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Jesus me leyó un fragmento deMoby Dick y Feather presumió de la buena nota que había sacado en su examen de matemáticas. Bonnie me sirvió un trozo de pierna de cordero recalentado con salsa de coñac, y me reintegré a las tareas que llevaba varios días ignorando.

No llamó nadie. Iba a producirse un robo por la mañana, pero yo no podía evitarlo.

Antes de irme a la cama llamé a Primo.

– Hola, Easy. ¿Qué tal te va?

– ¿Cómo está la chica? -pregunté.

– Todavía un poco mareada -respondió-. Flower le ha dado un té especial que la hace dormir.

– Podéis dejarlo ya mañana por la mañana -dije.

– ¿Easy? -me preguntó Bonnie, echada a mi lado. Yo miraba al techo, preguntándome si dar una cabezadita o no.

– ¿Sí?

– ¿Ya has acabado con el asunto del hijo de Alva?

– Sí. Ya he acabado.

– ¿Tiene problemas?

– No, ya no.

– John tiene mucha suerte de contar con un amigo como tú.

– Sí -dije-. Como el cerdo ganador de un concurso de feria.

Lo oí en la radio a las diez y media. Tres hombres negros y una mujer blanca habían caído en un tiroteo con la policía de la ciudad y los sheriffs del condado de Compton. Los hombres no identificados intentaban robar el dinero de la nómina de la Compañía Constructora Manelli. Intentaron sacar el coche blindado de la carretera, pero no sabían que la policía estaba avisada y que el coche iba lleno de agentes armados. Los aspirantes a ladrones murieron dentro de su vehículo. Los agentes abrieron fuego cuando resultó obvio que el otro coche les amenazaba.

Recordé el dibujo colocado en la pared del escondite temporal de los ladrones. No pensaban chocar contra el coche que llevaba la nómina. Iban a detener a los guardias de camino hacia la oficina.

En el trabajo, aquella tarde, me senté ante una máquina de escribir Underwood y escribí una carta para Teaford Lorne, capitán de la unidad especial anticrimen. En mi carta sin firma le contaba la existencia de Lakeland y Knorr y la unidad policial especial destinada a desmontar el Partido Revolucionario Urbano. Envié copias de aquella carta a la oficina regional de la Asociación Nacional para la Mejora de la Gente de Color, alLos Ángeles Examiner y al despacho del alcalde.

Nunca lo leí en los periódicos, pero tres semanas después de enviar esas cartas fui al antiguo cuartel general de Lakeland. El edificio estaba en alquiler. Quizá hubiesen planeado cerrar el negocio después del asesinato de Mercury y su banda. Quizá yo tendría que haber hecho algo más para sacar su crimen a la luz pública, pero no se me ocurría nada que no pusiera también a mi familia en peligro.

Dos meses después llevé a mi prole a la nueva casa de John en Compton. Nos había invitado a cenar un domingo. Todo el mundo en casa de John estaba convaleciente. Él se había dislocado la espalda al caerse del tejado de la casa en la que estábamos cenando. Le estaba dando el último toque, la antena de televisión, cuando perdió el equilibrio y se cayó.

Alva había salido del hospital psiquiátrico hacía dos semanas. Cuando llegamos a su casa todavía iba en albornoz, con el pelo todo despeinado. Bonnie y Feather se la llevaron al dormitorio y cuando volvieron a salir iba vestida y se había peinado y maquillado. La única señal de deterioro que se veía en ella era su mirada dolorida.

Brawly todavía cojeaba por el disparo que recibió en el muslo y la nalga. John le llevó a todo correr al hospital y se quedó con él dos días.

– ¿Qué tal te va en la escuela preparatoria? -le pregunté al chico.

– Bien -respondió-. Me dejan acabar las asignaturas del instituto. Empezaré las clases de historia en la universidad el próximo semestre.

Era una comida sencilla que había preparado Sam Houston y entregado Clarissa, que no pudo quedarse porque tenía que trabajar con su primo aquella tarde. Pollo y bolitas de masa, con guarnición de arándanos, naranja y ensalada campestre.

Jesus le contó a John lo de su barco y que tenía planes de navegar por toda la costa del Pacífico, de arriba abajo. Dijo que iba a vivir del mar, comiendo pescado y algas, igual que hicieron sus abuelos, según contaba el padre de su amigo

Taki Takahashi, cuando llegaron a América. Era más de lo que me había contado a mí nunca.

– El pastor dice que la oración debilita las garras del pecado en el mundo -dijo Alva, en un momento dado. Había estado leyendo la Biblia todos los días mientras John y Chapman acababan la casa.

Después de cenar, John y yo salimos a fumar un cigarrillo. Durante largo rato nos quedamos mirando el cielo. Él estaba apoyado en la pared delantera por su lesión y yo me senté en la escalera.

– Bonita casa -le dije, al cabo de unos minutos de silencio.

– Sí.

– ¿Y dices que todavía trabajas con Chapman? -le pregunté.

John me miró.

– Sí. ¿Por qué?

– Ah, no sé. Quiero decir que como Mercury se había metido en ese intento de robo… No sé… Pensaba que a lo mejor le despedías.

– Él no ha tenido nada que ver con todo eso.

– ¿Te lo ha dicho él?

– Me lo ha dicho Brawly -dijo John.

– Ah. -Era la primera vez que John insinuaba que sabía algo de los tratos de Brawly con Mercury y los demás-. Estaba metido en todo aquello -continuó John-. Alva tenía razón, iba con gente de esa.

– Supongo que el que le disparó en realidad le salvó la vida.

– Podían haberle matado -dijo John-. Ahora sólo cojeará durante el resto de su vida. El médico dijo que la bala de la nalga llegó a un centímetro del nervio principal.

– Mejor cojo que muerto -dije yo.

Un sonido áspero escapó de los labios de John. Alguien que no le conociera lo hubiese interpretado como una exclamación de desdén, pero yo reconocí un rudo humor en su tono.

– ¿Y qué pasa con Isolda? -pregunté.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Sigue Brawly en contacto con ella?

– Dice que se ha ido de L.A. La policía la busca para hablar de Aldridge, y ella le pidió dinero para irse en autobús al sur.

John se irguió y pasó a mi lado, cojeando. Se detuvo junto a la puerta.

– Eres un buen amigo, Easy Rawlins -dijo-. Pero puestos a elegir, preferiría no tener que llamarte nunca más.

Se metió en casa y yo me quedé fuera, fumando en la penumbra, solo.

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