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Me fui conduciendo mi nuevo Pontiac usado con todas las ventanillas bajadas y un cigarrillo Chesterfield entre los labios. En alguna parte, en lo más profundo de mi mente, se había encendido una alarma. Era la misma sensación de inquietud que uno tiene después de una pesadilla que no recuerda. La preocupación no tenía rostro, de modo que era más una sospecha que un miedo. Al mismo tiempo, me sentía feliz por estar encaminándome hacia los problemas de otra persona. La sensación de gozo superpuesta a la ansiedad me hizo sonreír. Era una sonrisa que representaba la costumbre de toda una vida de reírse del propio dolor.

La obra de John estaba en una calle sin pavimentar que todavía no tenía ni nombre. En el lugar donde habría tenido que encontrarse el nombre de la calle se veía un rótulo que rezaba: A229-B. John estaba construyendo seis casas, tres a cada lado de la calle. Formaba parte de una agrupación que había impulsado Jewelle MacDonald, la novia de mi agente inmobiliario, Mofass.

Mofass llevaba unos cuantos años muriéndose de enfisema. Los médicos le daban tres meses de vida cada seis meses, más o menos. Pero Jewelle le seguía manteniendo en forma, y había convertido las pocas casuchas que poseía en un auténtico imperio inmobiliario. Jewelle había conseguido reunir a seis o siete hombres de negocios de color para que invirtieran, junto con una empresa inmobiliaria del centro, en un par de edificios en construcción en Compton.

John estaba de pie delante de la primera de sus casas, en el lado norte de la calle. El sombrero de paja, la camiseta y los vaqueros no le pegaban nada. John era un hombre nocturno y había sido camarero desde que tenía dieciséis años y vivía en Texas. Era mucho más alto, fuerte y negro que yo, lo bastante feo como para resultar bello y silencioso como una piedra.

– Hola, John -dije, desde la ventanilla del coche. Mis neumáticos habían levantado una nubecilla de polvo rojo y amarillo que se quedó pegada al suelo.

– Easy.

Salí y le saludé con la cabeza. Era el único saludo que necesitábamos unos amigos como nosotros.

– La estructura parece bonita -dije, señalando la armazón de madera inacabada que tenía detrás.

– Sí, creo que quedará bien -dijo-. Todo está saliendo bastante bien. Mercury y Chapman trabajan bien.

John hizo un gesto y vi a los dos hombres que estaban al otro lado de la calle. Chapman estaba martilleando una viga cerca del tejado de una casa mientras Mercury empujaba una carretilla llena de escombros. Ambos hombres eran ex ladrones a los que yo había ayudado en mi antigua vida de hacedor de favores. Antes se ganaban la vida haciendo túneles para acceder a las empresas el día anterior al pago, cuando con toda certeza la caja fuerte estaba llena de efectivo.

Era una buena vida, y no eran codiciosos: con un par de trabajitos al año se conformaban. Pero un día decidieron dar un buen golpe y robar la nómina de unos astilleros en Redondo Beach. Aquella caja fuerte tenía demasiado dinero para ser sólo la nómina, y al cabo de una semana, hombres blancos con trajes baratos peinaban Watts preguntando por el paradero de dos ladrones negros especializados en el robo de nóminas.

Cuando se dieron cuenta de su situación, Mercury acudió a mí.

– ¿Cómo habéis podido ser tan estúpidos para meteros con los trabajadores de los muelles? -le pregunté. Chapman estaba tan asustado que ni siquiera quiso salir de casa de su madre.

– ¿Cómo íbamos a saber que eran de la mafia, señor Rawlins?

– Por la forma en que te disparan a la nuca -le dije.

Mercury lanzó un gemido y me dio pena. Aunque hubiese sido un hombre blanco, albergaba pocas esperanzas acerca de su supervivencia.

Cuando llamé al enlace sindical del sindicato de los trabajadores del muelle, se rió de mí. Bueno, hasta que le dije que iba a acercarme por allí con Raymond Alexander, aliasel Ratón. Hasta los criminales de la comunidad blanca habían oído hablar del Ratón.

La noche de la reunión me puse un mono de tela vaquera. La ropa de Mercury y de Chapman era tan vulgar que ni siquiera recuerdo de qué color era. Pero el Ratón llevaba un traje de gabardina de color amarillo claro. Era una buena pieza entonces, como siempre, pero en aquellos tiempos el Ratón no se cuestionaba a sí mismo, ni se preguntaba nada, en absoluto.

– Han cometido un error, Bob -le dijo el Ratón al hombre que se había presentado como señor Robert. Llevaba un abrigo muy largo y sombrero, y estaba de pie junto al Ratón, que ya era bajito de por sí y además estaba sentado.

– Eso no basta… -empezó a protestar el señor Robert con su acento gutural de la costa este.

Antes de que pudiese terminar, el Ratón se puso de pie de un sallo, sacó su pistola del calibre cuarenta y uno de cañón largo, disparó al sombrero de Robert y se lo quitó limpiamente de la cabeza. Los dos hombres que permanecían de pie tras él hicieron ademán de coger sus armas, pero cambiaron de opinión cuando vieron el cañón humeante de la pistola del Ratón.

El señor Robert estaba en el suelo, palpándose en busca de sangre debajo del peluquín.

– Bueno, pues lo que te decía -continuó el Ratón-. Han cometido un error. No sabían que eras tú. No lo sabían. ¿Verdad, chicos?

– ¡No, señor! -gritó Mercury como un soldado raso cuando pasan revista. Era un hombre grueso, con las mejillas tan redondas que su cabeza parecía una pera negra y brillante.

– Ajá -gruñó Chapman, el de piel más pálida, más bajito y más listo de los dos.

– Entonces… -El Ratón sonrió.

El enlace sindical y los tres matones, todos ellos hombres blancos, tenían los ojos clavados en él. Se notaba que tenían ganas de matarle. Cada uno de ellos pensaba que probablemente tenían más armas. Y cada uno de ellos sabía también que el primero en moverse moriría.

Yo me mordía la lengua porque no había esperado una pelea semejante. Me había llevado a Raymond para que hiciera bulto, no para que ejerciera ninguna violencia. ¿Por qué se enfurecían aquellos hombres, si nosotros queríamos devolverles su dinero? Junto con el seguro por la nómina, sacarían unos estupendos beneficios del trato.

– Lo único que queremos saber mis amigos y yo es a cuánto sube la comisión -dijo el Ratón.

– Debes de estar loco, negro -exclamó Robert.

El Ratón amartilló su pistola mientras preguntaba:

– ¿Qué has dicho?

El matón miró directamente a los ojos del Ratón, color gris acero. Vio algo en ellos.

– El diez por ciento -murmuró.

El Ratón sonrió.

Salimos del almacén junto a la playa con 3.500 dólares en el bolsillo. El Ratón dio quinientos dólares a Mercury y otros tantos a Chapman, y se repartió el resto conmigo.

Los ladrones abandonaron su vida criminal aquel mismísimo día. Nunca había visto nada semejante. Normalmente, un ladrón nunca deja de ser un ladrón, aunque lo metan en la cárcel. Pero aquellos hombres echaron raíces e iniciaron una nueva vida. Se casaron con dos hermanas, Blesta y Jolie Ridgeway, y se pusieron a trabajar en la construcción.

Cuando supe que John estaba construyendo, se los presenté. Jewelle había organizado un grupo de trabajadores itinerantes que iban de una obra a otra de sus diferentes inversores. Pero todas las obras necesitaban un par de empleados permanentes para hacer los trabajos de detalle y preparar las obras mayores.

– … y además, cada casa será distinta -decía John-. Ladrillos, aluminio, madera y yeso. Con uno, dos y tres dormitorios.

– Odias todo esto, ¿verdad, John?

Una vieja dureza asomó entonces en el rostro del antiguo camarero, una expresión que de alguna manera, sin embargo, parecía hasta feliz.

– Sí, Easy. Aquí estoy, todo el día al sol. Maldita sea. Yo ya soy lo bastante negro de por sí.

– Entonces, ¿por qué lo haces, hombre? ¿Crees que vas a hacerte rico?

– Alva Torres -dijo.

No conocía bien a la novia de John. Ella no aprobaba a sus antiguos amigos, de modo que él había dejado de ver a la mayoría. Yo hablaba por teléfono con ella de vez en cuando, pero raramente nos veíamos.

Alva era alta y delgada, con una belleza pura, sin mácula, y dura… ese tipo de belleza extraída del dolor y el éxtasis de lo que significa ser negro en este país.

A Alva yo no le gustaba, pero yo lo aceptaba porque una vez vi sonreír a John cuando alguien mencionaba el nombre de ella.

– Quiere que me retire de la vida nocturna, y no puedo decirle que no -dijo John, mansamente.

– ¿Y qué quieres de mí, pues? -le pregunté.

– ¿Por qué no me llevas en coche hasta casa? Allí hablaremos mejor que aquí.

– Eh, señor Rawlins. -Me llamaba Mercury Hall. Cruzaba la empinada carretera de tierra, dando palmadas para sacudirse las manos como si fueran borradores de pizarra llenos de tiza.

– Mercury. -Le estreché la mano y sonreí-. Veo que todavía sigues jugando a ser un ciudadano honrado.

– Ah, sí -exclamó-. Sigo.

– ¡Señor Rawlins! -gritaba Kenneth Chapman. Era un hombre de color ocre, muy delgado, con los rasgos anchos de nuestra raza. Su sonrisa era la más enorme que había visto yo en una boca humana.

– Hola, Chapman. No escatimes los clavos ahora.

Lanzó una risotada enorme.

– Vamos, Easy -dijo John.

Por el tono de su voz supe que lo que me iba a pedir John me costaría algunos sudores.

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