15

No me fui a dormir hasta las cinco. Soñé con un hombre muerto que a ratos era el Ratón y a ratos Aldridge, con Brawly Brown y su fuerza sobrehumana y con una revolución en las calles de Los Ángeles.

Me desperté a las siete y media, llamé al trabajo y dije que estaba enfermo.

– Dígale a Newgate que he cogido el virus ese que anda por ahí -le dije a Priscilla Howe, la sexta secretaria que tenía en dos años y medio.

– Desde luego, señor Rawlins -contestó ella-. Que se mejore.

Después saqué a los niños de la cama. Jesus ayudó a Feather a vestirse para ir al colegio y yo preparé el desayuno. Me sentía muy solo sin Bonnie, pero los niños y yo teníamos un ritmo de vida que funcionaba a la perfección.

– ¿Adónde fuiste anoche, papi? -me preguntó Feather.

– A ver a Jackson Blue -dije.

– ¿Te devolvió mi dinero? -preguntó Jesus.

– Me dijo que lo tendría dentro de unos días.

– Jackson Blue es divertido -exclamó Feather, y luego se echó a reír.

Al momento todos estábamos riéndonos y salpicando el zumo que bebíamos.

Jesus llevó a Feather al colegio y yo me volví a la cama.

En sueños, estaba sentado en un bar y entraba Raymond.

– ¿Qué problema tienes, Easy? -me preguntaba.

– Es John -decía yo-. Quiere que salve al chico de su novia, pero está demasiado metido.

– Pues mátale -decía el Ratón.

– ¿A quién?

– Al chico. Dispárale. Dile a John que no sabes lo que ocurrió. Y hazlo rápido, para que él y su mujer puedan empezar a curarse.

Raymond se volvía para salir de nuevo.

– Ray.

– ¿Sí?

– Lo siento, tío. Siento haberte fallado.

– Me dejaste morir -decía él-. Me dejaste morir.

La angustia que sentía era como una quemadura de aceite; sólo empezaba a doler cuando iba penetrando.

El timbre de la puerta fue un alivio, un salvavidas que me arrojaba algún desconocido. Salté de la cama y fui dando tumbos hasta la puerta, vestido sólo con los calzoncillos.

El blanco que estaba ante mí de pie llevaba un traje que podía proceder perfectamente del Ejército de Salvación. Era un tipo más bien bajito, con los ojos verdes y un cabello rizado de un color que no era capaz de definir. Podía ser rojo, dorado o castaño, dependiendo de cómo lo mirase uno.

– ¿Señor Rawlins?

– ¿Sí?

Sacó una cartera raída y gastada y me enseñó una tarjeta de identificación y una insignia.

– Detective Knorr -dijo-. ¿Puedo entrar?

Había muchas cosas que no me gustaban de la presencia de Knorr en mi puerta. No sólo era el más cochambroso de todos los agentes que había visto en las fuerzas policiales del jefe Parker, sino que iba solo. Los policías de Los Ángeles nunca viajaban solos. O si lo hacían era porque estaban en alguna misión clandestina. Y aunque fuera así, ¿qué podía querer de mí? Yo era conserje en un instituto público. Tenía una casa y pagaba mis impuestos. Estaba durmiendo en mi cama, inocente de cualquier crimen.

Cualquiera de aquellas razones habría bastado para echar al oficial Knorr. Pero me había salvado de mi sueño desesperado, y le estaba agradecido por ello.

– ¿Me tengo que vestir? -le pregunté.

– Por mí no lo haga.

Abrí la puerta y me aparté para que entrase el policía.

– Perdóneme -dije-, pero acabo de levantarme. Tengo que ir a orinar.

Volví en albornoz y zapatillas. Knorr estaba sentado en mi butaca reclinable.

– ¿Se encuentra mejor? -me preguntó.

– ¿Qué se le ofrece, agente?

Knorr estaba sentado en el borde de la cómoda silla. Era un hombre de corpulencia media, con las manos pequeñas y las cejas espesas. Las cejas eran del mismo color que el cabello, pero algo más oscuras.

– El departamento de policía y la ciudad de Los Angeles necesitan su ayuda, señor Rawlins.

– ¿Quiere un poco de café? -le pregunté.

A Knorr no se le distraía fácilmente.

– Claro -dijo-. Dos cucharaditas de leche y una de azúcar.

Fui a la cocina y él vino detrás de mí.

– ¿Por qué no ha ido a trabajar hoy, si no le importa que se lo pregunte? -me dijo.

– Tuve un fin de semana algo duro -dije, mientras llenaba la tetera en el grifo.

– ¿Fiesta? -Su sonrisa no tenía ninguna calidez, absolutamente ningún humor.

– Es café instantáneo -dije-. Y leche en polvo.

– Perfecto.

– Pero ¿qué quiere de mí? -pregunté.

Los ojos verdes de Knorr se clavaron en el césped que se veía en la parte exterior de mi ventana trasera. Sonreía de aquella forma fría.

– La sangre está hirviendo bajo la superficie de Watts -dijo.

El leve susurro del gas acentuaba sus palabras confiriéndoles un filo siniestro.

– ¿Y qué significa eso?

– Los negros están ansiosos por conseguir algunos cambios -dijo-. Quieren que acabe la segregación de hecho. Quieren mejores trabajos. Quieren que se les trate como a héroes de guerra después de volver de la Segunda Guerra Mundial y de Corea. Algunos incluso se cuestionan el hecho de ir al ejército y luchar por su país.

No sabía si había sarcasmo o preocupación en su voz. Como su sonrisa, su lengua era enigmática.

– Todo eso cae algo fuera de mi campo de conocimientos, agente Knorr. Yo sólo soy un conserje. Riego las flores y vacío las papeleras. La sangre que hierve es responsabilidad de otro departamento. Y ya hice la parte que me correspondía en el ejército.

Knorr sonrió.

La tetera silbó. Empezó con un débil pitido que rápidamente se convirtió en chillido, como la emergencia que temía Knorr.

Serví los cafés en unas tazas de color azul claro con rosas rojas estampadas. Feather las había comprado en una tiendecita que visitamos un día que viajamos a la pequeña ciudad sueca de Solvang, cerca de Santa Bárbara.

Knorr se sentó frente a mí, sonriendo a través del vapor humeante. Del bolsillo de la pechera sacó unas fotos. Me las tendió.

Eran unas instantáneas con mucho grano en blanco y negro, ligeramente borrosas, porque las personas que aparecían no eran conscientes de que las estaban fotografiando y se habían movido de forma inesperada. Se veía mucha gente distinta en las fotos, pero yo era la constante: yo hablando con el guapo Conrad y el delgaducho Xavier Bodan, yo de pie ante la puerta del local del Partido Revolucionario Urbano, yo dirigiéndome hacia la parte de atrás y tirando del brazo de Tina, corriendo hacia un Cadillac que ya sabía que era verde.

La fiebre que había sentido dos días antes volvió de golpe con un escalofrío. Durante un momento, una parte oscura de mi mente quiso estrangular al oficial Knorr y luego huir a otro estado.

– He ido enseñando por ahí estas fotos y me han dado su nombre, señor Rawlins.

– ¿Y por qué me ha señalado precisamente a mí?

– Ya sabía el nombre de todos los demás. Christina Montes, Jasper Xavier Bodan y Anton Breland, que también responde al nombre de Conrad. Sabía el nombre y el alias de todas las personas que estaban en esa reunión. Todos excepto el suyo.

Yo memoricé los nombres que aún no conocía mientras intentaba contener el aliento para no abandonarme a la violencia.

– ¿Y qué problema hay, agente? ¿Va contra la ley ir a una reunión política?

– ¿Qué estaba haciendo usted allí?

– ¿Por qué?

– Puede tener alguna relación con un caso que se me ha asignado.

– ¿Qué caso?

– Tenemos motivos para creer que estos activistas políticos están planeando algún tipo de protesta violenta. Incluso un ataque armado. Yo tengo que evitar que suceda tal cosa.

Era imposible intuir nada detrás de la fría expresión o las suaves palabras de Knorr. ¿Se creía de verdad lo que me estaba diciendo? ¿O era acaso algún complejo ardid para ponerme la zancadilla o para calumniar de alguna manera a aquellos chicos?

– Fui allí buscando a un joven llamado Brawly Brown -dije.

– ¿Por qué?

– Porque su madre estaba preocupada por él y quería que me asegurara de que estaba a salvo y gozaba de buena salud.

Knorr me guiñó el ojo. No estaba seguro de si era un tic nervioso o una señal de que se sentía feliz con mi respuesta.

– ¿Y le encontró?

– Le vi en el otro extremo de la habitación. Entonces sus policías armados irrumpieron por las ventanas y empezaron a romper cabezas.

– No era yo. Era el capitán Lorne. Cree que se puede pegar a los negros para dispersarlos. Yo pienso de otro modo.

Poco a poco me empezaba a formar una imagen interna de aquel hombre.

– ¿Así que usted simplemente toma fotos mientras él abusa de nuestros derechos? -le dije.

– ¡Derechos! -escupió Knorr-. Esa gente no respeta lo que les ha dado América. No merecen ningún derecho.

– Eso no debe decidirlo usted, agente. Los derechos los garantiza la Constitución, y no el chico de los recados del ayuntamiento.

Los ojos verdes de Knorr se podían poner más fríos aún.

– Ese chico, Brown -dijo-, está metido en todos los problemas de los que me ocupo yo. Está en contacto con la gente que planea la insurrección.

Me preguntaba si lo que decía Knorr era verdad. Y me preguntaba también si él mismo creía en lo que estaba diciendo.

– ¿Por qué ha venido aquí a decirme todo esto, agente? Usted no me conoce. Podría ser el hombre de Jruschov en Los Ángeles. Podría estar buscando a Brawly para reclutarlo para la guerra.

– He hablado con unas cuantas personas acerca de usted, señor Rawlins. Easy… así es como le llaman, ¿verdad? Tiene antecedentes penales, pero no por esas cosas. Usted trabaja solo. A veces hace cosas ilegales, pero es un americano leal. Conozco su historial militar.

– La guerra ya acabó -dije-. Ustedes ganaron y yo no.

– Usted no se creerá toda esa mierda -dijo Knorr-. Si fuera así, no tendría a Jesus y Feather…

Cuando mencionó los nombres de mis hijos, una náusea helada se apoderó de mis intestinos.

– No tendría ese trabajo en el Instituto Sojourner Truth Junior. Ya he oído decir que incluso intervino cuando hubo violencia entre bandas en su colegio; llamó a la policía y les dio la información que necesitaban para evitar una guerra entre bandas.

– ¿Qué quiere de mí, agente?

Knorr sacó una sucia tarjeta blanca de su bolsillo y la colocó encima de la mesa.

– Este es mi número -dijo-. Llámeme cuando consiga algo. Como informante, probablemente pueda conseguir una recompensa de mil dólares. Y como americano, estará ayudando usted a su pueblo y al mío.

Ni siquiera toqué la tarjeta, ni la miré directamente.

– ¿Es todo?

– Sí.

– Pues ¿por qué no se va?

Me dirigió una inclinación de cabeza muy leve y una frígida sonrisa, y luego se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. Mientras veía cómo se marchaba, volvió a mi mente el Ratón.

«Mátale», me susurraba mi amigo desde la tumba.

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