19

Me puse ropa de trabajo para pasar inadvertido entre la gente del Donuts y Deli Mariah. Llegué al cabo de veinticinco minutos, y mi coche traqueteó de vez en cuando por el camino.

Strong no había aparecido aún cuando llegué. Pero la gran sala estaba medio llena de trabajadores y mujeres que fumaban y bebían café.

Aquel local estaba dentro del barrio negro, pero en la sala se mezclaban todas las razas de Los Ángeles: negros, blancos, amarillos y marrones. Todos sentados juntos y hablando. Descendientes de noruegos, nigerianos y nipones, todos hablando la misma lengua y llevándose bastante bien.

– Café -le dije a Bingham, el camarero del turno de noche de Mariah.

– ¿Cómo lo quieres, Easy?

– Solo, como siempre.

Vino a llenarme la taza y yo dejé que mis ojos vagasen por las tres docenas de trabajadores nocturnos. La cercana fábrica Goodyear funcionaba las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año. La gente que trabajaba allí tenía una vida sencilla y convencional. Se levantaban una hora y media antes de aquella a la que se suponía que tenían que empezar a trabajar, luego trabajaban ocho horas y quizá alguna hora extra más. Eran ciudadanos de una nación que había ganado las guerras más importantes del siglo y ahora estaban disfrutando los frutos de los vencedores: trabajo mecánico y todas las cosas que pudieran desear comprar.

Todos los que estaban en la sala parecían estar integrados en aquel lugar. Nadie me miraba, y nadie apartaba la vista.

Me senté en una mesa pequeña junto a la registradora y di unos sorbos al fuerte café. Todas las palabras que se decían o las tazas que se dejaban en las mesas repercutían en mis oídos. Tenía las puntas de los dedos entumecidas, y si movía la cabeza demasiado rápido, me temblaba un poco la vista.

Después de mi tercera taza de café, las cosas empezaron a serenarse un poco.

Strong llegó ante la puerta principal a las 4:19 y se sentó a mi mesa. Había intentado vestirse para la ocasión, y llevaba unos pantalones negros y una camisa azul oscuro recta con círculos naranja en el dobladillo. Pero su cabeza era demasiado elegante para aquella ropa, y su ropa demasiado deportiva para aquel bar abierto las veinticuatro horas.

A Strong le habría costado muchísimo encajar en algún sitio donde no fuera el centro de atención.

– ¿Café? -le pregunté.

Hice un gesto a Bingham y éste llamó a un camarero que trajo de la parte de atrás una bandeja con buñuelos calientes y dos tazas de café.

– Me ha colgado -dijo Strong.

– Me ha despertado de un sueño profundo.

El pulso duró hasta que el joven nos sirvió el desayuno.

– Tengo que hablar con usted, Rawlins.

– Por eso estoy aquí.

– Pero aquí no. Hay demasiada gente escuchando por aquí alrededor.

– Aquí precisamente no nos oirá nadie -dije, dejando que mi origen pueblerino empapase cada palabra-. Aquí la gente sólo se mete en sus asuntos. No les importamos nada.

Strong tenía la cara larga y los ojos profundos y conmovedores. Los clavó en los míos.

– ¿Es usted un hombre de raza, señor Rawlins?

– A lo mejor tengo algo de sabueso, no sé -dije.

– No es eso lo que quiero decir.

– Ya sé lo que quiere decir. Usted es uno de esos negros sabelotodo que intentan explicarlo todo según su propia visión. Pero yo sólo soy un negro corriente, haciendo lo que puede en un mundo donde el blanco de hecho es el rey. Tengo una casa con un árbol que crece en el jardín. El árbol es mío; podría cortarlo si quisiera, pero aun así, no se puede decir que sea el árbol de un negro. Es un pino, nada más.

Ya le había dado todos los datos que necesitaba para saber cómo era yo. Si Strong era lo bastante listo para comprenderlo, entonces tendría que tomarlo muy en serio; si no… bueno, ya veríamos.

Él se pasó los dedos por los labios, intentando asimilar mis palabras. Me miró a los ojos con más intensidad si cabe.

Y luego sonrió. Ampliamente.

– Vale -dijo-. No intento convertirlo. Simplemente, quiero saber dónde se sitúa usted en relación con los Primeros Hombres.

– Siguiente pregunta -dije.

– ¿Qué tiene que ver con Brawly Brown?

– Lo busco. Por su madre, como ya dije.

– ¿Y eso es todo?

Strong era más alto que yo y pesaba quince kilos más. Su pregunta insinuaba una amenaza. Pero yo no tenía miedo.

– Esto es una pérdida de tiempo -dije.

Me eché hacia atrás un poco, y probé uno de los buñuelos más ricos que he comido jamás.

– Estoy preocupado por Brawly -dijo Strong.

– ¿Y eso?

– Creo que forma parte del ala radical del grupo de Xavier. A pesar del nombre, el Partido Revolucionario Urbano es una organización cultural, señor Rawlins. Quieren tener una educación mejor para nuestros niños, llevar al barrio la nutrición y la influencia política adecuadas. Pero algunos de los más jóvenes no tienen paciencia para seguir el proceso. Están irritados, y quieren arremeter contra todo. Creo que Brawly forma parte de esos elementos.

– ¿Cómo ha conseguido mi teléfono, señor Strong?

– Me lo ha dado Tina.

– No le di mi teléfono a Tina.

– No, pero sí a Clarissa. Y ella fue a ver a Tina cuando usted la visitó en su casa. También estaba preocupada por Brawly.

– Ella se preocupa por la seguridad del chico, y a usted le preocupa lo que él podría hacerle.

– No a mí, sino al grupo. Ya vio lo que hizo la policía la otra noche. Sabe de lo que son capaces. Si salimos sencillamente a la calle y le decimos a la gente que vote, nos rompen las puertas y nos meten en la cárcel. ¿Qué cree que harán si nos constituimos en pelotones de guerrilleros armados hasta los dientes?

– ¿En eso está metido Brawly?

– No estoy seguro -dijo Strong, con toda la sinceridad de un cocodrilo hambriento-. Sé que están intentando recaudar dinero para comprar armas.

– Quizá quieran el dinero para el colegio -dije.

– No diga gilipolleces.

– Vale, vale -asentí-. Usted sabrá.

– ¿Por qué busca a Brawly Brown?

– Por su madre.

Años atrás, cuando hacía favores a la gente, mentía sin parar. Daba nombres falsos, nunca admitía cuáles eran mis verdaderos motivos… Como norma, la gente se creía mis mentiras. Aquélla era la primera vez que decía la verdad de forma sistemática, y el resultado era que nadie se creía lo que yo decía.

– Si eso es cierto -dijo Strong-, entonces será mejor que encuentre a Brawly y lo lleve a casa. Porque lo único que va a conseguir así es una tumba prematura.

– Al menos estamos de acuerdo en algo -afirmé-. Nada me gustaría más que meter a Brawly en una habitación con su madre. Pero ya sabe, sólo vi al muchacho una vez… me lanzó al otro lado de la habitación, y no creo que estuviera ni siquiera alterado.

– Quizá si yo voy con usted… -dijo Strong-. A lo mejor a mí me escucha.

– ¿Usted cree?

– Vale la pena intentarlo. Ese Brawly es un exaltado. Si le apartamos a él de la historia, es posible que yo pueda razonar con los demás. Y si usted representa a su madre, a lo mejor consigue apartarlo sin más.

Por lo que yo había visto, Brawly era más bien fuerza bruta o esperanza ciega… no una fuerza conductora. Pero ¿qué sabía yo? Y aunque mis sospechas fuesen ciertas, no había motivo alguno para estar en desacuerdo con Strong. Si estaba dispuesto a ayudar, yo también estaba dispuesto a dejar que lo hiciera.

– Sé dónde está -me dijo Strong.

– ¿Dónde?

– Puedo llevarle allí.

Pagó la cuenta y luego salimos hacia su coche, que estaba aparcado al otro lado de la calle. Era un viejo Crown Victoria, tan hermoso como el día que salió de la cadena de producción. El líder radical estaba orgulloso de su automóvil. No sé por qué, eso hizo que le apreciara más.

Pero algo me incordiaba en el fondo de la mente.

De camino, le pregunté a Strong:

– ¿Son amigos Xavier y Brawly?

– Pues en realidad no lo sé.

– ¿No? Yo creía que el jefe de un grupo como los Primeros Hombres sabría todo lo que estaba haciendo su gente y cómo se llevaban entre ellos.

– Yo no soy el jefe de esa organización. De hecho, hablando de forma estricta, ni siquiera soy miembro de ella.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿por qué le tratan como si fuera un rey?

– Soy activista en la zona de la bahía. Vivo en Oakland. Tengo algunos seguidores aquí.

– Pero dicen que usted fundó los Primeros Hombres.

– Eso sólo fue un elogio lleno de generosidad -dijo-. Yo era muy amigo de un hombre llamado Harney, Philip Harney. Él es su modelo espiritual. Su aura me ha salpicado a mí también.

Fuimos hacia Compton. Pasamos la avenida Rosecrans y Alondra Boulevard, no lejos de la obra de John.

La duda insidiosa persistía en mi interior.

Cuando la carretera se convirtió en camino de grava, miré la señal temporal de la calle, en la que ponía A227-F. Me parecía lógico que Brawly se escondiera en alguna casa en construcción junto a la obra donde había estado trabajando no hacía tanto tiempo. Conocía la zona, los sistemas de seguridad y los horarios de los trabajadores.

Y entonces fue cuando me di cuenta. Strong no me parecía el tipo de hombre que corre con los gastos de un desconocido. Quizá sí de una chica guapa, o de algún pez gordo político, pero no de un hombre a quien no conoce y desde luego mucho menos un incordio como Brawly.

No eran todavía ni las cinco de la mañana, de modo que el cielo aún estaba oscuro. Aparcamos frente a una casa que casi estaba acabada. Cuando Strong apagó el motor, mi corazón ya iba a mil por hora. Estaba emocionado por llegar al final de mi búsqueda, pero también receloso.

– Vamos -dijo Strong.

– ¿Adónde?

– A la casa.

– Perdóneme por dudar de usted, señor Strong, pero no es eso exactamente lo que yo tengo pensado. Quiero decir que, ¿por qué está tan oscura la casa?

– Está oscura porque nadie nos espera -dijo con un tono prudente y con gran naturalidad.

– ¿Quiénes son ellos? -pregunté, también sensatamente, aunque un poco más tenso.

Entonces fue cuando Strong sacó una pistola.

– Tenemos un par de preguntas que hacerle, señor Rawlins.

Me contuve para no atacar al Primer Hombre. Era un tipo robusto, como ya he dicho. Ni siquiera sabía si hubiese podido vencerle en caso de que fuera desarmado.

– Salga -ordenó.

Abrí mi portezuela y él salió muy pegado a mí, sin darme oportunidad de cerrársela en las narices o salir huyendo.

Anduvimos por lo que un día sería un caminito de cemento hacia la puerta principal de la casa.

– No se preocupe, señor Rawlins -dijo Strong, mientras andábamos-. Sólo queremos asegurarnos de que usted es quien dice ser.

Yo quería creerle, pero el hecho de que no hubiese ninguna luz encendida en la casa me hacía dudar de sus intenciones.

Cuando estábamos a mitad de camino de la puerta principal, ésta se abrió hacia dentro. No veía la casa, pero sí que oí un ruido: un golpecito y un chasquido. Entonces el que se denominaba a sí mismo «hombre de raza» gritó:

– ¡No!

Los seis meses de lucha en primera línea con Omar Bradley y Patton me salvaron la vida. Me eché al suelo, rodé sobre mí mismo dos veces, me puse de pie y eché a correr en zigzag a lo largo de la casa de al lado, que estaba en construcción. Strong iba justo detrás de mí y desperdició sus fuerzas al chillar suplicando por su vida. Todo esto mientras iban sonando disparos. Las balas silbaron al pasar junto a mi cabeza. El grito de Strong quedó cortado de pronto en mitad de una nota alta. Yo me dirigí hacia la derecha, a cubierto de una casa. Miré al lugar donde se encontraba antes Strong. Su cuerpo estaba tirado en el suelo, inerte. Un hombre se encontraba de pie a su lado, disparándole a quemarropa en la cabeza. Capté esa imagen en una fracción de segundo. Y luego corrí junto a la casa, salté por encima de un rollo de tela asfáltica y seguí corriendo con toda mi alma. Oí las voces de al menos dos hombres que chillaban, y sonaron tres disparos en mi dirección. Pero yo seguí corriendo.

Al cabo de dos manzanas empecé a respirar con dificultad. Quizá diez metros después noté un terrible dolor en el pecho. Giré hacia la derecha y caí en el suelo junto a un porche inacabado. Me quedé echado en las sombras que arrojaba un farol de seguridad, y mi respiración jadeante sonaba como dos discos de vinilo que se frotasen el uno contra el otro vigorosamente.

Casi perdí el sentido.

Al cabo de unos minutos pasó un coche, despacio. No vi ningún relámpago rojo, de modo que era bastante probable que no fuese la policía. Tardaron casi quince segundos en pasar junto a mí.

En cuanto se fueron y yo hube recuperado el aliento, caminé seis manzanas hasta la calle principal. Por entonces, eran un poco más de las cinco y los autobuses iniciaban ya su itinerario. El autobús en el que subí no había recorrido más de cuatro manzanas cuando seis coches de policía del condado, con las sirenas a toda marcha y las luces rojas encendidas, pasaron a toda velocidad en la dirección opuesta, hacia el lugar donde yo casi pierdo la vida.

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