24

La siguiente persona en mi lista era Tina Montes. Ella había sido amable conmigo la noche en que la policía irrumpió en el local de los Primeros Hombres y yo la saqué de allí antes de que le rompieran la cabeza.

Vivía en una pensión en la calle Treinta y Uno. La propietaria, Liselle Latour, era colega mía de los viejos tiempos de Houston, en Texas. Liselle se llamaba en realidad Thaddie Brown, pero se había cambiado de nombre cuando se escapó de casa, a los trece años. Se dedicó a la prostitución y se convirtió enmadame cuando tenía veinticinco. Dejó Houston en el cuarenta y cuatro con su compañero, guardaespaldas y novio Franklin Nettars. Frank llevaba años insistiendo a Liselle para que abandonaran Houston. Le decía que los negros en L.A. estaban ganando mucho dinero y que con un pequeño burdel allí se harían ricos.

Liselle nunca se habría ido, pero en su prostíbulo hubo una pelea. Un hombre blanco (nunca supe su nombre) tuvo un desacuerdo con una de las putas y acabó con un cuchillo en la garganta. La mujer fue arrestada. Liselle consiguió salir de la cárcel, pero sabía que su nombre estaba en la lista de la policía. Y cuando uno va a parar a esa lista en Houston, o bien muere, o va a la cárcel o se va de la ciudad.

Así que cogieron una litera en un coche cama especial para negros en el Sunset Express de Houston a Los Angeles.

Todo el camino Franklin le iba diciendo a Liselle lo bien que les iría cuando llegasen a California.

– Él decía -me contó Liselle-, que se podía vivir sólo recogiendo la fruta de los árboles, mientras ibas andando por la calle.

Siempre sonreía cuando mencionaba el nombre de él.

El revisor llamó a la puerta de su compartimento para decirles que acababan de pasar la frontera de California.

– Diez segundos después -decía Liselle-, él tuvo un ataque al corazón. Le dio tan fuerte que lo notó sólo unos segundos antes de morir.

Nunca pensé que Liselle amase a Franklin. Quiero decir que parecían más socios de negocios que novios. Pero cuando Franklin murió, Liselle se convirtió en una mujer distinta. Cogió todos los ahorros de su vida y compró una casita en la calle Treinta y Uno. La convirtió en una pensión para mujeres solas, y ni siquiera dejaba que ningún visitante masculino pasara de la planta baja. Tampoco salió ya con ningún otro hombre, y se empezó a involucrar mucho en los asuntos de la iglesia.

Liselle, pues, se volvió virtuosa y solitaria, pero nunca olvidó a sus antiguos amigos. Ni tampoco fingió que procedía de algún entorno moral elevado. Liselle le contaba a todo el mundo lo que había sido, porque, como decía: «No quiero que lo averigüen un día y luego se enfaden conmigo por haberles mentido».

Le gustaba ver a los viejos amigos, e incluso compartir una copita de licor con ellos.

Por eso no sentí ningún temor al acercarme a su casa.

En el edificio, que tenía tres pisos de alto, había dos puertas, una en la parte delantera y otra en el lateral. La puerta principal era para las mujeres y las chicas, y la lateral era la entrada privada de Liselle.

Cuando llamé, Liselle me abrió casi de inmediato. Su puerta principal estaba a medio camino entre la puerta interior y el vestíbulo de entrada de la pensión. Liselle pasaba la mayor parte del día sentada entre ambas puertas, cosiendo o leyendo la Biblia. Desde allí, saludaba a sus huéspedes y se aseguraba de que ningún hombre se colase escaleras arriba.

– ¡Easy Rawlins! -exclamó-. Cariño, ¿cómo estás?

– Pues muy bien, señorita Latour. ¿Y tú?

– Voy librándome de mis pecados onza a onza -dijo, alegremente.

Los años no habían sido demasiado amables con Liselle. Su rostro se había decantado ya hacia la mediana edad, y por cada onza de pecado que había perdido había ganado una de grasa. Apenas reconocí en ella a la bella jovencita a quien los hombres de Fifth Ward arrojaban su dinero.

– ¿Qué haces tú por aquí? -me preguntó. Achicó los ojos.

– ¿Por qué? ¿Acaso no puedo venir a saludar a una vieja amiga un día cualquiera?

– No lo creo.

– ¿Por qué no?

– ¿Qué quieres, Easy?

– Quiero sentarme.

Recordando sus modales, Liselle me hizo un gesto hacia la silla que tenía frente a la suya. Cerró la puerta del vestíbulo y se dio una palmada en las rodillas.

– ¿Y bien? -me preguntó.

– No lo entiendo -dije-. ¿Por qué crees que estoy aquí por algún asunto?

– Porque los problemas te van siguiendo, Easy Rawlins. Siempre ha sido así, y siempre lo será.

– Hablas de mí como si fuera una especie de gángster -dije-. Pero sabes que no es así. Tengo un trabajo en el instituto Sojourner Truth Junior, y dos niños. ¿Qué gángster haría eso?

– Eres tú el que ha dicho la palabra «gángster», no yo. Yo sólo digo que los problemas te siguen. Cuando oigo hablar de ti, oigo también cosas de alguien que ha salido de la cárcel, o que vuelve a entrar, o a quien han matado o robado o a quien la poli ha dado una paliza. Incluso los niños que tienes vienen de ambientes donde los adultos lo tendrían muy difícil para sobrevivir… eso es lo que he oído.

»Pero sobre todo, sé que estás casado con los problemas por Raymond Alexander. Todo el mundo que andaba alrededor del Ratón sabía que ahí se cocía algo. Las mujeres jóvenes no pueden evitarlo. Ven a un hombre como Raymond y empiezan a mover la lengua y se les mojan las bragas. Pero los hombres que van con el Ratón son o bien idiotas o imanes para los problemas.

– El Ratón está muerto -dije yo.

– Y si lo que he oído es cierto, tú fuiste el que puso su cadáver en el césped de la parte delantera de la casa de Etta Mae.

Ya había olvidado lo bien que circulaban los chismes.

– Muchos días -continuó Liselle-, tenía que echar al señor Alexander de la puerta de mis chicas. Venía aquí todo alborotado, pero yo le echaba con la escoba. Y aunque era muy revoltoso, la verdad es que siempre acababa por irse. Pero ¿sabes? -añadió-, creo que en realidad no está muerto.

– ¿Ah, no? ¿Por qué?

– Por la forma que tuvo Etta de irse. Creo que si hubiese muerto, habría celebrado un funeral, invitado a todo el mundo que alguna vez le quiso y a todo el mundo que quería asegurarse de que se había ido. Porque ya sabes que el Ratón tenía muchos enemigos. Como tú, Easy.

– ¿Tengo que mirar por encima de mi hombro? -dije, intentando que sonara divertido.

– El hombre que viaja con malas compañías debe esperar desdicha y sufrimiento.

– Creo que hoy he llamado a la puerta equivocada.

– Te diré una cosa, Easy -dijo Liselle-. Te demostraré que has venido aquí a causa de algún problema.

– Está bien, demuéstralo.

– Christina Montes -dijo.

Aquello acabó de golpe con mi ingeniosa cháchara. Creo que conseguí mantener la boca cerrada, pero aun así, ella sonreía.

– ¿Tengo razón o no?

– Pues sí señora -dije, con un suspiro que llegó muy hondo, hasta lo que los médicos llaman bronquiolos.

Liselle sonrió y se echó hacia atrás en su silla de madera. Estiró la mano hacia atrás y cogió una botella de licor que estaba en el borde de una estantería. Había un vasito pequeño en el suelo junto a su silla. Lo llenó hasta la mitad con el líquido ambarino. Sabía que yo había dejado la bebida, de modo que no me ofreció nada.

– ¿Qué problema tiene Tina? -le pregunté.

– El mismo que todas las mujeres.

Levanté las cejas esperando que acabase el chiste.

– Hombres -afirmó Liselle. Su tono era más lascivo que irritado-. Los hombres, mañana, tarde y noche, son la pesadilla de las mujeres y la alegría de sus vidas.

– ¿Se veía con muchos hombres?

– Basta con una manzana podrida, Easy. Ya lo sabes.

– ¿Y esa manzana podrida tiene nombre?

– Yo le llamo el hombre «X» -dijo Liselle-. Pero ella le llama Xavier.

– ¿Y por qué es un problema ese Xavier?

– Ah, no me interpretes mal. Es un buen chico. Si yo fuera su madre, babearía de orgullo cada vez que entrase en una habitación o abriera la boca. Es flacucho como un espárrago, pero valiente y orgulloso como un león. Es el tipo de hombre al que le gusta tener a su lado a una buena mujer.

– ¿Así que Tina es una buena mujer?

– Muy buena. Tiene modales y encanto. Lo tiene todo. Sabe doblar bien una servilleta y ponérsela en el regazo y lo deja todo bien limpio sin que haya que pedírselo.

– No me parece que tengan problemas, pues -dije, inocentemente.

– Ya. Tú lo ves todo muy bonito, cariño. Pero los polis me estuvieron preguntando por ella y difamando su nombre -yo no lo sabía, pero lo sospechaba, la verdad-, y sabes que los Primeros Hombres vinieron con panfletos de esos comunistas y hablando de cosas feas, de matar y de quemar cosas por la calle. Les pregunté si iban a quemar mi casa y dijeron que no, pero ¿cómo vas a encender un fuego y luego pretender que se salte las casas que quieres salvar? Una vez empiezan las llamas, lo queman todo.

– ¿Y qué dijo la policía?

– Que ella era una revolucionaria, y que si podían registrar su habitación en busca de armas.

– ¿Y les dejaste?

– No, claro que no. Mierda. Yo misma tengo dos pistolas debajo de la cama, y otra en el lavabo del vestíbulo. ¿Por qué demonios va a estar mal tener un arma?

– ¿Y qué sabes de un hombre llamado Henry Strong? -le pregunté.

– Ah, ése. Estuvo aquí. Ella me lo presentó como si fuera una copa de helado en medio del desierto del Sáhara. No me habría sorprendido que ella le hubiese dicho al hombre X que iba al salón de belleza y en cambio hubiese pasado la tarde estudiando la revolución a los pies de Henry Strong… o encima de sus rodillas.

– ¿Y eso es todo? -le pregunté.

– Sí… a veces viene por aquí ese Conrad, pero normalmente está con su tío.

– ¿Tío? ¿Qué tío?

– No creo que realmente sean parientes. Llegó un día aquí, llamó a la puerta y le pregunté quién iba con él, y me contestó que era su tío, pero luego sonrió como si fuese una broma.

– ¿Y qué aspecto tenía?

– Era un hombre grandote. De unos treinta y cinco, a lo mejor cuarenta. Tenía buen aspecto, pero no dijo ni una sola palabra en mi presencia, ni habló nunca con nadie.

– ¿Tenía nombre?

Liselle arrugó la cara intentando recordar. Y lo único que consiguió fue recordar el whisky que tenía en la mano. Dio un sorbito y dijo:

– Pues no, no me acuerdo de su nombre. Era un hombre muy robusto. Grandote, y oscuro.

– ¿Podía llamarse Aldridge? -pregunté.

Liselle meneó la cabeza.

– No me acuerdo -aseguró.

Entonces me eché atrás. Las ansias de una bocanada de humo me golpeaban con dureza, pero contuve las ganas de pedirle un cigarrillo a Liselle.

– ¿Conoces bien a Tina? -le pregunté.

– Ajá.

– ¿Confías en mí?

Liselle se atragantó y luego dijo:

– Ya sé que no eres mala persona, Easy. Pero como suelo decir, siempre estás metido en cosas muy raras.

– Ya ha habido dos crímenes -dije-. Los polis que vinieron aquí son más vigilantes que representantes de la ley.

– ¿Y qué quieres de ella?

– ¿Conoces a John, el camarero, verdad?

– Sí.

– Su novia, Alva, tiene un chico llamado Brawly. Está mezclado con los Primeros Hombres. Estoy intentando sacarle de este lío. Pero si puedo ayudar a Tina, lo haré también.

– ¿Y cómo se ha metido Christina en todo esto?

– Ella conoce a Conrad, que es una mala pieza…

Liselle gruñó afirmativamente.

– El padre de Brawly fue asesinado, y al otro hombre, Henry Strong, le han matado esta misma mañana…

– ¿Cómo? -exclamó Liselle.

– De modo que he pensado que cualquiera que pueda ayudar a Tina sería bienvenido.

– ¿Y qué quieres que haga yo, Easy?

– Quiero que hables con ella, que le digas quién soy y lo que piensas de mí. Si te escucha y quiere ayuda, que me llame a casa.

– No ha venido por aquí desde hace un par de días -dijo Liselle-. Pero aparecerá tarde o temprano. Tiene toda la ropa aquí en su habitación.

Anoté mi número en un envoltorio de huevos que había tirado Liselle.

Cuando ya abría la puerta para irme, Liselle me puso la mano en el brazo y dijo, con tono conspirativo:

– Ya te he hablado de lo tuyo con los problemas, ¿verdad, Easy?

– Sí, señora.

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