9

– ¡Ratón! ¡Eh, Raymond, espera!

Él iba caminando por la calle, una manzana por delante de mí. Apreté el paso, pero no conseguía llegar hasta él.

– ¡Espera, tío! -grité.

Y luego, de repente, él se volvió. Llevaba una pistola en la mano y abrió fuego. Yo me quedé helado; sabía que era un tirador excelente. Pero disparó cinco o seis veces y yo seguía de pie todavía. Miré a mi alrededor y detrás de mí, y vi a tres hombres muertos en el suelo. Cuando volví a mirar en dirección al Ratón, él sonrió y se tocó el sombrero. Luego se volvió y siguió andando velozmente. Quise seguirle, pero estaba demasiado asustado, y no conseguía mover las piernas.

– Papá.

Noté un ligero golpecito en el brazo.

– Papá, despierta -dijo Jesus. Estaba arrodillado a mi lado. Yo me encontraba en el suelo junto a la cama, envuelto en las sábanas y el edredón. Me preguntaba cómo había ido a parar allí. No me parecía que me hubiera podido caer. Quizá intentaba esconderme de aquellos asesinos debajo de la cama.

– El tío John está aquí -dijo el chico.

– ¿Qué hora es?

– Las ocho, más o menos.

– Ve a decirle que saldré dentro de unos minutos.

Quince minutos después salí, con los pies acalambrados, a nuestro pequeño salón. John estaba allí como un pez fuera del agua, con su mono y sus botas de trabajo.

– Easy…

– ¿Qué puedo hacer por ti, John?

– Necesito tu ayuda.

– ¿No tuvimos ya esta conversación ayer? -le pregunté.

John levantó los hombros, con aire de gran incomodidad.

– ¿Quieres un poco de café o algo de comer? -le pregunté.

– No, tengo que volver a la obra.

– Vamos a la cocina, de todos modos. Acabo de despertarme.

– No tengo tiempo para andar por ahí, Easy. Necesito tu ayuda y la necesito ahora.

Le volví la espalda y me dirigí hacia la cocina.

Siempre me había gustado la cocina por la mañana porque el sol entraba a raudales por las ventanas. Mientras llenaba la cafetera eléctrica con agua del grifo, John entró.

– Eh, tío -dijo-. Lo siento. Ya sé que acabas de despertarte, pero las cosas han empeorado mucho desde ayer.

Se dejó caer en una de las sillas de la cocina mientras yo medía cuatro cucharadas rasas de café molido.

– ¿Qué ha pasado?

– Brawly. Creo que ha matado a alguien.

– ¿A quién?

– ¿Recuerdas lo que te dijo Alva de su ex marido?

– Sí.

– Le mataron ayer en casa de su prima Isolda.

– ¿Y cómo sabes que lo hizo Brawly? -pregunté.

– No lo sé. Lo dice Isolda. Llamó a Alva anoche, pero Alva no pudo hablar con ella, de modo que cogí yo el teléfono.

– ¿Ah, sí?

– Dijo que Brawly y su padre se habían peleado horriblemente y que ella intentaba separarlos, pero que al final tuvo que irse, y que cree que se persiguieron por su casa.

– De modo que no vio en realidad a Brawly matar a Aldridge -dije.

– No lo sé -dijo John-. No sé lo que vio o dejó de ver esa mujer. Lo único que sé es que Alva se lo ha tomado muy mal, y que estoy muy preocupado por ella. Preocupado de verdad.

– ¿Por qué, exactamente?

Una sombra pasó por el rostro de John, ya de por sí oscuro. Noté la sensación de que estaba a punto de contarme algo pero al final decidió no hacerlo.

– Easy ve a hablar con Isolda, nada más. ¿De acuerdo? Se ha escondido en un sitio por ahí, por Alameda. Ve a hablar con ella. Y si puedes localizar a Brawly en algún sitio, llámame y dime dónde está. Yo me encargaré de lo demás.

– Muy bien. Dame la dirección, y ya veré lo que tiene que decir esa mujer.

Llegado el momento, vi que no podía decepcionar a John. Yo también había estado en situaciones muy apuradas, en mis tiempos, y él nunca me había vuelto la espalda.

– ¿Quieres que vaya contigo?

– No. Tú vuelve a tu obra. Sigue colocando madera, hazme el favor. Yo hablaré con Isolda y encontraré también a Brawly.

La fuerte cara de John demostraba una profunda emoción. Si no le hubiese conocido mejor, habría pensado que deseaba matarme. Eso es lo que hacía el amor con todos los hombres negros en algún momento.

– ¿Sí? -respondieron al teléfono al decimoséptimo timbrazo.

– ¿Jackson?

– ¿Easy? -Oí su miedo a través de la línea telefónica-. Easy, ¿cómo has conseguido mi número?

– Siempre lo consigo, Jackson. Siempre lo consigo.

Seguro que estaba mirando a su alrededor, preocupado y pensando que yo podía estar mirándole por una ventana o plantado en la puerta de su casa.

– No te preocupes, Jackson. No estoy escondido ante la puerta de tu casa. -Hice una pausa-. Ni tampoco en la puerta de atrás.

– Estaba mirando por la ventana, tío -dijo-. No me engañas.

– ¿Dónde está el dinero de Jesus, Jackson?

– ¿Cómo dices?

– Ya me has oído, tío. ¿Dónde están los doscientos cuarenta y dos dólares que le quitaste de debajo de la cama?

– No había doscientos dólares ahí debajo -lloriqueó Jackson-. Mierda. Ni siquiera ciento cuarenta.

Jackson Blue era, con mucho, la persona más inteligente que había conocido jamás, pero si estaba nervioso, se le podía engañar como a un niño.

– Devuélveme el dinero del chico -le dije.

Jackson había sido nuestro huésped durante unos días, cuando huía de unos gángsters del Westside. Jugaba a algunos juegos de azar en su territorio, y ellos querían su cabeza. Pensé que le estaba haciendo un favor, hasta que desapareció con la hucha de Jesus.

– Está bien. Vale, tío -dijo Jackson-. Sólo lo cogí prestado, de todos modos. Ya sabes que tenía a esos tíos detrás de mí. Bueno, todavía lo están.

– Puedo ir y quitártelo -le dije.

Jackson farfullaba, indignado. Su miedo me hacía reír. Siempre tenía problemas, siempre iba rondando a los tíos más duros de todos. Pero tenía miedo de su propia sombra.

– ¿De dónde has sacado mi número, Easy?

Jackson era un tío muy inteligente, y más leído que muchos profesores universitarios, pero en lo referente a comprender a las personas, no había pasado de párvulos.

Tenía una chica de la que presumía mucho, llamada Charlene Lorraine. A Charlene le gustaba el cobarde de Jackson, no sé muy bien por qué, y le dejaba compartir su cama de vez en cuando. Le gustaba aquel hombre, pero no le respetaba, ni le temía, ni se preocupaba por él en forma alguna. Le di veinte dólares sólo dos semanas después del día en que dispararon a Raymond Alexander y a John F. Kennedy. Ella me dio el número de Jackson sin preguntarme siquiera para qué lo quería.

– Sólo le he visto una vez, Easy -me dijo la pechugona señorita Lorraine-. Creo que debe de tener alguna otra novia por ahí.

– Entonces, ¿eres celosa? -le pregunté.

– ¿Celosa de ése? -exclamó ella-. Sería como ponerse celosa si alguien acaricia a tu perrito. Sí, es muy mono y eso, pero no es un hombre de verdad, ni por asomo.

Charlene bajó los brazos, de modo que su pecho sobresalía mucho más aún. Me miró de arriba abajo, pero yo no piqué. No me hubiera importado que me arrastrara a su cama, pero por aquel entonces tenía a Bonnie, y las demás mujeres no eran una preocupación principal en mi mente.

– John me dio tu número -mentí.

– ¿Y de dónde lo sacó él?

– No tienes por qué saber eso, Jackson. Lo único que necesito es información de unas cuantas personas con las que a lo mejor coincidiste cuando cometías tus pequeños delitos.

– ¿Qué personas?

– Quiero preguntarte por Aldridge Brown, Brawly Brown y un tío que se llama Strong, que va con un grupo llamado el Partido Revolucionario Urbano de los Primeros Hombres.

– ¿Cuál? -preguntó Jackson-. ¿Partido Urbano o Primeros Hombres?

– Tienen los dos nombres.

– Y si lo hago, ¿me dejarás pasar lo del dinero de la hucha?

– Si haces eso, te proporcionaré un trabajo honrado para que puedas devolvérselo a Jesus con tu primer salario mensual.

– Repíteme esos nombres -pidió.

Los repetí.

– Está bien. Puedo hacerlo. Sí. ¿Por qué no me llamas mañana por la tarde? Por entonces ya tendré algo.

– ¿Y por qué no me llamas tú a mí, Blue?

– Bueno, ya sabes…

– No. ¿Qué?

– Podría responder Jesus.

Así era Jackson. Vivía toda su vida entre asesinos y atracadores, pero tenía miedo de un chico de dieciséis años mucho más bajito que él.

– Está bien, Jackson. Te llamaré mañana a las dos. Será mejor que estés ahí.

– No me voy a ir a ningún sitio, Easy -dijo-. A ninguno en absoluto.

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