Capítulo 13

Michiko Kinuta era alta. «Últimamente parece que solo me topo con personas altas», musitó Chikako, observándola desde lejos.

Describir el edificio donde residía Kaori Kurata como un bloque de viviendas de lujo era quedarse corto. Se trataba de un deslumbrante rascacielos. Michiko la esperaba frente a las gigantescas puertas automáticas de la entrada. Al dirigirse hacia ella y atravesar los jardines que quedaban frente al edificio, Chikako tuvo la impresión de estar en mitad de un anuncio publicitario.

– ¿Detective Kinuta? Soy Chikako Ishizu -dijo a lo lejos.

La esbelta mujer se sobresaltó. Pestañeó y miró a Chikako de hito en hito.

– Oh, disculpe, detective Ishizu. Sí, soy Michiko Kinuta. – Caminó a grandes zancadas hacia Chikako, tendió el brazo y le dio un fuerte apretón de manos-. Le he dicho a Kaori que una compañera me acompañaría. -Michiko la puso en antecedentes mientras entraban al edificio. Pero el suntuoso espacio que se extendía ante sus ojos cogió a Chikako por sorpresa y perdió el hilo de la explicación.

¿Cómo llamar ese lugar? ¿Tal vez un vestíbulo? Era enorme. La casa de Chikako podía caber perfectamente ahí dentro. Sobre sus cabezas, se alzaba una bóveda de tres plantas de altura. Era como entrar en una pirámide gigantesca de granito y cristal.

Chikako giró sobre sí misma sin apartar la mirada del techo, cual estudiante de excursión a la sede de la Dieta [9].

– Es precioso, ¿verdad? -masculló.

Michiko caminaba unos pasos por delante de Chikako. Se detuvo y lanzó una sonrisa.

– ¿Verdad que sí? ¡La primera vez que vine, quedé tan fascinada que casi me desmayo aquí mismo!

Chikako despegó la mirada del techo, giró sobre sí misma una vez más, examinó lo que la rodeaba. En el lateral izquierdo de la grandiosa sala, quedaba el mostrador de recepción. Tras él, se encorvaba un hombre de mediana edad, ataviado con un traje impecable. El teléfono sonó, y el recepcionista atendió la llamada. El lugar podría confundirse perfectamente con un hotel de lujo.

La pared opuesta quedaba salpicada de arreglos florares, con numerosos capullos de rosa. Frente a dos anchos sofás se alzaban unas mesitas de cristal adornadas con gisófilas o «velos de novia». Los divanes miraban hacia un mural, un esmerado mosaico que representaba una góndola navegando por un canal veneciano.

Chikako dejó escapar un suspiro, no de envidia, sino más bien de asombro. Un rayo de incomodidad la sobrecogió. ¿Estaba ese lugar hecho para familias normales?

– ¿Vamos? -Del tono de Michiko apenas se desprendía un débil atisbo de impaciencia. Chikako se apresuró a encaminarse con ella hacia otra puerta automática, de cristal esmerilado y algo más pequeña que aquella por la que acababan de pasar. A la izquierda de ésta, se alzaba un pilar de granito no más grande que una fuente en un parque, y cuya terminación estaba provista de un teclado y de un auricular.

– Acceso restringido, faltaría más -apuntó Chikako. Michiko asintió y tendió la mano hacia el auricular. Pulsó un botón que quedaba apartado de los demás.

– Hola, soy Kinuta -dijo Michiko con esa dulce voz suya.

Chikako no podía distinguir bien las palabras, pero alguien estaba diciendo algo al otro lado. Parecía ser un código.

Michiko asintió varias veces, y entonces, dijo:

– Vale, lo tengo.

Colgó y, casi simultáneamente, la puerta cerrada se abrió emitiendo un leve zumbido. Al cruzarla, encontraron un vestíbulo. Había dos ascensores a izquierda y derecha, y mozos uniformados aguardaban frente a ellos.

– ¿En qué piso viven los Kurata?

– En el ático, piso treinta y nueve -contestó Michiko-. Hay un ascensor de uso exclusivo que conduce hasta ahí arriba. -El aparato en cuestión quedaba algo más allá, al final de un pequeño pasillo que se abría a la derecha de este segundo vestíbulo. Era mucho más pequeño que los ascensores de la comunidad. En la pared, junto a él, figuraba un panel numérico electrónico.

Michiko marcó con destreza cuatro números.

– Este ascensor solo se abre si se introduce el código de cuatro dígitos correcto. Y el número cambia cada domingo -explicó.

De ahí, la breve charla a través del portero automático.

Era normal que se preocuparan por la seguridad en un edificio de lujo como aquel, sobre todo, tratándose del ático. Sin embargo, cuando Chikako siguió a Michiko hacia el interior del pequeño ascensor privado, consideró el hecho de que ocho de los incendios hubieran tenido lugar dentro de la residencia de los Kurata, según rezaba el informe de la propia detective de Menores. Y para que alguien provocara esos incendios, tenía que pasar primero por el mostrador de recepción, abrir la puerta de cierre automático e introducir el código secreto del ascensor privado.

En otras palabras, los Kurata vivían en una fortaleza inexpugnable. Toda estadística admitía un mínimo margen de error; aun así, era poco probable que alguien consiguiera, incluso con un golpe tremendo de suerte, alcanzar el ático tan solo una vez. Pero desde luego, no una segunda ni una tercera vez.

No cabía otra posibilidad: el autor de los incendios debía de ser algún miembro de la familia Kurata o alguien cercano que tuviese libre acceso al apartamento. Era un cálculo de lo más racional asumir que a esas pocas personas se ceñía el círculo más amplio de posibles sospechosos.

Entonces, ¿qué sospechosos quedarían una vez se procediera a acotar la lista por eliminación? ¿Qué había de los otros diez focos de incendio? Cuatro ocurrieron en un aula, uno en el patio de la escuela, tres en la calle, uno en una biblioteca y otro en la sala de espera de un hospital. Una variopinta lista de escenarios. Si no fuera por la recurrente presencia de Kaori Kurata podría sugerir que no existía conexión alguna entre todos esos sucesos.

Con lo cual, el círculo de sospechosos se cercaba alrededor de la pequeña Kaori. O bien era la fuente de los dieciocho incendios, o bien el objetivo. Dejando a un lado la cuestión de si alguien pretendía dañar a la niña o señalarla como pirómana, el autor no podía sino situarse en la lista inicial de sospechosos. De momento, ese punto era terreno desconocido para Chikako. No obstante, en todos los demás aspectos, el caso comenzaba a tomar un cariz que le resultaba bastante familiar.

El incendio intencionado constituía un crimen proyectado en un lugar determinado. En términos de clasificación de hechos criminales, ocupaba una categoría aparte ya que, a diferencia de los demás, el impulso individual por sí solo no bastaba como para que fuera consumado. Debía entrar en juego todo un conjunto de elementos: el factor humano, el espacial y una motivación concreta para que el comportamiento pirómano fuera activado.

El asunto no tenía por qué reducirse a una persona con tendencia incendiaria que se veía tentada de repente ante un objeto fácilmente inflamable. Si bien ciertos escenarios -un vertedero o un solar en el que se apilaban cantidades de materiales inflamables, por ejemplo- podían incitar a personas mentalmente inestables y que reaccionaban con exaltación catártica o complacencia sexual al observar el fuego, no dejaban de ser meros escenarios. Y Chikako buscaba algo más: lugares que encerraran algún tipo de significado para el pirómano, lugares en los que sintiése impulsos incendiarios.

Incluso en casos en los que un pirómano iniciaba un fuego para satisfacer unos anhelos internos, el interrogatorio siempre revelaba que el escenario del incendio criminal había sido elegido a partir de unos criterios específicos. Chikako recordó el primer caso que investigó poco después de su traslado a la Brigada de Investigación de Incendios: una mujer de unos cuarenta y tantos años que empezó a padecer neurosis por los deslices del marido y la inestabilidad doméstica que de ellos se derivó. No ayudó tampoco el hecho de que el hijo único abandonara el hogar para ir a estudiar a una lejana universidad. La mujer quedó sola, sin distracciones ni vías de escape que le permitieran salir adelante. Entonces, un día cualquiera, la telenovela que seguía escenificó un incendio, lo cual le produjo una tremenda sensación de alivio. Imaginó que cuanto más grande fuera el incendio que ardiera ante sus ojos, mayor sería su satisfacción. Y fue así como acabó provocando una serie de seis incendios menores.

Todos se declararon en un perímetro de dos kilómetros alrededor de su casa, y tomaban como objetivo a viviendas unifamiliares relativamente nuevas, que llevaban en pie no más de cinco años. La zona había sido urbanizada durante el periodo de crecimiento acelerado de los setenta y ochenta. Conforme pasó el tiempo, se fueron construyendo casas nuevas, más modernas, edificadas con materiales y técnicas de construcción punteras. Las viviendas originales del barrio parecieron deslustradas y viejas a su lado.

Una vez sometida a interrogatorio, no consiguieron averiguar la razón por la que la confesada pirómana se centraba exclusivamente en esas casas nuevas. Parecía ignorarlo, puesto que decía cosas como: «Algo debió de llamarme la atención» o «No me importaba el sitio, solo quería provocar un incendio».

Chikako visitó los seis escenarios donde tuvieron lugar los incendios y, finalmente, fue a ver la propia casa de la mujer. Su marido la había heredado de sus padres. Se trataba de una estructura de madera de dos pisos en la que habían realizado una serie de chapuzas. Estaba bastante descuidada. Chikako regresó a la sala de interrogatorios y valiéndose de una simple curiosidad, preguntó a la mujer:

– Es una casa preciosa, pero bastante vieja, ¿verdad? ¿Nunca discutió con su marido la posibilidad de reformarla?

Al final, la mujer lo confesó todo. Llevaba años ahorrando para ese propósito. Había acumulado empleos a media jornada retribuidos con el salario mínimo. Este dinero junto a la paga de su trabajo habitual había ido a parar íntegro a un banco con el fin de ahorrar lo suficiente como para financiar la edificación de una casa nueva en la propiedad familiar.

– Pero ese dinero… Mi marido lo gastaba a mis espaldas. Tenía unos cinco millones de yenes en la cuenta. Y cuando me percaté de que había estado dilapidándolo, casi no quedaba nada.

– ¿Y en qué se lo gastaba?

– Es de suponer que en sus infidelidades, ¿no cree? Supongo que divertirse con unas cuantas amantes debe de costar una fortuna.

La posterior declaración del marido confirmó el testimonio de su mujer. En aquel momento, él ya había iniciado los trámites de divorcio por lo que se negaba a cooperar con la investigación. No mostraba ni un ápice de culpabilidad y, de hecho, llegó a pedir explicaciones sobre qué había de malo en que gastara su propio dinero.

Chikako volvió a pasar por las distintas ubicaciones de los incendios. Ninguno había sido de gran trascendencia, tan solo habían desconchado alguna que otra pared o quemado pilas de viejos periódicos amontonados en la puerta trasera. Los leves destrozos causados habían sido reparados y las casas parecían nuevas otra vez. Al observar aquellos hogares con sus parterres y sus ventanas en saliente, la detective pudo entender lo que aquella mujer abatida, que jamás se había atrevido a mirar a Chikako a los ojos en la sala de interrogatorio, veía en el momento de pasar a la acción.

«Injusticia.»

Su marido se divertía con sus novias. Su hijo estaba ocupado con su propia vida. A ella ya no le quedaba nada. Quizá lo tuviera todo en el pasado, pero había tenido que renunciar a muchas cosas en sus años de matrimonio y maternidad. Fuera adonde fuese, veía preciosas casas nuevas, símbolos de felices hogares, de familias unidas: todo lo que ella deseaba pero no podía tener. Así que las prendió fuego. Un fuego purificador que pretendía reducir a cenizas todo aquello que no era justo.

Incluso en su versión criminal, el fuego poseía un carácter sagrado. Cuando los asesinos prendían fuego a un cadáver y a la escena del crimen para borrar cualquier rastro, era como si inconscientemente desearan purificarse y quedar espiritualmente limpios. Como si no hubiese ocurrido nada. Todo error corregido, toda injusticia borrada, arrasados por el poder absoluto del fuego que no dejaba sino la nada en su estela.

Y en cuanto a la reciente serie de incendios «imposibles», todos aquellos recuerdos no podían sino aflorar en la mente de Chikako. Una de las razones por las que tenía que barajar la idea de que los homicidios de Arakawa y los últimos incidentes habían sido motivados por la venganza, las represalias o el castigo era precisamente porque involucraban el fuego. La sentencia siempre lucía los colores del fuego.

– Detective Ishizu, ya hemos llegado.

Chikako reaccionó con un sobresalto a la voz de Michiko. El ascensor se había detenido, y la puerta estaba abierta. Michiko se abrió camino por un pasillo de baldosines de un vivo color teja hacia una puerta de roble macizo. Pulsó el interfono que quedaba junto a ésta y, de inmediato, respondió una voz:

– ¡Buenos días! Por favor, pasen. Está abierto.

Chikako aspiró una profunda bocanada de aire.

Michiko abrió la puerta.

– Buenos di…

Antes de que pudiera terminar su saludo, una silueta amarilla emergió revoloteando desde las sombras que se escondían tras la puerta. Aquello la hizo retroceder dos o tres pasos, pero cuando cayó en la cuenta, estalló en carcajadas. La mancha amarilla se abalanzó sobre ella y quedó parada.

– ¡Kaori-chan!

– ¿La he sorprendido? ¡A que sí!

Aferrada al brazo de Michiko había una niña que le llegaba a la altura del pecho. Llevaba un jersey de color amarillo canario y una minifalda vaquera.

– ¡Llega tarde!

– Oh, lo siento. Pero solo quince minutos, ¿no?

– ¡No, más! -La chica examinó con atención su reloj de muñeca-. ¡Dieciocho minutos!

Michiko esbozó un gesto de conmoción exagerado.

– Ay. Lo siento mucho. ¡Por favor, perdónanos!

Entonces, la chica reparó en Chikako. La detective aún estaba en el umbral puerta, observando la escena de la niña que abrazaba a Michiko y retozaba a su alrededor como un cachorro. Aún sujeta con ambos brazos a la cintura de Michiko, Kaori se dirigió a Chikako.

– ¿Quién es usted? -Entonces, con tono algo más brusco, añadió-: ¿A qué ha venido?

Chikako había estado sonriendo, pero las últimas palabras de la niña desprendían un tono tan acusador que la sonrisa se le borró de la cara.

– Señorita Kinuta, ¿quién es ella? -repitió la niña. Michiko se enderezó en el acto, apartó las manos de la niña de alrededor de su cintura y se volvió hacia Chikako.

– ¡Oh, qué despistada! Lo siento. Detective Ishizu, le presento a Kaori Kurata -dijo Michiko, colocando ambas manos en los hombros de la niña.

– Hola, soy Chikako Ishizu. Es un placer conocerte -la saludó e intentó esbozar una nueva sonrisa.

Sin embargo, la expresión de la niña no cambió.

– ¿A qué ha venido? -repitió, sin apartar la vista de Chikako y aún pegada a Michiko.

Michiko parecía acostumbrada a aquel tipo de reacción por parte de la niña. Dándole unos pequeños golpecitos en los hombros, aseveró:

– No es así como se recibe a los invitados. Para empezar, voy a presentártela. La detective Ishizu es uno de mis modelos a seguir en la policía. Ahora trabajamos juntas, así que quería que la conocieras y por eso la he traído conmigo hoy…

Kaori parpadeó y, entonces, sus gritos ensordecedores empezaron a resonar en el espacioso techo del elegante vestíbulo.

– ¡No! ¡Váyase! ¡No quiero que esté aquí! ¡Váyase! ¡Váyase! -Sus chillidos acribillaron a Chikako como mil agujas. No estaba acostumbrada a recibir semejante rechazo, tan directo y rotundo.

Tras desgañitarse la voz imprecando a Chikako, Kaori se dio la vuelta y se alejó por el pasillo de la casa. Empujó un par de puertas dobles talladas con gran esmero y desapareció tras ellas.

– Kaori-chan… -Michiko tenía un tic en la mejilla. Parecía desear que se la tragase la tierra-. Lo siento muchísimo, detective Ishizu.

– No se preocupe, no pasa nada -dijo Chikako en un intento por quitar hierro al asunto-. Probablemente haya tenido malas experiencias con la policía durante los interrogatorios.

– Sí… De hecho, se siente muy incómoda ante los extraños.

Unas perlitas de sudor se concentraban en el puente de la nariz de Michiko. A Chikako le pareció que pese a mostrarse tranquila y serena en todo momento, su falta de experiencia salía inevitablemente a la luz, en este caso, por los poros de su piel. Ser detective, como es natural, implicaba tener que vérselas con no pocos indeseables. Achantarse ante palabras hirientes y provocaciones de todo tipo podía constituir un obstáculo en el desempeño del trabajo.

Así y todo, la situación pilló a Chikako por sorpresa. No había podido siquiera intercambiar unas palabras con la pequeña Kaori Kurata. ¿A qué se debía ese repentino arrebato?

Una mujer ataviada con un delantal surgió apresurada por las dobles puertas tras las que Kaori había desaparecido. Si estuviera en una casa corriente, supondría que aquella elegante cuarentona era la madre, pero…

– Buenos días, señorita Kinuta. Gracias por venir. -La mujer hizo una leve reverencia y reparó en Chikako. Su comportamiento no encajaba con el de la mujer de la casa-. Discúlpenme, pero ¿ha pasado algo con la señorita Kaori?

Así que era el ama de llaves.

– Lo siento, parece que la hemos molestado -dijo Michiko, algo avergonzada.

– ¿Y usted es…?

Chikako se presentó, pero Michiko interrumpió para proseguir con las explicaciones.

– En realidad, la detective Ishizu es de la Brigada de Investigación de Incendios de la policía de Tokio. Detective Ishizu, le presento a Fusako Eguchi que se encarga de las tareas domésticas de la casa.

Tras intercambiar unas palabras formales a modo de saludo, Chikako le preguntó:

– ¿Es normal que Kaori reaccione así?

Fusako estrechó su mano con firmeza.

– ¡En absoluto! Yo diría más bien que la señorita Kaori se comporta con una excesiva tranquilidad -explicó, poniendo un énfasis especial en las palabras «señorita» y «excesiva tranquilidad». Su expresión era modesta, pero la inclinación de la cabeza, la posición de sus labios y la mirada de sus ojos denotaban cierta intención acusadora. «Ha sido usted quien ha enfadado a la señorita Kaori.»

– Bueno, dejémosla tranquila un rato y más tarde lo intentaremos de nuevo -sugirió Michiko con afabilidad-. ¿Podríamos esperar en el salón?

La mirada de Fusako recayó momentáneamente en Chikako.

– Sí, siento tenerlas aquí de pie. Por favor, entren -repuso.

– ¿Y Kaori? -preguntó Chikako, perfectamente impasible.

– La señorita Kaori ha subido corriendo a su habitación y se ha encerrado.

– La habitación de Kaori queda en la planta superior. Es un dúplex -añadió Michiko a título explicativo. Chikako supuso que Michiko quería o bien tranquilizarla con un «no aparecerá en un rato» o bien contenerla con un «por favor, no intente presionarla demasiado».

– Bueno, en ese caso, sentémonos -respondió Chikako con resolución, instando a Fusako a dar el siguiente paso. «El propósito de mi visita es recopilar información sobre los dieciocho incendios y tratar de averiguar quién los provocó. No soy ni una educadora ni una profesora ni una amiga de la casa. Puede que la niña tenga motivos para ponerse así.»

Era de suponer que Kaori hubiese desarrollado cierta aversión hacia los policías tras los interrogatorios a los que fue sometida. Ese elemento no jugaba a favor de Chikako, sin embargo, para conseguir averiguar más cosas, tendría que superar ese hándicap y tratar de entablar una relación en la que existiera un mínimo de confianza con Kaori Kurata, la única persona directamente relacionada con la serie de incendios.

Chikako y Michiko entraron en lo que parecía un hotel de lujo. Hacia su derecha quedaba la escalera que supuestamente llevaría a la habitación de Kaori. Se alzaba tras su correspondiente barandilla dibujando una majestuosa curva. Frente a las dos detectives, se extendía un salón de techo alto y de dimensiones descomunales, que triplicaba en tamaño el salón de la propia Chikako. Al otro lado de la habitación despuntaba un ventanal abierto al césped del jardín del ático. Una pequeña casa podría caber perfectamente en ese jardín suspendido en el cielo. De todos los áticos de lujo de la ciudad, ése debía de ser uno de los más codiciados.

Todo quedaba limpio y ordenado. La mesa de cristal que se alzaba junto a la pared más cercana estaba tan resplandeciente que Chikako no pudo evitar pensar en lo sucias que parecerían las ventanas de su casa en comparación. En cuanto pasaron junto a ella, los rostros de ambas detectives quedaron reflejados en su superficie. Sobre este cristal que nada tenía que envidiar a un espejo, descansaba un jarrón repleto de una espléndida composición floral que resaltaba con mucho estilo los colores del salón. Tras invitarlas a tomar asiento, Fusako se encaminó hacia la cocina o, al menos, eso supuso Chikako. Fue entonces cuando su atención recayó en las flores. Por muy artificiales que fueran, su elegancia dejaba patente que, de ningún modo, se trataba de baratijas.

Michiko se acomodó en un precioso sofá que quedaba en el centro de la habitación, de espaldas al ventanal. Por la comodidad que acompañó la maniobra, Chikako dedujo que ese era el asiento que solía ocupar cuando venía de visita. Sin embargo -tal vez avergonzada por la rabieta de Kaori y su impulso por huir de Chikako-, la detective parecía algo violenta. Se quedó falta de palabras, observándose las uñas.

En cuanto a Chikako, no dejaba de sentirse abrumada. La sala de vertiginosas dimensiones, los suntuosos adornos que la decoraban… Tanta desmesura la superaba. Al final, se acomodó discretamente en un sillón que daba hacia las escaleras y las dobles puertas por las que habían entrado.

Fusako Eguchi regresó con una bandeja de plata en la que se disponían varias bebidas. Como en un hotel de lujo. Chikako intentó imaginar el día a día de la familia Kurata en ese castillo, pero no tardó en darse por vencida. Aquel lugar solo podía ser descrito e imaginado como unas suntuosas vacaciones, no como un verdadero hogar.

Fusako dejó finalmente una tetera y unas refinadas tazas sobre la mesa.

– Esta casa debe de darle muchísimo trabajo -comentó Chikako.

Fusako alzó la mirada de la tetera, en un gesto educado.

– ¿Cómo dice? -No pareció haber leído entre líneas el comentario de Chikako.

Con lo cual, Chikako fue más explícita esta vez.

– Bueno, según los informes, han tenido lugar ocho fuegos aquí en menos de dos años. Me gustaría que me indicara, cuando pueda, dónde se produjeron y cuáles fueron los daños ocasionados, puesto que ahora mismo no encuentro ningún rastro de tales incidentes. A eso me refería, que visto bajo esta perspectiva, tuvo que costarle mucho encargarse de reemplazar el mobiliario y arreglarlo todo.

La expresión de Fusako permaneció impenetrable, pero Chikako supuso que estaba enfadada cuando colocó la taza frente a ella, con un sonido desagradable. Era obvio que la culpaba del enfado de Kaori.

«Una pequeña reina.» La semejanza con un palacio cobraba cada vez más pertinencia.

– En realidad, me parece excesivo catalogar los incidentes de incendios -contestó Fusako con una cortesía claramente forzada-. Así que no me costó mucho limpiar.

– Detective Ishizu -intervino Michiko-. Creo recordar que en el informe redacté los detalles sobre todos los episodios.

Chikako sonrió de oreja a oreja. Hacía lo que podía por mantener una postura seria a la vez que amigable y conversadora.

– Sí, por supuesto. Pero ya que tengo la increíble suerte de encontrarme aquí, sin mencionar la gran oportunidad de conocer a la señora Eguchi, que se encarga de todo en casa, me gustaría aprovechar la ocasión para que me diera su testimonio directo sobre los hechos.

– El último incidente no tuvo lugar aquí, sino en la clase de la niña -insistió Michiko.

– Sí, es cierto, Y Kaori salió herida esa vez. Ocurrió hace quince días -replicó Chikako con tranquilidad-. Y siguiendo el patrón establecido en secuencia, es de suponer que el decimonoveno incendio ocurra en un intervalo de siete a diez días a partir de hoy. Y nuestra presencia aquí responde a esa preocupación.

Con aquello Chikako pretendía despertar a Michiko e indicarle que había llegado el momento de ponerse manos a la obra.

– Entiendo… Sí, tiene razón. -La detective parecía algo alicaída.

A Chikako se le estaba agotando la paciencia. No daba crédito. Había esperado que Michiko fuese más inteligente, aunque acababan de conocerse y no debería haber sacado ninguna conclusión prematura.

¿Cómo alguien que a primera vista parecía tan sosegada podía verse alterada de ese modo por la rabieta de una niña?

– ¿Quiere que vayamos a ver cómo está la señorita Kaori? – Fusako se dirigía a Michiko-. Si no recuerdo mal, tenía previsto llevarla ver un concierto de piano y a comer.

– Sí. -Michiko echó un vistazo al reloj-. Pero como hemos venido tan temprano, aún tenemos tiempo.

– Es cierto, pero la señorita Kaori me dijo que quería que la ayudase a decidir qué ponerse -apuntó Fusako.

– Eso pensaba hacer una vez zanjadas las presentaciones.

Chikako hizo caso omiso de las obvias indirectas en su conversación, pero no reparó en terciar con una observación:

– Hoy es día laborable. ¿No se supone que Kaori ha de estar en la escuela?

– Hoy… no va a ir a clase -se apresuró a contestar Michiko, como si quisiera ahorrar la molestia a Fusako.

– ¿Aunque no esté enferma?

– Tal y como redacté en mi informe, se han extendido desagradables rumores en la escuela, y la niña está pasando por un momento difícil. Algunos días, Kaori dice que no tiene el valor de enfrentarse a ello.

– La señorita Kaori no asiste a una escuela pública -interrumpió Fusako de forma pedante, al parecer, contenta de tener algo que añadir-. Se trata de un centro privado, la Academia Esencia. La filosofía que rige el tipo de enseñanza que promueven se basa en fomentar el aprendizaje en un ambiente libre y en valorar la idiosincrasia del alumno…

– ¿En serio? -Chikako sonrió de nuevo. Al parecer, Fusako pretendía continuar con este tono, así que la detective frustró la intención de discutir del ama de llaves con una conclusión tajante-. Ya veo, en otras palabras, la afición por la música clásica es una alternativa deseable para la niña. -Levantó la taza-. Qué bien huele. -Tomó un sorbo y se dio cuenta de que pese al delicioso olor, el té estaba tibio. -Bien, señora Eguchi…

A tenor de las interrupciones en la conversación, Michiko y Fusako intercambiaron una mirada de desconcierto.

– ¿Sí?

– ¿Qué tal si usted y yo charlamos un rato? Podemos dejar que la detective Kinuta se encargue de Kaori. De todos modos, ese era el plan, ¿no es cierto?

Fusako, visiblemente nerviosa, lanzó una mirada suplicante a Michiko, en busca de ayuda.

– No le robaré mucho tiempo. Una hora bastará. ¿Qué tal si…? Ya sé. Puesto que al parecer mi presencia molesta a Kaori, vayamos a otro sitio y una vez que la detective Kinuta y Kaori se vayan, podemos regresar aquí.

– Pero… esto… ¿sola? Detective Ishizu, ¿tiene usted…? ¿Tiene usted…?

– Una autorización oficial, no. Pero la serie de incendios sospechosos no ha sido aún aclarada. Además, ahora, hay heridos de por medio. Los datos que he encontrado en el informe de la detective Kinuta son demasiado trascendentes como para ser ignorados. Considerando que, hasta este momento, la investigación no ha arrojado luz alguna sobre la cuestión, la policía apreciaría su cooperación. Por supuesto, pretendo pedir lo mismo tanto a los padres de Kaori como a su profesor.

Para ese momento, Michiko Kinuta debía de estar lamentándose de haber pedido ayuda a su «tío» Ito a quien tanta estima tenía. Y desde luego, las gotas de sudor habían vuelto a aparecer en el puente de su nariz.

– Oh, entiendo, bueno, hum… -El final de la dubitativa respuesta de Fusako se vio seguido por una deflagración seca. Venía del propio salón.

Estupefacta, Chikako volvió la cabeza y rastreó la habitación para localizar la fuente del sonido. Parpadeaba de forma nerviosa en una reacción instintiva ante lo inconcebible. Fusako dejó caer la bandeja de plata. La taza de Michiko aterrizó en su plato emitiendo un fuerte ruido. Chikako se puso de pie de un salto, y se alejó del suave sillón.

Las flores artificiales del jarrón que descansaba sobre la mesa estaban ardiendo. El precioso ramo se había convertido en enormes llamas rojas, y esas abrasadoras gerberas despedían un incandescente polen, obligando Chikako a recular. Las flores de fuego se hicieron tan vigorosas como para alcanzar el alto techo que empezaba a desconcharse.

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