Capítulo 33

El hombre cuyo coche quedaba registrado en Nerima era bajito y rechoncho. En cuanto Makihara y Chikako concluyeron que no podía tratarse del sujeto que el camarero había visto en Sans Pareil, se dirigieron hacia el lago Kawaguchi. No había demasiado tráfico, de modo que llegaron a su destino dos horas más tarde.

Desconocían si el hombre que había acompañado a Junko Aoki estaría en su casa del lago o no, pero imaginaron que si merodeaban por allí se harían una idea más clara del sujeto en cuestión. Nada perdían haciendo ese viaje. Si por un golpe de suerte, él se encontraba allí, quizá Junko Aoki estuviese con él. Aquel sería un precioso regalo de Navidad.

A juzgar por cómo se agarraba Makihara al volante, parecía un jinete novato que aprende a montar a caballo y sujeta las riendas como si su vida dependiese de ello. Sin embargo, Chikako sabía que Makihara temía perder el control, pero no de un caballo, ni siquiera de un coche.

Estaba recorriendo su propia carretera. Su destino. Makihara era consciente de que por fin se encaminaba hacia la dirección correcta, que aquella carretera lo llevaría hasta Junko Aoki.

Cuando llegaron a la enorme mansión de estilo rústico, propiedad de Koichi Kido, los focos del coche iluminaron los escalones de la entrada principal. En cuanto Makihara levantó el freno de mano, vieron la silueta de alguien que se asomaba desde un lateral de la casa.

Lo que ocurrió a continuación parecía estar conectado con la pesadilla de Makihara por una línea clara y directa.

Mientras Junko intentaba aguzar el oído y adivinar dónde se encontraba Koichi -probablemente apuntándola con un arma- oyó el sonido de un motor. Un coche se dirigía hacia aquella misma dirección. Pudo oír el crujido de los neumáticos sobre la delgada capa de hielo que se había formado en la carretera despejada de nieve.

– Alguien viene -anunció Koichi.

Junko oyó unos pasos que se alejaban. Supuso que querían saber quién había llegado.

Abrió los ojos y observó las estrellas de nuevo. Parpadeaban, como si quisieran darle valor. «Dichosas estrellas, enviadme vuestra energía». Se armó de fuerza para hablar.

– Señor… Izaki… ayúdeme.

Izaki soltó un gruñido.

– Écheme… una mano. -Junko tragó saliva con fuerza. Podía saborear la sangre-. Ayúdeme… a levantarme. Por favor.

– Escuche… -dijo Izaki, acercándose a ella.

– ¡Por favor! Levánteme… la… cabeza.

– Lo siento. Perdóneme -prosiguió Izaki, ignorando sus súplicas-. Nunca, nunca quise matar a nadie. Solo quería acabar con esos bastardos, proteger las vidas de los inocentes.

«Lo sé, lo sé. Lo mismo me ocurrió a mí.»

– Me uní a los Guardianes porque me hija fue asesinada por un monstruo. Mi hija y mi nieto. La condena de ese cabrón fue increíblemente piadosa, y después se convirtió en un prisionero «modelo». Cuando fui reclutado, los Guardianes me prometieron que lo asesinarían y harían que pareciese un suicidio. -Izaki aspiró una temblorosa bocanada de aire, y continuó-: Cumplieron su promesa. Esa es la razón por la que accedí a unirme a ellos.

«Lo entiendo perfectamente, ¡pero necesito que me ayude!»

– Una vez me convertí en miembro, tuve que obedecer sus reglas. Sobre todo, la de no dejar evidencia alguna. Pero no quise matar a Natsuko Mita. No era más que una víctima inocente. No está bien matar a alguien porque te haya visto y reconocido -dijo con tono angustiado-. Perdí la cabeza. Hubo una masacre que no había entrado en mis planes. Estaba aterrado, y nervioso porque acababa de disparar a Asaba. De modo que cuando Natsuko Mita dijo esas palabras, apreté el gatillo sin pensarlo dos veces. En ese momento, no fui más que un asesino despreciable y cobarde.

«¿Asesino?» Junko había asesinado a mucha gente. La mayoría ni siquiera podía considerarse ser humano. Sin embargo, les había quitado la vida. Junko jamás consideró estar equivocada, pero ahora ya no estaba segura de nada.

– Sabía que habían decidido que lo hiciera Kido -carraspeó Izaki antes de continuar-: Sabía que se estaba acercando a usted, para poder matarla, Junko. Por eso rogué a la dirección de los Guardianes que me permitieran involucrarme en el caso de Kaori Kurata.

– ¿Por qué? -preguntó Junko con debilidad. No estaba segura de si Izaki la ayudaría.

– Quería que usted averiguase quién era yo -reconoció Izaki-. Quería que recordase y me señalase con el dedo. Quería que viniese a por mí. Al menos, Kido podría poner punto y final a su comedia.

«Bueno, aquí llega el último acto.»

– Solo soy un viejo inútil. No puedo ayudarla. Ambos estamos en esto. No puedo, lo siento. -Abrumado, y castigado por el frío viento, Izaki tosió-. Pero no soporto ver cómo juega con usted. Es tan cruel.

Aún mirando al cielo, Junko sonrió para sus adentros ante el egoísmo del Capitán. No había hecho nada por ayudarla, solo hablaba para tranquilizar su conciencia. Si de todos modos iban a acabar con su vida, tanto daba jugar con ella un mes o un año entero. El resultado sería el mismo. Siempre y cuando acabara muerta, ¿qué más daba que pudiera vivir sus últimos días en un bonito sueño? No habría estado nada mal.

Junko se despejó en cuanto un único pensamiento la invadió. Si sigues matando a gente, si tienes el poder de decidir sobre la vida y la muerte de los demás, no importa cuál sea tu propósito, tu ego acabará sometiéndote. Empezarás a creer que tus opiniones e ideas subyugan las de cualquier otro, jamás pondrás en tela de juicio tus decisiones. Acabarás creyéndote superior a los demás, como una especie de Dios.

«Eso es exactamente lo que me sucedió a mí.»

– Levánteme la cabeza -se obligó a decir Junko-. Tengo que… Koichi…

– ¡Pobrecita! -gimió Izaki-. Kido la ha engañado. No es necesario que haga eso.

«Eso es lo que pasa cuando sabes que tienes la libertad de hacer lo que te plazca», pensó Junko. «Empiezas a actuar dependiendo de si te apetece o no hacerlo. Es ahí cuando crees que eres Dios.»

«Pero él también estaba solo, y por eso quería que yo le gustase, aunque fuese un poquito.»

«Y por esa razón, no puedo dejarlo así.»

– Levánteme la cabeza -repitió con todas sus fuerzas-. Tengo que llevármelo conmigo.

Izaki se acercó y se inclinó hacia ella para que pudiera verlo. Junko se las arregló para esbozar una débil sonrisa al reparar en su rostro cubierto de lágrimas. No estaba segura de si su mueca tendría aspecto de sonrisa, pero al menos, pareció dejar claro que no pretendía hacerle daño.

– Si la muevo, la hemorragia puede empeorar -le advirtió Izaki.

– Ya no me importa -masculló ella.

Izaki le levantó el tronco. Le puso los brazos alrededor de la espalda y la sostuvo para que pudiera ver lo que la rodeaba. Ahí estaba Koichi Kido.

– ¿Tiene buena puntería? -susurró.

– Lleva un arma como protección. La he visto usarla antes, sabe lo que hace.

– ¿Cuántas balas le quedan?

– Cinco.

Entonces, debía andarse con cuidado. Solo tenía una oportunidad.

– El hombre que asesinó a mi hija y mi nieto era su marido, el padre de mi nieto -explicó Izaki.

Junko se armó de lo poco que le quedaba de fuerza para arremeter contra Koichi.

Makihara salió del coche, y Chikako lo siguió. El suelo helado bajo sus botas de goma estaba resbaladizo.

La silueta que habían visto pertenecía a un joven, alto y esbelto, con su melena larga retirada de la cara. Caminó a grandes zancadas hacia ellos, con mucha gracia.

– Eh, ¿algún problema? -Les saludó con tono amistoso-. ¿Qué ha pasado? ¿Se han quedado sin gasolina? Por aquí no hay nadie, y la gasolinera queda bastante lejos. Tienen suerte de haber dado conmigo. ¡Eh! ¡Quizá sea su regalo de Navidad! -No parecía tener una sola preocupación en su vida.

– ¿Es usted Koichi Kido? -preguntó Makihara mientras Chikako guardaba silencio, con los ojos fijos en el charlatán.

La expresión en el rosto de Koichi reflejaba sorpresa, pero Chikako fingió no darse cuenta. Algo le decía que no había nada de amistoso en ese chico, que su despreocupación no era más que un engaño.

– Sí, soy yo, pero…

Antes de que pudiera articular otra palabra, Koichi Kido se vio envuelto en llamas. Junko observó lo que ahora no era sino una bola de fuego. Su jersey se volvió de un rojo brillante. Las llamas azules le ascendían por sus largas piernas y ya no quedaba nada de su pelo. En menos de un segundo, Koichi se había convertido en una antorcha humana. Levantó los brazos e intentó volverse sobre sí como si buscara algo tras él. Junko no pudo ver el arma, tal vez se hubiese caído a la nieve. A través de las resplandecientes llamas pudo distinguir el contorno de cada uno de sus dedos.

Gritó, pero Junko no pudo oírlo. Lo único que podía escuchar era su voz en su cabeza, llamándola. Ya no sentía el dolor de la muerte ni la agonía resultante de la pérdida de sangre. Solo pudo imaginar a Koichi rodeándola con los brazos. Junko no apartó la mirada hasta que Koichi se desplomó. Pudo oír lo que quedaba de él impactar contra la nieve. Era como si ésta recibiese su caída en su cómodo manto.

Chikako y Makihara se quedaron petrificados, sin apartar la vista de Koichi mientras ardía. Sabían que no había nada que pudieran hacer por él.

Justo antes de caer, Chikako creyó haberlo oído gritar: «¡Junko!»

Makihara echó a correr. Parecía estar dirigiéndose hacia Koichi, pero dejó de lado su cuerpo carbonizado. Avanzó por el lateral de la casa, y desapareció, hacia la extensión de nieve que se abría detrás.

Izaki perdió el equilibrio y dejó a Junko reposar en la nieve.

– No esté triste, Capitán -murmuró Junko-. Gracias.

«No puedo castigarlo. Después de todo, ambos cometimos el mismo error.»

Chikako siguió a Makihara. Sus botas de goma golpeaban torpemente el suelo y los latidos de su corazón se sumaban al estrépito general. Makihara estaba en peligro. No debería haberse precipitado. Sería el siguiente en arder ante sus ojos.

Entonces, los vio. La joven que yacía en la nieve teñida de sangre, y Shiro Izaki de rodillas junto a ella.

Junko oyó la voz de una mujer.

– ¡Izaki!

Ahora alguien más se acercaba a Junko. Esa persona era lo suficientemente alta como para asomar entre ella y las estrellas. Era un hombre. Pero no se trataba de Koichi. No era tan joven como este. Se arrodilló a su lado, tendió la mano y le acarició con suavidad la frente.

– ¿Junko Aoki? -preguntó.

Junko parpadeó lentamente, sorprendida.

– ¿Ha sido usted quien ha prendido fuego a ese hombre?

Junko abrió la boca y le sorprendió ver que aún podía exhalar bocanadas de aire blanco.

– Sí.

– ¿Cómo se ha hecho esta herida? – El hombre le acarició de nuevo la frente.

Junko escuchó a Izaki responder por ella, desde algún lugar fuera de su campo de visión.

– La disparó ese hombre. Por eso le ha prendido fuego. Ha sido justo. Y sí, puede hacerlo -añadió Izaki en un hilo de voz.

El hombre miró a Izaki pero se apresuró a concentrarse de nuevo en Junko. Entrecerró los ojos como si estuviese buscando algo brillante que decir.

– Va a morir -le dijo en voz baja-. No podemos salvarla.

– Lo sé -susurró Junko.

– Dígame, ¿los incendios de Arakawa, Tayama, el Café Currant, Licores Sakurai y Yokohama fueron obra suya?

– Sí-repuso Junko y cerró los ojos-. ¿Quién es usted?

– Soy policía -respondió el hombre-. Tiene poderes piroquinéticos, ¿verdad?

Junko sonrió, aún con los ojos cerrados.

– Entonces, ¿sabe… que existe tal cosa?

– Sí, sé mucho sobre ello -asintió el detective.

Ahora, en los últimos instantes de su vida, conocía a un policía que sabía algo acerca de ella. «Un policía que entiende lo que soy, lo que era, un arma.»

– Agente -dijo.

– ¿Sí?

– El señor Izaki… sabe… lo que ha sucedido.

– Lo sé.

– Soy… una asesina.

El hombre asintió, en silencio.

– Tengo que… pedirle… un favor.

Abrió los ojos, y vio que las estrellas se hacían borrosas. No lo achacó a las lágrimas en sus ojos.

– Hay una niña… tiene… los mismos poderes que yo.

– ¿Se refiere a Kaori Kurata?

Junko se enderezó ligeramente para verle la cara.

– ¿La… conoce?

– Sí.

Junko se dio cuenta de que aquel policía sabía mucho más de lo que parecía. De modo que, podía confiar en él.

– ¿La… ayudará?

– Sí, creo que podré hacerlo.

– Asegúrese… de que no… se convierte en… lo que soy. -Junko soltó un profundo suspiro. Sabía que su vida abandonaba su cuerpo. Su campo de visión se cercaba, se hacía más borroso y vago.

El policía le acarició la frente de nuevo, y ella pudo sentir que enjugaba las lágrimas de sus ojos.

– ¿Ha… muerto?

– ¿Koichi Kido? Oh, sí, está muerto.

– Compruébelo… otra vez. -Le costaba respirar cada vez más-. Si no…estará sufriendo… Asegúrese… de que no…sufra.

– No se preocupe.

– ¿Agente?

– ¿Qué?

– ¿Quién… es usted? ¿Cómo… se llama?

Él no respondió. Se quedó donde estaba, arrodillado junto a Junko, acariciándole la frente con la mano derecha y sujetando con firmeza su mano izquierda.

«¿Por qué no quiere decirme su nombre?», intentó preguntarle Junko, pero ya no podía hablar.

– Adiós -se las arregló para decir en voz muy baja. Creyó oír que él también le decía adiós y, al parecer, había añadido algo más. Quizá «Feliz Navidad». Junko supo que la muerte era el mejor regalo que podía recibir.

Ya no podía ver las estrellas, porque se acercaba más y más a ellas. Todo quedó sumido en la oscuridad.

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