11

Fui a la obra de John hacia mediodía. Había otras casas en construcción en aquella manzana, pero no se veía a nadie por allí en domingo salvo la gente de John.

Mercury y Chapman estaban sentados en el esqueleto de un futuro porche, bebiendo de unos pequeños vasitos de papel.

– ¿Un trago, señor Rawlins? -me ofreció Mercury mientras me acercaba.

– ¿Qué dirá John si os ve aquí bebiendo licor en horas de trabajo? -pregunté.

Como les había recomendado yo, en cierta medida me sentía responsable de sus actos.

– John es camarero, ¿no? -protestó Chapman-. Y de todos modos se ha ido a casa hace una hora. Ha dicho que ya volverá mañana.

– ¿Quiere que le digamos que venga, señor Rawlins? -me preguntó Mercury.

Yo cogí un periódico de un enorme cubo de basura, lo desdoblé y lo coloqué encima del porche inacabado. Luego me senté allí.

– En realidad, es mejor que se haya ido John, porque quería hablar con vosotros cuando no estuviera.

Mercury y Chapman intercambiaron una mirada. Me alegró ver que estaban preocupados. Eso significaba que deseaban proteger a mi amigo.

– No os preocupéis, chicos -dije-. Yo no tengo nada contra John. Lo que quiero es ayudarle.

– ¿De qué se trata? -preguntó Mercury.

Chapman cruzó las manos y miró hacia la derecha.

Formaban un buen equipo. Chapman era más listo, pero Mercury tenía más personalidad. Éste hacía las preguntas, mientras Chapman pensaba las respuestas.

– Se trata de Brawly -dije.

– ¿Qué le pasa?

– ¿Qué pensáis de él, chicos?

– ¿Qué pensamos de qué? -preguntó Mercury.

– Pues de que haya dejado el trabajo y se haya peleado con su madre.

– No sabemos mucho de su vida privada, Easy -dijo Chapman-. O sea, sólo lo que sale en una conversación normal mientras estás trabajando.

– ¿Como qué? -pregunté.

Mercury miró a Chapman, que frunció los labios y asintió, casi imperceptiblemente.

– Brawly es un buen chico -dijo Mercury-. Fuerte como un demonio, pero no es ningún chulo. Aunque tiene su carácter. Cuando Brawly se pone de mala leche, es mejor que te apartes. Un día puso furioso a John y casi…

Chapman se llevó un dedo a los labios y Mercury cambió de marcha al momento.

– … bueno… Brawly es un buen chico. Sólo es algo joven y tonto.

– ¿Tonto por qué?

– Hace un par de meses le dio por empezar a hablar de esa mierda del Partido Revolucionario. A John no le gustó nada, y a Alva tampoco, oír hablar a Brawly de eso…

– Brawly decía que le dijeron que tenía que dejar de ir a esas reuniones o irse de casa -acabó por decir Chapman.

Aquello me recordó algo.

– ¿Irse de dónde? -pregunté-. No caben tres personas en ese pisito en el que viven.

– Pagaban el alquiler de un estudio en el edificio donde vivían. Brawly se alojaba allí -dijo Mercury-, en el primer piso.

– ¿Un estudio? -dije-. Y entonces, ¿qué demonios es lo que tiene alquilado John?

– Una vivienda de un dormitorio -aclaró Chapman-. Y de lujo, por lo que dice el propietario.

Chapman y Mercury se echaron a reír. Yo me uní a ellos. Era sólo la punta del iceberg de lo que pasaría luego en L.A., pero entonces era tan raro que resultaba divertido.

– ¿Y qué contaba Brawly del grupo político ese?

– No demasiado -murmuró Mercury-. No demasiado. Le gustaba que estuvieran tan locos y que quisieran hacer algo. Ya sabes cómo es la juventud.

– ¿Hablaba alguna vez de su padre? -pregunté.

– De vez en cuando -afirmó Chapman-. Pero no demasiado.

– Sí -dijo Mercury, mientras observaba sus botas de trabajo-. Sólo decía que él y su viejo tuvieron un… ¿cómo lo llamaba…? Un desacuerdo. Pero hacía mucho tiempo.

– ¿Se pelearon? -pregunté.

– Algo así -dijo Mercury-. El chico decía que se pelearon por su madre o algo así hace mucho tiempo, y que el hombre le pegó tan fuerte que le rompió un diente. Eso fue cuando todavía era un muchacho. Entonces él se fue con su prima Issy. Luego la vi. Ya sabe, es ese tipo de prima con la que sueñan los niños huérfanos.

Chapman soltó una risotada. Yo no lo encontraba divertido, pero sabía de qué estaba hablando.

– ¿Dónde viste a Isolda? -le pregunté.

– Venía de vez en cuando a recoger a Brawly -dijo Mercury-. Cosas familiares, supongo. Se lo llevaba a comer una hamburguesa. Siempre a escondidas. Creo que ella y Alva no se llevaban demasiado bien.

Entonces Chapman me miró. Levantó las manos displicentemente, como preguntando: ¿qué más quieres?

– Bueno -dije yo-. Supongo que será mejor que volváis al trabajo, chicos.

– Supongo que sí -afirmó Chapman.

De vuelta a casa me preguntaba por la complejidad del problema de John. Estaba su esposa; el ex marido y el hermano de ella, asesinados; el hijo, que vivía con una prima mientras la madre sufría una crisis nerviosa, y los revolucionarios negros con su ira y sus ilusiones, y los policías echándoles el aliento en el cogote.

Cuando llegué a casa estaba dispuesto a hablar con mi hijo.

Estaba en el patio montando tres caballetes separados del siguiente por un metro de distancia. También había colocado unos cuantos tablones de madera de unos tres metros de largo y algo más de un metro de ancho. El grosor era de entre cuatro y cinco centímetros.

– ¿Qué estás haciendo? -le pregunté.

– Voy a construir un barco -me dijo.

– ¿Y de dónde has sacado la madera?

– Se la he comprado al señor Galway, en la serrería.

– ¿Y te la ha traído él?

Jesus asintió.

Aquella era una nueva fase en su vida. Jesus nunca se había gastado nada de dinero en sí mismo. Desde que era muy jovencito ahorraba todo su dinero, por miedo de que yo perdiera el trabajo o me metieran en la cárcel. Trabajaba cuatro tardes a la semana en el mercado local, empaquetando comestibles y haciendo entregas a las señoras ancianas. Cada centavo que ganaba lo guardaba en una lata en su armario.

Él creía que así todo iría bien siempre, porque si yo me derrumbaba, él estaría ahí para salvar la situación.

Intenté convencerle de que no tenía que preocuparse, de que podía comprarse ropa, o juguetes, o lo que quisiera. Pero Jesus había pasado sus primeros años con mi amigo Primo. En el mundo de Primo, un niño era sólo una versión pequeña de un hombre; quizá no fuera capaz de hacer tantas cosas como su equivalente adulto, pero se esperaba que hiciera todo lo que pudiese.

– ¿Qué tipo de barco? -pregunté.

– De vela -me dijo Jesus.

– ¿Y tú sabes construir un barco de vela?

– Hay libros. -Y Jesus me señaló un libro grueso en rústica que había sacado de la biblioteca. Estaba colocado en el porche de atrás, abierto en una página que mostraba los tres caballetes separados a un metro de distancia-. Dice que se necesitan ciento sesenta y un pasos para construir un barco de vela.

– Ven y siéntate aquí conmigo -dije.

Nos sentamos el uno junto al otro en el porche de cemento. Yo miraba a Jesus y él miraba la hierba que tenía bajo los pies descalzos.

– ¿Qué es eso que decías de dejar el instituto?

– No me gusta ir allí -dijo.

– ¿Por qué no?

– No me gustan los chicos, ni los profesores -dijo.

– Tienes que contarme algo más si quieres que te entienda, Juice. Quiero decir que… ¿alguien ha hecho algo que te haya sentado mal?

– No. Es que son idiotas.

– ¿Cómo idiotas?

– No sé.

– Tendrás que ponerme algún ejemplo. ¿Hizo alguien una idiotez la semana pasada?

Jesus asintió.

– El señor Andrews.

– ¿Qué hizo? -Yo estaba acostumbrado a hacerle preguntas a Jesus. Aunque hablaba desde que tenía doce años, las palabras seguían siendo un artículo bastante lujoso para él.

– Felicity Dorn estaba llorando. Estaba triste porque se le había muerto el gato. El señor Andrews le dijo que se callara o si no la mandaría al despacho del subdirector, y que se perdería un examen importante. Y que si no hacía ese examen, a lo mejor suspendería.

– Sólo intentaba que ella no distrajese a la clase.

– Pero su madre murió el año pasado -dijo Jesus, levantando la vista hacia mí-. Ella no podía evitar sentirse mal.

– Estoy seguro de que él ya sabía eso.

– Pero él tenía que haberlo comprendido. Es el profesor. Lo único que sabe son los estados y sus capitales y qué año murió cada presidente.

– ¿Y tú consentirás que algo así te impida ir a la universidad y ser alguien en la vida?

– El profesor fue a la universidad -dijo Jesus-, y eso no le ayudó nada.

Conseguí no sonreír. Por dentro estaba orgulloso del hombre en que se estaba convirtiendo mi hijo.

– No puedes decidir dejar el instituto porque un profesor sea un tonto -le dije.

– Eso no es todo. Ellos creen que yo soy idiota.

– No.

– Sí, lo creen. No quieren enseñarme. Me dan deberes para casa, pero no se preocupan de si los entrego o no. Quieren que lo haga todo muy deprisa, pero no les importa nada más.

– ¿Qué quieres decir?-pregunté.

– No sé.

Jesus se levantó y fue hacia sus caballetes. Yo le toqué el codo y él se detuvo.

– Tenemos que hablar más de este asunto, Juice. Tenemos que hablar hasta que ambos nos decidamos. ¿Me oyes?

– Ajá.

– ¿Cómo?

– Sí, señor.

– Muy bien. Sigue trabajando en tu barco.

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