30

– Olympic con South Flower -dije en la cabina telefónica-. ¿Puedes venir a recogerme?

– Claro, cariño -dijo Bonnie-. Estaré ahí en cuanto pueda.

– Y no te olvides de traerme unos cigarrillos del armario -le pedí.

Esperé en un banco de la parada de autobús hasta que Bonnie pudo pasar a recogerme. Allí sentado, notando el helado rocío matinal, pensé en lo solo que había estado durante la mayor parte de mi vida. El Ratón había sido mi amigo más íntimo, pero estaba loco. Los niños y yo teníamos unos lazos de unión muy profundos, pero ellos eran niños todavía, con necesidades y deseos que les impedían comprender el mundo adulto.

Pero Bonnie era en todo mi igual. Ella se enfrentaba a la vida cara a cara, y aunque la conocía sólo desde hacía unos meses, sabía que podía confiar en ella, por muy mal que fuesen las cosas.

Ella apareció y detuvo el coche junto a la acera, y yo subí enseguida a su pequeño Rambler azul. Tenía que ir con las rodillas apoyadas en el salpicadero y sólo parecía tener espacio para un brazo, pero no me importó. Bonnie me dio un beso profundo y tierno, y luego arrancó sin saber ni preocuparse por lo que estaba pasando.

Lo primero que hice yo fue abrir el paquete de Chesterfield y encender uno. Qué bien. Seis meses después recordaría aquella primera calada con hondo placer.

– Anoche me detuvieron -dije al cabo de unas manzanas.

– ¿Tendrás que volver para el juicio?

– No. No tenían nada contra mí y me han soltado.

– ¿Adónde vamos?

– Tengo el coche aparcado en Grand -dije-. Siento todo esto.

– ¿Valen la pena todos los riesgos que estás corriendo por ese chico? -me preguntó ella.

– Pues no estoy seguro -dije-. Pero no lo hago por él.

– Entonces ¿por quién?

– En parte por John. Ya sabes que somos amigos desde hace más de treinta años. Algunas veces tuve que ir a John y pedirle que me escondiera. El nunca me preguntó por qué, y nunca me dijo que no.

– ¿Y cuál es la otra parte?

– Tenías razón cuando decías que había estado triste. Sé que tengo que salir y averiguar qué pasó después de que Etta Mae sacara a Raymond del hospital. Pero me resulta muy difícil hacer eso. Mientras voy buscando a Brawly de alguna manera me distraigo con su problema, me pierdo, y quizá cuando todo acabe pueda recuperar al antiguo Easy y sea capaz de averiguar la verdad.

Bonnie no dijo nada. Al cabo de un rato llegamos al edificio de apartamentos de Bobbi Anne.

La volví a besar.

– Llama al trabajo y di que estoy enfermo -dije, abriendo la puerta.

– ¿Easy?

– ¿sí?

– Has dicho que te perdías a ti mismo.

– Sí…

– No es verdad -dijo-. Lo que deberías hacer es encontrarte a ti mismo, no a ese chico.

Fui directamente adonde John. Sabía que él estaría trabajando, pero eso era precisamente lo que quería.

Alva abrió la puerta con la esperanza reflejada en los ojos. Pero cuando me vio, la esperanza se convirtió en miedo.

– ¿Qué ocurre? -me preguntó.

– ¿Puedo entrar?

Cogí el taburete en el que me había sentado unos días antes mientras Alva ponía agua a calentar para el té.

Después de recobrar la compostura ante los fogones, vino a sentarse frente a mí.

– ¿Qué ocurre, señor Rawlins?

– Tenemos que hablar claro, Alva.

– ¿Está herido Brawly?

– No que yo sepa, pero estoy bastante convencido de que está metido en problemas. Tiene problemas -repetí, para obtener mayor efecto-, y sólo diciéndome la verdad me ayudará a ayudarle.

– ¿Qué tipo de problemas?

– El tipo de problemas que proceden de ser un joven exaltado que va con mujeres alocadas y armas por ahí.

– Ah.

Fue la breve exclamación que precedió a un gran derrumbamiento. No quería herirla. Desde el principio mi trabajo había consistido en apartarla de un dolor insoportable. Pero a veces hay que sentir dolor antes de mejorar. Esperaba que aquélla fuese una de esas ocasiones para Alva Torres.

– ¿Por qué está Brawly tan enfadado con usted? -le pregunté.

– Cree que no le quiero -susurró-. Cree que le abandoné cuando era pequeño.

– ¿Por qué piensa eso?

– Porque le envié a vivir con su padre. Era muy testarudo, y también muy fuerte físicamente. Si le decía que se fuera a la cama o que volviera a casa, me empujaba a un lado, sencillamente me daba un empujón, como si yo fuera uno de los niños con los que jugaba. Y entonces… -Ella dejó su frase sin concluir y miró a algún lugar que estaba más allá de mí.

– ¿Sí? ¿Y entonces qué?

– Su tío murió en un intento de atraco a un banco.

Alva se derrumbó en la silla. Se echó a llorar. Quería tocarla, consolarla, pero no lo hice. El dolor que sentía estaba más allá de mi alcance.

– ¿Cuándo fue eso?

– En mil novecientos cincuenta y cuatro -dijo ella-. Era el Banco Americano, en Alvarado. Fue con una media en la cabeza y le dispararon en la calle. Llevaba cuatro mil doscientos dólares en el bolsillo.

– ¿Estaban muy unidos él y Brawly?

– Sí, lo estaban. Cada vez que venía Leonard, Brawly se portaba bien. Brawly y yo queríamos mucho a Leonard.

– ¿Y qué ocurrió cuando él murió? -pregunté.

– La policía vino una y otra vez preguntando qué sabía yo de Leonard y su socio.

– ¿Qué le ocurrió a su socio?

– Huyó con la mayor parte del dinero. Y la policía pensaba que yo sabía algo de eso. Siguieron viniendo hasta que yo no pude soportarlo y tuvieron que llevarme al hospital. -Alva juntó las manos y las apretó.

– ¿Prefirió ponerse así de enferma antes que entregar a Aldridge?

– No supe hasta mucho después que era Aldridge -dijo-. No habría enviado nunca a Brawly a vivir con él de haberlo sabido.

– ¿Cómo lo averiguó?

– Aldridge se lo dijo a Brawly y se pelearon.

– ¿Cuando Brawly tenía catorce años?

Alva asintió.

– Me lo dijo cuando vino a vivir aquí.

– ¿No se lo dijo cuando estaba en el hospital?

– Creo que no. Pero no lo recuerdo todo -dijo ella, lastimosamente-. Me daban drogas. Brawly decía que vino a verme y que yo le dije que no era su madre y que debía irse. Pero yo no me acuerdo de eso. Entonces él se fue a vivir con Isolda.

El odio reemplazó al dolor en la voz de Alva.

– ¿Y qué ocurrió entonces?

– Ella le dio la vuelta -dijo Alva-. Le hizo cosas feas y le volvió contra mí.

– ¿Por qué hizo tal cosa?

– Porque es mala, por eso.

No parecía que fuese a sacar mucho más por aquel camino, de modo que cambié de táctica.

– ¿Cuándo se fue Brawly de casa de Isolda?

– Cuando tenía dieciséis años se metió en problemas con la policía. Dijeron que había robado una radio de una tienda y le llevaron a juicio. Si hubiese sido un chico blanco, le habrían asustado un poco y le habrían mandado a casa. Pero como era negro, le llevaron a juicio y le condenaron. Tuvo que vivir en una residencia para delincuentes e informar a su centro de detención juvenil hasta que cumplió los diecinueve. Estuvo en libertad condicional hasta los veintiuno. Entonces le dije que podía venir aquí y que le ayudaría a sacarse el título de graduado en el instituto, y a ir a la universidad. Cuando abandonó los estudios, John dijo que podíamos alquilarle una habitación en este mismo edificio y darle trabajo.

– ¿Robó la radio en realidad? -pregunté.

– Sí. Pero fue sólo un error de crío. Brawly no es ningún ladrón. Aunque se enfada con facilidad. Pero al fin y al cabo es normal. Le arrebataron su niñez.

– ¿Por qué se separaron Aldridge y usted? -le pregunté.

– ¿Qué tiene que ver con todo esto?

– Bueno -dije-, ése es el motivo por el que Brawly perdió su niñez, ¿no? Quizá sea la clave para que pueda hablar con él cuando finalmente le encuentre.

Alva me miró fijamente entonces. Antes de aquel momento, siempre había pensado que un hombre o una mujer que tenían una crisis nerviosa eran más débiles que los demás. Pero yo veía en aquellos ojos una fuerza capaz de soportar más dolor del que yo podía imaginar.

– Es la misma historia de siempre -su voz vaciló-, lo mismo de siempre. No podía apartar sus manos de otras chicas. Finalmente, encontró a alguien que le gustaba tanto que ni siquiera venía a casa la mitad del tiempo. Dejé sus cosas delante de la puerta una noche, y por la mañana habían desaparecido.

Muchos pensamientos cruzaron mi mente, pero me los guardé para mí.

– Puede usted salvar a mi hijo, señor Rawlins.

Extendí las manos y cogí las suyas.

– Si es posible, se lo traeré de vuelta aquí, Alva -dije-. Aunque tenga que atarlo de pies y manos y ponerlo encima de mi coche.

Ella soltó una risita y luego sonrió.

– Gracias -dijo-. Siento haberle juzgado mal, señor Rawlins.

Sonreí y le di unas palmaditas en las manos. Luego asentí, aceptando sus disculpas, pero sabía que en realidad ella no me había juzgado mal. Me había visto tal como yo era en realidad. El único error que había cometido era pensar que nunca necesitaría el tipo de ayuda que yo podía proporcionarle.

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