23

Mercury Hall vivía en Caliburn Drive. Era una calle ideal para vivir en L.A., una carretera que no llegaba a ninguna parte… una calle corta que formaba una especie de semicírculo en zigzag y empezaba y terminaba en la plaza Ochenta y Ocho. Lo único que se veía por allí era a los vecinos y algún motorista perdido de vez en cuando. Cualquier personaje sospechoso causaba un aluvión de llamadas telefónicas, porque todo el mundo estaba en guardia para evitar los problemas.

Blesta Ridgeway-Hall y Mercury tenían una casa muy bonita. Limoneros a cada lado de la puerta principal y rosales en la acera. La hierba estaba muy crecida, y la acababan de regar. La casa era pequeña, con el tejado verde y las paredes blancas. La puerta principal era de roble con hoja doble. En la parte exterior habían recortado un árbol y una luna creciente.

Se movió una cortina en una ventana a mi izquierda.

– Mamá, hay un hombre -chilló un niño en alguna parte, detrás de la puerta cerrada.

Yo acababa de dar unos golpecitos en la puerta, justo encima de la luna. Sonó como un redoble de tambor.

Esperé, contando los segundos de duda hasta que la puerta se abrió.

Blesta medía un metro setenta, tenía el pelo rizado de un castaño claro, la piel también clara y unos oscuros ojos castaños. Era la más bella y la más lista de las hermanas con las que se habían casado Mercury y Chapman.

– Señor Rawlins -dijo-. Mercury no está.

– ¿No? ¿Cuándo llega a casa?

– Pues no lo sé.

– Escuche, B, tengo que hablar con él. Pero comprendo que no quiera que un hombre espere con usted a solas en la casa. Puedo quedarme sentado en el coche, no importa.

– Es que en realidad no sé cuándo va a volver a casa, señor Rawlins. Ya sabe, dos o tres veces a la semana él y Kenny salen a tomar algo y a jugar un poco al billar después del trabajo. -Blesta casi se disculpaba.

– Le esperaré en el coche -dije.

– No. No, entre, por favor. Si se queda ahí fuera sentado todos los vecinos empezarán a ir arriba y abajo hasta que uno de ellos llame a la policía y Mercury se enfadará mucho por haber dejado que le arresten. -Blesta retrocedió en la puerta y entré en aquella casita pequeña y perfectamente ordenada.

La puerta principal de los Hall daba directamente al salón. Blesta tenía dos butacas amarillas con un sofá a juego. Las sillas tapizadas tenían un escabel turquesa cada una, con las patas de nogal. La alfombra estaba formada por óvalos concéntricos de color azul oscuro y verde claro. Un aguacate joven decoraba un rincón, y un gran televisor estaba situado enfrente del sofá.

El ventanal que había junto a la puerta daba a mi Pontiac verde. La habitación era a la vez relajante y festiva.

– ¡Bu! -me gritó el pequeño Artemus Hall.

El niño, de cuatro años de edad, salió de pronto de detrás de una puerta y chilló para darme miedo, y luego cayó al suelo, riendo.

Yo también me eché a reír. Era lo más divertido que me había pasado desde hacía unos días, días que parecían meses. Me contuve antes de que mi risa se volviera histérica.

– Vuelve a colorear tu cuaderno, Arty -dijo Blesta.

– No -respondió el niño. Y luego me dijo a mí-: ¿Me llevas a caballito?

– Hoy me duele un poco la espalda, compañero -le dije-. Pero ¿por qué no vienes aquí y me haces un dibujo?

– Vale -exclamó alegremente Arty, y salió de la habitación a toda velocidad.

Yo me senté en el sofá.

– ¿Puedo ofrecerle algo, señor Rawlins?

– ¿Podría llamarme Easy, por favor?

– Bueno, supongo que sí.

– ¿Sólo supone?

– Easy. -La sonrisa de Blesta era el hacha que había humillado a Mercury. Todo su rostro parecía arder detrás de aquella sonrisa.

Artemus volvió armando escándalo desde su cuarto de jugar con al menos seis cuadernos para colorear debajo del brazo. Había uno con artistas de circo y animales, otro lleno de vaqueros e indios. Incluso tenía un cuaderno para colorear con diferentes tipos de casas a través de la historia.

Le pedí que me pintara un payaso triste y él buscó hasta que encontró uno.

Blesta tenía cosas que hacer en la casa, de modo que me quedé allí sentado con Arty mientras él iba frotando cuidadosamente las ceras de colores en el interior de los bordes impresos.

– Mira, señor Rawins -dijo, enseñándome el lío de rayas amarillas que había usado para rellenar las manos del payaso-. Mira esto -insistió, refiriéndose a los ojos rojos o la boca verde.

Yo me quedé allí sentado, tranquilamente, igual que había estado aquella mañana en el trabajo.

Necesitaba paz. Tenía en mente a dos hombres muertos: Aldridge Brown y Henry Strong.

Intenté pensar qué tenían aquellos dos hombres en común, aparte de Brawly… pero no se me ocurrió nada. Luego intenté imaginar por qué podía querer el chico matar a cualquiera de aquellos dos hombres. De nuevo, nada.

– Señor Rawins, ¿te gusta el azul?

– Sí, claro -dije-. El azul es el color de la música.

– La música no tiene color -dijo Arty.

– Cuando eres niño no -respondí-. Pero cuando te hagas mayor, cuando la música te haga llorar, verás que es azul.

Artemus me miró con los ojos maravillados y sorprendidos. De alguna manera, mis palabras le hicieron pensar en algo que suspendía todo lo demás.

La portezuela de un coche resonó fuera y Arty chilló:

– ¡Papá!

Dio un salto y corrió hacia la puerta. Blesta salió de la cocina. Yo me puse de pie. Al cabo de unos momentos, se abrió la puerta principal.

– Blesta, cariño, alguien ha aparcado fuera… -dijo él antes de verme.

Artemus le cogía la pierna, canturreando:

– Papi, papi, papi…

Blesta volvió a sonreír.

– Eh, Merc -le saludé yo, tendiéndole la mano.

Él me la estrechó, pero vi la desconfianza en sus ojos.

Mercury era un poco más oscuro y quince centímetros más bajo que yo. Tenía unos huesos verdaderamente grandes, pero no era gordo, ni regordete siquiera. Tenía esa estructura que los boxeadores profesionales están bien entrenados para evitar: poderosa y firme.

– Señor Rawlins -dijo.

– Acabo de conseguir que tu mujer me llame Easy, Merc. No lo compliques ahora más aún.

– Ha dicho que quería hablar contigo, cariño -dijo Blesta, besándole en la mejilla-. Le he dicho que esperase en casa porque la señora Horner llamaría a la policía si se quedaba fuera en el coche.

– ¿Sentado en el coche? -exclamó Mercury-. Easy Rawlins no tiene que quedarse nunca sentado en el coche fuera de mi casa. ¿Quiere algo para beber?

– No, gracias, Mere.

– ¿Y para qué ha venido? -preguntó él, todo sonrisas y franqueza.

– Necesito hacerte unas preguntas -dije.

– Vamos, Arty -dijo entonces Blesta-. Ven a ayudar a mamá a preparar la cena.

– Yo quiero quedarme con papá.

– Estoy haciendo un pastel.

Sin una palabra más, Artemus recogió su cuaderno de colorear y salió corriendo de la habitación, y su madre detrás de él.

Volví al sofá amarillo mientras Mercury se sentaba en uno de los taburetes color turquesa.

– ¿Qué necesita, Easy? -me preguntó-. ¿Saber algo más de Brawly?

– Bueno, sí, aunque de forma indirecta -dije-. ¿Qué sabes de las casas que están construyendo a un par de manzanas de donde está la obra de John?

– ¿Allí donde tienen unas banderas rosas colgando de los aleros?

– Sí -afirmé-. ¿Cómo lo sabes?

– Mataron a un hombre de un disparo allí la noche pasada.

– ¿Quién? -le pregunté.

Mercury meneó la cabeza.

– Lo único que sé es que los polis vinieron y cerraron todas las obras en construcción en esa manzana. No dijeron quién había sido.

– ¿Y quién construye esas casas?

– No lo sé exactamente. Es otro grupo de inversores negros, creo. Estoy casi seguro de que es uno de los de Jewelle.

– Les ha liado a ellos también, ¿no?

– Sí. Pero no sé cómo se llaman. Todos trabajamos por separado allí.

– O sea ¿que tú nunca has estado allí?

– No.

– ¿Y Brawly?

– Pues quizá, sí. Si John no andaba por ahí, Brawly se daba algunos paseítos, ya sabe lo que quiero decir. Iba por ahí dando una vuelta y buscando a alguien con quien charlar. Ya sabe que yo no tengo demasiada paciencia para hablar en el trabajo. Brawly se llevaba mejor con Chapman que conmigo.

– ¿Te dijo Chapman alguna vez de qué hablaba con Brawly?

– Sólo de chorradas. Brawly tiene opiniones sobre todas las cosas del mundo. Ese chico habla como una cotorra, pero no dice nada interesante.

– O sea, que a ti no te gustaba demasiado trabajar con él, ¿no?

– Bueno, lo que a mí no me gusta es trabajar en la construcción… -afirmó Mercury-. De hecho, estoy pensando en dejar todo este asunto.

– ¿Dejarlo?

– Sí, dejarlo, levantar el campamento y volver a algún sitio donde la gente hable como yo.

– ¿De vuelta a Arkansas?

– O quizá a Texas -dijo Mercury-. Tiene que haber algún trabajo por allí. Están con lo que ellos llaman «elboom del petróleo».

– ¿Y Chapman también quiere irse?

– ¿Y yo qué sé? -dijo-. ¿Acaso soy el guardián de Chapman? Cada negro debe ocuparse de sus propios asuntos.

– ¿Has oído hablar alguna vez de un hombre llamado Henry Strong? -Le tendí una trampa.

– Sí -admitió, imperturbable.

– ¿Dónde?

– Hace un par de meses. Brawly vino con él. Me llevaron con Chapman al Blackbirds para tomar un par de copas.

– ¿Y qué dijo él?

– Toda esa mierda de los negros. Ya sabe, que deberíamos tener lo que tiene el hombre blanco. Quería que fuésemos a su local de reuniones. Yo le dije que no.

– ¿Y qué dijo Chapman?

– ¿Por qué no se lo pregunta a él?

– Te lo pregunto a ti, Mercury. Supongo que me debes al menos eso.

– Tiene usted toda mi gratitud, señor Rawlins. Pero no le pienso decir nada de mi amigo. No, señor.

Pero claro, aunque decía que se negaba a hablar, de hecho me estaba contando muchas cosas.

– ¿Por qué está preguntando por Strong y eso por ahí? -me preguntó Mercury.

– Por ningún motivo en realidad -dije-. Le vi en el lugar al que suele ir Brawly. Ya te dije que tratar de echar mano a Brawly me está costando muchos más problemas de lo que me imaginaba.

– Ya -dijo Mercury-. Ese Brawly es un liante.

– Bueno -dije-, será mejor que me vaya.

Me puse de pie.

– Bueno -dijo Mercury-. Cariño, el señor Rawlins se marcha.

Blesta salió con un delantal blanco encima de la ropa. Llevaba un manchurrón de chocolate debajo del pecho izquierdo.

– ¿Quiere quedarse a cenar… Easy?

– No, tengo que irme -le di la mano.

– Esto es para ti -dijo el pequeño Artemus Hall, tendiéndome el payaso que había arrancado de su cuaderno de colorear.

Cogí la hoja y la miré. La cabeza del payaso estaba ligeramente inclinada hacia un lado. Artemus había pintado la cara de blanco y marrón, con grandes lagrimones rojos saliendo de los ojos tristes.

– Muchísimas gracias, Arty. Lo pondré en la cocina. Tengo un tablero de corcho allí, y lo clavaré con una chincheta.

Vi a Mercury en la sonrisa de aquel niño.

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