Capítulo 9

Tras hablar con el sargento Kinugasa en la comisaría central, Chikako Ishizu se dirigió al distrito de Arakawa para encontrarse en las dependencias locales de la policía con el detective Makihara, quien estaba al mando de la investigación sobre los misteriosos asesinatos del río. Aún quedaba tiempo hasta la hora punta de la tarde, por lo que decidió tomar un taxi. Mecida suavemente por el vaivén del coche, se acordó de la escena en la fábrica abandonada de Tayama. El taxista interrumpió sus pensamientos.

– Un día duro, ¿señora?

Chikako despertó de su ensueño, sobresaltada.

– ¿Quién, yo? -Confusa, alzó la mirada y vio que el conductor le sonría desde el retrovisor.

– Va usted a comisaría, ¿eh? Mal asunto ¿Su chico se ha metido en algún lío? No entiendo a los jóvenes de hoy en día.

Era un hombre bajito y rechoncho, con alopecia. Probablemente tendría la misma edad de Chikako. Quizá fuera por esa razón por la que se tomaba tantas confianzas, pensó ella, sonriente. Siempre ocurría lo mismo cada vez que tenía que acercarse a otro distrito o pasar por el laboratorio forense: a los taxistas jamás se les pasaba por la cabeza que Chikako pudiese ser detective. Sin embargo, era la primera vez que uno se aventuraba a suponer que era una pobre mujer a la que la policía había llamado para que fuera a recoger al delincuente de su hijo. Estaba más interesada que enfadada. Debía admitir que el hombre tenía imaginación… Quizá el resultado de un altercado reciente con algún gamberro del barrio. O tal vez había algo más en ese comentario. Chikako decidió poner una nota de humor al asunto y responder sacando a relucir algún cliché.

– No hay nada que pueda hacerse contra esta generación. Los chicos son más rápidos que los adultos, y más fuertes también. Pero solo son críos y no son tan inteligentes como piensan.

El taxista asintió y miró a Chikako por el espejo retrovisor. Ésta reparó en sus ojos pequeños y vivos.

– La otra noche casi me dan una paliza.

A Chikako le conmocionó averiguar que sus suposiciones quedaban fundadas.

– ¿Le asaltaron para robarle? -preguntó para animarlo a hablar de ello.

– Sí. Eran tres. Todos menores, sin duda. Tenían el pelo teñido de diferentes colores y llevaban esos pantalones holgados.

– ¿Dónde los recogió?

– Cerca del auditorio en Shintomi. ¿Sabe dónde queda?

– Más o menos. ¿Qué hora era? ¿Muy tarde?

– En realidad, no. Creo que sucedió antes de las once. Querían que les llevase a Shinjuku, y recuerdo que me llamó la atención que tuvieran tanto dinero para gastar. Es una carrera larga. Y eso a que esas horas, todavía circula algún que otro tren.

El taxista se dispuso a relatar lo sucedido. Una vez le dijeron a dónde se dirigían, empezaron a hablar en voz muy alta. Por el acento, supuso que debían de ser de Shintomi, y que salían a divertirse un rato. El conductor se había preguntado qué tipo de padres eran los de esos adolescentes.

– Jamás dejé que mi hijo saliese hasta pasadas las once cuando todavía iba al instituto. Le hubiese dado una buena bofetada de haberlo hecho.

– Desde luego -coincidió Chikako.

– ¡Y encima un día entre semana! Aunque puede que ni siquiera asistieran al instituto. -El relato del taxista iba ganando poco a poco en detalles-. ¡Eran muy maleducados! Pusieron los pies sobre el asiento, ¡con los zapatos! Cuando me detuve en un semáforo en rojo, coincidí con otro taxi. Había una mujer dentro. Bajaron las ventanillas y se pusieron a gritarle cosas que ni siquiera dicen los de la Yakuza. Solo escucharlos daba ganas de vomitar.

– ¿Iban bebidos?

– ¡Qué va! Estaban bien sobrios. Eso es lo que daba más miedo de todo. ¿Quién se comporta así yendo sobrio? Lamenté mucho haberlos recogido en mi taxi. Lo que quería era echarlos a patadas de allí, pero eran tres. Así que supuse que era mejor mantener la boca cerrada y acabar cuanto antes. Pero al llegar a la intersección de Kudanshita…

El taxista explicó que se detuvieron junto a otro taxi en el que iba una joven acompañada por dos hombres de mediana edad.

– En cuanto esos sinvergüenzas los vieron, se pusieron como locos. Dijeron que no dejarían que esos viejos se salieran con la suya, y abrieron las ventanillas para insultarlos. Las personas del otro taxi parecían buena gente, y huelga decir que se les veía muy asustados.

»Cuando el semáforo se puso en verde, el compañero pisó a fondo el acelerador para dejarnos atrás. Entonces, esos gamberros me dijeron que los siguiera.

El taxista dio a entender a Chikako lo indignado que se sintió al verse metido en semejante aprieto, con esos jóvenes en el asiento de atrás decididos a dar caza a los hombres.

– Decían que la muerte era un castigo demasiado indulgente para ellos. ¿Puede creerlo? Ya no pude aguantarlo más y les pedí que salieran del taxi. Alegué que no quería perseguir a un compañero. Así que, se volvieron hacia mí y espetaron: «¿Quién se cree este que es? ¿Un taxista dándonos ordenes? ¿A nosotros?». Perdí los estribos y les advertí que tuvieran cuidado con lo que decían.

Los tres se echaron a reír y le preguntaron si sabía con quiénes estaba hablando. El taxista señaló que las miradas de los vándalos desprendían un brillo más propio de un animal que de un humano.

– Claro, me superaban en número, pero sabía que había una comisaría cerca de la intersección de Kudanshita, y no podía dejar que se fueran como si tal cosa. Así que aparqué el taxi allí, me apeé y les eché una buena bronca.

»"¿Quién narices os creéis que sois? ¿Qué es esa manera de tratar a la gente? ¿Os creéis superiores, vosotros, parásitos, que vivís a costa de vuestros padres y vais por ahí derrochando el dinero, mofándoos de la gente que trata de ganarse la vida de manera honrada? No sois más que gentuza. ¡Salid de mi taxi y desapareced de mi vista ahora mismo!"

»El sermón borró las sonrisas de sus caras. Se pusieron pálidos. Llevo conduciendo veinte años y le aseguro que he visto de todo, pero jamás a nadie que se pusiera tan pálido como esos críos.

Sin mediar palabra, los tres se abalanzaron sobre el taxista. Este se dio la vuelta y echó a correr, en dirección a la comisaría de policía.

– Uno de ellos se dio cuenta de hacia dónde me dirigía, y le dijo a los otros dos que me dejaran. Un segundo le hizo caso y se detuvo. Pero el tercero, un tipo enorme, con el pelo rapado y teñido de amarillo, no atendía a razones. Siguió corriendo tras de mí hasta que los otros dos se las arreglaron para detenerlo. Y al regresar junto al taxi, le propinó una patada con todas sus fuerzas. -El taxista llegó a la comisaría de policía, contó lo sucedido y se quedó allí hasta que los chicos desaparecieron-. Había una abolladura impresionante en la puerta. ¡Vaya fuerza que tenía el muy cabrón!

Los policías de servicio recriminaron al taxista por provocar a delincuentes como aquellos.

– Ese tipo de chicos no conoce límites. Serían capaces de matarte a golpes con tal de hacerte callar, ¿sabe? Yo lo comprobé en mis propias carnes, así que les dejé claro a los agentes que a partir de ahora cuidaría de mí mismo.

Chikako reflexionó sobre la historia del taxista. Aquellos tres gamberros debieron de responder con rabia ante la reacción, simplemente porque sabían que lo que les decía era la pura verdad, y eso les puso los pelos de punta.

«¿Quién demonios os creéis que sois?… No sois más que gentuza.»

Esos chicos tenían todo lo que deseaban, todas las necesidades cubiertas. Sin embargo, no eran los únicos en gozar de los mismos privilegios, también los niños del barrio y aquellos que vivían al otro lado de la calle. Toda la generación estaba cortada por el mismo patrón. Se les educaba para que crecieran considerándose especiales, mejores que los demás y, por ende, necesitaban encontrar el modo de demostrar esa cualidad de seres excepcionales, buscar algo que les permitiera afianzar su seguridad en sí mismos.

Pero ¿qué pasaba si nunca encontraban ese «algo»? Lo único que les quedaba entonces era cultivar un ego desmesurado. Esos niñatos se asemejaban a semillas que nunca conocerían la tierra; a bulbos que se ponían a germinar en agua, flotando en un sustrato transparente, insípido, nihilista. En ese ámbito solitario, en esa especie de mundo probeta, no había nada que pudiera alimentar una verdadera consciencia de sí mismos.

No obstante, en términos materiales, no les faltaba de nada. Les gustaba gastar dinero y pasarlo bien. Cuanta más diversión, más aptitud para olvidar que lo único que poseían era su inflada vanidad. Ese «yo» se nutría bulímico de todo lo que lo rodeaba. No hacía sino desarrollar raíces interminables, cada vez mas indómitas, que llegaban a convertirse en tal masivo enredo de lianas que impedía todo movimiento, todo libre albedrío. Fueran adonde fuesen esos individuos, las nudosas y enmarañadas raíces del orgullo, de la vanidad se abrían camino, invadían y saturaban el espacio en detrimento del bulbo original. Estos bulbos, estos críos, ya no podían moverse ni hacer nada por sí mismos, se volvían vagos y ociosos, se entregaban a la más pura inercia.

«En fin, así es como lo veo yo», se dijo Chikako, cuando despertó de sus cavilaciones. El taxista continuaba hablando.

– ¿Qué piensa usted, señora? -preguntó.

– Coincido, desde luego… Eso creo -repuso Chikako, asintiendo mecánicamente. Aquello bastó para animar al taxista a retomar el monólogo.

– Sabía que estaría de acuerdo conmigo. No podemos confiar en que los Estados Unidos cuiden de nosotros siempre, ¿verdad? Deberíamos organizar un ejército y llamar a los jóvenes a filas. Eso los metería en vereda. ¿Qué haríamos si se declara una guerra? Nuestros jóvenes serían capaces de vender a su propio país si creen que van a recibir algo a cambio. Ya me los puedo imaginar diciendo: «Viendo hasta dónde hemos llegado, mejor nos anexionamos a Estados Unidos. ¡Piensa en todas las oportunidades! ¡Podría ir a Hollywood y convertirme en una estrella!».

Chikako se dejó llevar por sus pensamientos en algún punto de la conversación, y el taxista, que había monopolizado el debate, se perdía ya en divagaciones. La detective rió con ironía para sus adentros. En el instante en el que se disponía a intervenir para reconducir la conversación con algún comentario sobre el denso tráfico, sonó su teléfono móvil.

– Ishizu al habla -dijo.

Pudo sentir la mirada inquisitiva del taxista en el espejo retrovisor. Chikako agachó la cabeza.

Era Shimizu que llamaba desde su oficina de la Brigada de Incendios. Su impaciencia quedó patente cuando preguntó a Chikako dónde se encontraba. Ella contestó que iba de camino a Arakawa en un taxi. Su compañero alzó la voz.

– ¡Genial! Ve a la intersección de Aoto, en Katsushika. ¿Sabes dónde está?

– Sí, sé dónde está. ¿Qué pasa?

– Más cuerpos quemados.

– ¿Qué? -Chikako levantó la cabeza y vio la expresión tensa en la cara del taxista.

– En una cafetería llamada Currant, cerca de la intersección. Tres víctimas mortales. Los cadáveres presentan el mismo aspecto que los de la fábrica de Tayama: el cuello partido y varias quemaduras.

– ¿Cómo…? -Chikako estaba segura de que el autor de los asesinatos de Arakawa y Tayama era la misma persona: un asesino en serie. Pero ¿cómo podía haber actuado de nuevo tan pronto? -. Estoy de camino -repuso finalmente.

– Yo también -dijo Shimizu-. Nos vemos allí.

Chikako colgó y pidió al taxista que diese la vuelta. En cuanto se detuvieron en un semáforo en rojo, tuvo una idea.

– Espere, no gire todavía. Deténgase aquí un momento, por favor.

Marcó el número del distrito de Arakawa y pidió que le pasaran con el detective Makihara. El semáforo cambió dos veces a verde mientras aguardaba.

– Detective Makihara.

A Chikako le sorprendió oír una voz tan dulce, casi débil. Parecía tratarse de un joven. Recordó entonces que Kinugasa había mencionado que era muy bueno pese a su edad. Chikako se presentó de modo sucinto y explicó por qué contactaba con él. Hecho esto, le contó lo del incidente cerca de la intersección de Aoto y preguntó si podía encontrarse allí con ella.

– Estoy muy cerca. Voy en taxi. Puedo pasar por allí y recogerlo.

– Voy de camino -repuso Makihara sin pensárselo dos veces-. Dígame dónde se encuentra y si hay algún edificio por la zona que pueda reconocer fácilmente.

Chikako leyó el nombre de la intersección escrito en un letrero que colgaba bajo el semáforo.

– De acuerdo -dijo Makihara-. Nos vemos ahí. Así, perderemos menos tiempo.

– Le esperaré fuera del coche. Es un taxi Toto. Amarillo con dos rayas rojas.

– Me ha dicho que se llama Ishizu, ¿verdad?

– Eso es. Bajita y rechoncha, ¡me reconocerá en seguida! – Chikako soltó una risita, pero Makihara no la correspondió.

– Estaré ahí en cinco minutos.

Cuando Chikako colgó, reparó en el taxista que la miraba fijamente.

– ¡Es usted policía!

– Sí, así es.

El taxista se dio una palmada en la frente con su mano enguantada.

– Y tiene usted un puesto muy importante, ¿verdad, señora?

Chikako se echó a reír.

El detective Makihara llegó a los cinco minutos previstos. Chikako distinguió a un joven alto, con unas extremidades inusualmente largas, que se encaminaba a grandes zancadas hacia el paso de peatones que quedaba al otro lado de la carretera. En cuanto estuvo a una distancia razonable como para hacerse una primera impresión, Chikako pensó que si se trataba de Makihara, el sargento Kinugasa y ella tenían conceptos muy diferentes de la palabra «joven». Una diferencia de unos diez años. El hombre rezumaba cansancio a su paso. Su abrigo largo y negro ondeaba a sus pies. Sus andares no desprendían ni un atisbo de ímpetu o energía.

«Debe de tener unos cuarenta años», pensó Chikako. Fue entonces cuando se preguntó cuántos años pensaría Kinugasa que tenía ella. ¿Acaso parecía mayor de lo que en realidad era para que el veterano policía le describiera a Makihara como «joven»?

Si sus colegas pudieran leerle la mente, ya los imaginaba burlándose de ella. ¡Las mujeres, siempre obsesionadas con la edad! Entretanto, el hombre que esperaba a que el semáforo se pusiese en verde reparó en ella. Asintió ligeramente, a modo de saludo. Así que ese era Makihara. Chikako le devolvió el gesto.

Makihara cruzó el paso de peatones en cuanto el semáforo cambió. Chikako echó un vistazo al reloj. Qué puntualidad. Cinco minutos exactos.

– ¿Agente Ishizu?

– Así es -repuso Chikako, sonando más formal que de costumbre-. Encantada de conocerlo, agente. -No le preguntó cuál era su grado porque él tampoco lo había hecho. Entraron en el taxi.

– A la intersección de Aoto, por favor -dijo Chikako al taxista que ya no parecía tan dispuesto a charlar. Se limitó a asentir y a mirarlos de vez en cuando por el espejo retrovisor.

– ¿Quién le dio mi nombre? -preguntó Makihara mientras se acomodaba. Su voz era tan suave como por teléfono.

– El sargento Kinugasa -repuso Chikako.

– ¿De veras? Qué sorpresa -añadió, desconcertado, con ambas cejas enarcadas.

Chikako lo observaba con la intención de averiguar su edad. Ahora que lo tenía enfrente, podía distinguir la firmeza de su piel bajo los ojos y alrededor de la boca, lo que significaba que era más joven de lo que había imaginado. Probablemente acabara de cumplir los treinta. Entonces, ¿por qué le había parecido tan mayor desde lejos?

Makihara miró a Chikako, y esta reparó en el brillo y atractivo de sus ojos.

– ¿Qué dijo el sargento Kinugasa de mí?

– Que si quería averiguar algo sobre los muertos del Arakawa, recurriera a usted.

– ¿En serio? -Makihara no salía de su asombro.

– Añadió que era usted joven pero que tenía mucho talento.

Un atisbo de satisfacción destelló en los ojos de Makihara y suavizó la austera máscara de seriedad. Chikako tuvo la impresión de que se echaría a reír en cualquier momento.

Sin embargo, abortó toda distensión de sus facciones. El agente permaneció impasible.

– ¿Llamó Kinugasa para advertirle de que me pondría en contacto con usted?

– No, no ha mencionado ni una palabra.

– Pues supongo que me he adelantado.

– ¿Kinugasa dijo que tenía talento? -Makihara miraba directamente a los ojos cuando hablaba.

– Eso es.

– ¿No añadió que era excéntrico?

Chikako se volvió para mirarlo.

– Pues no, no dijo nada parecido.

– ¿De verdad? -Finalmente soltó una risita. Cuando lo hizo, su cara adoptó una expresión casi infantil-. ¡Me extraña!

Apenas hubo recalcado el irónico comentario, enmudeció. Chikako se conformó, y ambos guardaron silencio mientras el taxi avanzaba. Fue Makihara quien tomó la iniciativa de nuevo. Se giró para mirarla; sus rasgos aún reflejaban la reciente sorpresa.

– Piroquinesis -dijo a secas.

Aquello le sonó a Chikako como una especie de encantamiento, así que respondió con una mirada confusa.

– ¿Cómo dice?

– La capacidad de provocar incendios con el poder de la mente – explicó Makihara, con sus ojos de colores vivos fijos en Chikako-. Es la hipótesis que he avanzado en el marco del caso del río Arakawa. Advertí a los miembros encargados del equipo de investigación que se empapasen bien de todo lo que se sabe acerca del fenómeno -rió de nuevo, esta vez con cierta malicia-. Ahora entenderá a qué viene lo de llamarme excéntrico, ¿verdad?

Shimizu le había indicado que se apeara en la intersección de Aoto. Según su compañero, no le costaría dar con el Café Currant desde allí.

También había apuntado a que el letrero y el toldo de la entrada estaban intactos. Era un dato poco factible teniendo en cuenta que el incendio había acabado con tres personas. No obstante, la información era cierta. El letrero naranja estaba como nuevo. Había dos coches aparcados frente a la cafetería y algunos transeúntes curiosos se detenían a echar un vistazo.

Cuando explicó al policía que custodiaba la zona por qué estaban allí, fueron remitidos al agente encargado de supervisar la operación. Pese a venir de un departamento diferente, era conocido de Chikako. Los puso rápidamente al corriente de todo, aunque se anduvo con evasivas en cuanto a si el caso iba o no a pasar a manos de la Brigada de Incendios.

No obstante, les dejó echar un vistazo dentro. La puerta delantera estaba arrancada de sus goznes, y la cinta amarilla que cercaba la escena del crimen abría un pasillo hacia el oscuro interior. Nada más entrar, percibieron el olor dulzón del contrachapado quemado y de la pintura sintética.

Hasta ese momento, Makihara no había abierto la boca. Fue Chikako quien lo presentó a los agentes movilizados porque él parecía incapaz de hacerlo. Caminó tras ella, obediente y sumiso. A Chikako empezaba a recordarle a un viejo collie que la familia Ishizu tuvo una vez.

Cuando Chikako estaba en casa, el perro se pegaba a ella y la seguía a todos lados. No hacía el menor ruido, y movía su gran cuerpo con suavidad, de tal manera que, a veces, ella llegaba a olvidarse de su presencia. Podía estar leyendo una revista en el sofá y, de repente, reparaba en su hocico cerca de sus rodillas.

«¿Cuánto tiempo llevas aquí?», solía preguntarle. Y le rascaba detrás de las orejas hasta que el perro entrecerraba los ojos. Si Chikako estaba en el patio quitando las malas hierbas, él se colocaba en un rinconcito. Si estaba lavando el coche, el animal permanecía en el garaje. Siempre a la espera, sin hacer el menor ruido. Si su dueña hacía jardinería, sumida por completo en su tarea, y alguien llamaba a la puerta, él se levantaba y empezaba a dar círculos a su alrededor para atraer su atención. Y en cierto modo, Makihara se estaba comportando igual.

Qué gracia que aquel quisquilloso joven la hiciera acordarse de su viejo chucho. Hacía años que no pensaba en él, y a punto estuvo de echarse a reír. ¿Qué contestaría él si ésta le dijera: «A propósito, ¿sabe que me recuerda a un perro que tuve?»

– ¿Tengo algo en la cara? -preguntó. Chikako aterrizó lentamente en la tierra. Makihara estaba frente a la nevera derrengada de la cocina, mirándola.

– No, nada -repuso ella con un débil zarandeo de manos. Presionó los labios con fuerza para contener la sonrisa y redirigió su atención a la escena del crimen que tenía ante ella.

Las posiciones de las víctimas habían sido marcadas con cinta adhesiva: dos hombres en el suelo sin encerar de la cafetería; una mujer, la camarera, detrás de la barra. Según los agentes presentes, tanto los hombres como la mujer habían sufrido heridas graves en distintas zonas del cuerpo, aunque la causa de la muerte apuntaba invariablemente a una fractura cervical. Uno de los cuerpos apareció boca abajo, con la cabeza en un ángulo tan imposible que quedaba claro que tenía el cuello roto. Cuando levantaron el segundo cadáver, su cabeza cayó hacia atrás cual muñeca desarticulada.

Otra vez esa misteriosa arma que despedía fuego en potentes ondas expansivas… El mismo modus operandi que el empleado en los anteriores casos sin resolver… ¿Qué había detrás de todo esto?

Bastaba un vistazo alrededor del local para comprobar que el incendio no fue descontrolado. Y lo que es más, incluso dentro de la cafetería, Chikako reparó en que la acción del fuego había quedado limitada a determinados puntos del local: el suelo estaba chamuscado, pero las cortinas, intactas. Del mismo modo, cerca de donde encontraron el cadáver boca abajo, había una silla cuyo vinilo estaba derretido y creaba gotas negras en forma de lágrimas solidificadas; en cambio, las patas no habían sufrido daño alguno. En una mesa que quedaba junto a una de las sillas quemadas, todavía estaba en su sitio un vaso lleno de servilletas de papel sin rastro de quemaduras.

Chikako olfateó el aire. Había distinguido el olor dulzón y pegajoso al entrar, pero eso era todo. No había rastro de combustible. Los resultados de la cromatografía de gases responderían algunas preguntas, pero ya se aventuraba a adelantar que no encontrarían líquidos de ignición en la escena del crimen. Aunque se recordó a sí misma que aquello solo significaba que no se había empleado ninguna sustancia conocida. Si el incendio fue provocado por algún tipo de combustible no identificado hasta ahora por el cuerpo de investigación, necesitarían un relevante acopio de muestras para que el análisis produjera resultados concluyentes.

Chikako se cruzó de brazos y observó la cinta adhesiva que reproducía la posición de uno de los cadáveres. No lo habían identificado aún, pero los primeros indicios apuntaban a un obrero de unos sesenta y tantos años. El otro varón tendría unos cuarenta, iba ataviado con un abrigo casual y en lugar de corbata su cuello roto lucía un grueso cordón de oro. No se podía decir mucho más, sino que su rostro presentaba quemaduras de tercer grado, aunque en lo que quedaba del cuero cabelludo, aún destacaba algún que otro mechón de pelo rizado.

La cafetería no parecía ser el típico local en el que algún gremio se daba cita a la hora de almorzar. Chikako temía que las tareas de identificación llevarían mucho tiempo. Y hasta entonces, resultaría imposible hacer toda conjetura en cuanto al móvil del crimen o sobre quién de los tres había sido el objetivo principal del asesino.

– ¿Han terminado por aquí? -preguntó el supervisor. Chikako se encaminó hacia la puerta mientras Makihara se rezagaba en la cocina. Para cuando ella hubo aspirado una bocanada de aire fresco en el exterior, él ya aguardaba a su lado. Su rostro carecía de expresión alguna.

Chikako dio las gracias al agente y añadió que se prestaba a cooperar en cualquier aspecto que procediera. El aceptó la formalidad, pero obviamente tenía prisa por deshacerse de ellos. Aún no había recibido órdenes concretas para que el caso fuera dirigido a la Brigada de Investigación de Incendios. Chikako se había presentado ahí con un simple «quizá exista conexión con otro caso cuya investigación está en curso» para que le dejaran proceder con sus pesquisas. Y por si fuera poco, venia acompañada de un detective de otro departamento cuya presencia resultaba imposible justificar.

– Vamos -sugirió con calma a Makihara mientras echaba un vistazo a su reloj. ¿Por qué tardaría tanto Shimizu? De camino a la intersección de Aoto, Makihara la siguió en silencio. Cada minuto que pasaba, le recodaba más a su perro.

– ¿Qué buscaba exactamente en la escena del crimen? -preguntó por fin.

– Bueno, solo quería asegurarme de que no se trata de un incendio corriente. -Chikako fue sincera. Si hubiera distinguido olor a combustible o el suelo hubiera ardido bajo los cadáveres, se habría llevado una buena decepción.

– ¿En qué está pensando, detective Ishizu?

– En nada -rió Chikako-. No puedo pensar en nada porque este caso es tan anormal… No hay por dónde cogerlo.

– ¿Anormal?

Makihara se detuvo. Al mismo tiempo, un coche tomaba la curva a toda velocidad antes de frenar en seco junto a Chikako, con un chirrido de ruedas. Shimizu se apeó precipitadamente del asiento del conductor.

– Te has tomado tu tiempo, ¿eh? -bromeó Chikako aunque no tardó en dejar la nota de humor para más tarde cuando reparó en la expresión de su compañero.

– ¡Ha habido otro! -jadeó Shimizu-. Esta vez en una licorería de Yoyogi Uehara. ¿Qué demonios está pasando?

Shimizu estaba tan alterado que ni siquiera se percató de la presencia de Makihara. Conforme hablaba con Chikako su preocupación quedaba más patente.

– ¡El mismo caso! -exclamó-. Dos hombres y una mujer han muerto carbonizados. Y hay dos víctimas más. Un chico y una chica a los que dispararon a quemarropa. Se trata de en un edificio de tres plantas, y mira por dónde, las víctimas de los disparos fueron hallados en la azotea.

Chikako escuchó con atención lo que relataba Shimizu, pero no lograba entender por qué estaba tan cabreado.

– De acuerdo, ya veo. Pero ¿a qué viene tanto enfado?

– No estoy enfadado -masculló, algo avergonzado de repente.

– Pues obviamente te pasa algo. ¿Qué ha ocurrido?

Shimizu echó un vistazo a su alrededor para ver si alguien los escuchaba, y fue entonces cuando reparó en Makihara. Alzó la barbilla, confuso.

– ¿Quién es este?

Chikako hizo las presentaciones. Makihara se inclinó levemente, sin mediar palabra.

– No deberías andar de un lado para otro -susurró Shimizu a Chikako.

– ¿Y eso por qué?

– Lo que quiero decir es que… Cuando me enteré de lo sucedido en Yoyogi Uehara, recibí una llamada del capitán Ito. Me comentó que había recibido órdenes expresas de los mandamases para que nos mantuviésemos al margen de esos homicidios.

– ¿De los mandamases, eh?

– Sí, el capitán también está enfadado. Aunque si lo piensas bien, no se trata solo de un incendio. Entre las armas involucradas y la colección de pescuezos retorcidos… Nos exigen no meter las narices en el asunto y dicen que, a su debido tiempo, consultarán nuestra opinión para estudiar la conexión entre las quemaduras en los cuerpos y los supuestos incendios criminales.

De repente, Makihara interrumpió la conversación con tono frío.

– Pero las quemaduras no fueron provocadas post mórtem. Las pruebas halladas en cada uno de estos casos demuestran que las quemaduras y las fracturas de cuello fueron provocadas simultáneamente. -A Shimizu le pilló algo desprevenido. Miró a Makihara, que le sacaba una cabeza, de arriba abajo. Este prosiguió-: Deberían estar pensando en el arma homicida, ahí está la conexión entre la causa de la muerte, las quemaduras y esos incendios controlados. Esos elementos son competencia de la Brigada de Incendios y es un error fingir que no lo son.

– ¡Pues entonces haga el favor de llamar al capitán Ito a la central y compartir con él su punto de vista! -Shimizu estaba indignado. Puso un énfasis especial al pronunciar «central»-. ¿O acaso prefiere mandarle una postal?

Chikako no pudo contener la risa. Más que a su perro, Makihara la recordaba ahora a su hijo cuando era pequeño. Tuvo la impresión de estar presenciando una riña entre un niño que es buen estudiante pero algo «excéntrico», y otro más rápido pero demasiado bocazas.

– ¿De qué te ríes? -Shimizu estaba enojado.

– De nada, de nada. -Chikako intentó ocultar lo mucho que le divertía todo aquello. Echó un vistazo al coche en el que su compañero había venido y dijo-: Por cierto, ¿has cogido este coche solo para venir a recogerme? Si lo único que tenías que decirme era que me quedase al margen, podías haberme llamado al móvil.

Shimizu carraspeó y mostró una expresión de preocupación por ella.

– Te conozco perfectamente. De nada habría valido llamarte y pedirte que no te metieras.

– ¿Eso significa que podemos utilizar el coche?

– Sí, claro, pero… ¿Qué quieres hacer?

– Me gustaría ver a algunas personas. Si no te apetece regresar solo, puedes acompañarnos.

– ¿A quién vamos a ver? -preguntó Makihara, adelantándose a Shimizu.

– A personas que no tienen conexión alguna con estos tres casos. Bueno, si la hay es una conexión muy distante. Al menos, eso creo. Pero caben tantas dudas que no correremos el riesgo de contravenir las órdenes del capitán Ito.

– A mí no me parece demasiado correcto -reconoció Shimizu, suspicaz.

– Ya he ido a visitarlos alguna vez. No se sorprenderán al vernos. ¿Qué me dices? ¿Vamos juntos?

Shimizu no parecía muy convencido. Actuó como si fuese una lata tener que cooperar con el nuevo compañero.

– De acuerdo, vayamos. Conduzco yo.

Chikako estaba segura de que su compañero querría vigilarla de cerca. Shimizu y ella se encaminaron hacia el coche, pero Makihara no se movió. Se quedó ahí plantado con las manos embutidas en los bolsillos y una expresión ceñuda.

Chikako se detuvo y volvió la vista atrás.

– ¿Viene con nosotros o no?

Makihara se lo pensó durante un momento, con la vista puesta en el cielo. Entonces, se volvió hacia Chikako y preguntó:

– Puesto que parece que quiere que los acompañe, ¿he de suponer que vamos a ver a alguien que guarda cierto vínculo con el caso de Arakawa?

– Así es.

– Aunque, si estoy en lo cierto, no vamos a interrogar a los familiares de estas víctimas de aquí, ¿no es así? -Chikako no dijo nada, pero le gustaba que Makihara fuera tan perspicaz-. Déjeme resolver este enigma. Uno de esos cuatro que encontramos cerca del río era sospechoso del secuestro y asesinato de varias colegialas. Se llamaba Masaki Kogure y tenía diecisiete años.

– Correcto.

– Quiere hablar con la familia de una de las chicas que supuestamente fueron asesinadas por Kogure. ¿Me equivoco?

– Estoy impresionada -reconoció Chikako, sorprendida a la vez que complacida.

– No ha sido para tanto. -Dicho esto, Makihara se dirigió hacia el coche-. Yo también hice alguna que otra visita a las familias de esas chicas tras los homicidios de Arakawa. Hablé con ellas largo y tendido. Sospechaba que los asesinatos de Arakawa no fueron más que un acto de venganza dirigido contra Kogure. Aunque el equipo de investigación descartó esa hipótesis.

Así que Makihara también había barajado la teoría de la venganza. Chikako se sintió en deuda con Kinugasa por haberle aconsejado recurrir a él.

– Cuando comuniqué la idea, todos dijeron que era imposible, que no había quedado demostrado que Kogure estuviera tras los asesinatos de las niñas. ¿Cómo castigarlo entonces por ello? Hice lo que pude, pero al final tuve que darme por vencido y abandonar esa hipótesis. Aunque me llegó cierto rumor. Había un detective en la Brigada de Incendios de la policía de Tokio que pensaba que los asesinatos de Arakawa habían sido el fruto de las represalias tomadas por las chicas asesinadas. Pero no tuve la oportunidad de conocer al interesado en el marco de la investigación del caso Arakawa; por lo visto no fue movilizado.

Makihara tenía razón. Por aquel entonces, Chikako acababa de incorporarse a la Brigada de Incendios. Era ella de quien Makihara hablaba. Había hecho lo posible para que sus compañeros tuvieran en cuenta esa idea. En aquel momento no pudo hacer más.

Makihara abrió la puerta del pasajero y clavó los ojos en los de Chikako. Sonreía con la mirada.

– Se trataba de usted, detective Ishizu -sonrió de oreja a oreja ante su hallazgo-. Y eso significa que es usted casi tan excéntrica como yo.

Únicamente Shimizu parecía algo incómodo con la situación.

– ¿Adónde vamos?

– A Odaiba -dijo Chikako mientras miraba el reloj-. Ambos deberían estar en casa. Puede incluso que ya hayan cenado.

Shimizu se montó en el asiento del conductor y Makihara en el de copiloto. Chikako se acomodó en la parte trasera, pero se sujetó al asiento del conductor para permanecer cerca de los dos detectives.

– Lo que Makihara dice es verdad. Yo estaba interesada en los homicidios de Arakawa, y tenía mis propias opiniones al respecto, pero no formaba parte del equipo de investigación. Aún no estaba en posición de hacer valer mi punto de vista. Sin embargo, seguía el caso desde hacía mucho, siempre al margen, por supuesto. De hecho, lo que más me llamó la atención en el homicidio múltiple de Arakawa fue el vínculo que mantenía con el caso de las colegialas.

Cuando las adolescentes fueron el blanco del asesino en serie, Chikako trabajaba en el distrito de Marunouchi, donde desempeñaba principalmente tareas administrativas: objetos perdidos, redacción de informes de accidentes de tráfico y cosas por el estilo.

– Así que, si le soy sincera, no estaba precisamente involucrada en la investigación de lo de las chicas, pero… -Antes de que Chikako pudiera concluir su frase, Shimizu la interrumpió con la intención de provocarla.

– Y de la noche a la mañana pasaste de chupatintas a detective del departamento de policía de Tokio. A las mujeres siempre les tocan los golpes de suerte.

– Puedes llamarlo golpe de suerte si lo prefieres, pero, para tu información en eso que llamas «suerte» tuvo mucho que ver el trabajo duro -espetó Chikako con naturalidad.

– Pues si quieres mi opinión, no fue más que un asunto político -rebatió este, poco convencido y con tono de mofa.

Chikako estaba acostumbrada a la obsesión de su compañero por lanzar palabras hirientes en tono de burla y reírse mientras les daba voz, para que nadie pudiera reprenderle por su brusquedad. Mucha gente joven solía hacerlo, su hijo era uno de ellos.

Makihara miraba hacia adelante sin abrir la boca. Ahora que se sentaba junto a Shimizu parecía mayor de lo que en realidad era.

– Teníamos un superior en Marunouchi llamado Tanaka – prosiguió la detective-. Solía convocarnos una vez al mes para dar un seminario. Trataba una gran variedad de temas, y a menudo invitaba a un experto para que participara en la charla. -Chikako los enumeró con los dedos de las manos-. «Cómo barrer el crimen de un barrio». «Prevención criminal en los bloques de apartamentos». «Sensibilizar a los niños ante el peligro de las drogas». Algunos eran bastante buenos. Era mi división quien se encargaba de impartir los seminarios, pero asistían agentes de todos los departamentos. Aproximadamente al quinto mes, el tema fue: «Secuelas psicológicas en víctimas de un crimen». -Makihara se volvió hacia ella con las cejas enarcadas-. Asistió un experto en TEPT. Tras el terremoto de Kobe y el atentado con gas sarín en el metro de Tokio, el TEPT se hizo muy popular. Sin embargo, por aquel entonces, era algo totalmente nuevo.

– ¿Qué significan las siglas? ¿Trastorno por Estrés Postraumático, verdad? -Shimizu intentó recordar lo aprendido-. Un síndrome de ansiedad crónica que padecen las víctimas de crímenes y las personas que han sufrido una mala experiencia que deben aprender a superar, ¿es así?

– Correcto. Afecta a la víctima, por supuesto, pero también a su familia y amigos.

– ¿Tenemos que ir tan lejos? -preguntó Shimizu-. ¿No es eso competencia de médicos y psicólogos? Ya hemos visto casos en los que el marido que tanto lloraba en el funeral de la esposa resultaba ser el asesino de la misma. Jamás lograremos llegar hasta el final de un caso tan complicado como este si nos entretenemos tanto con las secuelas de las víctimas y los supervivientes.

Shimizu siempre tenía algo que decir, pero sin la experiencia necesaria como para respaldar sus argumentos. Por ejemplo, si se le preguntaba a qué se refería con eso de «un caso tan complicado» quizá no fuese capaz de hallar una respuesta. Chikako río con ironía para sus adentros. Shimizu se estaba comportando con más inmadurez que la de costumbre.

– Estos casos requieren cierta consideración por las secuelas mentales que dejan en las víctimas, incluso en las etapas iniciales de la investigación -rebatió Makihara con tono sosegado.

– ¿Y a qué tipo de casos se refiere? -preguntó Shimizu, lanzando una mirada de soslayo a este.

– A los de violación, por ejemplo.

Makihara había ganado la ronda, estaba claro. No obstante, Shimizu se negaba a reconocerle el mérito. Intentó zanjar el asunto mascullando algo sobre no saber nada de eso porque jamás había interrogado a ninguna víctima de violación. Pero Makihara no permitió que se saliese con la suya.

– Ya veo. Bueno, supongo que la Brigada de Investigación de Incendios no se encuentra con semejantes situaciones.

Shimizu fulminó a Makihara con la mirada. Leer sus pensamientos era tan fácil como observar las bolas de pachinko caer. Bueno, la comparación era válida hasta cierto punto, dado que al tratarse de un juego de azar, era difícil adivinar de antemano en qué agujero aterrizarían las canicas de metal. En cambio, para Chikako, Shimizu era predecible el noventa y nueve por ciento de las ocasiones.

– Uno no puede sino atenerse a los casos que caen bajo la jurisdicción de su departamento -dijo Shimizu, con una mueca de enfado.

Por otro lado, la expresión de Makihara no se alteró lo más mínimo.

– Eso es cierto -repuso con tranquilidad.

A Shimizu no le quedó otra opción que seguir conduciendo en silencio.

Chikako intentó reconducir la conversación hacia cauces más amistosos.

– En fin, aquel seminario fue todo un éxito-retomó la charla donde la había dejado-. Recuerdo que se excedieron del tiempo previsto. Así de fascinados estábamos todos. La satisfacción de los oyentes fue tal que se impartió una segunda sesión sobre el tema. El ponente invitado, un psiquiatra, sugirió que esta experiencia didáctica quedaría incompleta si no contara con la participación de las víctimas y sus familias que podían dar su testimonio directo. Desde luego, hubo que encontrar a gente dispuesta a participar en un grupo de estudio de la policía.

– ¿Y lo consiguieron? -se apresuró a preguntar Makihara.

– Sí, claro que sí. El psiquiatra instó a un panel de pacientes suyos a formar un grupo de apoyo. Todos se comprometieron a ayudar a personas que se encontraban en la misma situación que ellos mismos habían atravesado. Estaban dispuestos incluso a ir a cualquier sitio para hablar de su experiencia, ya fuera ante un grupo de policías o ante el tribunal si su testimonio podía permitir entender mejor a las personas que habían pasado por semejantes trances.

Acudieron cuatro personas a la sesión siguiente. Eran supervivientes de crímenes violentos y familiares que habían perdido un ser querido en tales circunstancias.

– Vino una pareja que había perdido a su hija en los asesinatos en serie de las colegialas. De hecho, eran los líderes del grupo de apoyo.

Chikako explicó que esa era la pareja a quien iban a visitar.

– Por aquel entonces, el caso de las colegialas seguía abierto. Ya se empezaba a hablar de Masaki Kogure y su banda en los medios de comunicación. Cuando esta familia nos dio la charla, la herida psicológica aún estaba abierta y era bien profunda. El psiquiatra que invitamos al seminario había intentado disuadirles de participar; según él, era demasiado pronto para hablar y les instó a no hacerlo. No obstante, ellos insistieron. Querían que los escuchásemos. Querían que oyésemos sus impresiones mientras el caso aún siguiera abierto y tan fresco en su memoria. Ambos eran profesores de instituto y, por lo tanto, también querían compartir su punto de vista como pedagogos.

A Chikako le dolía el corazón solo de acordarse de aquella sesión de estudio. La pareja demostró mucha fuerza e intentó mantener la calma en todo momento, no derramar una sola lágrima y hablar con tono sosegado. Todo ello, hizo que escuchar sus palabras fuera más conmovedor aún.

– Una vez terminó la conferencia, acompañamos a los ponentes. La pareja vivía cerca de mi casa, así que regresamos juntos en el mismo taxi y charlamos de camino, en especial, sobre las actividades desarrolladas por su grupo de apoyo.

– ¿Y eso te marcó, verdad? -intervino Shimizu-. A ti siempre te conmueve algo.

– Pues en realidad, acabamos siendo amigos -reconoció Chikako.

Acortaron la considerable distancia que separaba Katsushika de Ariake, por la Bahía de Tokio, pero las calles no estaban muy atestadas. El coche retomó velocidad al entrar en la autopista de Mito.

– Entonces, si ambos son profesores… -Makihara entrecerró los ojos, como para hacer memoria-. Debe de tratarse de los padres de Yoko Sada. Tenía dieciséis años cuando la asesinaron.

– Eso es -asintió Chikako-. Fue la segunda víctima. Era alta y le encantaba jugar al baloncesto. Cuando asesinaron a la primera chica, su madre insistió en que llevara cuidado de regreso a casa, pero Yoko se echaba a reír y decía que nadie se atrevería a meterse con alguien de su talla.

Los Sada no habían sido capaces de disociar mentalmente el recuerdo de su hija con su amor por el baloncesto. Le dijeron a Chikako que el simple hecho de pasar frente a una cancha de baloncesto, de ver una canasta, era suficiente como para echarse a llorar.

– ¿Y qué vamos a hacer cuando veamos a esa gente? -preguntó Shimizu.

A juzgar por la expresión de insatisfacción en el rostro de su compañero, Chikako supo que quería saber qué pretendía con aquella visita. Casi le resultó agradable que preguntara: «¿Y qué vamos a hacer?» cuando lo que, en realidad, quería decir era: «¿Y de qué nos va a servir?»

La noche estaba cayendo, y las farolas de Tokio empezaban a iluminar las calles. Chikako habló en voz baja mientras miraba por la ventanilla del coche.

– En las etapas iniciales de la investigación de Arakawa, hubo ciertos detectives que intuyeron una fuerte conexión con los asesinatos de las chicas. La hipótesis se tomó tan en serio que interrogaron a las familias en busca de coartadas para la noche del incidente de Arakawa. Me enteré por los propios Sada, quienes fueron interrogados y me lo comentaron.

No había sido sino un movimiento lógico teniendo en cuenta el turbio pasado de Masaki Kogure.

– Es cierto. Hablamos con todos ellos -admitió Makihara-. Pasamos revista a las coartadas de los miembros de las familias afectadas y no encontramos ningún sospechoso. Tampoco dimos con ningún familiar que tuviera conocimientos específicos sobre cómo llevar a cabo un asesinato de tales características. Fue en ese momento cuando el equipo de investigación decidió abandonar la hipótesis de la venganza. Así de sencillo. Desde entonces, se han negado a escuchar nada más sobre el tema.

Makihara parecía algo cansado.

– Sí, pero los Sada siempre han sostenido que los homicidios de Arakawa fueron actos de venganza -dijo Chikako.

Shimizu empezó a parpadear con rapidez, exaltado por el acertijo.

– Entonces, ¿creen que el autor de los crímenes fue uno de los familiares? ¿Están admitiendo que lo hizo algún conocido suyo? ¿Crees que pueden saber quién lo hizo?

– No, no es exactamente eso.

– Pero…

– La teoría de los Sada es que se trató de un ajusticiamiento más que de una venganza.

– ¿Un ajusticiamiento?

– Eso es…

Makihara guardó silencio. Shimizu le lanzó otra mirada de soslayo.

– … Obra de quien se toma la justicia por su cuenta -prosiguió Chikako-. El asesino de Kogure y de los tres miembros de su banda no tuvo por qué tener ningún tipo de relación con las colegialas. Pudo tratarse de una persona que se sintió ultrajada por el hecho de que Kogure no respondiera de sus actos ante la justicia. Alguien que decretó que ni él ni sus cómplices merecían seguir viviendo. Pudo tratarse de cualquiera.

– A mí me suena a linchamiento -dijo Shimizu en voz baja.

– Es una manera de verlo.

– Pero no hay pruebas de que Kogure asesinara a esas chicas. Al fin y al cabo, quizá fuera inocente. No fue detenido ni tampoco acusado formalmente del crimen por ausencia de evidencias físicas.

Makihara dejó escapar un suspiro antes de responder al detective.

– Si su asesinato fue efectivamente un acto de castigo, al verdugo no le hizo falta prueba alguna; le sobraba con que estuviera convencido de la culpabilidad de Kogure.

Shimizu se tomó el suspiro de Makihara como un gesto de enfado ante sus propias conclusiones.

– ¡Eso es lógico! -espetó Shimizu.

– Si usted lo dice -repuso Makihara.

– ¿Qué se supone que quiere decir con eso?

– Mis disculpas.

– De todos modos, Masaki Kogure fue juzgado, declarado culpable y ejecutado por alguien que andaba detrás del asesino de las colegialas -terció Chikako-. Los miembros de su banda tuvieron la mala fortuna de encontrarse junto al sentenciado a muerte y, por ende, conocieron la misma suerte. Eso es lo que creo que sucedió en el caso de Arakawa, y los Sada comparten mi opinión. Pero me he reservado lo mejor para el final.

– ¿Y de qué se trata? -le instó Shimizu para que fuera al grano.

– Si lo que tenemos es realmente un ajusticiamiento, el que consumó la venganza querría hacer saber a las familias de las víctimas, en un momento u otro, que la muerte de sus hijas había sido vengada, que los culpables de esas atrocidades cayeron bajo el yugo de la justicia. Eso es lo que creen los Sada.

Hubo un breve momento de silencio que cayó como una suave brisa. El coche se detuvo frente a un semáforo en rojo, y Shimizu apartó las manos del volante para rascarse la cabeza.

– Todo esto me suena… -Y un atisbo de burla se apreciaba en sus palabras-. Me suena a guión de película.

– No estoy de acuerdo contigo -contestó Makihara-. No es una idea tan descabellada. Yo diría que quizá las familias de las víctimas no son las únicas que reciban una señal. Una señal que, por ejemplo, puede presentarse bajo la forma de una declaración remitida a los medios de comunicación. Sería una declaración de ajusticiamiento más que una confesión criminal.

– ¿Y dónde está esa declaración? Hasta ahora no ha aparecido nada por el estilo.

– No, por el momento. Aunque no tenemos ni idea de lo que va a pasar a continuación -matizó Makihara-. Lo único que sabemos es que Kogure fue el principal sospechoso del asesinato de las colegialas. Puede que algunos de sus cómplices sigan vivitos y coleando. Quizá el verdugo guarde silencio hasta que haya ajustado cuentas con todos ellos.

– ¿Ah, sí? -rebatió Shimizu, que seguía en sus trece-. ¿Pero cómo dar con todos los miembros sin disponer de algún tipo de organización o cuerpo de investigación?

– Aún no lo sabemos. Tal vez forme parte de algún tipo de organización o entidad. Quizá no trabaje solo.

El ambiente en la parte delantera del coche volvía a ponerse tensa, así que Chikako se inclinó hacia adelante para mediar otra vez entre los hombres.

– Shimizu, toma la siguiente a la izquierda, por favor. -Este encendió el intermitente en el último momento. Si Chikako fuese agente de tráfico, ya le hubiese dado el alto y soltado una reprimenda por su modo de conducir.

Una vez que el coche se unió con suavidad al flujo de tráfico, Shimizu continuó:

– La idea de una organización de justicieros me parece algo rebuscada. Debemos recordar que somos policías, no guionistas. Ciñámonos a los hechos.

De nuevo, Makihara suspiró profundamente y de modo significativo.

– Nadie ha dicho que la serie de asesinatos fuese llevada a cabo por una organización de justicieros.

Chikako rió a mandíbula batiente.

– Desde luego, lo que hemos hablado aquí no es más que una teoría. Pero los Sada sí lo creen. -Chikako reparó en la expresión ceñuda de Shimizu y prosiguió-: Dicen que si la hipótesis resulta ser fundada, podría valer la pena que el grupo de apoyo que dirigen se encargara de tomar cartas en el asunto. Lo que quieren decir, en definitiva, es que si por casualidad resulta que detrás de los asesinatos del río se esconden ajusticiamientos, y suponiendo que fueran cometidos por un determinado grupo que quisiera mandar un mensaje a las familias, sería importante asegurarse de que reciben dicho mensaje. En fin, están contemplando la idea de contactar con ese grupo, de hacerles saber que esperan una respuesta.

– Ya veo -asintió Makihara.

– ¿Y cómo van a hacer semejante llamamiento?

– A través de revistas o periódicos.

– No me parece un modo muy fiable de proceder.

– No hay ninguna garantía de resultado. Lo bueno es que también han creado una página web. Por supuesto, no se trata de dirigir un comunicado directo a algún justiciero que encaje con su hipótesis. No, el objetivo consiste más bien en ofrecer una plataforma para recabar datos sobre los asesinatos en serie e incluso para invitar a las familias de otras víctimas de crímenes violentos a unirse a ellos.

Shimizu parecía digerir todo aquello. Finalmente, lo logró.

– En otras palabras, la razón de esa visita a los Sada consiste en preguntarles por cualquier información nueva que hayan conseguido.

Chikako señaló algún punto a lo lejos. Un gran bloque de apartamentos asomaba de entre la oscuridad de la noche.

– Eso es. Voy a llamarlos. -Sacó su teléfono móvil, buscó en su agenda el número de los Sada y marcó. Sonó dos veces antes de que descolgaran el auricular.

– ¡Ah! ¡Detective Ishizu! -Era la señora Sada. Parecía muy emocionada-. Al fin logramos localizarla. ¡Hemos intentado contactar con usted toda la tarde!

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