compañero, Morandi. -Luego, percibiendo la sorpresa de Brunetti añadió-: Él no debería pagar, puesto que no están casados. Pero paga.

Brunetti pensó en el hombre de rostro enrojecido al que conoció en la habitación de la signora Sartori. Recordando lo que él y su hermano habían tenido que pagar por su madre todos aquellos años, preguntó:

– ¿Cuánto cuesta?

– Dos mil cuatrocientos al mes. -Luego, cuando él alzó las cejas, la signorina Elettra aclaró-: Es una de las mejores de la ciudad. -Levantó una mano y la dejó caer-. Y ésos son los precios.

– ¿A cuánto asciende su pensión?

– A seiscientos euros. Se jubiló cuatro años antes de la edad, de modo que no tiene derecho a percibir la totalidad de la pensión.

Antes de ponerse a hacer cálculos, Brunetti preguntó:

– ¿Y la pensión del hombre?

– Quinientos veinte.

O sea que, sumadas, sus pensiones apenas cubrían la mitad del coste. El hombre no le había parecido adinerado ni, Brunetti hubo de admitirlo, tampoco ella. Si él era lo que parecía, un pensionista obligado a pagar los servicios públicos, el alquiler y los alimentos, ¿de dónde sacaba el dinero para la residencia?

La signorina Elettra cogió los papeles y se los alargó a Brunetti, que se sorprendió al encontrar bastantes hojas. ¿Qué pudieron hacer a lo largo de sus vidas dos ancianos como aquellos?

– ¿Qué hay aquí? -preguntó, sosteniendo las hojas con un gesto deliberadamente exagerado.

Con su expresión más sibilina, la signorina Elettra observó:

– Sus vidas han sido moviditas.

Brunetti se permitió distenderse en una sonrisa, al parecer por primera vez aquel día. Agitó los papeles y anunció:

– Les echaré un vistazo.

Ella asintió y dirigió su atención a su ordenador.

Una vez en su despacho, marcó el número de su casa.

Paola contestó con un «Sì» tan impaciente como para desanimar al teleoperador más curtido o para amedrentar a sus hijos, a fin de que se dieran prisa en regresar a casa y ordenar sus habitaciones. Él no pudo contenerse y recitó:

– «Y se deja oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola.»

– Guido Brunetti -dijo, con una voz no más amistosa que la que había sonado con aquel impersonal «Sì»-, no me empieces con tus citas bíblicas.

– Leo el Cantar de los cantares como literatura, no como texto sagrado.

– Y lo usas como provocación.

– Me limito a seguir la tradición de dos mil años de apologistas cristianos.

– Eres un hombre perverso y pesado -dijo ella con una voz más ligera, y él supo que el peligro había pasado.

– Soy un hombre perverso y pesado al que le gustaría llevarte a cenar.

– ¿Y perderte unos turbanti di soglie, comidos en paz en tu propia mesa, en medio de la gozosa armonía de tu familia? -preguntó Paola, dejándolo con la duda de si había cambiado su talante al pensar en su presencia o en la comida.

– Procuraré llegar a tiempo.

– Bueno -replicó, y él pensó que estaba a punto de colgar, pero añadió-: Me alegra que estés aquí.

Luego colgó, y Brunetti se quedó con la sensación de que la temperatura de la habitación acababa de aumentar o que, de algún modo, la luz era más intensa. Más de veinte años, y ella todavía podía hacerle aquello, pensó. Sacudió la cabeza, buscó el número de su amigo en Treviso y llamó.

Tal como había sospechado, el nombre de la mujer no era Gabriela Pavon: la policía de Treviso pudo darle seis alias utilizados por ella, cuyas huellas dactilares estaban por todas partes en el piso que había compartido con su compañero, pero no pudieron facilitarle el verdadero nombre. El siciliano -Brunetti se dijo que tenía que dejar de llamarlo así y, lo que era más importante, dejar de pensar de él de aquel modo- enseñaba química en una escuela técnica y no tenía antecedentes delictivos. Según la policía de allí, él fue la víctima de un delito. No había rastro de la mujer, y el amigo de Brunetti estaba resignado a sospechar que no lo habría hasta que cometiera el mismo delito en alguna otra parte del país.

Brunetti le contó lo que la mujer había hecho en Venecia, y su fatigado amigo le pidió que enviara un informe, «aunque eso no suponga ninguna diferencia», puesto que ella no había cometido delito alguno.

Después de colgar, Brunetti dirigió su atención a los papeles que la signorina Elettra le había dado. La signora Maria Sartori había nacido en Venecia ochenta años antes; Benito Morandi, ochenta y tres. El nombre de pila del hombre llamó la atención de Brunetti: comprendía bien qué clase de familia hubiera llamado Benito a su hijo en aquellos años. Pero la visión de ambos nombres juntos espoleó la memoria de Brunetti, como si de pronto Ginger hubiera redescubierto a su Fred. O Bonnie a su Clyde. Apartó la vista de los papeles, concentró su memoria y no sus ojos, y siguió el flujo serpenteante de sus recuerdos. Algo acerca de una persona anciana, ninguno de ellos; de otra persona anciana, y de cuando ellos no eran viejos. Era un recuerdo de su vida, de antes de trabajar, de antes de Paola y de todo lo que siguió al momento de conocerla. Se encontró pensando que su madre se acordaría; su madre tal como había sido en otro tiempo.

Marcó el número de telefonino de Vianello. Cuando el inspector respondió, Brunetti le preguntó:

– ¿Estás abajo?

– Sí.

– ¿Quieres subir un minuto?

– Voy para allá.

La contemplación ayudaba. Brunetti se dirigió a la ventana, miró al otro lado del canal, dejando que los nombres le rondaran la mente, esperando que al juntarlos y luego separarlos acabaran por estimularle la memoria.

Vianello lo encontró así, con las manos apretadas a la espalda, sumido en profunda contemplación de la fachada de la iglesia o de la casa de tres pisos, tomada por gatos vagabundos, construida frente a aquélla.

En lugar de hablar, Vianello se sentó en una de las sillas, frente al escritorio de su superior. Y esperó. Sin volverse, Brunetti dijo:

– Maria Sartori y Benito Morandi.

Vianello guardó silencio, y sólo se oyó el roce de sus tacones deslizándose por el suelo cuando estiró las piernas. Transcurrió más tiempo, y entonces se produjo el prolongado suspiro del alborear de la memoria.

– Madame Reynard -dijo Vianello, y se permitió una sonrisa por haber sido el primero en recordar.

Todos los venecianos, al menos los de su edad, lo hubieran recordado tarde o temprano. Ahora que Vianello le había proporcionado el nombre, también a Brunetti se le refrescó la memoria. Madame Marie Reynard, una belleza legendaria, llegó a Venecia con su marido casi -¿podía ser?- un siglo antes. Pasaron unos cinco años antes de que él muriera de forma aparatosa. Brunetti no consiguió recordar cómo: coche, embarcación, avión. La honda pena le costó la pérdida de su hijo, aún por nacer, y tras su recuperación se sumergió en la viudez y en la reclusión en su palazzo del Canal Grande.

Ya no sabía cuándo oyó por primera vez la historia pero, aun antes de que Brunetti comenzara la escuela secundaria, Madame Reynard se había convertido en una leyenda, como corresponde al destino de las esposas dolientes, al menos si son a la vez hermosas y ricas. La misteriosa francesa nunca abandonaba su palazzo, o salía de noche para pasear por las calles derramando lágrimas en silencio, o sólo permitía la entrada a sacerdotes con los que, envuelta en su velo de viuda, ofrecía interminables rosarios por el reposo del alma de su marido. O permanecía recluida, crucificada por la pena. Dos elementos se mantenían constantes en todas las variantes: ella era hermosa y era rica.

Y luego, hacía más de veinte años, a los cien de edad, viuda durante tres cuartos de siglo, murió. Su abogado -que no había aparecido por ninguna parte en las leyendas- resultó que heredaba el palazzo y todo cuanto contenía, así como las tierras, las inversiones y la patente de un procedimiento que tenía algo que ver con la fortaleza de las fibras de algodón, que las hacía resistentes a las más elevadas temperaturas. Sea como fuere -y el tejido cambiaba del algodón a la seda o a la lana, según la versión-, la patente acabó siendo inconmensurablemente más valiosa que el palazzo y que lo demás.

– Claro, claro -dijo Brunetti a medida que las tenues figuras se juntaban en su memoria y Maria se encontraba con su Benito, pues ésos eran los nombres de los testigos del testamento de Madame Reynard -Sartori y Morandi-, y como tales, un tema de chismorreo y cábalas en el que se había ocupado la ciudad durante meses.

Trabajaban en el hospital, no tenían conocimiento previo de la mujer agonizante, no aparecían como beneficiarios del testamento, y por tanto fueron considerados ajenos al asunto. Brunetti regresó a su mesa.

– ¿No había algunos parientes franceses? -preguntó Vianello.

Brunetti hurgó en las historias que habían sido desplazadas de su memoria y llegó a la que deseaba:

– Resultó que no eran parientes, sino personas que habían leído sobre aquella fortuna y pensaron que podían intentar hacerse con ella. -Dejó que se filtrara más información en sus recuerdos y añadió-: Pero sí, eran franceses.

Siguieron sentados un rato, dejando que sus memorias juntaran trozos y trocitos.

– ¿Y no hubo una subasta? -preguntó Vianello.

– Sí. Una de las últimas grandes. Después de que ella muriera. Lo vendieron todo. -Luego, y porque con quien estaba hablando era con Vianello, y a él podía decirle cosas como aquéllas, Brunetti añadió-: Mi suegro decía que todos los coleccionistas de la ciudad estaban allí. Todos los coleccionistas del Véneto, para el caso. -Brunetti sabía de dos dibujos procedentes de aquella subasta-. Consiguió dos páginas de un cuaderno de Giovannino de Grassi.

Vianello movió la cabeza, en un gesto de ignorancia.

– Siglo XIV. Hay un cuaderno entero en Bérgamo, con dibujos -realmente, pinturas- de pájaros y animales, y un alfabeto fantástico. -Su suegro conservaba sus dos dibujos en una carpeta, a buen recaudo. Brunetti puso las manos separadas unos veinte centímetros-. Son sólo páginas sueltas, de este tamaño. Una hermosura.

– ¿Valiosas? -preguntó el mucho más pragmático Vianello.

– No lo sé exactamente, pero yo diría que sí. De hecho, según mi suegro la mayoría de los coleccionistas acudió por la colección de dibujos del marido. No era como hoy día, en que puedes comprobar online todo lo que se subasta. Decía que siempre hay sorpresas. Pero en aquella época la sorpresa fue que hubo muy pocos dibujos. Aun así, él consiguió hacerse con esos dos.

– Lástima de Cuccetti, ¿no? -comentó Vianello, sorprendiendo a Brunetti por acordarse del nombre del abogado que arrambló con todo.

– ¿Por qué? ¿Porque murió poco después? ¿Cuánto tiempo pasó, dos años?

– Eso creo. Y con su hijo. El hijo conducía, ¿verdad?

– Sí, y borracho. Pero todo se tapó. -Ambos sabían bastante sobre esas cosas-. Cuccetti tenía un montón de amigos importantes -añadió Brunetti.

Como si la afirmación de Brunetti fuera la noche y la pregunta de Vianello, el día, el inspector volvió a preguntar:

– El testamento nunca se impugnó, ¿verdad?

– Sólo lo hicieron aquellos franceses, y la cosa no se sostuvo. -Brunetti se inclinó sobre su mesa, localizó los papeles que le había dado la signorina Elettra y dijo-: Esto es lo que ella ha encontrado.

Leyó la primera hoja y se la pasó a Vianello. Ambos leyeron sus respectivos papeles en amigable silencio, sin que ninguno de los dos considerara necesario comentar nada.

Maria Sartori había sido enfermera, primero en el Ospedale al Lido y luego en el Ospedale Civile, del cual se jubiló hacía más de quince años. Nunca se casó, y vivió en la misma dirección que Benito Morandi la mayor parte de su vida adulta. Durante su vida laboral mantuvo abierta una cuenta en un mismo banco, en la cual eran depositadas y luego retiradas sumas modestas. Nunca estuvo ingresada en un hospital ni llamó la atención de la policía. Y eso era todo: ninguna mención de alegría o tristeza, sueños o desengaños. Décadas de trabajo, jubilación y pensión, y ahora una habitación en una casa di cura privada, pagada con su pensión y con la aportación de su compañero.

Se adjuntaba una fotocopia de su carta d'identità. Brunetti apenas reconoció a la mujer de facciones suaves que miraba al mundo desde la foto: aun con menos años, no podía ser la misma que había visto, con el rostro profundamente arrugado. Luchó con la tentación de susurrar al rostro más joven lo muy certera que había estado: se avecina el conflicto.

Cuando alargaba la segunda hoja a Vianello, Brunetti dirigió su atención al compañero de la mujer. Morandi había servido durante la Segunda Guerra Mundial. El primer pensamiento de Brunetti fue que Morandi debió haber mentido al respecto, pero luego echó cuentas y comprobó que era posible por poco.

El padre de Brunetti se refirió a menudo al caos que reinaba en aquellos años terribles, de modo que creyó que a un adolescente pudo permitírsele alistarse cuando el conflicto estaba a punto de acabar. Pero luego Brunetti leyó la hoja de servicios de Morandi, según la cual había servido en Abisinia, Albania y Grecia, donde había sido herido, enviado a casa y devuelto a la vida civil.

– No, eh? -se oyó decir Brunetti en voz alta, sobresaltando a Vianello, que se volvió a mirarlo.

Si la fecha de nacimiento de aquel archivo era cierta, Morandi hubiera ido a Grecia con sólo doce años, y hubiera tenido dieciséis cuando Italia se rindió a los aliados. Por más entusiastas que hubieran sido sus padres del fascismo, hasta el punto de llamar «Benito» a su hijo, pocas familias habrían permitido a su vástago adolescente seguir al otro Benito a la guerra.

Unos años después del regreso de Morandi -o al menos después de que la prueba documental de su servicio en la guerra se hubiera incorporado al expediente-, accedió a un empleo en el puerto de Venecia, que desempeñó durante más de una década, aunque no constaba ningún dato que precisara la naturaleza del trabajo, salvo el de «peón». Brunetti se enteró de que había sido despedido de su puesto sin explicación.

Unos años más tarde, empezó a trabajar como limpiador en el Ospedale Civile. Brunetti se inclinó a un lado y tomó los papeles que Vianello había dejado en la mesa. La signora Sartori ya trabajaba por entonces en ese hospital.

Morandi había sido portiere y limpiador durante más de dos décadas, llevaba jubilado unos veinte años y percibía una pensión mínima.

Brunetti reconoció el sello del Ministerio de Justicia en las siguientes tres hojas de papel, que reflejaban la relación de Morandi con las fuerzas del orden, para las que no era un extraño. Fue detenido por primera vez a comienzos de la treintena, acusado de vender cigarrillos de contrabando a estancos de la tierra firme. Cinco años más tarde, segunda detención por vender objetos robados de barcos que descargaban en el puerto, y condena a un año con suspensión de sentencia. Siete años después detenido otra vez por agredir y herir gravemente a un compañero de trabajo. Como el hombre se abstuvo de testificar contra él, los cargos fueron retirados. También fue detenido por resistencia a la autoridad y por pasar objetos robados a través de un perista de Mestre. En este caso se produjo algún error burocrático en la aportación de pruebas, y al cabo de cinco años el caso se cerró, si bien por entonces el signor Morandi parecía haberse pasado al bando de los ángeles, pues ya no sufrió más detenciones y empezó a trabajar en el hospital.

Las últimas hojas de papel se referían al aspecto monetario de la vida del signor Morandi. Por la época de su jubilación, Morandi adquirió un piso en San Marco sin solicitar una hipoteca. Una nota manuscrita de la signorina Elettra informaba a Brunetti de que la signora Sartori se mudó al piso, cambiaron ambos su residencia a aquella dirección unos meses después de la compra.

La cuenta bancaria de Morandi, intacta por la adquisición del piso, reflejaba en gran medida la misma rutina que la de la signora Sartori: modestos ingresos y reintegros y, a partir de la compra del piso, el pago mensual de los gastos de comunidad. Estos pagos se incrementaron con el paso de los años, y ahora ascendían a más de cuatrocientos euros mensuales, que ya no podían proceder de la modesta pensión.

A partir del momento en que la signora Sartori ingresó en la residencia, los hábitos bancarios del signor Morandi cambiaron. Un mes antes de que llegara la primera factura, en la cuenta se ingresaron casi cuatrocientos euros. Desde entonces, cada tres o cuatro meses, se ingresaban entre cuatrocientos y quinientos euros, y cada mes se transferían rutinariamente más de mil doscientos de la cuenta del signor Morandi a la de la residencia.

Aquello parecía ser lo que era. Brunetti volvió a hojear los papeles, a fin de comprobar las fechas, y vio que el piso se compró tras la jubilación de Morandi, y que la signora Sartori continuó trabajando en el hospital. Resultaba improbable que unas personas que desempeñaban aquellos empleos pudieran permitirse, incluso conjuntamente, ahorrar lo bastante como para adquirir un piso: dada la ausencia de una hipoteca y el escaso sueldo de la que seguía trabajando, era casi imposible. Ni el breve encuentro de Brunetti con Morandi ni el contenido de aquellos papeles daban idea de un hombre cuya conducta se caracterizara por la prudencia en materia de dinero.

Brunetti se puso en pie y se acercó a la ventana, reanudando su estudio de las dos fachadas que estaban a la vista. Volvió a fijar su atención en el muro, consideró el informe y se preguntó por qué había atraído la atención de la signorina Elettra. La conocía lo bastante como para saber que toda la información que había reunido estaba en aquellos papeles: no proporcionarla completa hubiera sido -le chocó la palabra que acudió a su mente- un engaño. Aguardó a que Vianello concluyera su lectura e hiciera alguna observación sobre los papeles.

Mientras esperaba, Brunetti consideró el fenómeno de la jubilación. Le habían contado que en otros países la gente soñaba con la jubilación como una oportunidad de mudarse a un clima más cálido o de empezar un nuevo capítulo: aprender un idioma, adquirir un equipo de submarinismo o practicar la taxidermia. Qué ajeno a su cultura era semejante deseo. Las personas a las que conocía y aquellas a las que había observado a lo largo de su vida no deseaban más, tras su jubilación, que instalarse profundamente en sus hogares y en las rutinas que habían construido durante décadas, sin introducir cambio alguno en sus vidas salvo eliminar su necesidad de acudir al trabajo cada mañana y, quizá, añadir la posibilidad de viajar un poco, pero no con frecuencia ni demasiado lejos. No conocía a nadie que hubiera comprado una casa nueva tras su jubilación o que hubiera considerado cambiar de dirección.

¿Qué explicaría entonces la súbita adquisición por el signor Morandi de un piso nuevo, al término de su vida laboral? ¿Un error de la signorina Elettra? ¿Un error? ¿En qué estaba pensando? Brunetti se llevó los dedos a la boca, como para reprimir semejante temeridad.

– ¿Por qué compró el piso? -preguntó Vianello desde el otro lado de la habitación.

– ¿Y con qué lo compró? No se menciona ninguna hipoteca.

Vianello regresó a su silla, se inclinó para poner la mano extendida sobre los papeles y dijo:

– Nada de lo que hay aquí sugiere un hombre que ahorrara durante toda su vida para comprarse una casa.

Brunetti marcó el número de la signorina Elettra.

– Sì, commissario?

– El inspector y yo sentimos curiosidad por saber cómo se las arregló el signor Morandi para comprar su piso.

Ella dejó pasar un momento y luego preguntó:

– ¿Ha visto la fecha de la compra?

Brunetti alzó el hombro, sujetó el teléfono contra la oreja y utilizó ambas manos para hojear los papeles. Encontró la fecha y dijo:

– Tres meses después de su jubilación. Pero no veo que eso sea significativo.

– Quizá si mirase la fecha de la muerte de Madame Reynard…

Encontró la copia del certificado de defunción y comprobó que Morandi compró el piso exactamente un mes después de la muerte. Dejó escapar una exclamación. Como no hizo ningún comentario ni formuló pregunta alguna, la signorina Elettra inquirió:

– ¿Ve el nombre de la persona que vendió el piso?

Miró y leyó:

– Matilda Querini.

Captó la mirada confundida de Vianello, conectó el altavoz y devolvió el receptor a su lugar. Otra vez se abstuvo de hacer comentarios.

– Entonces, ¿ni usted ni el inspector recuerdan el caso?

– Recuerdo que esas personas testificaron y que Cuccetti heredó una fortuna.

– Ah -replicó la signorina Elettra, arrastrando la sílaba y dejándola terminar como si se apagara.

– Cuénteme -la animó Brunetti.

– Matilda Querini era su mujer.

– Ah, su mujer -se permitió decir Brunetti, en consciente imitación de su interlocutora. Luego, tras unos pocos latidos del corazón, preguntó-. ¿Vive todavía?

– No. Murió hace seis años.

– ¿Rica?

– Dinero ilimitado.

– ¿Y adónde fue a parar? El hijo era sólo un niño, ¿no?

– Se rumorea que se lo dejó a la Iglesia.

– ¿Sólo se rumorea, signorina?

– De acuerdo. Es un hecho. Se lo dejó a la Iglesia. -Antes de que él pudiera preguntar, explicó-: Tengo un amigo que trabaja en las oficinas del patriarcado. Lo llamé, le pregunté y me dijo que fue la suma más elevada que nunca les habían legado.

– ¿Dijo cuánto era?

– Consideré indelicado preguntárselo.

Vianello emitió un leve gemido.

– ¿Así pues? -preguntó Brunetti, sabiendo que ella era incapaz de dejar algo así pendiente.

– Así pues pregunté a mi padre. El dinero de ella no estaba en el banco donde trabaja mi padre, pero él conoce al director del banco donde lo tenía, y le preguntó.

– ¿Puedo saberlo?

– Siete millones de euros, unos pocos cientos arriba o abajo. Y la patente para aquel procedimiento industrial y al menos ocho pisos.

– ¿A la Iglesia? -preguntó Brunetti, y al escucharlo, Vianello apoyó melodramáticamente la cabeza en las manos y la sacudió de un lado a otro.

– Sí -confirmó la signorina Elettra.

A Brunetti se le ocurrió una idea y preguntó:

¿Ha mirado las cuentas bancarias de Cuccetti y de su mujer?

Para ella, eso era infringir la ley. Para él, enterarse de que ella lo había hecho y luego no obrar en consecuencia también era infringir la ley.

– Desde luego -respondió la signorina Elettra.

– Déjeme adivinar -dijo Brunetti, incapaz de resistir la tentación de hacer un pequeño alarde-. No se ingresó dinero en la cuenta de ninguno de los dos después de la venta.

– Nada. Desde luego que ella pudo haber regalado el piso a Morandi por pura bondad -dijo la signorina Elettra en un tono que excluía esa posibilidad.

– ¿No diría usted que la reputación de Cuccetti convierte eso en algo improbable?

– Sí -respondió. Luego añadió-: Pero también la decisión de su mujer de dejárselo todo a la Iglesia lo convierte en algo…

Hizo una pausa en busca de la palabra adecuada.

– ¿Grotesco? -sugirió Brunetti.

– Ah -exclamó, como apreciando lo atinado de su elección.

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