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– No-decía Clarissa-, él nunca me dijo lo que estaba haciendo. Lo único que sé es que empezaron a trabajar con el señor Strong en algo. Eran como un grupo especial dentro del partido, y sólo unos pocos de ellos sabían lo que estaba ocurriendo.

– ¿Y qué era lo que hacían? -pregunté de nuevo.

– No lo sé. Conrad iba a buscar a Brawly a todas horas. Salían y se reunían con el señor Strong…

– ¿Se reunía con alguien más? -pregunté.

– Pues creo que sí -afirmó ella-. Pero nunca supe quién. Bueno, me imaginaba que era alguien del grupo, pero todo era muy secreto.

– ¿Y por qué quieren mantener algo así en secreto? -preguntó su primo.

– Sam -dije-, ya te dejaré hablar luego, pero esto es cosa mía.

A él no le gustó que le dijera aquello, pero se echó hacia atrás en el sofá.

– Pero sabías lo de las armas -dije.

Ella se miró las manos entrelazadas y asintió.

– ¿Cómo lo sabías?

– Un día, Brawly cogió el Cadillac de Conrad -susurró-. Había dejado a Conrad en algún sitio y no querían que su coche anduviera por ahí, de modo que lo cogió Brawly. Me llevó allí y me enseñó el baúl. Había seis o siete rifles envueltos en mantas del ejército.

– ¿Y qué decían ellos que iban a hacer con aquello?

– Dijo que aquellos rifles dispararían los primeros tiros en la revolución. -Se echó a llorar.

Creo que mientras hablaba conmigo comprendió plenamente el sentido de las palabras de Brawly. A veces uno tiene que oírse a sí mismo diciendo algo en voz alta para entenderlo.

– ¿Dijo cuándo planeaban hacerlo?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Te dijo qué hizo con esas armas después de sacarlas de casa de Bobbi Anne?

De nuevo negó.

– ¿Qué relación había entre Bobbi Anne y Conrad? -pregunté, pensando que un cambio de tercio podía llevarme más cerca de lo que desconocía.

– Conrad se metió en problemas con algunos hombres con los que había estado jugando -dijo Clarissa-. Lo iban a agarrar, y entonces Brawly llamó a una amiga suya del instituto, y le pidió que le alojase. Tenía razón: sus padres murieron el año pasado. Él de un ataque al corazón, y ella simplemente se apagó.

– ¿Y después de eso fue cuando Bobbi Anne se mudó a Los Ángeles?

– Sí -afirmó Clarissa-. Se trasladó para estar cerca de Conrad.

– ¿Y crees que ella formaba parte de ese grupo especial que inició Strong?

– No -dijo Clarissa-. No hay ningún blanco en los Primeros Hombres. Los blancos no pueden pasar de la puerta, ésa es la norma.

La imagen de aquellos policías irrumpiendo por las ventanas apareció en mi mente.

– ¿Y dónde está Brawly? -pregunté.

– No lo sé.

– ¿Tienes alguna idea? ¿Cualquier cosa?

– No, señor.

– ¿Y qué hay de Isolda?

– ¿Quién? -intervino Sam.

Le ignoré, mirando la cara abatida de Clarissa.

– ¿Qué pasa con ella? -preguntó.

– ¿Por qué la odias?

– Por lo que le hizo a Brawly.

– ¿Y qué le hizo?

– No soy yo quien tiene que decirlo.

– Si quieres que intente ayudarle, será mejor que me cuentes algo.

Clarissa me miró con auténtico rencor en los ojos. Ya veía que iba a contarme algo, y de algún modo creía que aquello me iba a hacer daño.

– Se lo llevó cuando su padre y él se pelearon, y luego intentó convertirlo en su marido -dijo.

– ¿A quién?

– A Brawly -dijo ella, con desdén-. Iba por la casa sin ropa, y se metía en la misma cama que él, por las noches. Le ponía caliente, y le obligaba a que le hiciera el amor.

Me eché atrás en la silla.

– ¿Qué dices? -preguntó Sam.

– Mantenía relaciones sexuales con él hasta que al final, él robó una radio en una tienda para que el condado se lo llevara de allí -dijo Clarissa.

– Mantenía relaciones sexuales con él. -Sam repitió aquellas palabras, como si fuesen un intrincado rompecabezas.

– ¿Sabes dónde está Brawly ahora mismo? -le volví a preguntar.

Y de nuevo Clarissa meneó negativamente la cabeza.

– ¿Va a llamar?

– No, hasta el domingo no -respondió.

– Será demasiado tarde -murmuré yo.

– ¿Qué dices, Easy? -preguntó Sam.

Cogí aliento y me puse de pie.

– ¿Te vas a quedar aquí? -le pregunté a Clarissa.

Era la primera vez que ella pensaba que quizá podía abandonar la casa donde Brawly la había escondido.

– Sí -dijo, dirigiendo una mirada a Sam.

– Vuelve con nosotros, querida -dijo Sam-. Puedes quedarte conmigo y con Margaret. Estarás a salvo allí.

– Ya han muerto dos personas -le recordé yo también-. Y ninguno de nosotros sabe quién lo ha hecho.

El camino de vuelta a L.A. fue casi completamente silencioso. Clarissa iba sentada detrás.

Cuando llegamos al alcance de las emisoras de radio de L.A., empezamos a oír la KGFJ, la emisora desoul. James Brown y Otis Redding acunaron nuestras mentes doloridas. En una ocasión Sam me preguntó si había sabido algo de Etta Mae, la mujer del Ratón y la madre de su hijo, LaMarque, y una de mis mejores amigas.

– No -dije-. Ha desaparecido.

No siguió haciendo preguntas y yo no ofrecí ninguna explicación más de mi culpa.

– Espera un minuto, Easy -me dijo Sam.

Yo había aparcado frente a su casa, al lado de Denker, más o menos a las ocho. El llevó a Clarissa al interior de la casa y yo me recosté y cerré los ojos. Empezó a aparecer un esquema en mi mente. No era un cuadro demasiado bonito, ni demasiado claro tampoco. Todavía no sabía dónde encajaba Brawly en todo aquello, ni si podría salvarlo.

Tenía una vía de investigación muy clara, sin embargo. Sabía qué era lo que venía después, y también quién iría tras de mí.

Sam salió y subió al asiento del pasajero.

– ¿Crees que puedes llevarme de vuelta al restaurante? -me pidió.

– Claro.

Pero no hice nada. Ni puse en marcha el coche ni me moví demasiado.

– ¿Vamos o no? -preguntó Sam.

Encendí un Chesterfield.

– No son conversaciones de bar, Sam.

– ¿El qué?

– Lo que has oído hoy -dijo-. Ni lo de la casa de Riverside, ni Brawly Brown, ni la mención a los rifles del ejército. Cada vez que alguien se ha ido de la lengua con esta mierda, ha acabado muerto.

Sam se llevó la mano a la larga garganta, intentando esconder su miedo con una postura contemplativa.

– Pueden matar a tu prima -continué-, y es una amenaza para mi paz mental.

Me volví hacia él con la cara terriblemente seria.

– Esta mierda puede hacer que te maten.

– Yo no voy a decir ni una palabra, tío -afirmó Sam.

Le miré hasta que él apartó la vista.

Sam no intentó volver a quedarse conmigo después de aquel día. Cuando yo iba a Hambones se mostraba muy amistoso, pero no había bromas malintencionadas ni superioridad alguna por su parte. A partir de entonces eché de menos nuestras antiguas peleas pero, por otra parte, me parecía bien que tuviera miedo.

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